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Bárbara subió al tren con Trinidad y ambos cayeron de nuevo bajo su embrujo. El tren ocupaba el primer lugar en su vida y a Bárbara se le humedecieron los ojos al preguntarle: “¿Cuánto tiempo hace que no subíamos al Pullman, tú y yo tío?”, y sin esperar respuesta se puso a tararear: “El tren que corría por la ancha vía / muy pronto se fue a estrellar / contra un aeroplano / que andaba en el llano / volando sin descansar.” La locomotora aún no arrancaba y entraron con arrobo al compartimiento con sus clásicos asientos color vino. ¡Era como regresar al vientre materno! ¡Qué fiel a sí mismo es el tren, qué igual a sus días y a sus horas, qué manera de perforar el tiempo sin cambiarlo! “Así debería ser yo”, pensó Bárbara al pasar la vista por los maleteros niquelados, las pequeñas cortinas de terciopelo que se cierran a la hora del crepúsculo y hacen caer la noche encima del paisaje, la mesilla entre los dos asientos, la luz eléctrica en el impoluto cielo raso.
Aún no se movían los vagones y Bárbara sentía dentro de su cuerpo el mecimiento que pronto los acunaría. Adentro ellos, el mundo allá afuera, afuera los otros, adentro sólo ellos, “sólo nosotros, nosotros solos”, murmuró Bárbara en voz alta. Pronto cambiarían de imagen, pronto ellos mismos serían otros, pronto estarían fuera del tiempo. El tren que liga meridianos y paralelos los proyectaría lejos de este espacio íntimo y confidencial, el coche cama que era ahora la alcoba privilegiada de Bárbara los recibiría después del largo túnel de la ausencia de su tío. El tren los transportaría fuera del globo terrestre, la esfera azul, café y amarilla inflada sobre el escritorio del maestro en la escuela. ¿Qué diablos podía ser la tierra sino un globo? El tren era el sitio atípico e intemporal que los sacaba de la realidad, y sin embargo, gracias a él lo imposible se hacía real, la terquedad de los rieles y su transitoriedad hacían camino al andar como lo quiso el poeta Antonio Machado. Porque esto que iba a ocurrir sería transitorio, sucedería entre una estación y otra, dentro de la movilidad forzada de las ruedas sobre los rieles; después de todo, el tren siempre había sido el presagio de la conmoción, su función era trastornar el orden, resquebrajarlo, estrellar la paz.
“Pinche traidor de mierda, vendido a Moscú”, recordaba Trinidad al diario Excélsior acusándolo de perversión cuando la gran huelga de 1959. “Si la Revolución Mexicana no tuvo que ir a abrevar, en cuanto a sus doctrinas y principios, a ningún país extraño, sino que fue producto de la ideología y esfuerzo de nuestro pueblo, es inadmisible e intolerable que en 38 años, después de que se inició la Revolución Mexicana y se hizo gobierno se pretenda hacer comulgar a los trabajadores y al pueblo con la falsa teoría de que la liberación de las masas debe venir de más allá de las fronteras y ser obra de agentes extranjeros o de nacionales descastados.”
Al igual que los patrones, Excélsior había llamado a los trabajadores al saneamiento moral de sus cuadros directivos ante la ola de perversidad, corrupción y traiciones obreras del país en todas las industrias, y a Trinidad le dolió profundamente que lo consideraran enemigo del pueblo de México.
¿Era él eso, un manipulador, un ambicioso, un perverso? ¿Perverso él?
Estaba a punto de preguntárselo a Bárbara cuando ella se le adelantó:
—Tío, tengo algo que decirte.
—Dímelo muchachita —respondió Trinidad con la dulzura de años atrás.
—Voy a tener un hijo.
Trinidad se enderezó en su asiento, la boca abierta.
—¿Tú? ¿Un hijo?
—Sí, yo, un hijo.
