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Conformadores de cuerpos

«Lo que buscas es algo del tamaño de una pelota de golf», dice Nell Bekiares.[1]

Estoy en un laboratorio de la Universidad de Wisconsin-Madison mirando un pequeño acuario. Parece vacío. No veo nada del tamaño de una pelota de golf. No veo nada excepto una capa de arena. Entonces Bekiares pasa su mano por el agua y algo emerge de ella liberando una nube de tinta negra y viscosa. Es un calamar hawaiano hembra, y su tamaño es el de mi pulgar. Bekiares recoge el calamar en un cuenco, y este se agita, lanza un chorro blanco fantasmal, extiende los tentáculos y bate furioso las aletas. A medida que se calma, recoge los tentáculos debajo de su cuerpo, da vueltas con ellos y cambia de forma —pasa de parecerse a un dardo a una gran gominola—. Su piel también cambia. Pequeñas manchas de color se expanden rápidamente en discos planos de color marrón oscuro, rojo y amarillo salpicados de puntos iridiscentes. El calamar ya no es blanco. Ahora parece una escena otoñal pintada por Seurat.

«Cuando tienen este aspecto, están contentos —dice Bekiares—. El color marrón es bastante bueno. A menudo, los machos están más enojados. Entonces arrojan tinta sin cesar a su alrededor. Cuando nos disparan agua a la cara o al pecho, parece que lo hagan de manera intencionada.»

Me quedo atónito. El calamar rezuma personalidad. Y es de una belleza espectacular.

No hay otros animales en el cuenco, pero el calamar no está solo. Dos cámaras situadas en sus partes inferiores —sus órganos luminosos— están llenas de bacterias luminiscentes llamadas Vibrio fischeri, que emiten un resplandor que luego se va apagando. Este brillo es demasiado débil para apreciarlo bajo las luces fluorescentes del laboratorio, pero es más claro en los llanos de los arrecifes poco profundos alrededor de Hawái, donde el calamar habita. Por la noche, la luz de las bacterias parece juntarse con la que arroja la Luna, anulando la silueta del calamar y ocultándolo a los depredadores. Este animal no crea sombras.

El calamar puede ser invisible desde abajo, pero es fácil de detectar desde arriba. Todo lo que hay que hacer es volar a Hawái, esperar a que caiga la noche y caminar por el agua, de forma que solo te llegue hasta las rodillas, con una linterna de cabeza y una red. Con buenos reflejos se pueden capturar media docena de estos calamares antes del amanecer. Y una vez atrapados, son fáciles de mantener, alimentar y reproducir. «Si pueden vivir en medio de Wisconsin, pueden vivir en cualquier lugar», afirma Margaret McFall-Ngai, la zoóloga que dirige este particular laboratorio. Sosegada, refinada y cordial, McFall-Ngai ha estudiado los calamares hawaianos y sus bacterias luminiscentes durante casi tres décadas. Ha hecho de ellos un icono de la simbiosis y, de paso, ella misma se ha convertido en un personaje icónico. Sus colegas coinciden en presentarla como una iconoclasta declarada, una insospechada entusiasta del monopatín y una defensora infatigable de los microbios desde bastante tiempo antes de que «microbioma» se convirtiera en una palabra de moda. «Cuando escribe “Nueva Biología”, lo hace con letras mayúsculas», me contó un biólogo. No siempre pensó así. Fue el calamar lo que cambió su forma de pensar.[2]

Cuando McFall-Ngai era estudiante de posgrado, se dedicó a estudiar un pez también portador de una bacteria luminiscente. El pez la cautivaba, pero asimismo la dejaba frustrada. Su reproducción en el laboratorio era imposible, por lo que cada ejemplar que estudiaba ya había sido colonizado por las bacterias. Así no podía responder a ninguna de las cuestiones que en realidad la intrigaban. ¿Qué sucede cuando los socios se encuentran por primera vez? ¿Cómo establecen una conexión? ¿Qué impide que otros microbios colonicen al anfitrión? Entonces un colega le preguntó: «¿Has oído hablar de ese calamar?».

El calamar hawaiano era bien conocido por los embriólogos, y sus bacterias, por los microbiólogos, pero la asociación entre ellos había sido ignorada por completo, y esta asociación era lo que interesaba a McFall-Ngai. Para estudiarla, necesitaba un colaborador, alguien cuyo conocimiento de las bacterias sirviera de complemento a su experiencia zoológica. Esa persona fue Ned Ruby. «Creo que fui el tercer microbiólogo que llegó y el primero que dijo sí», relata. Entre los dos se estableció un vínculo profesional, y poco después sentimental. El yin del tranquilo surfista Ruby y el yang de la enérgica líder McFall-Ngai se complementaban. Entre ellos existe, como me contaba uno de sus amigos, «una auténtica simbiosis». Hoy trabajan en laboratorios adyacentes y comparten el mismo calamar.

Los animales viven en tanques alineados junto a un estrecho corredor. Hay espacio para 24 si llegan a ser necesarios. Cada vez que llega un nuevo lote, Bekiares, el encargado del laboratorio, elige una letra y todos los estudiantes bautizan a los animales en consonancia. La hembra que conocí es Yoshi. Yahoo, Ysolde, Yardley, Yara, Yves, Yusuf, Yokel y Yuk (Sr.) viven en tanques próximos. Las hembras tienen «cita nocturna» cada dos semanas. Tras aparearse, se las deja en un vivero con tanques llenos de tuberías de PVC en las que se concentran cientos de huevos. Tardan unas semanas en eclosionar. Cuando visitamos el vivero, en un estante había un recipiente de plástico con unas pocas docenas de crías agitándose dentro, cada una de apenas unos milímetros de largo. Diez hembras pueden producir 60.000 crías en un año; esta es la razón de que sean tan estupendos animales de laboratorio. Pero hay otro aspecto importante: las crías nacen sin microbios. En la naturaleza, serían colonizadas por V. fischeri al cabo de unas pocas horas. En el laboratorio, McFall-Ngai y Ruby pueden controlar la introducción en las crías de cualquier simbionte. Pueden marcar las células de V. fischeri con proteínas luminiscentes y seguirlas mientras se abren camino en los órganos luminosos del calamar. Pueden asistir a los comienzos de la asociación.

El comienzo es pura física. La superficie del órgano ligero está cubierta de mucosidad y de filamentos en permanente agitación llamados cilios, los cuales crean unas turbulencias que atraen partículas de tamaño bacteriano, pero no mayores. Estos microbios se acumulan en la mucosidad, entre ellos el V. fischeri. La física da paso ahora a la química. Cuando una célula de V. fischeri toca el calamar, no pasa nada. Si dos células entran en contacto, sigue sin ocurrir nada. Pero sin son cinco las que entran en contacto, activan multitud de genes del calamar. Algunos de estos genes producen un cóctel de sustancias químicas antimicrobianas que no afectan al V. fischeri, pero crean un entorno inhóspito para otros microbios. Otros genes liberan enzimas que descomponen la mucosidad del calamar, produciendo una sustancia que atrae a más V. fischeri. Estos cambios explican por qué el V. fischeri pronto domina la capa mucosa, incluso si otras bacterias los superan inicialmente en número en una proporción de mil a uno. Esto, y solo esto, tiene la capacidad de transformar la superficie del calamar en un paisaje que atrae a más microbios de su especie y disuade a los competidores. Estos microbios hacen como los protagonistas de las historias de ciencia-ficción, que «terraforman» inhóspitos planetas en cómodos hogares, solo que «terraforman» a un animal.

Una vez han cambiado al calamar por fuera, los V. fischeri empiezan a moverse hacia su interior. Se deslizan a través de uno de sus pocos poros, viajan por un largo conducto, se apelotonan en una especie de cuello de botella y, finalmente, alcanzan varias criptas blindadas. Su llegada cambia aún más al calamar. Las criptas están alineadas con células semejantes a pilares que entonces se hacen más grandes y más densas, envolviendo a los microbios que llegan en un estrecho abrazo. Cuando las bacterias se acomodan en los interiores remodelados, la puerta se cierra tras ellas. La entrada a las criptas se estrecha. Los conductos se contraen. Los campos de cilios se atrofian. El órgano luminoso alcanza su forma madura. Una vez colonizado por las bacterias correctas —y el V. fischeri es el único microbio que hace este viaje— no será nuevamente colonizado.

