9

Una guayín grandísima esperaba a Trinidad y su chofer, “el Capi” permanecía en guardia hasta altas horas de la noche. Algunas veces Trinidad y sus compañeros iban a “El Colmenar”. Entonces invitaba a Bárbara:

—¿Ya comiste?

—No.

—Bueno, dile al Capi que saque la camioneta y vamos.

¡Las carnitas, la barbacoa, los nopalitos y el chicharrón en salsa verde, ah cómo le gustaban a Trinidad! Al verlo entrar a “Las Cazuelas” los mariachis tocaban “La rielera” y él los saludaba de mano. Los dueños del restaurante no querían cobrarle: “cortesía de la casa”. Entre vivas y aplausos, Bárbara cadereaba feliz de mesa en mesa. Qué bueno que esa mañana se había puesto el traje rojo que le sentaba tan bien. Sus cadenas y pulseras de oro tintineaban de alegría al ritmo de los mariachis, yo soy rielera, tengo mi Juan, él es mi vida, yo soy su querer. Los banquetes en el “¡Ay Cocula!” para recibir a la Comisión de San Luis Potosí o despedir a la de Puebla eran un hito en la vida de los compañeros, una estampida de caballitos de tequila. “La próxima vez me pongo el vestido verde con las zapatillas negras”, Bárbara, un poco mareada, habría querido seguir allí toda la tarde pero Trinidad le ponía un alto:

—Bueno pues ya se resolvió el problema compañeros, ahora a demostrar que sabemos trabajar.

¿Qué problema? Bárbara lo había olvidado. “Caminando por el mundo / se la pasa el trenecito, / con la máquina de luto / y el cabús coloradito.” La vida era un grito de mariachi y un brindis por Trinidad. ¡Que no se acabara nunca, que este momento durara siempre! La alquimia de las palabras llenaba su cabeza, la de los encuentros con los compañeros, la de las llamadas de teléfono, las conferencias, la embriaguez de los diálogos, verterse hacia fuera, no parar nunca de emitir juicios, palabras en ebullición, palabras que se cuecen siempre, palabras en la punta de la lengua, palabras que aclaran, palabras que confunden.

¿Era eso la política? Palabras.

Coquera de por sí, renovó su guardarropa.

“Tengo un trenecito, ¡qué calamidad! / Por estar viejito no podía jalar. / Ahora tiene todo, pullman y radar / y un motor de chorro para caminar.”

En uno de esos banquetes, Beto Cortés, el tesorero, se acerco a Bárbara: “Te voy a añadir veintinueve horas de tiempo extra. Tú te ganas eso y más porque no paras.”

Cuando el contador puso sobre el escritorio de Trinidad la lista de los tiempos extras para que los autorizara y vio “Bárbara Pineda de la Cruz, veintinueve horas” se levantó de su asiento:

—Esto de Bárbara no lo voy a firmar.

—Pero si ya firmaste los demás. Bárbara se lo gana. Es la primera en llegar y la última en irse.

—Ella está aquí porque quiere y yo no le autorizo a que gane tiempo extra. Dile que venga, quiero hablar con ella.

—¿Tú pediste que te pusieran tiempo extra? —preguntó enojado—. Así comienza la corrupción. Nuestro movimiento es muy envidiado, no sabemos si vamos a quedarnos. Puede haber una auditoría y estos documentos van a figurar en la Tesorería General. Pensarán que te estoy favoreciendo porque eres mi sobrina. No te firmo una sola hora extra. Tus labores terminan a las dos de la tarde, si te quedas es porque quieres.

Con el poder, el líder adquiría severidad. A su sobrina le llamaba la atención delante de los periodistas y una vez que le pidió agua y ella mandó al Capi por una gaseosa la reprimió: “¿Por qué envías al chofer si puedes ir tú?” Furiosa y avergonzada, Bárbara pensó en abandonar el trabajo cuando un reportero le dijo: “¿Usted debe ser su pariente, verdad? Porque sólo a alguien muy cercano se le habla en esa forma.” Con una sonrisa, Bárbara explicó que era su sobrina y se reconcilió con su tío. “Sí, es gruñón pero es un alma de Dios.”