El tableteo del telégrafo se le ensanchó en los oídos, llenándoselos del estridente zumbido de una chicharra. ¡Qué va, eran mil chicharras! Su insistencia se repetía en todo el vagón. Todo el carro comedor era ahora una caja de resonancia. Los teletipos imprimían en la cinta de su cerebro la pequeña frase emitida por Bárbara. Hubiera podido pegarla en la hoja de un telegrama. Empezó a contar las palabras: yo, una, voy, dos, a, tres, tener, cuatro, un, cinco, hijo, seis. Volvió a contarlas y las escribió en el mantel blanco. Telegrafista al fin, se repitió: “Son seis palabras.” “Léelo y fírmale aquí”, le dijo a Bárbara, quien vio cómo las había trazado con la uña sobre el mantel.
—¿Dónde firmo? ¿Aquí?
—¿Un hijo? —repitió incrédulo, el pánico en los dedos que tecleaban temblorosos—. ¿Un hijo? Pero si ya no estás en edad.
—Sí, voy a ser una madre vieja, pero espero ser una buena madre.
—¿Hijo de quién?
—¡Ojalá y fuera tuyo!
—¿Un hijo mío?
—No te preocupes. Voy a ser la única responsable de ese hijo.
—¿No corres peligro?
—Siempre he vivido al borde del precipicio.
Cuando Bárbara sintió náuseas la primera vez, jamás lo atribuyó a una posible maternidad. A los cuarenta y tres años, dejar de tener la regla era común y corriente. Jamás se había retrasado por embarazo. Amaya Elezcano le advertía del peligro hasta que se convenció: “No cabe duda, eres una mula.” Ahora Bárbara tenía la prueba en su bolsa de mano. Encinta de cuatro meses, su desidia, su incredulidad la hizo dejar pasar el tiempo. Todavía ayer pensaba en abortar, hoy mismo al subir al tren con Trinidad, antes de sorprenderlo a él y sorprenderse a sí misma, estaba persuadida de que ésa sería su decisión, pero un impulso que venía de quién sabe dónde, quizá de su infancia en Nizanda y del árbol de mango o de los tulipanes que Na’ Luisa la hacía recoger en la madrugada, la orilló a decirle a su tío, así, a lo loco, de buenas a primeras: “Voy a tener un hijo.” Bajo su cuerpo, el tren puesto en marcha, los llevaba a Oaxaca y ambos tuvieron largo tiempo para mirarse. Lo hicieron sin desviar su mirada, sin volverla hacia la ventanilla para ver el paisaje, sin despegar los ojos el uno del otro, se miraron hora tras hora. Trinidad veía en ella a la niña que él había cargado, a la que nadie quiso, y Bárbara veía en él al hombre avejentado y golpeado por tantas cárceles. “Tío, tienes canas”, le sonrió.
—Antes que nada, soy un luchador social.
—Sí tío, lo sé.
—Un luchador social y tu tío.
—¿Me ves tío, me ves? ¿De veras me estás viendo? Tengo la impresión que esta es la primera vez que me ves…
—Siempre te vi, ahora me doy cuenta que una corriente subterránea que fluía entre nosotros sigue fluyendo…
Ambos callaron. En el anuncio de Bárbara, en su agudo: “Tío, voy a tener un hijo” en medio del tracatraca del tren, Trinidad revivía las siete veces en que su mujer, Sara, se le había parado enfrente con la misma noticia. ¡Y el disgusto! ¡Qué pobre disposición a la felicidad, la suya! Salvo el primero, la noticia no le había traído sino angustia. Ahora, la anunciación de su sobrina, además de estupor, lo devolvía a su vida pasada, al abandono de sus mujeres, todas idas, todas lejos, Rosa que una noche simplemente se despidió, “ahí te ves”, después de la última huelga de hambre, “les hago falta a mis hijas, Cachito, tú siempre vas a seguir en la lucha, yo ya no puedo ni contigo ni con ella”, como también huyó Ofelia, “tu vida rebasa mis fuerzas”, como se marcharon todas, “yo me retiro” anunció Valeria a los tres meses, ninguna se embarazó jamás, eran mujeres fogueadas, “me voy, Trinidad, arréglatelas tú solo”, hasta llegar a Sara, aniquilada por la lucha. “No son tus infidelidades, es mi cansancio, es mi descreimiento.”