Bien, ¿y qué? Parecen demasiados detalles para saber algo sobre la vida de un oscuro animal. Pero las particularidades del calamar tienen una profunda implicación; una implicación que McFall-Ngai supo comprender. En 1994, después de completar su primera tanda de estudios sobre el calamar, escribió: «Los resultados de estos estudios son los primeros datos experimentales que demuestran que un simbionte bacteriano específico puede desempeñar un papel inductivo en el desarrollo animal».

En otras palabras, los microbios conforman cuerpos de animales.

¿Cómo? En 2004, el equipo de McFall-Ngai demostró que dos moléculas que se hallan en la superficie del V. fischeri constituyen la base de sus poderes transformadores: el peptidoglicano (PGN) y el lipopolisacárido (LPS). Esto fue una sorpresa. En aquel entonces, estas sustancias químicas solo se conocían en un contexto patológico. Fueron descritas como patrones moleculares asociados a patógenos, o PAMP, sustancias que alertan a los sistemas inmunitarios de los animales de infecciones en curso. Sin embargo, el V. fischeri no es un patógeno. Está emparentado con la bacteria que causa el cólera en humanos, pero no daña en absoluto al calamar. Así que McFall-Ngai tomó el acrónimo, cambió la P de patógeno por una más acogedora M de microbio y rebautizó a estas moléculas como MAMP: patrones moleculares asociados a microbios. El nuevo término constituye un símbolo de la ciencia del microbioma en general. Le dice al mundo que estas moléculas no solo son signos de enfermedad. Pueden provocar inflamación debilitante, pero también pueden iniciar una hermosa amistad entre un animal y una bacteria. Sin ellas, el órgano luminoso nunca alcanza su forma definitiva. Sin ellas, el calamar sobrevive, pero nunca culmina su viaje a la plena madurez.

Ahora está claro que muchos animales, desde los peces hasta los ratones, crecen bajo la influencia de compañeros bacterianos, a menudo bajo los auspicios de los mismos MAMP que forman el órgano luminoso del calamar.[3] Gracias a estos descubrimientos, podemos empezar a ver el desarrollo animal —el proceso en el que un animal se transforma de una sola célula en un adulto plenamente funcional— bajo una nueva luz.

Si aislamos con cuidado un óvulo fertilizado —humano, de calamar o de cualquier otro animal— y lo examinamos al microscopio, veremos cómo se divide en dos, luego en cuatro y luego en ocho. La esfera de células se va haciendo más grande. Se pliega, aumenta y se contorsiona. Las células intercambian señales moleculares que dicen qué tejidos y órganos crear. Comienzan a formarse las partes del cuerpo. Se configura un embrión que crece, y que seguirá haciéndolo mientras obtenga suficientes nutrientes. Toda la secuencia parece autosuficiente, y tan resuelta como la ejecución independiente de un programa de ordenador inmensamente complicado. Pero el calamar y otros animales nos dicen que el desarrollo es más que eso. Se produce siguiendo instrucciones de los genes del animal, pero también de los genes de sus microbios. Es el resultado de una negociación en curso, una conversación entre varias especies, en una de las cuales se opera su desarrollo efectivo. Es el despliegue de todo un ecosistema.

La forma más fácil de comprobar si un animal necesita de los microbios para su adecuado desarrollo es privarle de ellos. Algunos mueren: el mosquito del dengue, Aedes aegypti, llega al estado larvario, pero no progresa más.[4] Otros toleran mejor la esterilidad microbiana. El calamar hawaiano simplemente pierde su luminiscencia; esto no importa en el laboratorio de McFall-Ngai, pero en su estado natural el animal, privado de su camuflaje, sería un blanco fácil. Los científicos han criado asimismo ejemplares libres de gérmenes de casi todos los animales de laboratorio comunes, como el pez cebra, las moscas y los ratones. Estos animales también sobreviven, aunque han cambiado. «El animal libre de gérmenes es, en líneas generales, una criatura miserable, que parece requerir en casi todos los aspectos un sustituto artificial de los gérmenes de que carece —escribió Theodor Rosebury—. Es como sería un niño confinado en un espacio con aislamiento de vidrio, totalmente protegido contra los embates del mundo exterior.»[5]

La extraña biología de los animales libres de gérmenes se hace más patente en el intestino. Un intestino que funcione bien necesita de una gran superficie para absorber nutrientes, por lo que sus paredes están densamente revestidas de largas vellosidades parecidas a dedos. Necesita regenerar de manera continua las células de su superficie, que se desprenden con el paso de los alimentos. Necesita una rica red de vasos sanguíneos subyacentes para repartir los nutrientes. Y necesita estar sellado; sus células deben adherirse con firmeza unas a otras para evitar que moléculas (y microbios) extrañas se filtren a los vasos sanguíneos. Todas estas propiedades esenciales se verían comprometidas sin los microbios. Si el pez cebra o los ratones crecen en ausencia de bacterias, los intestinos no se desarrollan por completo, sus vellosidades son más cortas, sus paredes más permeables, sus vasos sanguíneos más parecidos a senderos rurales dispersos que a una densa red urbana, y su ciclo de regeneración a un pedaleo con una marcha más lenta. Muchos de estos fallos pueden corregirse administrando a los animales un suplemento normal de microbios o incluso de moléculas microbianas aisladas.[6]

Las bacterias no modifican físicamente el intestino. Actúan conjuntamente con sus anfitriones. Hay en ellas más gestión que trabajo. Lora Hooper lo demostró introduciendo en ratones libres de gérmenes una bacteria intestinal llamada Bacteroides thetaiotaomicron, o B-theta para sus amigos.[7] Observó que la bacteria activaba una amplia gama de genes implicados en la absorción de nutrientes, la construcción de una barrera impermeable, la descomposición de toxinas, la formación de vasos sanguíneos y la creación de células maduras. En otras palabras: el microbio decía a los ratones cómo usar sus propios genes para tener un intestino sano.[8] El biólogo del desarrollo Scott Gilbert llama a esto codesarrollo. Algo muy alejado de la idea, que aún persiste, de que los microbios solo son seres que nos amenazan. La verdad es que ellos nos ayudan a ser lo que somos.[9]

Los escépticos podrían argumentar que los ratones, el pez cebra y el calamar hawaiano no necesitan microbios para desarrollarse: un ratón libre de gérmenes todavía se parece a un ratón, y corre y chilla como un ratón. Si se le quitan las bacterias, no se volverá de repente un animal del todo diferente. Pero, libres de gérmenes, los animales viven en ambientes poco exigentes: burbujas climáticamente controladas con abundantes alimentos y agua, cero depredadores y sin infecciones de ninguna clase. Expuestos a los rigores de un ambiente natural no durarían mucho. Podrían existir, pero quizá no subsistirían. Podrían desarrollarse solos, pero lo harán mejor con sus socios microbianos.

¿Por qué? ¿Por qué los animales dejan en manos de otras especies ciertos aspectos de su desarrollo? ¿Por qué no todo es tarea exclusivamente suya? «Creo que es inevitable —dice John Rawls, que ha trabajado con ratones y calamares libres de gérmenes—. Los microbios son una parte necesaria de la vida animal. No hay que deshacerse de ellos.» Recordemos que los animales surgieron en un mundo en el que ya pululaban numerosísimos microbios desde hacía miles de millones de años. Eran los amos del planeta mucho antes de llegar nosotros, los animales. Y cuando llegamos, es lógico y natural que desarrolláramos maneras de interactuar con los microbios que nos rodeaban. Es absurdo que no sucediera esto; sería como mudarse a una nueva ciudad con una venda en los ojos, tapones en los oídos y una mordaza en la boca. Además, los microbios no solo eran inevitables: eran útiles. Ellos alimentaron a los primeros animales. Su presencia les proporcionó además pistas valiosas sobre zonas ricas en nutrientes, temperaturas propicias para la vida o superficies llanas donde establecerse. Detectando estas señales, los primeros animales obtuvieron valiosa información sobre el mundo que les rodeaba. Y, como veremos, aún hoy abundan ejemplos de esas antiguas interacciones.

Nicole King se encuentra lejos de casa. Normalmente, dirige un laboratorio en la Universidad de California en Berkeley, pero en este momento se encuentra de vacaciones en Londres. Está a punto de llevar a Nate, su hijo de ocho años, a un musical sobre Billy Elliot con la condición de que se siente pacientemente en un banco del parque junto a nosotros durante media hora mientras hablamos de un grupo poco conocido de criaturas llamadas coanoflagelados. King es uno de los pocos científicos que los estudia en detalle, y como los llama cariñosamente «coanos», yo también lo haré.