Nadie inquietaba tanto a Trinidad como su sobrina Bárbara. Hija de su hermana Olivia, huérfana de padre y madre, libre, atrevida, Bárbara se había hecho sola, quién sabe cómo y quién sabe a qué precio. Era inteligente, ni duda cabe, pero algo peligroso y desquiciado en ella rompía estructuras, su deseo iba más allá de cualquier esquema. Era la única persona sobre la tierra con la que Trinidad titubeaba. No sabía dónde estaba parado. ¡Qué ser más inquietante! “Tío, yo no soy solamente una vagina, no voy a hacer hijitos, voy a hacer mucho más.”

—¿Mucho más? ¿Qué más? Tranquilízate, Barbarita. Tus tías…

—Tío, todo lo elaboras en tu cabeza, no tienes idea cómo son mis tías, no las conoces, yo sí porque ellas me criaron. Tío, no hay nada dado, hay que repensarlo todo, hasta la forma de freír un huevo… No quiero ser una copia de mis pobres tías, ellas mismas ya son copias borrosas de sí mismas, copias de copias de lo que alguna vez quisieron ser.

Cruzaba la oficina con la misma energía con la que emitía sus juicios, para él muchas veces incomprensibles. Abría de golpe la puerta de su privado sin el menor recato y entraba cual viento fresco. Imposible negarse, Bárbara era una presencia bienvenida.

—Oye tío, no somos animalitos, somos gente de cultura.

—¿De qué hablas?

—Simone de Beauvoir dijo que uno no nace, llega a ser mujer, y voy a construir mi sexo como yo quiero. Yo misma voy a decir cómo voy a ser. Yo soy mi propia mujer. También Simone de Beauvoir se levantó contra eso de que anatomía es destino…

(Pobrecitas de todas las mujeres, cavilaba Trinidad, sí, pobrecitas, en verdad les cortaban la hierba bajo los pies, las conformaban; recordaba a sus hermanas niñas corriendo a campo traviesa, sus brazos levantados al cielo como ramas de árbol. ¿En donde habían quedado, una parada frente al fregadero, la otra ante la estufa?)

—Si te sales de lo establecido es enorme el castigo, ¿verdad? —preguntó Trinidad ensimismado.

—Yo no voy a permitir que me castiguen.

—¿De dónde sacas todo eso que dices?

—De los libros, tío, estoy innovando cosas pequeñas pero importantísimas para mí.

Su sobrina lo asombraba pero en muchas ocasiones lo sacaba de quicio aunque no dejaba de sentir una secreta admiración por la forma en que emitía sus ideas. ¡Y vaya que las tenía! La escuchaba decir que era importante ser no sólo subversivo sino transgresor y él y ella lo eran por naturaleza. Pero ¿podría él ofrecer una alternativa de vida, convertir a sus seguidores en hombres osados con una inventiva extraordinaria? ¿De donde tanta información, la de Bárbara? ¿De dónde tanta rebeldía? Muchas de las luchas de Bárbara eran también suyas, la reivindicación del estado laico en México y la certeza de que la conciencia no surge de la fe sino de la duda. Al igual que ella, estaba dispuesto a cuestionarlo todo pero cuando ella se lanzaba a decir que las mujeres tenían la libertad de optar o renunciar a la maternidad, Trinidad no estaba seguro de coincidir con esa muchacha delgada de blue jeans y pelo corto, tan distinta a las mujeres que conocía.

—Las juchitecas son bragadas, pero no tanto.

