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Islas vivientes
La Tierra tiene 4.540 millones de años. Como un periodo de tiempo tan extenso es casi inimaginable, voy a comprimir la historia del planeta para que encaje en un año.[1] En este preciso momento en que el lector lee esta página, es el 31 de diciembre, poco antes de medianoche. (Afortunadamente, hace nueve segundos se inventaron los fuegos artificiales.) Los seres humanos solo han existido durante treinta minutos o menos. Los dinosaurios dominaron el mundo hasta la noche del 26 de diciembre, cuando un asteroide colisionó con el planeta y los extinguió (excepto la línea de las aves). Las flores y los mamíferos evolucionaron a principios de diciembre. En noviembre, las plantas invadieron la tierra, y en los mares aparecía la mayoría de los grandes grupos zoológicos. Las plantas y los animales se componen todos de muchas células, y organismos multicelulares similares habían evolucionado a primeros de octubre. Pudieron haber surgido antes, pues los fósiles resultan ambiguos y abiertos a la interpretación, pero habrían sido raros. Antes de octubre, casi todos los seres vivos que habitaban el planeta consistían en células individuales. Habrían sido invisibles a simple vista de haber existido ya ojos. Habían sido así desde que la vida apareció en algún momento de marzo.
Debo subrayarlo: todos los organismos visibles con los que estamos tan familiarizados, todo lo que acude a nuestra mente cuando pensamos en la «naturaleza», son los rezagados de esta historia de la vida. Son parte de la coda. Durante la mayor parte del tiempo, los microbios eran los únicos seres vivos que habitaban la Tierra. De marzo a octubre de nuestro calendario imaginario, eran los únicos personajes en la obra de la vida en el planeta.
En ese lapso lo cambiaron de forma irrevocable. Las bacterias enriquecen los suelos y descomponen los contaminantes. Mantienen los ciclos planetarios del carbono, el nitrógeno, el azufre y el fósforo, integrando estos elementos en compuestos que pueden ser utilizados por animales y plantas, y luego devolviéndolos a la tierra mediante la descomposición de cuerpos orgánicos. Las bacterias fueron los primeros organismos capaces de elaborar su propio alimento aprovechando la energía solar mediante un proceso llamado fotosíntesis. Liberaron oxígeno como desecho, y emitieron tal cantidad de este gas que cambiaron para siempre la atmósfera de nuestro planeta. Gracias a las bacterias vivimos en un mundo oxigenado. Incluso ahora, las bacterias fotosintéticas de los océanos producen la mitad del oxígeno que entra en nuestros pulmones, y retienen una cantidad igual de dióxido de carbono.[2] Se dice que ahora estamos en el Antropoceno: un nuevo periodo geológico caracterizado por el enorme impacto que los seres humanos han tenido en el planeta. También podría argüirse que seguimos en el microbioceno: un periodo que comenzó en los albores de la vida y continuará hasta su fin.
Los microbios están en todas partes. Viven en las aguas de las más profundas fosas oceánicas y en las rocas que allí se encuentran. Perviven en los surtidores hidrotermales, en los manantiales de aguas termales en ebullición y en el hielo antártico. Podemos encontrarlos hasta en las nubes, donde actúan como semillas de lluvia y nieve. Existen en cantidades astronómicas. En realidad, superan con creces las cifras astronómicas: hay más bacterias en nuestro intestino que estrellas en nuestra galaxia.[3]
Este es el mundo en el que se originaron los animales, un mundo saturado de microbios y transformado por ellos. Como dijo una vez el paleontólogo Andrew Knoll: «Los animales son como la guinda de la evolución, pero las bacterias son el pastel».[4] Siempre han formado parte de nuestra ecología. Evolucionamos entre ellos. Además, evolucionamos a partir de ellos. Los animales pertenecemos a un grupo de organismos llamados «eucariotas», que también incluye a las plantas, los hongos y las algas. A pesar de nuestra manifiesta variedad, todos los organismos eucariotas estamos hechos de células que comparten la misma arquitectura básica, la cual nos distingue de otras formas de vida. Estas células empaquetan casi todo su ADN en un núcleo central, una estructura que da su nombre al grupo; «eucariota» viene de la palabra griega para «nuez». Tienen un «esqueleto interno» que les da soporte estructural y transporta moléculas de un lugar a otro. Y poseen mitocondrias, orgánulos con forma de haba que les proporcionan energía.
Todos los organismos eucariotas compartimos estos rasgos porque todos evolucionamos a partir de un único antepasado que vivió hace unos 2.000 millones de años. Antes, la vida en la Tierra podía dividirse en dos campos o dominios: las bacterias, que ya conocemos, y las arqueas, que son menos conocidas y tienen una notable inclinación a colonizar entornos inhóspitos y extremos. Estos dos grupos estaban integrados por células individuales que carecían de la sofisticación de las eucariotas. No tenían esqueleto interno y carecían de núcleo. No tenían mitocondrias que les proporcionasen energía, por razones que pronto quedarán suficientemente claras. También eran semejantes en su superficie, por lo que los científicos creyeron en un principio que las arqueas eran bacterias. Pero las apariencias engañan; las arqueas son tan diferentes de las bacterias en su bioquímica como los sistemas operativos de los PC y los Macs.