¡Cuántas mujeres, cuántas y todas se habían ido! La única que permanecía era la lucha, esa señora abstracta que lo atenazaba como la Niágara, aunque ahora en el nuevo Movimiento Ferrocarrilero, de vez en cuando, él, Trinidad, todavía lograra encandilar a las muchachas de cintura delgada y cabellos largos que le coqueteaban. “Maestro, usted es un héroe, cuéntenos, ¿verdad que su novia es la lucha?”
Pero ya no era lo mismo. “Voy de salida.” “Vamos de salida —le sonrió una mañana Saturnino—, y me parece muy bien. Rodrigo, mi hijo, quiere entrar a Astrofísica en la Universidad y parece que más tarde le van a dar una beca para irse al extranjero. En ese caso nos iríamos mi mujer y yo para estar cerca de él.” “¿Encima de él?”, ironizó Trinidad. “No, junto a él, a la mano, para cuando nos necesite.”
También Silvestre desapareció, viejo y cansado, con la mujer que se quejaba de los chiflones, y Saturnino canjeó sus idas a la estación por la Universidad. “También yo estoy siguiendo unos cursos: me dijo un caricaturista, Antonio Helguera, que dibujo muy bien y voy a entregar de vez en cuando caricaturas a su periódico.”
Total, ya cada uno se iba tras de su vida y el silbato del camotero suplía a la hora del atardecer el ulular del tren.
La lucha, la locomotora y Bárbara, ésas eran las constantes de su vida, porque ahora mismo Bárbara, sentada frente a él con las piernas cruzadas, lo miraba sin parpadear hasta que él le dijo, tendiéndole la mano:
—Vente muchachita, vente, vamos a ordenar un opíparo banquete.
Ya una vez habían cenado juntos a la luz de los cristales, los de las copas, los de la ventanilla, los de las fuentes de ostiones y langostinos en un ágape de reyes.
—Son afrodisiacos, sabes tío.
Trinidad recordó a las desmanchadoras de café y cómo le habían agradecido su intervención frente a las autoridades. ¡Ojalá y vinieran ahora mismo a desmancharme la vida! ¡Cuánto había luchado! Y toda su vida se concentraba en ese anuncio hiriente: la maternidad de Bárbara. Ojalá y él mismo ahora fuera una locomotora de más potencia, ojalá y no se sintiera tan desgastado frente a los acontecimientos, ojalá y todavía pudiera sacarla como Jesús García, el héroe de Nacozari, cargada de dinamita como cargaba Bárbara a esa vida de cuatro meses, “todavía me faltan cinco”, había dicho con una sonrisa, ojalá, pero no, todo estalla, todo vuela por los aires, todo se disloca como en un grabado de Posada, la locomotora se deshace en una lluvia de metal sobre Nacozari, rieles rotos y hechos pedazos hienden el aire convertidos en objetos volantes, agujerean tejados y obligan a hombres y animales a correr en busca de refugio. La locomotora hierve, humo y polvo, todo se ha acabado, consumatum est, la explosión es tan fantástica que las góndolas cargadas de pólvora desaparecen por completo. Estalló la dinamita al lado de unas casas junto a la vía y en las ruinas de las viviendas se encontraron diez muertos entre ancianos mujeres y niños. Si Jesús García no saca el tren de Nacozari, habrían muerto miles.
El tren se retuerce sobre la vía, bueno, lo que queda del tren, los carros consumidos, fundidos, su vida como la nuestra fundida también, la caseta destruida. La locomotora fuera de la vía ha cavado su propia tumba, un cráter humeante acaba de agujerear la tierra. A Trinidad, como al héroe Jesús García, lo identifican por sus zapatos de trenista, zapatos boludos. Empavorecidos, nadie lo recoge, nadie y cae un aguacero feroz como nunca se ha visto.
—Mira tío, está lloviendo. ¡Ah cómo me gusta que llueva cuando viajo en tren! ¡Mira qué bonito corren las gotas sobre la ventanilla! ¡Son mis diamantes!
