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Después del primer parto, Trinidad juró no volver a asistir a otro porque una hemorragia casi se lleva a Sara. “Me da horror recordar cómo te vaciaste de sangre.”

—La misma preocupación le impide acercarse —lo justificó Sara.

“Ni partos, ni visitas de hospital, ni sepelios tienen cabida en mi vida”, argumentaba. Bastante tenía con los despidos de obreros, injusticias y traiciones vividas en carne propia.

“¿Y un hijo no lo vive en carne propia? ¡Sí, qué fácil!”, alegaba su suegra. “Él, que se desvive por los demás, a ella no la acompaña.”

Quizá lo habría comprendido si Trinidad le confía que de niño en Nizanda vio en un nido recién hecho, dos huevitos. “Va a venir la lluvia y se van a mojar”, pensó.

Los tapó con una hoja de árbol. Al día siguiente volvió. La pájara los había picoteado.

¿Temía Trinidad destruir a sus hijos con la misma mano con la que cubrió el nido?

* * *

El recién nacido dormía totalmente a salvo. Trinidad apenas si se asomaba a la cuna. “¿Qué quieres que haga? Ni modo que le dé chichi.” El asunto del dique seco ocupaba todos sus pensamientos, los trabajadores confiaban en él.

—Ni te enteras de cómo amanece tu hijo.

—Ya sé que está bien, en cambio otros están mal.

* * *

Bajo el sol, el dique se veía muy blanco.

—¿A qué sindicato pertenecen ustedes? —preguntó Trinidad.

—Al del Departamento de Marina, que a su vez es de los Trabajadores al Servicio del Estado.

Un obrero, sus labios protuberantes, su pelo chino quemado por el sol, una aureola en torno a su rostro, dijo con rabia:

—No nos pagan ni el salario mínimo.

—¡Pero si ustedes dependen del Departamento de Marina, hay que dirigirse a ese sindicato!

—El sindicato dice que la empresa constructora de las obras del dique seco es responsable de nosotros pero a la empresa la contrató el Departamento de Marina.

—En vez de estar aquí parados, vengan al local de la Federación para examinar el problema.

—Es una compañía particular, quién sabe quiénes sean los dueños.

Resultó fácil descubrir que la compañía era de familiares del secretario de Marina.

—Los gastos de construcción corren por cuenta del Departamento de Marina y el contrato de los obreros es de alzada.

—Además, los expertos señalaron que el terreno pantanoso minaría la obra.

A pesar de los malos augurios, la constructora levantó el dique.

—Llevamos dos años sobándonos el lomo en el dique y no nos han dado un centavo. Cuando vamos al Departamento de Marina nos dicen: “La constructora es la que debe pagarles.”

El gobierno, tan pantanoso como el terreno, esquilmaba a los obreros. Vivían a salto de mata, sin garantía ninguna. Una mañana Sara los miró trabajar y se veían elásticos, altos y hermosos. Iban poniendo ladrillo sobre ladrillo con movimientos precisos, de gente que ama lo que hace. Se oía el rasquido de la cuchara al colocar la mezcla entre cada tabique y luego el cuidado para emparejarla, que no sobrara o faltara, los golpecitos de la paleta sobre el ladrillo a que sonara. En la noche, los ladrillos guardaban aún el color rosa del atardecer. En la madrugada, los hombres amodorrados empezaban con desgano, arrastraban los pies, sus brazos caídos, pero a medida que avanzaba el día, algo los hacía creer en su trabajo y se volvían luminosos. “Parecen pájaros”, pensaba Sara al verlos subir, bajar y afanarse contra el cielo azul.

—¿Hemos avanzado, verdad? —le sonrió un trabajador al verla, su niño en brazos.

—Sí, mucho —respondió Sara, contenta de que la reconociera—. ¡Qué noble gente la mexicana! —le comunicó a Trinidad su emoción.

—¿Dónde están los que los contrataron? —les preguntó Trinidad.

—Por ahí andan.

—Pero ¿quiénes son?

—El que nos reunió fue un tal Trejo Retes.

Cada vez que Trinidad pretendía hablar con los dueños de la empresa, desaparecían.

Convino con los quejosos en que la única forma de presionar era emplazar a la compañía a huelga.

El día en que iba a estallar, marinos de la Armada Nacional se apostaron en el dique y dieron paso a los esquiroles.

—Nosotros sabemos nadar, podemos llegar desde el mar y darles en la madre —se enojaron los huelguistas.

—No. Hay que evitar choques sangrientos.

Las autoridades de la Secretaría del Trabajo declararon la huelga inexistente: “Ustedes son trabajadores al servicio del Estado.”

Trinidad pidió amparo.

—Para este asunto va a ser necesario ir a México —se quejó Silvestre Roldán.

—Pues vamos a México —se indignó Trinidad.

El líder no contaba con el rechazo de Sara, su recién nacido en el regazo.