Durante aproximadamente los primeros 2.500 millones de años de vida en la Tierra, bacterias y arqueas siguieron cursos evolutivos en gran medida independientes. Sin embargo, en una ocasión cargada de consecuencias, una bacteria se fusionó de algún modo con una arquea, perdió su existencia libre y quedó atrapada para siempre dentro de este nuevo anfitrión.(1) Así es como muchos científicos creen que surgieron las eucariotas. Esta es ya la historia de nuestra creación: dos grandes dominios de la vida se fusionaron para crear un tercero en la que fue la mayor simbiosis de todos los tiempos. La arquea proporcionó el chasis a la célula eucariota, mientras que la bacteria acabó transformándose en mitocondria.[5]
Todos los organismos eucariotas descienden de esa trascendental unión. Esta es la razón de que nuestros genomas contengan muchos genes que todavía tienen carácter arqueal y otros que se parecen más a los de las bacterias. Y también es la razón de que todos tengamos mitocondrias en nuestras células. Estas bacterias domesticadas lo cambiaron todo. Al proporcionar una fuente extra de energía, permitieron a las células eucariotas aumentar de tamaño y acumular más genes, lo que las hizo más complejas. Esto explica lo que el bioquímico Nick Lane llama el «agujero negro en el corazón de la biología». Hay un enorme vacío entre las células más simples, es decir, las bacterias y las arqueas, y las más complejas, es decir, las eucariotas, y la vida logró salvar ese vacío tan solo en una ocasión en 4.000 millones de años. Desde entonces, las innumerables bacterias y arqueas del mundo evolucionaron a una velocidad vertiginosa, pero nunca volvieron a producir una célula eucariota. ¿Cómo fue eso posible? Otras estructuras complejas, como ojos, corazas y cuerpos multicelulares, han evolucionado en muchas ocasiones independientes, pero la célula eucariota constituye una innovación única. Esto es así porque, como Lane y otros argumentan, la fusión que la creó —una fusión única entre una arquea y una bacteria— era tan sumamente improbable que nunca ha vuelto a producirse, o al menos nunca con éxito. Al producirse la unión, los dos microbios desafiaron las probabilidades e hicieron posible la existencia de todas las plantas, todos los animales y cualquier ser visible a simple vista, o cualquier ser con ojos, si vamos al caso. Ellos son la razón de que yo exista y escriba este libro y de que el lector exista y lo lea. En nuestro calendario imaginario, la fusión se produjo en algún momento de mediados de julio. Este libro trata de lo que sucedió después.
Después de que las células eucariotas evolucionaran, algunas empezaron a cooperar y agruparse, dando origen a criaturas pluricelulares, como los animales y las plantas. Por primera vez, los seres vivos se hicieron grandes; tanto que podían albergar en sus cuerpos enormes comunidades de bacterias y otros microbios.[6] Contar estos microbios es difícil. Se suele decir que una persona normal contiene diez células microbianas por cada célula humana, pero se trata de un redondeo muy aproximado debido a ciertos errores de cálculo. Esta proporción de 10 a 1, que encontramos en libros, revistas, TED talks y prácticamente todas las publicaciones científicas sobre este tema, es una estimación exagerada, basada en un cálculo que, desafortunadamente, se acepta como un hecho probado.[7] Las últimas estimaciones dicen que tenemos alrededor de 30 billones de células humanas y 39 billones de células microbianas; por tanto, se encuentran en una proporción casi igualada. Y estos números son inexactos, pero eso no importa mucho: cualquiera que sea el cálculo, albergamos multitudes.
Una vista microscópica de nuestra piel nos las mostraría: formas esféricas, bastones parecidos a salchichas y formas de judía similares a comas, microbios todos estos de solo unas pocas millonésimas de metro. Son tan pequeños que, a pesar de su abundancia, pesarían en conjunto unas pocas libras. Una docena o más de ellos, colocados en fila, ocuparían holgadamente la anchura de un cabello humano. Un millón podría pulular sobre la cabeza de un alfiler.
Sin disponer de un microscopio, la mayoría de nosotros nunca distinguiría directamente estos minúsculos organismos. Solo notamos las consecuencias de su presencia, en especial las negativas. Podemos experimentar los dolorosos retortijones de nuestro intestino inflamado, u oír el sonido de unos estornudos incontrolables. No podemos ver la bacteria Mycobacterium tuberculosis a simple vista, pero podemos ver la saliva con sangre de un enfermo de tuberculosis. La Yersinia pestis, otra bacteria, es asimismo invisible, pero las epidemias de peste que causa son sin duda patentes. Estos microbios causantes de enfermedades (patógenos) han traumatizado a los seres humanos a lo largo de la historia, y han dejado una persistente influencia cultural. La mayoría de los humanos todavía ve a los microbios como gérmenes patógenos, causantes de plagas que debemos evitar a toda costa. Los periódicos atemorizan con frecuencia a la gente hablando de objetos de uso cotidiano, desde teclados de ordenador hasta teléfonos móviles o pomos de las puertas, que están cubiertos de bacterias. De más bacterias incluso que la tapa de un inodoro. Dan por supuesto que estos microbios son contaminantes, y su presencia un signo de suciedad, miseria y enfermedad inminente. Se trata de un estereotipo totalmente injusto. La mayoría de los microbios no son patógenos. No causan enfermedades. Las especies de bacterias que producen enfermedades infecciosas en los seres humanos son menos de cien;[8] y los miles de especies que viven en nuestros intestinos son en su mayoría inofensivas. En el peor de los casos son viajeras o autoestopistas fugaces. En el mejor de los casos son partes inestimables de nuestro cuerpo: no atentan contra nuestras vidas, sino que las protegen. Se comportan como un órgano oculto tan importante como el estómago o los ojos, pero compuesto de billones de células individuales pululantes en lugar de constituir una sola masa unificada.
El microbioma es infinitamente más versátil que cualquiera de nuestras partes corporales más familiares. Nuestras células poseen entre 20.000 y 25.000 genes, pero se calcula que los microbios que se encuentran en nuestro interior presentan unas 500 veces más.[9] Esta riqueza genética, combinada con su rápida evolución, los convierte en unos virtuosos de la bioquímica, capaces de responder a cualquier reto. Nos ayudan a digerir nuestros alimentos, liberando nutrientes que sin ellos nos serían inaccesibles. Producen vitaminas y minerales que faltan en nuestra dieta. Descomponen toxinas y compuestos químicos peligrosos. Nos protegen de enfermedades desplazando a microbios más peligrosos o matándolos con sustancias químicas antimicrobianas. Producen sustancias que determinan nuestro olor corporal. Su presencia es tan inevitable que hemos externalizado en ellos aspectos sorprendentes de nuestras vidas. Guían la construcción de nuestro cuerpo, liberando moléculas y señales que dirigen el crecimiento de nuestros órganos. Educan nuestro sistema inmunitario, enseñándole a distinguir al amigo del enemigo. Influyen en el desarrollo del sistema nervioso, y tal vez incluso en nuestro comportamiento. Realizan importantes y variadas aportaciones a nuestras vidas; ningún resquicio de nuestra biología les resulta ajeno. Si los ignoramos, estaríamos mirando nuestra vida a través del ojo de una cerradura.