Trinidad regresa a la realidad. No, no es el héroe de Nacozari, ni está haciendo méritos para ascender a maquinista. El tren en la vía de Nacozari consistía de cuatro carros, los dos primeros pegados a la locomotora eran góndolas descubiertas cargadas con sesenta cajas de pólvora y los otros dos llenos hasta el tope de pastura. Estaban tan repletos que uno de la tripulación temió que de la pastura se perdieran algunas pacas y acomodó dos en la carga de pólvora, una chispa de fuego de la máquina cayó en la pastura y empezó a llamear. Al verlo el maquinista le gritó al fogonero que saltara del tren porque la explosión causaría centenares de muertos: “¡Brinca del tren, brinca del tren, sálvate, salta hacia fuera te digo, salta te ordeno, no quiero que mueras conmigo, la explosión va a ser fenomenal, todos vamos a desaparecer!” “¡Brinca, vas a morir si no brincas, brinca tú también, tienes que salvar el pellejo!”, le rogaron, pero Jesús García no obedeció y sacó el tren de Nacozari a todo vapor. El tren se había alejado media milla del pueblo cuando ocurrió la explosión.
Era el gran héroe del ferrocarril mexicano.
—¿Qué te pasa, tío? ¿Estás triste? —pregunta Bárbara—. No te preocupes por mí, yo siempre salgo adelante.
—Estaba yo pensando en que era yo el héroe de Nacozari y viendo como volábamos en mil pedazos hasta tu pequeño cabás. Así que se acabara todo, que todos fuéramos fierros volantes en el cielo, pero claro, una mujer encinta no quiere hacerse pedazos, quiere dar a luz. Dar a luz.
—Sí tío, quiero dar a luz.
Cabús.
Entonces Trinidad, acostumbrado a un solo canto, como mula con orejeras, volvió al tema de su vida, el tren, la administración obrera de los Ferrocarriles Nacionales de México que si a él le tocara ahora no sería un desastre como en tiempos de Cárdenas porque él, Trinidad Pineda Chiñas, él, el líder, sabría imponer disciplina y capacitar a sus hombres. Sin embargo algo había cambiado, su voz, la voz de un solo hombre se hizo más amplia. Bárbara no se había dado cuenta hasta qué grado Trinidad sabía del irresistible encanto del tren y de la estación ferroviaria, tampoco pensó que sabría tanto de la parte romántica del tren y que podía hablarle del Orient Express, de Agatha Christie, del Trans Europe Express beige y rojo con sólo compartimientos de primera clase de incrustaciones doradas, y hasta del vagón de lujo que el coronel García Valseca mandaba enganchar al tren presidencial. ¿Así es de que Trinidad sabía de Agatha Christie y del Orient Express? Bárbara pensaba que sólo eran temas de Saturnino Maya. Sabía hasta de otros autores ligados a la historia del tren. Le había impresionado sobremanera un grabado de Leopoldo Méndez de unos nazis de casco en la cabeza que abren, linterna en mano, en la oscuridad de la noche, un vagón de tren en el que se apretujan judíos a punto de ser llevados a Auschwitz. Las locomotoras de los alemanes eran terribles, iban de Berlín a Danzig, de Berlín a Munich, imponentes repartidoras de terror, y qué bueno que acabaran en un deshuesadero de trenes con su kilómetro y medio de viejos y crueles vagones que ojalá y se oxidaran en el infierno de toda eternidad. Y a partir de entonces se interesó en los trenes que transportaron millones de judíos, millones de gitanos a los campos de concentración. Después de la Revolución de 1915, los comisarios soviéticos recorrían Rusia sembrando el terror a bordo de largos trenes grises que cruzaban la nieve como látigos. Hitler tenía su tren, Goering tenía el suyo, Himmler también. Además de lujosos, los trenes poseían baterías antiaéreas y todas las armas en caso de ataque. Llegaban a la Gare du Nord, a St. Lazare, a la Gare de Lyon que Bárbara había soñado con conocer algún día. ¡Cuánta dicha le habían proporcionado los trenes a Trinidad! “Tío, ¿cuándo leiste tú la Ana Karenina de Tolstoi?” “Mi mujer hizo que la leyera, hasta leimos juntos algunos capítulos” “¿Tu mujer? ¿Cuál mujer?” Entonces Bárbara se dio cuenta de que se refería a Sara, a quien finalmente de todas consideraba su mujer, su esposa, la madre de sus hijos, esos hijos para quienes él no había sido un buen padre. Muchos artistas se habían obsesionado por el tren. El mismo Tolstoi había muerto en una estación de tren y antes escribió a propósito de Ana, la suicida: “Y exactamente en el momento en que el espacio entre las ruedas se emparejó con ella, con un movimiento ligero, como si fuera a levantarse otra vez de inmediato, cayó de rodillas… una fuerza enorme e implacable la empujó por la espalda. ‘¡Dios, perdóname por todo!’, murmuró.”