Lo que a todos les tomaba varias horas, Bárbara lo despachaba en veinte minutos y apenas tenía un momento se ponía a leer. “¿Qué haces, muchachita?” “Un artículo sobre Juárez”, respondía sin levantar la cabeza. “Si no somos ilustrados, no tenemos recursos para escoger, para votar, para construirnos políticamente.” “La ciudadanía es la base de la democracia. Muchos de los compañeros están en el limbo, hay que instruirlos.” “He visto a los compañeros dormirse en las conferencias.” “Bárbara —alegaba el líder—, están exhaustos pero no hay que desesperar, alguno que otro permanece despierto.”

“La sociedad siempre va delante de la ley”, asentaba Bárbara y él sabía que tenía razón.

—Ser mujer no es algo dado, tío, yo no soy pasiva, tengo una meta de por vida.

—Y ¿cuál es, si se puede saber?

—Tú, esa meta eres tú.

Entonces a él lo asaltaba el temor. Bárbara era un abismo. “Soy mujer, pero eso no me impide ser masculina al mismo tiempo. Aunque necesito a los demás, tío, porque finalmente soy parte de la tribu, lo que yo voy a hacer no depende de ellos y si me estorban, pues cuícuiri, cuícuiriiii… Mi individualidad…”

La interrumpió con un puñetazo en la mesa. “Basta. No me avientes esa catarata de pseudo-filosofía, tengo demasiadas preocupaciones para pensar en tu famosa individualidad.”

Las imágenes de Bárbara nunca lo abandonaban. Allá en su tierra, cuando el tren silbaba en el puente, ya para llegar a la estación, el entretenimiento de las muchachas era correr al andén a saludar a los viajeros, la posibilidad de conocer a alguien o por lo menos de partir en las alas de un sueño. De niño, también a él le había sucedido lo mismo cuando llevaba en hombros los huacales de gallinas, fruta, frijol, maíz. Levantarlos en vilo y subirlos al furgón para embarcarlos era en sí un pequeño viaje. Levantaba su vida con los jitomates rojos. A lo mejor, él se iría un día como los huacales. Varias veces le dieron ganas de esconderse en el vagón. “Tito, apúrate, ¿qué tanto haces allá adentro? Hay más carga en el andén.” Su madre lo devolvía a la realidad. Él mismo fabricaba los huacales. El entusiasmo de la niña Bárbara, inseparable compañera, le enrojecía las mejillas. ¡Qué bonito verla correr y cuidar sus pasos de niña! También a Bárbara la había cargado en brazos y le resultó inquietante porque anidaba su pequeña cabeza sobre su pecho y le besaba ávidamente el cuello. La sangre le daba vuelcos y se dejaba hacer. Además de los besos, le gustaba sentir su aliento caliente y lo invadía una suerte de bienaventuranza. Cuando ya no pudo alzarla en brazos olvidó ese bienestar.

Para el adolescente, la estación era una puerta a lo desconocido, a ese gran país que era el suyo y que algún día recorrería, al mundo ancho y generoso al que quería pertenecer. La “chicharra”, como le decían al telégrafo, ejercía sobre él la atracción de un sueño que creía irrealizable. Envidiaba la espalda encorvada del telegrafista atento al pequeño sonido como una llamada del otro mundo.

—Mamá, dígale al señor Valerio que me permita estar aquí.

El trato constante de Na’ Luisa con el jefe de estación hizo que aceptara a su “shunco” como ayudante. “Le entra a todo, no le tiene miedo al trabajo, es muy constante, buen cargador, ojalá le dé la oportunidad de llegar a chícharo.”