Este libro abrirá completamente la puerta. Exploraremos el increíble universo que existe en el interior de nuestros cuerpos. Aprenderemos mucho sobre los orígenes de nuestras alianzas con los microbios, sobre las formas, en apariencia contrarias al sentido común, en que ellos esculpen nuestros cuerpos y modelan nuestra vida cotidiana, y sobre los trucos que utilizamos para conservarlos y asegurarnos una asociación cordial. Veremos que sin darnos cuenta interrumpimos esta asociación y ponemos en peligro nuestra salud. Descubriremos cómo podemos evitar estos problemas manipulando el microbioma en nuestro beneficio. Y escucharemos historias de científicos desenvueltos, imaginativos y motivados que han dedicado su vida a entender el mundo microbiano, a menudo haciendo frente al desprecio, el rechazo y el fracaso.
Pero no nos centraremos solo en los seres humanos.[10] Exploraremos cómo los microbios han dotado a los animales de poderes extraordinarios, les han brindado oportunidades evolutivas y hasta les han dado sus propios genes. La abubilla, un ave con un perfil en forma de piqueta y colores de tigre, pinta sus huevos con un fluido rico en bacterias que segrega de una glándula situada debajo de la cola; estas bacterias liberan antibióticos que impiden que los microbios más peligrosos se infiltren en los huevos y dañen a los pollos. Las hormigas cortadoras de hojas también albergan en sus cuerpos microbios productores de antibióticos que usan para desinfectar los hongos que cultivan en sus jardines subterráneos. El pez globo, un animal dotado de púas que se infla, utiliza bacterias para producir tetrodotoxina, una sustancia excepcionalmente letal que envenena a cualquier depredador que intente comérselo. El escarabajo de la patata de Colorado, causa de plagas importantes, emplea bacterias en su saliva para suprimir las defensas de las plantas que devora. El pez cardenal, decorado con rayas de cebra, alberga bacterias luminosas que utiliza para atraer a sus presas. La hormiga león, un insecto depredador dotado de temibles mandíbulas, paraliza a sus víctimas con toxinas producidas por las bacterias de su saliva. Algunos gusanos nematodos matan insectos vomitando sobre ellos unas brillantes bacterias tóxicas;[11] otros hurgan en las células de plantas utilizando genes robados a microbios y causan importantes pérdidas agrícolas.
Las alianzas con los microbios han cambiado de forma reiterada el curso de la evolución animal y transformado el mundo que nos rodea. Resulta fácil apreciar la importancia de estas alianzas imaginando lo que sucedería si se rompieran. Supongamos que todos los microbios del planeta desaparecieran de forma repentina. Por el lado positivo, las enfermedades infecciosas serían cosa del pasado, y muchos insectos causantes de plagas serían incapaces de subsistir. Aquí termina la buena noticia. Los mamíferos herbívoros, como las vacas, las ovejas, los antílopes y los venados, morirían de inanición, pues su vida depende completamente de los microbios presentes en su aparato digestivo, que rompen las fibras duras de las plantas que comen. Las grandes manadas de las praderas africanas desaparecerían. Asimismo, las termitas dependen de los servicios digestivos de los microbios, por lo que también ellas dejarían de existir, al igual que los animales más grandes que dependen de ellas para alimentarse, o de sus montículos de tierra. Pulgones, cigarras y otros insectos que succionan savias perecerían sin las bacterias que necesitan para complementar los nutrientes ausentes de sus dietas. En los océanos profundos, muchos gusanos, crustáceos y otros animales dependen de bacterias para obtener su energía. Sin microbios, también ellos, y todas las redes alimenticias de estos oscuros mundos abisales, desaparecerían. A los pobladores de los océanos poco profundos no les iría mucho mejor. Los corales, que dependen de las algas microscópicas, y una sorprendente diversidad de bacterias, se tornarían débiles y vulnerables. Sus poderosos arrecifes se decolorarían y erosionarían, y toda la vida que sustentan se resentiría.
Curiosamente, a los seres humanos nos iría bien. A diferencia de otros animales, para los cuales la esterilidad microbiana significaría una muerte rápida, resistiríamos semanas, meses e incluso años. Nuestra salud podría sufrir, pero tendríamos que ocuparnos de menesteres más apremiantes. Los residuos se acumularían con rapidez, pues los microbios son los señores de la decadencia. Nuestro ganado perecería junto con otros mamíferos herbívoros. Lo mismo sucedería con nuestros cultivos; sin microbios que proporcionaran nitrógeno a las plantas, la Tierra experimentaría una desertización catastrófica. (Como este libro se centra exclusivamente en los animales, ofrezco mis más sinceras disculpas a los entusiastas de la botánica.) «Predecimos el completo colapso de la sociedad al cabo de un año más o menos, como resultado de un fallo catastrófico en la cadena alimentaria —escribieron los microbiólogos Jack Gilbert y Josh Neufeld, tras considerar este experimento mental— la mayoría de las especies de la Tierra se extinguirían, y el tamaño de las poblaciones se reduciría de un modo considerable en las especies que sobrevivieran.»[12]
Los microbios son importantes. Los hemos ignorado. Los hemos temido y odiado. Y es hora de valorarlos, pues de lo contrario nuestra comprensión de la biología humana sería muy pobre. En este libro me propongo mostrar en qué consiste en realidad el reino animal, y lo maravilloso que se vuelve cuando lo vemos como el mundo de asociación y cooperación que verdaderamente es. Esta es una versión de la historia natural que profundiza en su parte más conocida, en lo que de ella revelaron los grandes naturalistas del pasado.