¡Qué gloriosa historia la del tren!
En los treinta, como México dependía de la economía estadounidense, los empresarios insistieron en la decadencia del ferrocarril. En Europa el tren es fundamental, pero en América Latina nadie supo oponerse a la imposición yanqui, nadie pudo rechazar el impulso “modernizador”. Estados Unidos quería lanzar su industria automotriz: carreteras en vez de rieles, ése era el futuro. ¿Quién pudo argüir que nada era mejor que la tracción del ferrocarril capaz de jalar un tonelaje muchísimo mayor que esos trailers que se volcaban en la carretera y embotellaban las calles de la ciudad? “Los ferrocarrileros siempre hemos tenido razón, Barbarita”, y Trinidad se remontaba a la huelga en contra de don Porfirio que Silvino Rodríguez, de la Unión de Mecánicos, planeó en Chihuahua en agosto de 1906. “No cabe duda, los más bragados son los norteños. Esos sí merecen sus gorras de tres pedradas y sus paliacates al cuello. Juraron rodilla en tierra, la mano sobre el corazón, no dar un paso atrás hasta lograr la victoria. Pedían igual pago por igual trabajo.” “Mexicanos y gringos valen lo mismo”, dijo Silvino. Las tropas movilizadas para reprimir el movimiento de Cananea fueron enviadas a Chihuahua. Como la empresa no cedía, Silvino recurrió a don Porfirio, que le daba garantías a los gringos. “Los trabajadores no pueden pretender intervenir en la administración de la empresa. Son incapaces”, se enojó el dictador. Hoy, nada ha cambiado y el actual presidente habla como don Porfirio del interés supremo de la patria. “Sean patriotas, apriétense el cinturón. El gremio ferrocarrilero siempre ha beneficiado a la agricultura, a la industria, a la minería que le deben su auge. Ustedes son agentes de cambio, olviden sus necesidades inmediatas y piensen en la patria. Dejen el manejo de los negocios a quienes saben y entréguense a su trabajo. El gobierno sabrá recompensarlos.” ¡Qué recompensa ni qué ojo de hacha, Barbarita!” Barbarita lo observó con todas sus fuerzas. ¡Qué rápido se dejaba invadir por el ferrocarril! Un el fondo, era lo único que le importaba. Era su coartada para no enfrentar la vida personal. Ahora mismo, en vez de hablar de él, de ella, de la criatura por nacer, huía en el ferrocarril.
—De ahí la variedad de los equipos usados, escotillón y trazado, nada embonaba —rememoraba.
—¡Pero tío, la administración obrera de los Ferrocarriles Nacionales de México fue un desastre!
Bárbara miró a su tío. Se veía vencido, solitario y sobre todo cansado. “Tengo todo el tiempo del mundo, Bárbara, y es para ti”, le había dicho pero no era verdad porque el tiempo de Trinidad sólo había sido para el tren o para la huelga: “El país entero ha respondido a nuestro llamado.” Una luz atravesaba su mirada exhausta, pero hablar de sus recuerdos lo revitalizaba. Parecía que las vías, los puentes, los carros tanque, los túneles, las terracerías, el balasto de la vía férrea, las señales que habían destruido los revolucionarios pasaban frente a sus ojos. ¡Qué glorioso! Ahora, perdidas las locomotoras, ya no había trenes de carga ni de pasajeros. Tampoco se construían nuevas vías férreas, los bárbaros revolucionarios las habían pulverizado. ¡Ah qué la Revolución de 1910! Los rebeldes se montaron en las locomotoras, las hicieron sus amantes y las soldaderas de carne y hueso parieron en la zanja y amamantaron al hijo en su rebozo, cargaron el máuser y cuando Juan soldado moría, dispararon.