Se encuentran en aguas de todo el mundo, desde los ríos tropicales hasta los mares bajo el hielo antártico. Mientras hablamos, Nate, que ha estado haciendo garabatos en silencio en una libreta, se anima a dibujar uno. Traza un óvalo con una cola sinuosa y un cuello del que salen unos filamentos rígidos; parece un espermatozoide con faldas. Al agitar la cola, impulsa a bacterias y detritos hacia el cuello, donde son atrapados, engullidos y digeridos; los coanos son depredadores activos. El dibujo de Nate capta su esencia a la perfección. En particular, acierta al reflejar el hecho de que los coanos son criaturas unicelulares. Son eucariotas, como nosotros, dotados de características de lujo, como mitocondrias y núcleo, que las bacterias no tienen. Pero, al igual que las bacterias, se reducen a una sola célula que nada libremente.[10]

A veces, estas células muestran una cara social. La especie favorecida por King, Salpingoeca rosetta, forma a menudo colonias o rosetas. Su hijo también las dibuja: decenas de coanos con sus cabezas mirando hacia un centro y sus colas vueltas hacia fuera, como una especie de frambuesa peluda. Da la impresión de que un grupo de coanos se hubieran dirigido nadando a un punto de colisión, pero, en realidad, es el resultado de una división. Los coanos se reproducen dividiéndose en dos, si bien a veces las dos células hijas no se separan del todo y terminan conectadas por un pequeño puente. Esto ocurre una y otra vez, hasta que se forma una esfera de células unidas y envueltas por una misma cubierta. Esa es la roseta. No sería más que una extraña curiosidad biológica si no fuera por el hecho de que los coanos son los más cercanos parientes vivos de todos los animales.[11] Son primos lejanos de la rana, el escorpión, la lombriz de tierra, el chochín y la estrella de mar. Para King, que trata de comprender cómo el reino animal empezó a evolucionar, los coanos son fascinantes. Y el proceso que crea la roseta, en la que una sola célula se transforma en un grupo multicelular, lo es especialmente.

Sabemos muy poco del aspecto que tenían los primeros animales porque sus cuerpos blandos no se fosilizaron. Pasaban como una exhalación sin dejar huella en el mundo. Pero podemos hacer algunas conjeturas bien fundamentadas sobre ellos. Todos los animales modernos son criaturas pluricelulares que comienzan su vida como una bola hueca de células y se nutren de ciertas sustancias para subsistir, por lo que es razonable pensar que nuestro antepasado común compartía estas mismas características.[12] Estas rosetas son, pues, representaciones modernas del aspecto que los primeros animales pudieron haber tenido. Y el proceso que las crea, en el que una sola célula se divide hasta formar una colonia cohesionada, recapitula el tipo de transición evolutiva que dio origen a aquellos protoanimales, y, finalmente, a las ardillas, las palomas, los patos, los niños y cualquier otro animal del parque donde King y yo estuvimos conversando. King se ha acercado tanto a estas inocuas y oscuras criaturas que ha llegado a filmar los escondidos orígenes de todo nuestro reino.

Su relación con la S. rosetta ha sido muy difícil. Sabía que, en estado natural, formaba colonias, pero no conseguía que las formara en el laboratorio. Misteriosamente, en sus manos, y en las de otros científicos, estas criaturas sociales se volvían solitarias. Ella cambiaba la temperatura, los niveles nutricionales, la acidez…, pero nada de esto funcionaba. La única solución era abandonar. Frustrada, se volvió hacia un objetivo diferente: la secuenciación del genoma de la S. rosetta. Esto también presentaba sus problemas. King había alimentado la S. rosetta con bacterias, pero ahora tenía que deshacerse de ellas para que sus genes no contaminaran los resultados de la secuenciación. Así que alimentó a los coanos con una batería de antibióticos, y, para su sorpresa, ello afectó a su capacidad para formar colonias hasta el punto de perderla por completo. Si antes eran reacios a formarlas, ahora se negaban en redondo. Algo de las bacterias les había hecho sociables.

La estudiante de posgrado Rosie Alegado tomó muestras originales del agua, aisló los microbios que tenían y alimentó con ellos a los coanos uno por uno. De 64 especies de bacterias, solo una restauró las rosetas. Esto explicaba por qué los experimentos originales de King nunca funcionaban: la S. rosetta formaba colonias solo si se encontraba con el microbio adecuado. Alegado lo identificó y lo llamó Algoriphagus machipongonensis, una nueva especie, pero perteneciente al linaje de los bacteroidetes, dominante en nuestro intestino.[13] También identificó el modo de inducir las bacterias la formación de rosetas: liberando una molécula aceitosa llamada RIF-1. «La llamé RIF por rosette inducing factor, y añadí el número 1 porque estoy segura de que hay otras», dice. Tenía razón. Desde entonces, el equipo ha identificado otras moléculas de muchos otros microbios que pueden conseguir que los coanos formen colonias.

Alegado sospecha que todas estas sustancias funcionan como señales indicadoras de que el alimento está cerca. Los coanos capturan mejor las bacterias si están agrupados que si no lo están, y por eso, cuando detectan bacterias cercanas, se unen. «Creo que los coanos están siempre al acecho —explica Alegado—. Son nadadores lentos, y los bacteroidetes son buenos indicadores de que han entrado en una zona con grandes fuentes de alimentación. Entonces pueden acordar la formación de una roseta.»

¿Qué pensar de todo esto? ¿Dieron las bacterias origen a los animales proporcionando señales que incitaron a nuestros antepasados unicelulares a formar colonias multicelulares? King recomienda cautela. Los coanos de hoy son nuestros primos, no nuestros antepasados. Deducir de su comportamiento lo que los antiguos coanos hacían sería dar un gran salto, por no hablar de cómo reaccionaban a los antiguos microbios. King aún no está preparada para darlo. Ahora quiere saber si los animales modernos responden a las bacterias de la misma manera. Si así fuese —si las mismas bacterias dirigen el desarrollo de los coanos y de los animales por medio de las mismas moléculas— reforzaría la idea de que se trata de un fenómeno antiguo que se produjo en nuestros orígenes. «En los océanos en que evolucionaron los primeros animales, creo que no puede discutirse que había abundancia de bacterias —afirma King—. Eran diversas. Dominaban el mundo, y los animales tuvieron que adaptarse a ellas. No es una exageración pensar que algunas moléculas producidas por bacterias pudieron influir en el desarrollo de los primeros animales.» No, no es una exageración, sobre todo teniendo en cuenta que esto sucede todavía en Pearl Harbor.

La mañana del 7 de diciembre de 1941, un gran escuadrón de aviones de combate japoneses lanzó un ataque sorpresa contra la base naval estadounidense de Pearl Harbor en Hawái. El buque Arizona fue una de las primeras pérdidas; cuando se hundió, arrastró con él a más de 1.000 oficiales y marineros. Los otros 7 acorazados del puerto fueron destruidos o quedaron muy dañados, junto con otros 18 barcos y 300 aviones. En la actualidad, el puerto es un lugar más tranquilo. Aunque sigue siendo una importante base naval y el hogar de varios buques de gran envergadura, su mayor amenaza no está en el cielo, sino en el mar.

Podemos ver lo que les sucede a los barcos si lanzamos al azar chatarra metálica al agua. En cuestión de horas, las bacterias empiezan a proliferar sobre ella. Las algas las siguen. Pueden aparecer almejas o percebes. Pero, finalmente, en cuestión de días, aparecen unos túbulos blancos. Son pequeños, de pocos centímetros de largo y pocos milímetros de ancho. Pero pronto hay cientos de ellos. Y luego miles. Y millones. Al final, toda la superficie se parece a una manta de felpa congelada. Estos túbulos llegan a todas partes: rocas, pilotes, jaulas de pesca y barcos se llenan de ellos. Si un portaaviones permanece en el puerto durante unos meses, los túbulos se acumulan en su casco en capas de varios centímetros de espesor. El término técnico es bioobstrucción. La versión vulgar es «un grano en el trasero». La Marina envía a veces buceadores para que cubran las hélices y otras estructuras sensibles de los barcos con bolsas de plástico con el fin de que los túbulos no puedan obstruirlas.[14]

Cada uno de estos cilindros blancos contiene, y lo fabrica, un animal. La gente de la Marina lo llama «el gusano garrapatoso». Michael Hadfield, biólogo marino de la Universidad de Hawái, lo conoce como Hydroides elegans. Se describió por primera vez en el puerto de Sidney, y desde entonces se le ha visto en el Mediterráneo, el Caribe, la costa de Japón, Hawái, es decir, en cualquier bahía con aguas cálidas y barcos. Adherido a los cascos de los barcos, este consumado polizón ha colonizado el mundo entero.