En marzo de 1854, un británico de treinta y un años llamado Alfred Russel Wallace inició un épico periplo de ocho años por las islas de Malasia e Indonesia.[13] Observó orangutanes de piel rojiza, canguros que saltaban por los árboles, resplandecientes aves del paraíso, mariposas gigantes de alas de pájaro, el babirusa a (un animal cuyos colmillos crecen a través de su hocico), y una rana cuyas ancas en forma de paracaídas le permiten saltar de árbol en árbol. Wallace registró, atrapó y también disparó a todas aquellas maravillas, y así acumuló una asombrosa colección de más de 125.000 especímenes: conchas, plantas, miles de insectos clavados en bandejas, y aves y mamíferos desollados y embalsamados, o conservados en formol. Pero, a diferencia de muchos de sus contemporáneos, Wallace también lo etiquetó todo meticulosamente, anotando el lugar donde había recogido cada espécimen.
Esto fue fundamental. A partir de estos datos, Wallace dedujo ciertos patrones. Observó una gran variación en los animales que vivían en una zona determinada, incluso entre los de la misma especie. Se percató de que en algunas islas habitaban especies únicas. Se dio cuenta de que, mientras navegaba hacia el este, de Bali a Lombok, una distancia de solo 22 millas, los animales de Asia eran repentinamente sustituidos por una fauna muy diferente, la de Australasia, como si estas dos islas estuviesen separadas por una barrera invisible (que luego recibiría el nombre de Línea de Wallace). Por algo se le considera hoy el padre de la biogeografía, la ciencia que estudia los lugares donde viven y donde no viven las especies. Pero, como escribe David Quammen en The Song of the Dodo, «Tal como la practican los científicos más sesudos, la biogeografía no hace más que preguntar ¿qué especies? y ¿dónde? También pregunta ¿por qué? Y lo que a veces es aún más esencial: ¿por qué no?».[14]
El estudio de los microbiomas comienza precisamente con la catalogación de los microbios encontrados en los diferentes animales o en las diferentes partes del cuerpo de un mismo animal. ¿Qué especies se encuentran en un animal? ¿Por qué? ¿Y por qué no otras? Necesitamos conocer primero su biogeografía para luego poder profundizar en sus aportaciones. Las observaciones y los especímenes recolectados inspiraron a Wallace la idea clave de la biología: las especies cambian. «Cada especie empezó a existir coincidiendo en el espacio y en el tiempo con una especie preexistente estrechamente aliada con ella», escribió de forma reiterada, y a veces empleando cursivas.[15] Cuando los animales compiten, los individuos más aptos sobreviven y se reproducen, transmitiendo rasgos ventajosos a su descendencia. Es decir, evolucionan por medio de la selección natural. Esta fue la revelación más importante que la ciencia conoció jamás, y todo comenzó con una inquieta curiosidad por el mundo, con un deseo de explorarlo y una aptitud para registrar las formas de vida existentes en cualquier parte del mundo.
Wallace no fue más que uno de los muchos exploradores naturalistas que recorrieron el mundo y catalogaron sus riquezas. Charles Darwin resistió un viaje de cinco años por el mundo a bordo del HMS Beagle, durante el cual descubriría los huesos fosilizados de perezosos y armadillos gigantes en Argentina, y se encontraría con tortugas gigantes, iguanas y una gran diversidad de pinzones en las islas Galápagos. Sus experiencias y sus colecciones plantaron las semillas intelectuales de la misma idea que había germinado de forma independiente en la mente de Wallace, la teoría de la evolución, que quedaría inseparablemente asociada a su nombre. Thomas Henry Huxley, al que se conoció como «el bulldog de Darwin» por su defensa a ultranza de la selección natural, viajó a Australia y Nueva Guinea para estudiar invertebrados marinos. El botánico Joseph Dalton Hooker deambuló por la Antártida, recolectando plantas. Más recientemente, Edward Osborne Wilson, después de estudiar las hormigas de Melanesia, escribió un manual de biogeografía.
A menudo se supone que estos científicos legendarios se centraron exclusivamente en los mundos visibles de los animales y las plantas, ignorando los mundos ocultos de los microbios. Esto no es del todo cierto. Darwin recolectó microbios —los llamó «infusorios»— que pululaban sobre la cubierta del Beagle, y mantuvo correspondencia con los principales microbiólogos de la época.[16] Pero esto era lo máximo que podía hacer con los instrumentos de que disponía.
En cambio, los científicos de hoy pueden recoger muestras de microbios, descomponerlos, extraer su ADN e identificarlos mediante la secuenciación de sus genes. De esta manera pueden hacer exactamente lo que Darwin y Wallace hicieron. Pueden recoger especímenes de diferentes lugares y hacerse la pregunta fundamental: ¿cuáles viven aquí? Pueden hacer biogeografía, solo que en una escala diferente. La suave caricia de un bastoncito de algodón reemplaza a la agitación de un cazamariposas. Una lectura de genes es como hojear una guía de campo. Y una tarde en el zoológico examinando jaula tras jaula puede ser como el viaje del Beagle navegando de isla en isla.