—¡Sara es imprescindible arreglar el asunto de estos hombres!

—¿No puedes esperar unos días? ¡Podría yo acompañarte!

—¿Cómo vas a acompañarme con el niño en brazos? Este es un asunto peligroso porque atañe a los intereses del secretario de Marina y voy a andar de aquí para allá. No te queda otra más que esperarme, al menos que quieras regresar con tu mamá.

—¿Y qué le digo a mi mamá? —se enojó Sara—. ¿Que tengo un marido para quienes todos los problemas son más importantes que su mujer y su hijo? ¿Eso quieres que le diga?

—Sara —se suavizó Trinidad—, habíamos quedado en que tú y yo jamás tendríamos ese tipo de discusiones. ¡Esta es la lucha, mujer, nuestra lucha!

—¡Es que nunca pensé que fuera tan duro! —lloró Sara.

Trinidad miró por un momento el rostro doliente de su mujer. Nunca se quejaba de nada, nunca pedía nada, en realidad jamás le había causado la menor molestia y ésta era la primera vez que lloraba. La maternidad agudizaba sus emociones. ¡Pobre Sara, ojalá y regresara pronto a la enseñanza, eso la tranquilizaría! De veras que a las mujeres les iba mal.

—¡Pobrecitas las viejas, pobrecito el mujerío!

Trinidad pensó también en Bárbara, a quien no veía hace tiempo, en sus hermanas, pero al día siguiente, en el trayecto a México en tren, las olvidó por completo. Tenía la capacidad de concentrarse en el instante. Así es la lucha, todopoderosa. Absorbía como absorbe la pasión. Ni siquiera en la noche, antes de dormir, Trinidad recordaba a su mujer, su casa, su hijo porque hacía un programa del día siguiente, ordenaba pensamientos y citas. ¿Qué les voy a decir, cómo se los voy a decir? El presente, el presente, la lucha, la lucha, la lucha, aquí y ahora. Eliminaba de un manotazo cualquier preocupación que no fuera la del problema inmediato. “¡Si fuera yo como Saturnino, que a todo le da vueltas, ya me habría dado un tiro!” Mañana se presentaría en la Secretaría de Marina y hoy, en su cuarto del Hotel Mina, tenía que recuperar fuerzas para ganar el pleito.

Después de innumerables antesalas lo recibió el secretario particular del secretario de Marina.

—Mire, la solución está en sus manos —informó Trinidad con ánimo conciliatorio—. Lo único que pedimos es que paguen los salarios mínimos y el tiempo caído por el emplazamiento de huelga.

Con suaves ademanes y un anillo de oro que hacía juego con su colmillo derecho, el secretario particular pasó a Trinidad, a Roldán y a Maya con el general Victorino Parra, de pelo blanco y expresión aniñada.

—Le prometo que voy a intervenir aunque el problema depende del Sindicato de Trabajadores al Servicio del Estado —concluyó el general.

—Está usted equivocado, general, se trata de una compañía que tiene un contrato con el Departamento de Marina que usted encabeza. Lo que sucede es que la compañía constructora es de sus parientes y por eso los defiende —se enojó Trinidad.

El general, que había asaltado trenes durante la Revolución, lo miró ofendido. ¡Cómo se atrevía! ¡A él, un héroe reconocido por todos! De poderlo lo habría fulminado allí mismo; un relámpago de rabia atravesó sus ojos de niño.

—Insisto en que usted, señor Pineda, vea al secretario general del Sindicato de Trabajadores al Servicio del Estado.

Trinidad, Silvestre y Saturnino buscaron al secretario general, quien confirmó que los empleados no eran trabajadores al servicio del Estado.

—No puedo hacer nada —alegó.

—Lo que pasa —se indignó Trinidad—, es que ustedes son cobardes y sinvergüenzas. Dicen que defienden un estatuto, ¿cuál? No es más que el cancionero “Picot”, sólo sirve para cantar.

Los tres decidieron acudir a la recién creada Secretaría del Trabajo y Previsión Social.

—Vayan a la Junta Federal de Conciliación y Arbitraje —indicaron en la nueva Secretaría.

Los responsables le apostaban al desgaste de los quejosos. “Ya se cansarán.” Pero Trinidad recorría la ciudad con su pesado legajo. Los tres amigos comían en el primer café de chinos e intentaban paliar su hambre con lo más barato, café con leche y un cocol de anís o de canela. “¡Ah, que daría yo por una pancita en el mercado!” decía Silvestre, que conservaba su buen ánimo hasta que Trinidad perdió la paciencia. Aunque intentaba esconderlo, el coraje le quitaba el sueño y Saturnino exclamaba a la mañana siguiente: “¡Mira nomás qué ojerotas! ¡Apenas se resuelva esto, nos echamos una pancita!”

—De veras que lo político se vuelve personal, afecta la propia vida. Pobre de nuestro país con sus jetazos corruptos, sus líderes charros, sus burócratas pendejos y güevones.