Hadfield comenzó a estudiar estos gusanos garrapatosos en 1990 a instancias de la Marina. Era ya un experto en larvas marinas, y la Marina quería que probara una serie de pinturas antiincrustaciones para ver cuál podría repeler a los gusanos. Pero el mejor truco sería, pensó, averiguar por qué los gusanos deciden establecerse en esas superficies. ¿Qué hace que, inesperadamente, aparezcan en los cascos?

Esta es una vieja interrogante. En su magnífica biografía de Aristóteles, Armand Marie Leroi escribe: «Una escuadra, dice [Aristóteles], anclada en Rodas echó por la borda una gran cantidad de vasijas. Estas se llenaron de lodo, y luego de ostras vivas. Como las ostras no pueden entrar en las vasijas, ni en ningún otro lugar, tuvieron que surgir del lodo».[15] Esta idea de la generación espontánea estuvo vigente durante siglos, pero es radicalmente errónea. La verdad que hay detrás de la abrupta aparición de ostras y gusanos tubulares es más banal. Estos animales, al igual que los corales, los erizos de mar, los mejillones y las langostas, pasan por etapas larvarias en las que navegan por el océano hasta que encuentran un lugar donde establecerse. Las larvas son microscópicas, extraordinariamente abundantes (puede haber cien en una gota de agua marina) y diferentes por completo de los ejemplares adultos. Una cría de erizo de mar se parece más a un volante de bádminton que al animal con aspecto de acerico en que se convertirá. Una larva de H. elegans parece un taco de pared con ojos, no un largo gusano cubierto por un tubo. Cuesta creer que sea el mismo animal.

En algún momento, las larvas se asientan. Abandonan su juvenil espíritu viajero y remodelan su cuerpo para adquirir formas adultas sedentarias. Este proceso, esta metamorfosis, es el momento más importante de sus vidas. Antes, los científicos pensaban que esto sucedía al azar, que las larvas se asentaban en lugares arbitrarios y sobrevivían si tenían la suerte de dar con una buena ubicación. La verdad es que buscan y seleccionan esos lugares. Siguen pistas, como senderos químicos, gradientes de temperatura e incluso sonidos hasta encontrar los mejores sitios para la metamorfosis.

Hadfield advirtió pronto que el H. elegans era atraído por bacterias, y en concreto por biopelículas, las viscosas capas densamente pobladas de bacterias que proliferan con rapidez en superficies sumergidas. Cuando una larva encuentra una biopelícula, nada entre las bacterias presionando su cara contra ellas. A los pocos minutos, se fija a esa superficie mediante la extrusión de un hilo mucoso de su cola y segrega una envoltura transparente que cubre su cuerpo. Sujeta con firmeza, comienza a cambiar. Pierde los pequeños cilios que la propulsaban en el agua. Se hace más larga. Crece un anillo de tentáculos alrededor de su cabeza para enganchar trozos de alimento. Empieza a formar su fuerte tubo. Ya es un adulto, y nunca más volverá a moverse. Esta transformación depende por completo de las bacterias. Para el H. elegans, un recipiente limpio y estéril es como El País de Nunca Jamás, un lugar de eterna inmadurez.

Los gusanos no responden a ningún viejo microbio. De las muchas cepas que hay en aguas hawaianas, Hadfield descubrió que solo unas pocas son capaces de inducir metamorfosis, y solo una lo hace con tanto poder. Tiene un nombre enrevesado: Pseudoalteromonas luteoviolacea. Afortunadamente, Hadfield la llama P-luteo. Más que cualquier otro microbio, este destaca por su manera de transformar larvas en gusanos adultos. Sin las bacterias, los gusanos jamás alcanzarían la edad adulta.[16]

No son los únicos. Algunas larvas de esponja también se posan en superficies y se transforman cuando se encuentran con bacterias. Y lo mismo hacen las de mejillones, percebes, ascidias y corales. Las ostras entran en la lista, y lo siento por Aristóteles. La hidractinia, pariente tentaculado de medusas y anémonas, alcanza la edad adulta cuando toca bacterias que viven en caracolas de cangrejos ermitaños. Los océanos están llenos de crías de animales que solo completan su ciclo vital tras su contacto con bacterias —a menudo con el P-luteo en particular.[17]

Si estos microbios desapareciesen de repente, ¿qué ocurriría? ¿Se extinguirían todos estos animales, incapaces de madurar y reproducirse? ¿Dejarían de formarse los arrecifes de coral —el ecosistema más rico de los océanos— sin topógrafos bacterianos que exploren primero las superficies adecuadas? «Creo que nunca he dicho nada tan tremendo», dice Hadfield con la precaución característica de un científico. Luego, sorprendiéndome, añade: «Pero es justo decirlo. Ciertamente, no todas las larvas del mar necesitan un estímulo bacteriano, y hay muchas larvas por ahí que no han sido estudiadas. Pero, entre los gusanos tubulares, los corales, las anémonas, los percebes y las esponjas… Y podría seguir y seguir. Hay ejemplos en todos estos grupos en los que las bacterias son la clave».

Una vez más, uno podría preguntarse: ¿Por qué depender de señales bacterianas? Es posible que los microbios mejoren el agarre de una larva en una superficie o proporcionen moléculas que mantengan a los patógenos a raya. Pero Hadfield piensa que su servicio es más simple. La presencia de una biopelícula aporta a un animal larvario información importante. Significa que: (a) hay una superficie sólida, (b) que ha estado ahí por un tiempo, (c) que no es demasiado tóxica y (d) que hay suficientes nutrientes para que los microbios vivan. Esas razones son tan buenas como cualquier otra para establecerse. Más adecuada sería esta otra pregunta: ¿por qué no confiar en las señales bacterianas? O mejor aún: ¿qué opción hay? «Cuando las larvas de los primeros animales marinos estaban listas para establecerse, no había una superficie limpia —dice Hadfield, haciéndose eco de Rawls y King—. Todas estaban cubiertas de bacterias. No es de extrañar que las diferencias en esas comunidades bacterianas fuesen la señal original para establecerse.»

Los coanos de King y los gusanos de Hadfield son exquisitamente sensibles a la presencia de microbios, y transformados de manera sustancial por ellos. Sin bacterias, los sociables coanos vivirían para siempre solitarios, y los gusanos larvarios permanecerían para siempre inmaduros. Constituyen hermosos ejemplos de la capacidad de los microbios para conformar cuerpos de animales (o primos animales). Y, sin embargo, no hay aquí simbiosis en el sentido clásico. Los gusanos no albergan realmente el P-luteo en sus cuerpos, y no parecen interactuar con su bacteria una vez alcanzan el estado adulto. Su relación con ella es transitoria. Son como los turistas que preguntan a los transeúntes por una dirección y luego siguen su camino. Pero otros animales establecen relaciones más duraderas y codependientes con los microbios.

El platelminto Paracatenula es una de esas criaturas. Este diminuto animal, que vive en sedimentos oceánicos cálidos de todo el mundo, lleva la simbiosis al extremo. Hasta la mitad de su cuerpo de un centímetro está compuesto de simbiontes bacterianos empaquetados en un compartimento llamado trofosoma, que constituye hasta el 90 por ciento del gusano. Prácticamente todo lo que hay detrás del cerebro son los microbios o los aposentos de los microbios. Harald Gruber-Vodicka, que estudia el platelminto, caracteriza a las bacterias como su motor y su batería, ya que le proporcionan energía y almacenan esa energía en forma de grasas y compuestos de azufre. Estos almacenes dan al platelminto su color blanco brillante. También alimentan su capacidad más extraordinaria.[18] El platelminto Paracatenula es un maestro de la regeneración. Si lo cortamos en dos, ambas partes se convierten en animales perfectamente funcionales. Incluso en la mitad trasera volverá a formarse una cabeza y un cerebro. «Si lo troceamos, podemos obtener diez —dice Gruber-Vodicka—. Esto es probablemente lo que hacen en la naturaleza. Se hacen cada vez más largos, y luego un extremo se rompe y hay dos.» Esta capacidad depende por entero del trofosoma, de las bacterias que este contiene y de la energía que guarda. Mientras un fragmento del gusano contenga suficientes simbiontes, podrá engendrar otro animal entero. Si los simbiontes son demasiado escasos, el fragmento muere. Esto significa que la única parte del gusano que no puede regenerarse es la cabeza, donde no hay bacterias. De la cola volverá a formarse un cerebro, pero el cerebro solo no producirá una cola.