Darwin, Wallace y sus colegas se sentían particularmente fascinados por las islas, y no sin motivo. Las islas son los lugares más adecuados para encontrar la vida en sus modalidades más extrañas, llamativas y superlativas. Su aislamiento, sus reducidos límites y su menor tamaño permiten que la evolución se manifieste con plenitud. Los patrones de la biología se nos muestran de un modo más nítido que en los extensos y contiguos continentes. Pero una isla no tiene por qué ser una masa de tierra rodeada de agua. Para los microbios, cada anfitrión es de hecho una isla, un mundo rodeado de vacío. Mi mano extendida acariciando a Baba en el zoológico de San Diego es como una balsa que transporta especies de una isla con forma humana a otra con forma de pangolín. Un adulto afectado por el cólera es como la isla de Guam invadida por serpientes foráneas. ¿Que ningún hombre es una isla? Esto no es verdad: todos somos islas desde el punto de vista de una bacteria.[17]
Cada uno de nosotros tiene su propio microbioma distintivo, conformado por los genes que hereda, los lugares en los que ha vivido, las medicinas que ha tomado, la comida que ha ingerido, los años que ha vivido y las manos que ha estrechado. Nuestros microbiomas son similares, sí, pero diferentes. Cuando los microbiólogos empezaron a catalogar el microbioma humano en su totalidad, esperaban descubrir un microbioma «nuclear»: un grupo de especies que todo el mundo comparte. En la actualidad, la existencia de tal núcleo es objeto de debate.[18] Algunas especies son comunes, pero ninguna está en todas partes. Si existe un núcleo, solo puede existir en el nivel de las funciones, no de los organismos. Hay ciertas tareas, como la de digerir un determinado nutriente, o emplear un truco metabólico específico, que siempre cumple un determinado microbio, pero no siempre el mismo. Esta tendencia puede observarse a una escala mayor. En Nueva Zelanda, los kiwis echan raíces a través de la hojarasca buscando gusanos, lo mismo que haría un tejón en Inglaterra. Los tigres y las panteras nebulosas acechan en los bosques de Sumatra, pero en Madagascar, donde no hay felinos, el mismo nicho lo ocupa una mangosta gigante llamada fosa; y en Komodo, el mayor depredador es un enorme lagarto. A diferentes islas, diferentes especies, las mismas funciones. Las islas de las que hablo aquí pueden ser grandes masas de tierra o individuos humanos.
En realidad, cada individuo es más bien como un archipiélago, una cadena de islas. Cada parte de nuestro cuerpo tiene su propia fauna microbiana, igual que las islas Galápagos tienen sus propias tortugas y pinzones. El microbioma de la piel humana es el dominio de microbios como el Propionibacterium, el Corynebacterium y el Staphylococcus, mientras que el Bacteroides reina en el intestino, el Lactobacillus domina en la vagina y el Streptococcus prevalece en la boca. Cada órgano también es distinto en este aspecto. Los microbios que viven al comienzo del intestino delgado son muy diferentes de los del recto. Los de la placa dental son distintos por encima y por debajo de la línea de las encías. En la piel, los microbios de las zonas grasientas de la cara y el pecho difieren de los que habitan en las selvas cálidas y húmedas de las ingles y las axilas, y de los colonizadores de los secos desiertos de los antebrazos y las palmas de las manos. Hablando de las palmas: la mano derecha comparte solo una sexta parte de sus especies microbianas con la mano izquierda.[19] Las variaciones existentes entre las partes del cuerpo empequeñecen las existentes entre las personas. Dicho de otro modo: las bacterias del antebrazo del lector son más similares a las de mi antebrazo que a las de su boca.
El microbioma varía en el tiempo y en el espacio. Cuando nace un bebé, abandona el mundo estéril del vientre de la madre y es colonizado de inmediato por sus microbios vaginales; casi las tres cuartas partes de las cepas de un recién nacido pueden proceder directamente de la madre. Luego se inicia una etapa de expansión. A medida que el bebé incorpora nuevas especies de los padres y del entorno, su microbiota intestinal se vuelve gradualmente más diversa.[20] Las especies dominantes crecen y decrecen: cuando la dieta del bebé cambia, los especialistas en la digestión de la leche, como el Bifidobacterium dejan paso a los comedores de carbohidratos, los Bacteroides. Y a medida que los microbios cambian, también lo hacen sus habilidades. Empiezan a producir diferentes vitaminas y desbloquean la capacidad de digerir una dieta más adulta.
Este periodo es turbulento, pero sus etapas son predecibles. Imaginemos un bosque hace poco arrasado por el fuego, o una nueva isla recién surgida del mar. Ambos son rápidamente colonizados por plantas simples, como líquenes y musgos. Les siguen la hierba y los arbustos. Los árboles llegarán más tarde. Los ecólogos llaman a esto «sucesión», proceso que también se da en los microbios. El microbioma de un bebé tarda de uno a tres años en alcanzar un estado adulto. Y entonces se consigue una estabilidad que perdura. El microbioma puede variar de un día para otro, de la salida a la puesta del sol, o incluso de una comida a la siguiente, pero estas variaciones son pequeñas en comparación con los primeros cambios. Este dinamismo del microbioma adulto oculta una continuidad.[21]
El patrón exacto de sucesión difiere de unos animales a otros, porque los animales somos unos anfitriones quisquillosos. No somos colonizados por cualquier microbio que aterrice en nuestro organismo. Tenemos maneras de seleccionar a nuestros socios microbianos. Ya aprenderemos estos trucos; por ahora solo diré que el microbioma humano es distinto del microbioma del chimpancé, que es a su vez diferente del microbioma del gorila, del mismo modo que los bosques de Borneo (orangutanes, elefantes pigmeos, gibones) son distintos de los de Madagascar (lémures, fosas, camaleones) o los de Nueva Guinea (aves del paraíso, canguros arbóreos, casuarios). Sabemos esto porque los científicos se han abierto camino por la totalidad del reino animal secuenciando microbiomas. Así, han descrito los microbiomas de pandas, ualabíes, dragones de Komodo, delfines, lémures, lombrices de tierra, sanguijuelas, abejorros, cigarras, gusanos tubulares, pulgones, osos polares, dugones, pitones, caimanes, moscas tse-tse, pingüinos, kakapúes, ostras, carpinchos, vampiros, iguanas marinas, cucos, pavos, urubúes de cabeza roja, babuinos, insectos palo y muchos más. Han secuenciado los microbiomas de lactantes, prematuros, niños crecidos, adultos, ancianos, mujeres embarazadas, gemelos, habitantes de ciudades de Estados Unidos y de China, aldeanos de Burkina Faso y de Malaui, cazadores-recolectores de Camerún y de Tanzania, indios amazónicos nunca antes contactados, personas delgadas y obesas y personas perfectamente sanas en comparación con otras enfermas.