Trinidad sonreía al recordar la estación. “No vayas a levantar polvo, echa aserrín primero”, le ordenaba el jefe al tenderle la escoba. “Luego tienes que trapear y lavar esas escupideras.” Qué asco la costumbre de escupir. “El aserrín, mójalo, si no de nada sirve que barias. El aserrín es el que recoge el polvo.” A la cubeta de agua sucia había que vaciarla de inmediato, si no el jefe de estación volvía a la carga. “¡Qué cochino eres! ¿Por qué la dejaste en el rincón?” No sólo aprendió cuestiones administrativas sino que manejó el telégrafo. Punto, raya, punto: la clave Morse. Poner sus dedos sobre la consola le daba la sensación de penetrar en el más allá. Sus dedos se volvían impulsos eléctricos que transmitían mensajes a distancia. Las estaciones entraban en contacto por medio de estos diminutos sonidos que podían salvar vidas. ¡Cuánta fascinación! El mundo de la acústica se le revelaba como una tonada que coincidía con otra en su cabeza. Había música en las cosas de la tierra, cada quién su canto. Gracias al telégrafo, los objetos inanimados adquirían su propia tonalidad, sus oídos antes sordos abarcaban prodigiosos pentagramas. Las tazas cantaban de un modo, las cucharas de otro, los vasos eran barítonos o sopranos. Ahora sus dedos bailaban sobre la madera para sacarle sus notas más profundas. Gracias al telégrafo la melodía entraba a su vida. “¿Te imaginas allá perdido en la montaña y de repente oír el sonido de la chicharra?”

Convivir con el conductor, el pesador de carros, el garrotero resultó una fiesta. Los viejos compartían con él su itacate y hasta el café con piquete para la desvelada y sobre todo la plática sabrosa a la luz del quinqué. “¿Te acuerdas de cuando el tren quedó en despoblado y empezaron a oírse los aullidos de los coyotes?” “¿Qué habrá sido de Buenaventura, que acostumbraba poner cerillos en la suela de los zapatos y una vez le quemó el pie a su compadre, quien para sorpresa de todos le metió un gancho al hígado que lo dejó ahí tirado?” Ese mal chiste de los cerillos introducidos en las suelas de los zapatos había durado años.

A Trinidad, el rielero que más lo impactó fue don Valerio Bernal, calvo, de rostro redondo y noble de origen español. Cuando él tomaba la palabra los demás callaban. Si se quejaban del gobierno inquiría: “¿Por qué no le escribes una carta al gobernador?” “¿Yo?” respondían estupefactos. “Claro, tú. Toma una decisión. Elige. A pesar de que no elegiste nacer, ni tu color, ni tu estatura, ni tus condiciones, a pesar de tus circunstancias, tienes que elegir.” “¿Pero cómo voy a escribirle yo al gobernador?” Una vez le preguntó al joven Trinidad que bebía cada una de sus palabras. “Tú ¿por qué no eliges la educación?” Claro que la elegía, pero ¿cómo?, ¿dónde?

—¿Puedo escribir una carta pidiendo una escuela para mi pueblo?

—Oye, lo propio del hombre es la acción ¿quién te lo impide?

También decía que hay que crearse hábitos, construirse a sí mismo para resistir. Alguno le respondía que se diera cuenta de cuán adversas eran sus circunstancias y don Valerio aseguró con voz fuerte que no eran juguetes del destino ni víctimas de una fatalidad, que tenían la obligación de lanzarse. ¡Qué mundo inquietante! “Yo quiero llegar a ser jefe de estación”, le dijo Tito a su madre.

Los maestros eran malos y el único bueno pidió que lo transfirieran a otro pueblo. Luego vino la maestra Lupita, y al ver su buena letra, le encargó llenar las boletas de calificación de sus compañeros. “Es letra de Tito Pineda Chiñas”, la reconocían los alumnos. Apuntaba las palabras que no entendía en una libreta. “¿Qué significa esto?” “Mira, cómprate un tumba burros”, le aconsejó el jefe de estación y a partir de ese momento Tito se enseñó a devorar diccionarios como si fueran novelas.