Una asociación como la de la Paracatenula con los microbios es típica de todo el reino animal, nosotros incluidos. Podremos carecer de las maravillosas capacidades regeneradoras de este platelminto, pero albergamos microbios dentro de nuestros cuerpos e interactuamos con ellos a lo largo de nuestras vidas. A diferencia de los gusanos tubulares de Hadfield, cuyos cuerpos son transformados por bacterias ambientales en un único momento preciso, nuestros cuerpos son continuamente conformados y remodelados por las bacterias que tenemos dentro. Nuestra relación con ellas no se limita a un intercambio único, sino que es una negociación continua.

Ya hemos visto que los microbios influyen en el desarrollo del intestino y de otros órganos, pero no pueden descansar después de realizar este trabajo. Hace falta más trabajo para mantener el cuerpo de un animal. En palabras de Oliver Sacks, «nada es más importante para la supervivencia e independencia de los organismos, sean elefantes o protozoos, que mantener un medio interno constante».[19] Y para mantener esa constancia, los microbios son esenciales. Cooperan en el almacenamiento de grasa. Ayudan a reponer los revestimientos del intestino y de la piel, reemplazando las células dañadas y moribundas por otras nuevas. Aseguran la inviolabilidad de la barrera hematoencefálica, una apretada red de células que deja pasar nutrientes y moléculas pequeñas de la sangre al cerebro, pero impide el paso a sustancias y células vivas más grandes. Incluso influyen en la remodelación incesante del esqueleto, haciendo que se deposite material óseo nuevo y se reabsorba el material viejo.[20]

En ninguna otra parte resulta esta influencia tan clara como en el sistema inmunitario: las células y moléculas que de manera colectiva protegen nuestros cuerpos de infecciones y otras amenazas. Esto es extraordinariamente complicado. Imagínese una inmensa máquina de Rube Goldberg, con una cantidad ilimitada de componentes que se preparan, se activan y se llaman unos a otros. Y ahora imagínese la misma máquina como un revoltijo chirriante y medio destartalado donde cada parte, o bien está hecha a medias, o bien es insuficiente, o bien se halla cableada de manera incorrecta. Así sería el sistema inmunitario de un roedor libre de gérmenes. Por eso estos animales son, como dijo Theodor Rosebury, «propensos a contraer toda clase de infecciones y viven en un estado de inmadurez infantil frente a los peligros del mundo».[21]

Esto nos indica que el genoma de un animal no le proporciona todo lo necesario para crear un sistema inmunitario maduro. Por eso necesita también un microbioma.[22] Centenares de artículos científicos sobre especies tan dispares como los ratones, las moscas tse-tse y el pez cebra han demostrado que los microbios colaboran de alguna manera en la formación del sistema inmunitario. Influyen en la creación de clases enteras de células inmunitarias y en el desarrollo de órganos que producen y almacenan estas células. Estas son especialmente importantes en la primera etapa de la vida, cuando se construye la maquinaria inmunitaria y se prepara para hacer frente a los muchos males del mundo. Y una vez que la máquina se pone en marcha, los microbios continúan calibrando sus respuestas a las amenazas.[23]

Consideremos una inflamación: no es sino una respuesta defensiva en la cual las células inmunitarias acuden presurosas al lugar de una lesión o una infección, causando hinchazón, enrojecimiento y calor. Es importante proteger el cuerpo contra las amenazas; sin esta protección estaríamos plagados de infecciones. Pero esta protección se convierte en un problema si se extiende a todo el cuerpo, dura demasiado tiempo o se dispara a la menor provocación: tal es la causa del asma, la artritis y otras enfermedades inflamatorias y autoinmunes. Por lo tanto, la inflamación debe ser activada en el momento adecuado y controlada de forma correcta. Suprimirla es tan importante como activarla. Los microbios hacen ambas cosas. Algunas especies estimulan la producción de células inmunitarias proinflamatorias, que serían los halcones del sistema inmunitario, mientras que otras inducen la producción de células antiinflamatorias, que serían las palomas.[24] Entre las unas y las otras podemos responder a las amenazas sin exageraciones. Sin ellas, este equilibrio desaparece, y a ello se debe el que los ratones libres de gérmenes sean propensos a padecer infecciones y enfermedades autoinmunes: no pueden dar una respuesta inmunitaria apropiada cuando es necesaria, ni impedir una respuesta inadecuada cuando está fuera de lugar.

Hagamos una pausa para observar cuán peculiar es todo esto. La idea tradicional del sistema inmunitario está llena de metáforas militares y términos que expresan antagonismos. Lo percibimos como una fuerza defensiva que discrimina entre el propio organismo (nuestras propias células) y organismos ajenos (microbios y otras cosas), y erradica a estos últimos. Pero ahora vemos que los microbios ante todo configuran y afinan nuestro sistema inmunitario.

Pongamos un solo ejemplo: una bacteria intestinal común llamada Bacteroides fragilis o B-frag. En 2002, Sarkis Mazmanian demostró que este microbio puede solucionar algunos de los problemas de inmunidad en ratones libres de gérmenes. Concretamente, su presencia restaura los niveles normales de «linfocitos T colaboradores», una clase muy importante de células inmunitarias que activa y coordina el resto de componentes.[25] Mazmanian ni siquiera necesitaba el microbio entero. Demostró que una sola molécula de un azúcar de su membrana, el polisacárido A (PSA), era por sí sola capaz de aumentar el número de linfocitos T colaboradores. Era la primera vez que alguien demostraba que un solo microbio —no, una sola molécula microbiana— podía corregir una limitación inmunitaria específica. El equipo de Mazmanian demostró más tarde que el PSA puede prevenir y curar enfermedades inflamatorias como la colitis (que afecta el intestino) y la esclerosis múltiple (que afecta a las células nerviosas), al menos en los ratones.[26] Estas son enfermedades fruto de una reacción desmesurada; el PSA ofrece salud por medio de la calma.

Pero recordemos que el PSA es una molécula bacteriana: justo el tipo de sustancia que, por sentido común, el sistema inmunitario debería ver como una amenaza. El PSA debería provocar una inflamación. Sin embargo, en realidad, hace lo contrario: reprime la inflamación y calma al sistema inmunitario. Mazmanian lo llama «factor de simbiosis», un mensaje químico del microbio al anfitrión que dice: «vengo en son de paz».[27] Esto demuestra claramente que el sistema inmunitario no está preparado de forma innata para reconocer la diferencia entre un simbionte inofensivo y un patógeno amenazante. En este caso, es el microbio el que hace clara esta diferencia.

¿Cómo podemos entonces seguir viendo el sistema inmunitario como un ejército de tropas beligerantes, siempre dispuestas a destruir microbios? Este sistema es a todas luces algo más sutil que eso. Puede ocasionar una perturbación desastrosa en el organismo, y esto es lo que ocurre en las enfermedades autoinmunes, como la diabetes del tipo 1 o la esclerosis múltiple. También entra en acción, pero de una forma más tenue, en presencia de innumerables microbios nativos, como el B-frag. Creo que es más exacto ver el sistema inmunitario como un equipo de guardabosques que tienen a su cargo un parque nacional, como administradores de ecosistemas. Deben controlar con sumo cuidado el número de especies residentes y expulsar a los invasores problemáticos.

Pero lo más curioso es que las criaturas del parque contrataron desde el principio a los guardabosques. Ellas enseñaron a sus guardianes qué especies debían cuidar y qué otras desalojar. Y ellas producen de manera continua compuestos químicos como el PSA, que determinan el grado de alerta y respuesta de los guardabosques. El sistema inmunitario no es solo un medio para controlar los microbios. Está, al menos en parte, controlado por microbios. Es otra manera que nuestras multitudes tienen de preservar nuestros cuerpos.

Si enumeramos todas las especies de un microbioma particular, podremos decir cuáles hay en él. Si listamos todos los genes presentes en esos microbios, podremos decir qué son capaces de hacer.[28] Pero si enumeramos todos los compuestos químicos que producen los microbios —sus metabolitos— podremos decir lo que esas especies realmente hacen. Ya hemos encontrado muchos de estos compuestos químicos, como el factor de simbiosis PSA y las dos MAMP manipuladoras del calamar que McFall-Ngai identificó. Hay cientos de miles más, y solo estamos empezando a comprender lo que todos ellos hacen.[29] Estas sustancias son los medios mediante los cuales los animales conversan con sus simbiontes. Muchos científicos tratan de escuchar estos intercambios, y ellos no son los únicos. Las moléculas que los microbios producen también pueden extenderse más allá de los cuerpos de sus anfitriones, moviéndose por el aire para transmitir mensajes a ciertas distancias. Podemos oler algunos de estos mensajes si nos movemos por las sabanas de África.