Todos estos estudios ya han dado sus frutos. Aunque, en realidad, la ciencia del microbioma tiene siglos de antigüedad, ha dado pasos de gigante en las últimas décadas gracias a los avances tecnológicos y a que los científicos han empezado a comprender que los microbios son muy importantes para nosotros, especialmente en un contexto médico. Afectan a nuestros organismos de formas tan diversas que son capaces de determinar nuestra respuesta a las vacunas, cuánta nutrición pueden obtener los niños de sus alimentos y cómo responden los pacientes con cáncer a sus tratamientos. Muchas patologías, entre ellas la obesidad, el asma, el cáncer de colon, la diabetes y el autismo, vienen acompañados de cambios en el microbioma, lo que indica que algunos microbios son, como mínimo, un signo de enfermedad, y en ocasiones, hasta su propia causa. En este último caso, podemos mejorar de forma sustancial nuestra salud modificando nuestras comunidades microbianas: añadiendo y restando especies, trasplantando comunidades enteras de una persona a otra y diseñando organismos sintéticos. Incluso podemos manipular los microbiomas de otros animales rompiendo asociaciones que permiten a los gusanos parásitos afligirnos con terribles enfermedades tropicales o creando nuevas simbiosis que permitan a los mosquitos repeler al virus causante de la fiebre del dengue.
Este es un campo de la ciencia que cambia con rapidez, y que todavía se halla rodeado de incertidumbre, misterio y controversia. Ni siquiera podemos identificar muchos de los microbios de nuestro cuerpo, y mucho menos determinar cómo afectan a nuestras vidas o a nuestra salud. ¡Pero es un campo fascinante! Sin duda es mejor estar en la cresta de la ola mirando al frente que ser arrastrado a la orilla. Cientos de científicos están ahora haciendo surf sobre la ola. Los fondos afluyen. El número de artículos científicos relevantes ha aumentado de forma exponencial. Los microbios siempre han gobernado el planeta, pero hoy, por primera vez en la historia, están de moda. «Esta era una ciencia completamente estancada; ahora es una ciencia puntera —dice la bióloga Margaret McFall-Ngai—. Ha sido divertido ver cómo la gente empieza a darse cuenta de que los microbios son el centro del universo, y cómo este campo empieza a florecer. Ahora sabemos que constituyen la gran diversidad de la biosfera, que viven en íntima asociación con los animales, y que la biología animal fue conformada por la interacción con los microbios. En mi opinión, esta es la revolución más importante que ha conocido la biología desde Darwin.»
Los críticos dicen que la popularidad del microbioma es inmerecida, y que la mayoría de los estudios realizados en este ámbito apenas son algo más que una simple colección de sellos muy cara. ¿Y si supiéramos qué microbios viven en la cara del pangolín, o en el intestino de una persona? Eso nos diría qué y dónde, pero no por qué ni cómo. ¿Por qué ciertos microbios viven en determinados animales y no en otros, o en algunos individuos, pero no en todos, o en ciertas partes del cuerpo, pero no en todas? ¿Por qué vemos los patrones que vemos? ¿Cómo se crearon esos patrones? ¿Cómo encontraron los microbios su camino hacia sus anfitriones? ¿Cómo sellan sus asociaciones? ¿Cómo los microbios y los anfitriones se modifican uno a otro una vez juntos? ¿Cómo se las arreglan si sus alianzas se rompen?
Estas son las grandes preguntas a las que tratamos de responder en este campo. En el presente libro mostraré cuánto hemos avanzado a este respecto, cuántas esperanzas encierran la comprensión y la manipulación de microbiomas y hasta dónde hemos de llegar para que esas expectativas se cumplan. Por ahora, estas preguntas solo se pueden responder recopilando pequeños conjuntos de datos, como hicieron Darwin y Wallace en sus viajes pioneros. En definitiva, coleccionar sellos puede ser importante. «Incluso el diario de Darwin era solo un diario de viaje de un científico, un pintoresco desfile de criaturas y lugares, en el que no se proponía ninguna teoría evolutiva —escribió David Quammen—. La teoría vendría más tarde.»[22] Antes era necesario un duro trabajo: clasificar, catalogar, recolectar. «Si existen nuevos continentes inexplorados, antes de averiguar por qué las cosas están donde están, es necesario saber dónde están», dice Rob Knight.
Lo que llevó a Knight al zoológico de San Diego era el espíritu de exploración. Quería frotar las caras y las pieles de diferentes mamíferos para caracterizar sus microbiomas, y también para conocer los compuestos químicos (metabolitos) que producen sus microbios. Estas sustancias conforman el entorno en que viven y evolucionan los microbios y, además de mostrarnos qué microbios hay, también nos dicen qué hacen. Estudiar los metabolitos es como hacer un inventario del arte, la gastronomía, los inventos y las exportaciones de una ciudad, en vez de un simple censo de sus habitantes. Knight intentó recientemente conocer los metabolitos de las caras humanas, pero observó que los productos cosméticos, como los protectores solares y las cremas faciales, ocultaban los metabolitos microbianos naturales.[23] ¿La solución? Frotar las caras de los animales. El pangolín Baba no usa crema hidratante. «Esperamos obtener también muestras orales —dice Knight—. Y quizá vaginales.» Levanté una ceja. «Los programas de cría de guepardos y pandas tienen montones de congeladores llenos de palitos con muestras vaginales», me asegura.