Y de pronto hizo un alto en su interminable discurso:
—¿Así es de que vas a tener un hijo?
—Sí tío, voy a tenerlo.
La resonancia metálica de los aparatos telegráficos subió a sus oídos desde el fondo de la infancia. Aquella repercusión había sido la música de su vida. “Tú, Bárbara, has sido mi música de fondo”, quiso decirle pero miles de chicharras se confabularon en un ruido ensordecedor, agresivo, y Trinidad hizo un movimiento como para taparse los oídos, cubrirse los ojos. ¡Cuánta falta le hacía en ese momento su cachucha de visera larga!
—¿Vas a llorar, tío?
Las chicharras le impedían ver, lo aislaban y Bárbara lo miró con inquietud.
—Tío, quien va a tener un hijo soy yo, no tú.
—Pero yo soy el que recibo las señales del más allá. Es en mí en quien funcionan los teletipos, yo soy el que tengo la cinta engomada adentro, yo soy el del código de los puntos y de las rayas, es ese código el que le ha dado un orden a mi vida que tú vienes a hacer volar por los aires.
Bárbara no acertó a emitir palabra.
Sin saber lo que iba a suceder regresaron al compartimiento y se sentaron muy juntos, recargados en los brazos de la noche y en su terrible anticipación. Lo que habría de acontecer ahora tensaba la larga cuerda del deseo hasta que alguno de los dos cediera y fuera el primero en tocar al otro. A Bárbara le electrificaba la lentitud, el moroso acto de escoger desear y ser deseada. Miraba a Trinidad intensamente pero no se movía, apenas si respiraba y él permanecía al acecho, pero tampoco hacía un solo ademán. Extrañamente quietos, los dos aguardaban. El arrebato de la entrega iba precedido por una jornada de quietud, y aunque ninguno de los dos podía esperar un minuto más, no parpadeaban. A Trinidad siempre le ganaba la urgencia y acostumbraba aventársele a la mujer deseada, pero ahora actuaba como el Sol, que poco a poco va despertando a la Tierra adormecida. Trinidad iba insinuándose, las luces fuera de la ventanilla eran sutiles, apenas si se posaban en su perfil ansioso, en la boca de Bárbara, malherida. La luz echaba unas cuantas gotas de rojo en la entintada atmósfera del compartimiento; la luz aumentaba la resonancia, Bárbara empezó a desear violentamente a ese sol idealizado desde niña. Lo había creado a lo largo de muchas horas y ahí estaba sólo para ella. Era su creación, tío y amante, y la devolvía al sueño de su niñez.
—¿Así es que de veras vas a tener un hijo?
—Sí, sí lo voy a tener.
Trinidad pensó en Scherezada, a la que más quiso, ahora casada y lejana. Recordó con tristeza a los hermanos de esa niña tan amada. Quiénes eran, cómo eran sus hijos. “He sido un mal padre.” “La única con la que realmente he hablado ha sido con la locomotora. Con nadie más.” A ella sí había sabido hacerla partícipe, los demás lo habían estorbado. ¿Era bueno que una vida creciera dentro de esa Bárbara que era finalmente la niña de sus ojos, la mujer de su vida? ¿Una criatura inocente que los redimiera y de paso salvara al Movimiento Ferrocarrilero?
A lo mejor toda su vida había sido de castigo por ser huelguista. Imposible desvivir lo vivido, imposible regresar al pasado, imposible ser otro. De pronto se dejó vencer por el misterio que ya latía en el cuerpo de Bárbara, el misterio que rescataría los rieles sobre el balasto y las góndolas sobre los rieles y la magna estación de Buenavista y el Puente de Nonoalco con su madeja de rieles que los niños ven desde arriba preguntándose a dónde van, a dónde van.
FIN