De todos los grandes depredadores de África, las hienas manchadas son las más sociables. Una manada de leones puede estar compuesta por una docena de individuos; un clan de hienas cuenta con entre 40 y 80 componentes. No todos estarán juntos en el mismo lugar; forman y disuelven pequeños subgrupos una y otra vez en el transcurso del día. Esta dinámica convierte a las hienas en excelentes objetos de estudio para biólogos de campo en ciernes. «Podemos observar a los leones en su ambiente, pero siempre los encontraremos tumbados, y podemos trabajar con lobos durante años y apenas conseguir algo más que oír sus gruñidos de aviso o sus aullidos —explica el aficionado a las hienas Kevin Theis—. Pero con las hienas […] hay saludos, reapariciones y señales de dominación y de sumisión. Veremos cachorros tratando de conocer su lugar dentro del clan, y machos inmigrantes dándose una vuelta para ver quién hay allí. Su vida social es increíblemente más compleja.»

Para mantener relaciones tan complejas, utilizan un amplio repertorio de señales, incluidas las químicas. Una hiena manchada marca un largo tallo herbáceo con la secreción olorosa de una glándula que en ese momento sobresale de su parte trasera. Arrastra la glándula a través del tallo, dejando detrás una pasta fina. El color puede variar del negro al anaranjado, y la consistencia de calcárea a líquida. ¿Y el olor? «Para mí, huele a mantillo en fermentación, pero otros dicen que huele a queso cheddar o a jabón barato», dice Theis.

Theis estudió estas secreciones durante años, cuando un colega le preguntó si había bacterias implicadas en sus olores. No tenía respuesta. Luego descubrió que a otros científicos se les había ocurrido esta misma idea en los años setenta, argumentando que muchos mamíferos tienen en sus glándulas secretoras de sustancias olorosas bacterias que fermentan las grasas y las proteínas para producir moléculas transportadas por el aire. Las variaciones en estos microbios podrían explicar por qué diferentes especies tienen sus propios olores distintivos —recordemos el olor a palomitas de maíz del manturón del zoológico de San Diego.[30] También podrían aportar datos identificativos e información sobre la salud o el estado de su anfitrión. Y cuando los individuos juegan, se zarandean o se aparean, podrían compartir los microbios que les dan el olor característico de su grupo.

La hipótesis tenía sentido, pero quienes la planteaban, se esforzaban por confirmarla. Varias décadas después, con herramientas genéticas a su disposición, Theis no tenía este problema. Trabajando en Kenia, recogió muestras de pasta de las glándulas de 73 hienas anestesiadas. Al secuenciar el ADN de los microbios en ellas residentes, encontró más tipos de bacterias que en todos los estudios anteriores realizados. También demostró que estas bacterias, y los compuestos químicos que producen, varían entre las hienas manchadas y las rayadas, entre las hienas manchadas de diferentes clanes, entre machos y hembras y entre individuos fértiles e infértiles.[31] Basándose en estas diferencias, la pasta podría ser como un graffiti químico que revelase de qué individuos procede, a qué especie pertenecen, qué edad tienen y si están listos para aparearse. Al impregnar los tallos de la hierba con sus microbios causantes del olor, las hienas difunden sus datos personales por toda la sabana.

Esto sigue siendo una hipótesis. «Necesitamos manipular el microbioma causante de los olores y ver si las características del olor cambian —dice Theis—. Luego tendremos que demostrar que, cuando los olores cambian, las hienas prestan atención y responden.» Entretanto, otros científicos han observado patrones similares en las glándulas y en la orina de otros mamíferos, entre ellos, elefantes, suricatos, tejones, ratones y murciélagos. El olor de un suricato viejo es distinto de la Eau de Jeunesse. El hedor de un elefante macho difiere del de una hembra.

Luego estamos nosotros. Las axilas humanas no difieren de la glándula de una hiena, son cálidas, húmedas y abundantes en bacterias. Cada especie crea sus propios olores. El Corynebacterium transforma el sudor en algo que puede oler a cebollas, y la testosterona en algo que puede oler a vainilla, a orina o a nada, dependiendo de los genes de quien la huela. ¿Pueden estos olores funcionar como señales útiles? Parece que sí. El microbioma de la axila presenta una estabilidad sorprendente, y también nuestros olores axilares. Cada persona tiene su propia peste distintiva, y en varios experimentos, unos voluntarios han podido distinguir a otros por el olor de sus camisetas. Incluso han logrado emparejar los olores de gemelos idénticos. Tal vez también podamos, como las hienas, obtener información sobre los demás olfateando los mensajes enviados por sus microbios. Y esto no es solo cosa de los mamíferos. Las bacterias intestinales de la langosta del desierto producen una parte de la colección de feromonas que anima a estos insectos solitarios a formar nubes que oscurecen el cielo. Las bacterias intestinales de las cucarachas germánicas son las responsables de la repulsiva tendencia de estos insectos a congregarse alrededor de las heces de otros. Y los insectos gigantes del mezquite confían en sus simbiontes para producir una feromona de alarma que les sirve para avisarse mutuamente de un peligro inminente.[32]

¿Por qué los animales confían en los microbios para producir estas señales químicas? Theis da la misma razón que Rawls, King y Hadfield: es inevitable. Cualquier superficie está poblada por microbios que liberan compuestos químicos volátiles. Si estas señales químicas reflejan una característica que es útil conocer, por ejemplo, el género, la fuerza o la fertilidad, el animal anfitrión podría desarrollar órganos productores de olores para nutrir y albergar a esos microbios específicos. De esta forma, las señales involuntarias se convierten en señales implantadas para siempre. Y al emitir mensajes transportados por el aire, los microbios podrían determinar el comportamiento de animales que se hallan muy lejos de sus anfitriones originales. Y si esto ocurre, no debe sorprendernos que puedan determinar el comportamiento animal en contextos más locales.

En 2001, el neurocientífico Paul Patterson inyectó a hembras de ratón preñadas una sustancia que imita una infección vírica y provoca una respuesta inmunitaria. Las hembras dieron a luz crías sanas, pero, a medida que estas se acercaban al estado adulto, Patterson empezó a notar interesantes peculiaridades en su comportamiento. Los ratones son por naturaleza reacios a entrar en espacios abiertos, pero aquellos ratones lo eran de una manera especial. Los ruidos fuertes les asustaban con facilidad. Se acicalaban una y otra vez, o trataban repetidamente de enterrar una canica. Eran menos comunicativos que sus compañeros, y evitaban el contacto social. Mostraban ansiedad, movimientos repetitivos y problemas sociales. Patterson veía en sus ratones reflejos de dos patologías humanas: autismo y esquizofrenia. Estas similitudes no eran del todo inesperadas. Patterson había leído que las mujeres embarazadas que contraen infecciones graves, como la gripe o el sarampión, son más propensas a tener hijos con autismo y esquizofrenia. Pensó que las respuestas del sistema inmunitario de una madre podrían de alguna manera afectar al desarrollo del cerebro de su hijo. Pero no sabía cuál era esa manera.[33]

Lo descubrió varios años más tarde, mientras almorzaba con su colega Sarkis Mazmanian, quien descubrió los efectos antiinflamatorios de la bacteria intestinal B-frag. Los dos científicos se dieron cuenta de que habían observado dos mitades del mismo problema. Mazmanian había demostrado que los microbios intestinales desempeñan un papel en el sistema inmunitario, y Patterson había observado que el sistema inmunitario afecta al cerebro en desarrollo. Y repararon en que los ratones de Patterson tenían problemas intestinales semejantes a los de los niños autistas: unos y otros eran más propensos a tener diarreas y otros trastornos gastrointestinales, y albergaban en el intestino comunidades microbianas inusuales. ¿Y si esos microbios, pensaron ambos, afectan de alguna manera al comportamiento tanto en ratones como en niños? ¿Y si la solución a esos problemas intestinales también indujese cambios en el comportamiento?

Para comprobar la validez esta idea, los dos científicos suministraron B-frag a los ratones de Patterson.[34] Los resultados fueron muy significativos. Los roedores se mostraron más dispuestos a explorar, era más difícil asustarlos y eran menos propensos a los movimientos repetitivos y más comunicativos. Todavía eran reacios a acercarse a otros ratones, pero en los demás aspectos el B-frag había revertido los cambios provocados por las respuestas inmunitarias de sus madres.