El cuidador del zoo nos muestra una colonia de ratas topo lampiñas que saltan alrededor de un conjunto de tubos de plástico interconectados. Son animales poco atractivos, como salchichas arrugadas con dientes. Son también muy extraños: insensibles al dolor, resistentes al cáncer, excepcionalmente longevos, pésimos controladores de su temperatura corporal y con un esperma defectuoso e incompetente. Viven en colonias parecidas a las de las hormigas, con reinas y obreras. También excavan madrigueras, lo que les hace interesantes para Knight. Rob Knight ha obtenido recientemente una beca para estudiar microbiomas de animales que comparten características o estilos de vida específicos: madriguera, vuelo, vida acuática, adaptación al calor y al frío y hasta inteligencia. «Es una idea bastante especulativa, pero podríamos encontrar preadaptaciones microbianas con el fin de obtener la energía que se necesita para hacer las cosas más exóticas», dice. Especulativa, ciertamente, pero no inverosímil. Los microbios han abierto muchas puertas a los animales, permitiéndoles todo tipo de estilos de vida peculiares que normalmente les estarían vedados. Y cuando los animales comparten hábitos, sus microbiomas a menudo convergen. Por ejemplo, Knight y sus colegas mostraron una vez que los mamíferos que se alimentan de hormigas, como los pangolines, los armadillos, los osos hormigueros y los proteles (un tipo de hiena), poseen todos microbios intestinales similares, a pesar de haber evolucionado de manera independiente durante 100 millones de años.[24]
Pasamos junto a una pandilla de suricatos, algunos erguidos y alertas, otros retozando. La hembra solitaria —matriarca del grupo— es la única que se dejaría frotar con el bastoncillo de Knight, pero es vieja y tiene una enfermedad del corazón. Esto no es raro. Los suricatos a veces atacan a las crías de otros o abandonan a las suyas, y cuando esto sucede, el zoológico se encarga de criar a las más pequeñas. Aunque sobreviven, el cuidador nos dice que, por razones desconocidas, a menudo padecen del corazón cuando se hacen mayores. «Eso es muy interesante —me dice Knight—. ¿Sabes algo sobre la leche de suricata?» Me lo pregunta porque la leche de los mamíferos contiene azúcares especiales que las crías no pueden digerir, pero sí ciertos microbios. Cuando una madre humana amamanta a su hijo, no solo le está alimentando; también alimenta a los primeros microbios de su hijo, lo que asegura que los primeros colonizadores se instalen en su intestino. Knight se pregunta si ocurre lo mismo con los suricatos. ¿Inician su vida las crías abandonadas con unos microbios inadecuados por no recibir la leche materna? ¿Afectan esos cambios tempranos a su salud en la última etapa de su vida?
Knight está trabajando en otros proyectos para mejorar la salud de los animales del zoológico. Cuando pasamos por delante de una jaula llena de langures plateados —hermosos monos de piel de color peltre con vello facial erizado—, me explica que está tratando de averiguar por qué algunas especies de monos sufren con frecuencia inflamación del colon (colitis) cuando se encuentran en cautividad, mientras que otras no. Hay razones para pensar que sus microbios están involucrados. En las personas, los casos de enfermedad inflamatoria intestinal suelen ir acompañados de una sobreabundancia de bacterias que estimulan el sistema inmunitario y provocan una carencia de aquellas que lo controlan. Hay otras patologías que muestran patrones similares, entre ellas la obesidad, la diabetes, el asma, las alergias y el cáncer de colon. Estos son problemas de salud considerados ahora como ecológicos, y de los que ningún microbio en particular es culpable, pues lo que sucede es que una comunidad entera se halla alterada. Son casos de simbiosis dañada. Y si estos microbios alterados son los verdaderos causantes de esta clase de patologías, sería posible restablecer la salud manipulándolos. Y cuando las comunidades microbianas cambian como resultado de una enfermedad, también podrían ser útiles para diagnosticar una enfermedad antes de que se declaren los síntomas. Esto es lo que Knight espera ver en los monos. Compara los animales con y sin colitis de diferentes especies para ver si hay signos de enfermedad que pudieran servir a los cuidadores para identificar a un animal asintomático con riesgo de padecerla. Estos estudios también pueden ayudarnos a entender cómo cambia el microbioma en personas con enfermedad inflamatoria intestinal.
Finalmente, entramos en un recinto trasero donde varios animales permanecen temporalmente fuera de la vista del público. Una de las jaulas alberga una sombra gigante: una criatura de casi un metro de largo y piel negra que tiene la forma de una comadreja, pero las facciones de un oso. Es un manturón: una civeta grande y desgreñada que Gerald Durrell describió como un «felpudo mal hecho». El cuidador cree que podríamos frotarle sin problema la cara y las patas, pero la parte que realmente nos importa se encuentra más abajo. Los manturones tiene unas glándulas a ambos lados del ano que producen un olor que recuerda al de las palomitas de maíz. Vemos de nuevo que parece probable que las bacterias produzcan olores. Los científicos ya han caracterizado los olores microbianos procedentes de las glándulas que los producen en tejones, elefantes, suricatos y hienas ¡El manturón espera!
—¿Podríamos frotar el ano? —pregunto.
El cuidador mira al intimidante animal en su jaula, se echa despacio hacia atrás, donde nos hallamos nosotros, y dice:
—Pues… me parece que no.
Cuando observamos el reino animal a través de la lente microbiana, incluso los aspectos más familiares de nuestras vidas adquieren una nueva y asombrosa perspectiva. Cuando una hiena frota sus glándulas productoras de olor contra la hierba, sus microbios escriben su autobiografía para que otras hienas la lean. Cuando una madre suricato amamanta a sus crías, crea mundos dentro de sus intestinos. Cuando un armadillo toma un bocado de hormigas, alimenta a una comunidad de billones que, por su parte, le proporciona energía. Cuando un langur, o un ser humano, enferma, sus problemas son similares a los de un lago atestado de algas o a los de un prado repleto de maleza; a estos ecosistemas les ha ido mal. Nuestras vidas reciben poderosas influencias de fuerzas externas que están realmente dentro de nosotros, de billones de cosas que están separadas de nosotros y, sin embargo, son en buena medida parte de nosotros. El olor, la salud, la digestión, el desarrollo y decenas de otros aspectos que se supone son predio de los individuos, en realidad son resultado de una compleja negociación entre el anfitrión y los microbios.