—También lo personal es político —sopeaba Silvestre su bolillo en el café con leche.

—Es asquerosa la burocracia de esta infame ciudad —coincidía Saturnino—. Si a nosotros nos va como nos va, ¿te imaginas lo que sufrirán los campesinos cuando vienen a arreglar sus asuntos?

Un juez administrativo en el Distrito Federal amparó a Trinidad, quien regresó a Coatzacoalcos a esperar el fallo de la Junta Federal de Conciliación y Arbitraje.

Trinidad encontró a Sara más tranquila y a Nabuco sorprendentemente despierto. A su lado recuperó confianza en sí mismo. Fueron unos días buenos en que hubo tiempo para platicar. Trinidad le contó a Sara la mala impresión causada por el general Parra. “¡Fíjate nada más, un héroe de la Revolución Mexicana!”

—Sabes, ese general tiene la debilidad de ser ingenuo —respondió Sara—. Y en política ser ingenuo es lo peor. ¿No te acuerdas cuando vino a Coatzacoalcos y le pedimos que pavimentara las calles? Respondió, quién sabe si por hacer un chiste o por salir del paso: “¿Por qué no recogen las conchas de la Barra de Santa Ana y las acomodan en el suelo?”

Hablar con Sara era mejor que hacerlo con un compañero de la Federación. Mayor que él, Sara formulaba sus pensamientos con gran inteligencia y el líder se felicitó por haberla escogido.

—Mi mujer tiene una instrucción muy superior a la mía —le confió a Saturnino.

—Las mujeres siempre son más sabias que uno —sonrió Saturnino.

La Junta Federal de Conciliación y Arbitraje falló en contra de los trabajadores por ser construcción estatal y ellos sujetos al estatuto jurídico del Estado, y no les pagó ni los salarios caídos.

—¿Ahora qué va a ser de todos estos hombres sin trabajo y sin protección legal? —se preocupó Sara—. Tú tienes amigos petroleros ¿No podría la Federación encontrarles trabajo en Petróleos?

—Sí, Sara. La Federación los va a ayudar.

—¿No te has fijado, Trinidad, en la cantidad de compañías gringas en nuestro país y cómo se enriquecen los jarochos-gringos en el poder? Yo siempre había considerado al general Parra como un defensor de la clase obrera y campesina y mira nomás, el canijo envió a la Marina a sacar a esa pobre gente de la construcción del dique… Por lo visto los revolucionarios enterraron sus ideales.

El rostro de Trinidad se ensombreció tanto que Sara le mesó los cabellos.

—¡Mira qué chinos tan bonitos! Mañana es día de fiesta. Van a echar al agua el barco con cascos de cemento y los niños y yo queremos verlo.

Hasta el sol amaneció de fiesta, como si el espectáculo lo regocijara. Desde muy temprano los empleados municipales adornaron el muelle. Milagrosamente el viento de Coatzacoalcos dejó de regar arena en la calle. Las autoridades permitieron que los vendedores deambularan a la orilla del mar.

A las cuatro de la tarde, la población endomingada —después habría baile— llegó al dique. Mucha pólvora de coheteros estalló en los oídos de mujeres y niños, y los picaros echaban buscapiés entre las piernas de los paseantes que corrían riéndose. La banda tocaba junto al dique abarrotado de refresqueros y fruteros. “Piña para la niña, melón para el varón.”

“¡Es un gran acontecimiento!”, exclamó Sara, su mirada fija en el barco de cemento. “Lo construyeron técnicos mexicanos apoyados por extranjeros.” “¡Va a ser el descubrimiento del siglo!” “No, si dicen que esos barcos ya existen.” “No es cuento, va a ser nuestra aportación a la humanidad.” “Pues ahora sí —dijo la voz autorizada de Trinidad— vamos a ver cómo zarpa al famoso barco del general Victorino Parra.”

El barco avanzaba pesadamente, como si tuviera conciencia de ser el centro de todas las miradas. Todavía estallaron algunos cohetes o balas de salva para acompañarlo en su viaje. El dique se abrió, entró el agua, el barco siguió su camino náutico, el mar su elemento, despacio, despacio y ahí, ante los ojos de miles, se hundió con una rapidez que los dejó despavoridos. “¿Y el barco?”, preguntaban los niños, “¿dónde está el barco?”

Cesaron los cohetes y la banda de música se esfumó, las familias consternadas tomaron el camino de regreso a casa pero en la noche, en la cantina, brotaron los chistes y las malas palabras y al día siguiente los periódicos aprovecharon el fracaso para atacar al general Victorino Parra. No había día en que no se publicara una nota sobre el gobernante y la nula capacidad de los ingenieros para mantener a flote la genial creación del barco de cemento mexicano.

Esa noche, Sara le avisó a Trinidad que esperaba otro hijo.

No había recuperado su cintura.