¿Cómo? ¿Y por qué? He aquí la mejor hipótesis: al simular una infección vírica en las hembras gestantes, el equipo obtuvo una respuesta inmunitaria que dejó a sus descendientes con un intestino excesivamente permeable y una colección inusual de microbios. Esos microbios producían sustancias químicas que penetraban en el torrente sanguíneo y viajaban al cerebro, donde provocaban comportamientos atípicos. El principal culpable era una toxina llamada 4-etilfenilsulfato (4EPS), que puede causar ansiedad en animales sanos. Cuando los ratones ingerían el B-frag, este microbio sellaba sus intestinos y detenía el flujo de 4EPS (y otras sustancias) a su cerebro, revirtiendo sus síntomas atípicos.

Patterson falleció en 2014, pero Mazmanian prosigue el trabajo de su amigo. Su meta a largo plazo es obtener una bacteria que las personas puedan ingerir para controlar algunos de los síntomas más serios del autismo. Podría ser el B-frag; ciertamente funcionó bien en los ratones, y resulta ser el microbio más mermado en el intestino de las personas con autismo. Los padres de niños autistas que leen sobre su trabajo le preguntan con regularidad por correo electrónico dónde pueden conseguir la bacteria. Muchos de ellos ya están dando probióticos a sus hijos para solucionar sus problemas intestinales, y algunos afirman haber visto mejoras en su comportamiento. Mazmanian busca ahora pruebas clínicas sólidas que confirmen estos testimonios. Es optimista.

Otros son más escépticos. La crítica más lógica, como señala la divulgadora científica Emily Willingham, es que «los ratones no tienen autismo, que es un constructo neurobiológico humano en el que intervienen también percepciones sociales y culturales de lo que se considera normal».[35] ¿Un ratón que de forma reiterada entierra una canica es comparable a un niño que se mueve hacia delante y hacia atrás? ¿Es una menor frecuencia de chillidos lo mismo que ser incapaz de hablar con otros? Si bizqueamos de esta manera, las similitudes saltan a la vista. Si seguimos observando, podríamos ver paralelismos con otras patologías; los ratones de Patterson fueron en un principio criados para inducir la esquizofrenia, no el autismo. Pero el equipo de Mazmanian volvió a hacer recientemente un experimento en el que observó que los dos tipos de comportamiento estaban relacionados. Transfirieron microbios intestinales de niños con autismo a ratones, y vieron que los roedores mostraban las mismas peculiaridades que Patterson había observado, como los actos repetitivos y la aversión social.[36] Esto indica que los microbios son, al menos en parte, la causa de estos comportamientos. «No creo que nadie pueda nunca asegurar que sea posible reproducir el autismo tomando como modelo un ratón —afirma Mazmanian con optimismo—. Este [modelo] es limitado por naturaleza, pero es lo que hay.»

Por lo menos, Patterson y Mazmanian demostraron que, modificando los microbios del intestino del ratón —o incluso una sola molécula microbiana, la 4EPS—, su comportamiento podría cambiar. Hasta ahora hemos visto que los microbios pueden influir en el desarrollo de vísceras, huesos, vasos sanguíneos y linfocitos T. Ahora vemos que también pueden influir en el cerebro, el órgano que, más que ningún otro, hace que seamos quienes somos. Esta es una idea inquietante. Damos tanto valor a nuestro libre albedrío, que la perspectiva de perder nuestra independencia de las fuerzas invisibles despierta muchos de nuestros temores sociales más profundos. Nuestra ficción más tenebrosa está llena de distopías orwellianas, sombríos contubernios y supervillanos que controlan las mentes. Pero resulta que los organismos microscópicos, seres unicelulares sin cerebro que viven dentro de nosotros, han manejado nuestros hilos desde siempre.

El 6 de junio de 1822, en una isla de los Grandes Lagos, un comerciante de pieles de veinte años llamado Alexis St. Martin recibió accidentalmente un disparo de mosquete en el costado. El único médico de la isla era un cirujano del ejército llamado William Beaumont. Cuando Beaumont se presentó, St. Martin llevaba sangrando media hora. Sus costillas estaban destrozadas, los músculos triturados. Un poco de tejido pulmonar quemado le sobresalía del costado. Su estómago tenía un orificio del diámetro de un dedo, y la comida salía por él. «Ante aquel cuadro, consideré inútil cualquier intento de salvar su vida», escribiría Beaumont tiempo después.[37]

Sin embargo, lo intentó. Trasladó a St. Martin a su casa, y, contra todo pronóstico, tras muchas intervenciones quirúrgicas y meses de atención, logró estabilizarlo. Pero St. Martin nunca sanó del todo. Su estómago, adherido al agujero correspondiente en la piel, era una puerta al mundo exterior, un «orificio accidental» en palabras del propio Beaumont. Con el negocio de las pieles ya abandonado, St. Martin se unió a Beaumont como mozo sirviente. Beaumont utilizó a aquel hombre como cobaya. En aquellos tiempos no se sabía casi nada del funcionamiento de la digestión. Beaumont vio en la herida de St. Martin una ventana —literalmente— a la experimentación. Recogió muchas muestras de ácido del estómago, y a veces introducía comida a través del orificio para observar de forma directa su digestión. Los experimentos continuaron hasta 1833, cuando ambos finalmente se separaron. St. Martin regresó a Quebec, donde murió como granjero a los setenta y ocho años. Beaumont sería más tarde considerado el padre de la fisiología gástrica.[38]

Entre sus muchas observaciones, Beaumont advirtió que el humor de St. Martin afectaba a su estómago. Cuando estaba enojado o irritado —y es difícil imaginar que no se pusiera colérico cuando el cirujano le introducía comida a través del orificio de su costado—, su digestión se alteraba. Fue el primer signo claro de que el cerebro afecta a las vísceras. Casi dos siglos después, este principio nos es de todo punto familiar. Perdemos el apetito cuando nuestro estado de ánimo cambia, y nuestro estado de ánimo cambia cuando tenemos hambre. Los problemas psiquiátricos y los problemas digestivos a menudo van de la mano. Los biólogos hablan de un «eje vísceras-cerebro», una línea de comunicación bidireccional entre las vísceras y el cerebro.

Ahora sabemos que los microbios intestinales forman parte de este eje en ambas direcciones. Desde los años setenta, un goteo de estudios ha demostrado que cualquier forma de estrés —hambre, insomnio, estar separado de la madre, la aparición repentina de un individuo agresivo, las temperaturas incómodas, el hacinamiento, incluso los ruidos fuertes— puede cambiar el microbioma intestinal de un ratón. Lo contrario también es cierto: el microbioma puede afectar al comportamiento del anfitrión, incluidas sus actitudes sociales y su capacidad para dominar el estrés.[39]

En 2011, este goteo de estudios acabó en inundación. Con pocos meses de separación, varios científicos publicaron fascinantes artículos que demostraban que los microbios pueden afectar al cerebro y al comportamiento.[40] En el Instituto Karolinska de Suecia, Sven Petterson observó que los ratones libres de gérmenes estaban menos nerviosos y se arriesgaban más que sus primos cargados de microbios. Pero si estos ratones eran colonizados por los microbios siendo aún crías, se comportaban de adultos con su habitual cautela. Al otro lado del Atlántico, Stephen Collins, de la Universidad McMaster, hizo un descubrimiento similar de manera casi accidental. Gastroenterólogo de formación, investigaba cómo los probióticos afectan a los intestinos de ratones libres de gérmenes. «Uno de mis técnicos me dijo: “Algo va mal con este probiótico, porque está poniendo nerviosos a los ratones —recuerda—. Parecen diferentes”.» Collins trabajaba entonces con dos clases comunes de ratones de laboratorio, una de ellas de naturaleza más tímida y nerviosa que la otra. Si colonizaba ratones libres de gérmenes de la clase más atrevida con microbios de la más tímida, se volvían más tímidos. Lo opuesto era también cierto: los ratones libres de gérmenes de la clase tímida acabaron envalentonados por los microbios de sus primos más intrépidos. Era un resultado aún más impresionante de lo que quizá Collins esperaba: al intercambiar bacterias intestinales de los animales, había intercambiado también parte de sus personalidades.