Con todo lo que sabemos, ¿cómo definiríamos a un individuo?[25] Si se define a un individuo anatómicamente, como poseedor de un determinado cuerpo, entonces se debe reconocer que los microbios comparten el mismo espacio. Se podría dar una definición centrada en el desarrollo, según la cual un individuo sería todo lo que se desarrolla a partir de un solo óvulo fecundado. Pero esta definición no funciona, porque hay animales, como los calamares, los ratones o el pez cebra, que construyen sus organismos siguiendo instrucciones codificadas por sus genes y sus microbios. En una burbuja estéril no crecerían con normalidad. Podría plantearse una definición fisiológica, según la cual el individuo es un organismo compuesto de partes —tejidos y órganos— que cooperan para el bien del todo. Esto es indudable, pero ¿qué pasa con los insectos en los que las bacterias y las enzimas del anfitrión trabajan juntas para crear nutrientes esenciales? Esos microbios son evidentemente parte del todo, y una parte indispensable. La definición genética, según la cual el individuo es un organismo compuesto de células que comparten el mismo genoma, se encuentra con el mismo problema.
Todo animal tiene su propio genoma, pero también muchos genomas microbianos que influyen en su vida y desarrollo. En algunos casos, genes microbianos pueden incorporarse de manera permanente en los genomas de sus anfitriones. ¿Tiene entonces sentido considerarlos entidades separadas? Con nuestras opciones agotadas, podríamos pasar el muerto al sistema inmunitario, ya que supuestamente existe para distinguir nuestras células de las de los intrusos, para distinguir el yo del no-yo. Esto tampoco es del todo cierto; como veremos, nuestros microbios residentes nos ayudan a construir nuestro sistema inmunitario, que a su vez aprende a tolerarlos. No importa cómo planteemos el problema: está claro que los microbios subvierten nuestras nociones de la individualidad. También ellos la conforman. El genoma del lector es en gran parte el mismo que el mío, pero nuestros microbiomas pueden ser muy diferentes (y nuestros viromas aún más). Tal vez sea menos cierto decir que yo albergo multitudes que decir que yo soy esas multitudes.
Estos conceptos pueden ser sumamente desconcertantes. Los conceptos de independencia, libre albedrío e identidad son centrales en nuestras vidas. El pionero en el estudio del microbioma David Relman señaló una vez que «la pérdida del sentido de la autoidentidad, las ilusiones de autoidentidad y las experiencias de “control ajeno”» son signos potenciales de enfermedad mental. «No resulta extraño que los estudios recientes acerca de las simbiosis hayan suscitado especial interés y atención.» Pero también añadió que «[estos estudios] destacan la belleza de la biología. Somos criaturas sociales y tratamos de comprender nuestras conexiones con otras entidades vivientes. Las simbiosis son ejemplos fundamentales de lo que se logra con la colaboración y de los grandes beneficios de las relaciones íntimas».[26]
Estoy de acuerdo. La simbiosis nos muestra los hilos que conectan toda la vida en la Tierra. ¿Por qué pueden convivir y cooperar organismos tan dispares como humanos y bacterias? Porque comparten un antepasado común. Nosotros almacenamos información en el ADN empleando el mismo sistema de codificación. Y usamos una molécula llamada ATP como moneda de energía. Lo mismo sucede en todas las formas de vida. Imaginemos un sándwich de beicon, lechuga y tomate: todos los ingredientes, desde la lechuga y el tomate hasta el cerdo que produjo el beicon, sin olvidar la levadura que se empleó en el pan ni los microbios que seguramente habrá en su superficie, hablan el mismo lenguaje molecular. Como dijo en una ocasión el biólogo holandés Albert Jan Kluyver, «del elefante a la bacteria del ácido butírico, ¡todo es lo mismo!».
Una vez que comprendamos lo similares que somos y lo profundos que son los lazos entre los animales y los microbios, nuestra visión del mundo se enriquecerá inmensamente. La mía, desde luego. Toda mi vida me ha atraído el mundo natural. En mis estanterías abundan documentales sobre la vida salvaje y libros llenos de suricatos, arañas, camaleones, medusas y dinosaurios. Pero ninguno de ellos dice cómo los microbios afectan, mejoran y dirigen la vida de sus anfitriones; por lo tanto, están incompletos —cuadros sin marco, pasteles sin glaseado, Lennon sin McCartney. Ahora veo hasta qué punto las vidas de todas esas criaturas dependen de organismos invisibles que conviven con ellas, aunque no sepan que esos organismos contribuyen al desarrollo de sus capacidades, y a veces las explican por completo, ni que han existido en el planeta mucho más tiempo que ellas. Es un cambio de perspectiva que causa mareo, pero un cambio glorioso.
He visitado parques zoológicos desde que era demasiado pequeño para poder hoy recordar esas visitas (o para saber que no se debe subir al recinto de la tortuga gigante). Pero mi visita al zoológico de San Diego con Knight (y Baba) es diferente. Aunque en ese lugar domina un derroche de colores y ruidos, me doy cuenta de que la mayor parte de la vida alojada allí es invisible e inaudible. En la entrada principal, recipientes llenos de microbios dejan dinero para poder franquear las puertas y contemplar otros recipientes de microbios con diferentes formas que permanecen en jaulas y recintos. Billones de microbios ocultos dentro de cuerpos cubiertos de plumas, vuelan en los aviarios. Otras hordas se balancean en las ramas o se escabullen por túneles. Una muchedumbre de bacterias alojada en el trasero de un felpudo negro llena el aire con el penetrante olor de las palomitas. Así es realmente este mundo viviente, y aunque todavía es invisible para mis ojos, al final podré percibirlo.