Nunca sospechó Trinidad que de tanto verlo con un libro bajo el brazo, su sobrina también leería con hambre de descubrir lo que a él le atraía. Siempre a su lado, Bárbara dibujaba mientras él leía y una tarde se asomó a ver lo que ella hacía y vio una locomotora atravesar la página blanca. Cinco vagones bien trazados seguían a la máquina que parecía resoplar, En la parte inferior de la hoja se alineaban los rieles con sus durmientes y en la superior los rectángulos de las ventanillas. A partir de ese momento, cuantío Trinidad escudriñaba lo que hacía la niña descubría un tren, hasta podía oír el ulular de la sirena, la niña lo dibujaba concienzudamente, desde la locomotora hasta el cabás y lo hacía correr a todo lo ancho de la página. “¡Mira qué largo es!” “Allí va el tren cargado, cargado de…” y la niña a su vez le lanzaba una bolita de papel para que él respondiera “de carbón”, “de zapatos”, “de fresas de Irapuato”, “de Barbaritas bonitas”.

Desde pequeña su vida había sido el tren, que movilizaba a miles de hombres, mujeres, niños, ancianos y animales, además de los vagabundos que a última hora subían al vuelo y viajaban gratis. ¡Ah, qué los “moscas”! La llegada del tren era el mayor acontecimiento del mundo y de ello la niña Barbarita daba varias versiones, el tren durante el día bajo un sol redondo y amarillo, en la noche a la luz de la luna y las estrellas, “no me salen las estrellas, tío”, “sí te salen, si hasta tintinean”, el tren entre dos precipicios sobre un maravilloso puente a lo José María Velasco, la niña dominaba las grandes ruedas de hierro a la perfección, cada rayo parejito dentro de la circunferencia, “qué bien, Bárbara, no te falta ni una bisagra”. Después de un tiempo dejó de pintar el humo de la chimenea como nubecitas gordas y redondas e hizo emerger de la oscuridad una locomotora amenazante, atronadora, que se le venía encima con toda su potencia. “Así se ven de frente, ¿verdad, tío?, como un dragón que te va a quemar.” Entonces Trinidad se dio cuenta que para su sobrina como para él, el tren era lo más importante en la vida sobre la tierra.

También lo era para el resto de la población, que veía en “La Prieta Linda”, una locomotora que había corrido durante la Revolución de Colima a Guadalajara, la historia del país, ya que la libertad que hoy los igualaba a todos, la de Zapata, la de Villa, viajó a lomo de ferrocarril. Cantaban “La rielera”, “El crimen del expreso”, “Corre trenecito, corre”, “El corrido del primer tren” y les salían alas en la cabeza porque con la locomotora se lanzaban a algo que sospechaban que existía: su odisea personal. Recorrían al país a ritmo del son que imita la aceleración de la máquina sobre la vía, y se iban chu, chu, chu, chu de estación en estación, a la vasta red de rieles que surcan la superficie de la tierra, con sus durmientes y señales luminosas.

Y ahora en la gran ciudad, Trinidad agobiado de trabajo, eufórico y a ratos angustiado por su guerra traidora contra los patrones, tenía que luchar también contra los pusilánimes que permiten que los compren.

Los ferrocarrileros dependían de él, y la verdad, a ratos le llenaban de piedritas el alma, mejor dicho de balasto. Enloquecidos por la victoria perdían pie. Desde el mitin en la glorieta de Peralvillo se sentían dueños del mundo. “No cabe duda, la victoria se les ha subido.” Antes habían sido perdedores y ahora no sabían manejar el triunfo. “Espérense, espérense”, les decía Trinidad, pero ellos acomodaban en su futuro prestaciones, prebendas, sobresueldos antes inimaginables. La victoria alcanzada por Trinidad con su Plan del Sureste les infundía confianza en sí mismos. “En estos meses hemos aprendido más de sindicalismo que nunca en la vida.” La moral de los ferrocarrileros alcanzaba su punto más alto y discurrían acerca del movimiento en forma pomposa. “Estamos escribiendo páginas gloriosas.”