Como hemos visto, los ratones libres de gérmenes son criaturas raras con muchos cambios fisiológicos que podrían influir en su comportamiento. Por eso fue importante que John Cryan y Ted Dinan, de la Universidad de Cork, en Irlanda, obtuvieran resultados similares, pero en ratones normales con sus microbiomas completos. Trabajaron con la misma clase de ratones tímidos que estudió Collins, y lograron modificar el comportamiento de estos animales alimentándolos con una sola cepa de Lactobacillus rhamnosus, una bacteria utilizada con frecuencia en yogures y productos lácteos. Después de ingerir los ratones esta cepa, conocida como JB-1, fueron más capaces de superar la ansiedad: pasaron más tiempo en las partes más cercanas a las salidas de un laberinto, o en medio de un campo abierto. También resistían mejor los estados negativos: cuando caían en un recipiente con agua, pasaban más tiempo nadando que flotando sin más.[41] Estos tipos de pruebas se usan habitualmente para probar la eficacia de medicamentos psiquiátricos, y la cepa JB-1 parecía actuar como las sustancias con propiedades ansiolíticas y antidepresivas. «Era como si los ratones hubiesen tomado pequeñas dosis de Prozac o de Valium», dice Cryan.

Para averiguar qué hacía la bacteria, el equipo examinó los cerebros de los ratones. Observaron que la bacteria JB-1 modificaba partes diferentes del cerebro —las implicadas en el aprendizaje, la memoria y el control emocional— y respondía al GABA, una sustancia química apaciguadora que reduce la excitabilidad de las neuronas. De nuevo, había sorprendentes paralelismos con los trastornos mentales humanos: los problemas con las respuestas al GABA están implicados en estados de ansiedad y depresión, y un grupo de medicamentos contra la ansiedad, las benzodiacepinas, mejoran los efectos del GABA. El equipo también estudió cómo afectaban los microbios al cerebro. Su principal sospechoso fue el nervio vago. Se trata de un nervio largo y ramificado que transporta señales entre el cerebro y órganos viscerales como el intestino, una materialización del eje vísceras-cerebro. El equipo lo seccionó y observó que la cepa JB-1, que tanto alteraba la mente, perdía toda su influencia.[42]

Estos estudios, y otros que siguieron, demostraron que cambiando el microbioma de un ratón se puede cambiar su comportamiento, la química de su cerebro y su proclividad a las particulares formas de ansiedad y depresión que sufren los ratones. Pero los resultados fueron poco consistentes. Unos estudios indicaban que los microbios solo afectan a los cerebros de los ratones en crecimiento, y otros, que también afectan a los de jóvenes y adultos. Unos señalaban que las bacterias hacen a los roedores menos ansiosos, y otros lo contrario. Unos demostraban que el nervio vago es vital, y otros recalcaban que los microbios pueden producir neurotransmisores como la dopamina y la serotonina, que transportan mensajes de una neurona a otra.[43] Pero estas contradicciones no resultan inesperadas, ya que cuando dos cosas tan endiabladamente complejas como el microbioma y el cerebro chocan, sería una ingenuidad esperar resultados limpios.

Ahora la gran pregunta es si esto tiene alguna importancia en la vida real. ¿Son estas sutiles influencias microbianas, reveladas en los ambientes controlados de los laboratorios con roedores, verdaderamente importantes en el mundo real? Cryan entiende que el escepticismo esté justificado, y que solo haya una manera de desvanecerlo: es preciso ir más allá de los experimentos con roedores. «Tenemos que ir a los humanos», dice.

Se están llevando a cabo unas pocas investigaciones destinadas a saber si las personas se comportan de manera diferente después de recibir ciertas dosis de antibióticos o de probióticos, pero están plagadas de problemas metodológicos y resultados ambiguos. En uno de los estudios más prometedores (aunque, todavía muy limitado), Kirsten Tillisch observó que las mujeres que tomaban dos veces al día una ración de un yogur rico en microbios, mostraban menos actividad en partes del cerebro implicadas en el procesamiento de emociones en comparación con las mujeres que tomaban productos lácteos libres de microbios. El significado de estas diferencias está abierto al debate, pero al menos muestran que las bacterias pueden repercutir en la actividad cerebral humana.[44]

La verdadera prueba sería la que nos demostrase que las bacterias pueden ayudar a las personas a sobrellevar el estrés, la ansiedad, la depresión y otros problemas de salud mental. Ya hay algunos signos de éxito. Stephen Collins ha concluido un pequeño ensayo clínico en el que una bacteria probiótica —una cepa de Bifidobacterium propiedad de una industria alimentaria— reduce los síntomas de depresión en personas con síndrome de colon irritable.[45] «Creo que es la primera demostración de la capacidad de un probiótico para reducir comportamientos anormales en un grupo de pacientes», afirma. Mientras tanto, John Cryan y Ted Dinan están a punto de concluir unos ensayos destinados a comprobar si los probióticos, o, en palabras suyas, los psicobióticos, pueden ayudar a las personas a sobrellevar el estrés. Dinan, un psiquiatra que dirige una clínica para pacientes con depresión, se muestra comedido al respecto. «Debo decir que era sumamente escéptico sobre la posibilidad de que, administrando a un animal un microbio, podamos modificar su comportamiento», explica. Ahora está convencido, pero todavía cree que «es muy improbable que se llegue a inventar un cóctel de probióticos que sirva para tratar la depresión severa. Sin embargo, hay posibilidades en el extremo más leve del espectro. Son muchas las personas que no quieren tomar antidepresivos o seguir una terapia demasiado cara, y si pudiéramos darles un probiótico eficaz, sería un gran avance en psiquiatría».

Estos estudios ya están obligando a los científicos a examinar diferentes aspectos del comportamiento humano a través de la lente microbiana. Beber mucho alcohol hace que el intestino sea más permeable, lo que permite a los microbios influir con más facilidad en el cerebro; ¿podría esto explicar por qué los alcohólicos a menudo sufren depresión o ansiedad? Nuestra dieta transforma nuestro microbioma intestinal; ¿serían esos cambios capaces de afectar a nuestras mentes?[46] El microbioma intestinal se vuelve menos estable en la vejez; ¿podría ello contribuir a la aparición de las enfermedades cerebrales de los ancianos? ¿Y podrían nuestros microbios determinar nuestros caprichos alimentarios? Cuando nos lanzamos sobre una hamburguesa o una chocolatina, ¿qué es exactamente lo que impulsa nuestra mano?

Desde nuestra perspectiva, elegir el plato adecuado de un menú supone la diferencia entre una buena y una mala comida. Pero esa elección es más importante para nuestras bacterias intestinales. A unos microbios les sientan determinadas dietas mejor que a otros. Unos son incomparables en la digestión de fibras vegetales. Otros prosperan con las grasas. Cuando elegimos nuestras comidas, elegimos también las bacterias que alimentaremos, y que tendrán ventaja sobre sus compañeras. Pero ellas no tienen por qué esperar educadamente nuestra decisión. Como hemos visto, las bacterias tienen formas de hackear el sistema nervioso. Si liberan dopamina, una sustancia química implicada en sensaciones de placer y recompensa, cuando comemos las cosas «adecuadas», ¿podrían predisponernos a elegir determinados alimentos y no otros? ¿Tienen ellas algo que decir cuando escogemos los platos de un menú?[47]

Por ahora es solo una hipótesis, pero no una hipótesis inverosímil. En la naturaleza abundan los parásitos que controlan la mente de sus huéspedes.[48] El virus de la rabia infecta el sistema nervioso y hace que sus portadores sean violentos y agresivos; si los infectados atacan a sus semejantes y les infligen mordeduras y rasguños, pasan el virus a nuevos huéspedes. El parásito cerebral Toxoplasma gondii es otro manipulador de mentes. Solo puede reproducirse sexualmente en un gato; si este ataca a una rata, suprime el miedo natural del roedor a los olores del gato y lo reemplaza con algo más parecido a una atracción sexual. El roedor corre hacia los gatos que encuentra con resultados fatales, pues el T. gondii completa en ellos su ciclo vital.[49]

El virus de la rabia y el T. gondii son parásitos descarados y egoístas que se reproducen a expensas de sus huéspedes, con resultados perjudiciales y a menudo fatales para ellos. Nuestros microbios intestinales son diferentes. Son parte natural de nuestras vidas. Ayudan a conformar nuestros cuerpos, nuestro intestino, nuestro sistema inmunitario y nuestro sistema nervioso. Nos benefician. Pero no debemos dejar que nos infundan una falsa sensación de seguridad. Los microbios simbióticos siguen siendo entidades independientes, con sus propios intereses en prosperar y sus propias batallas evolutivas que ganar. Pueden ser nuestros socios, pero no son nuestros amigos. Aun en la más armoniosa de las simbiosis, siempre hay espacio para el conflicto, el egoísmo y la traición.