Cuarto del oeste
Aquella casa se prestaba para toda suerte de travesuras. Así lo había dicho el abuelo Pedro, consolando a mi atribulada madre, y unos años después, en diferentes tonos y talantes, el mismo comentario sería repetido por algunas tías y primas que ocasionalmente fueron cayendo de visita.
La casa quedaba en las afueras de Lima, aislada de la civilización, aunque gozaba de luz eléctrica y de un camino de tierra apisonada que, en cosa de quince minutos, desembocaba en la Carretera Central. A su alrededor se veía pasto crecido y azotado por el viento, enormes extensiones verdeamarillas cruzadas a lo lejos por rumorosas acequias, sauces llorones y vacas extraviadas que no nos pertenecían. Lo más animado en ese dormido paisaje eran las puestas de sol del verano y las largas nubes de polvo que todas las mañanas levantaba en el camino la destartalada camioneta que nos traía los porongos con leche fresca del establo.
¿Cómo describir esta isla en medio de la nada? ¿Como una finca de campo o una casona de absurdas pretensiones? Lo menos que puede decirse es que en ella había mucho de las dos cosas. Era, digamos, una gran construcción rectangular y pesada, de un solo piso, con un mirador morisco en la azotea y un porche rodeado de jazmines y madreselvas. Tenía diecinueve aposentos, sin contar los tres dormitorios de las empleadas, los siete baños, la amplia cocina y el casi siempre inaccesible cuarto de la despensa. Dos niños, mi hermano y yo, correteábamos desde el alba hasta el anochecer por los largos y oscuros pasillos que conducían hacia esos aposentos: la sala de costura, la salita de estar, el saloncito de música, el cuarto de la radio, la biblioteca (fusión de dos habitaciones contiguas y refugio del abuelo), el cuarto de las tareas, el cuarto de los juguetes y el cuarto de las mermeladas. Los nombres de aquellos lugares podrían ahora sorprender o mover a risa, pero las actividades de la familia los justificaban con creces. Todos en nuestra casa, sin excepción y hasta de una manera ceremonial, realizábamos en cada cuarto la faena o el entretenimiento que correspondía a la nominación que se le otorgaba.
Alguna vez, desde luego, habíamos encontrado a la abuela en la sala principal con un tejido sobre el regazo. La sala principal servía solo para recibir a las visitas protocolares o de escasa confianza. ¿Qué hacía entonces por ahí una chompa a medio hacer? ¿Cómo interpretar, en aquel lugar, la anomalía de una canasta colmada de ovillos? «¡Calma, niños!», decía mamá en tales ocasiones, con una dulce y oportuna mirada que nos devolvía el alma al cuerpo. (Sobre tan rigurosa regla de convivencia, dicho sea de paso, nunca se hablaba, pues se la daba por sobrentendida). Y acto seguido nos concedía una buena explicación: la abuela había acudido a un llamado de emergencia proveniente de la cocina, se quemaba un pastel o debía constatar si estaba en su punto el aderezo de una salsa, lo cual, para colmo, se complicaría luego con la llegada del abuelo en compañía de unos inesperados amigos dispuestos a almorzar. Es decir, entre la premura y la confusión, la abuela había caminado de un lado a otro aferrada a su tejido, canasta incluida, y a mi hermano y a mí, que pasábamos casualmente por la sala principal, nos tocó ser testigos de unas distraídas puntadas.
Pero esto no ocurría a menudo. Lo rutinario era que en los cuartos se hicieran las actividades a cuyos fines estaban destinados. El cuarto de las tareas era exclusivamente para dedicarse a estudiar. Tenía una larga pizarra negra adosada a una pared, estantes de libros, dos escritorios de caoba y un vetusto mapamundi de madera que a lo mejor habría despertado el interés de un navegante del siglo XVII. El cuarto de la radio era, como es obvio, para oír la radio, una radio de pie estilo art déco en madera laqueada, con dial luminoso y una fina esterilla en los parlantes. El saloncito de música era para oír a mamá tocar el piano, o para ver a los abuelos, elegantísimos, bailando un tango como lo hacían en el grill del hotel Bolívar a mediados de los cuarenta. El cuarto de las mermeladas, en fin, era el capricho de mamá. Allí, una vez al mes, ingresaban las más diversas frutas en su inocente estado silvestre y salían, dentro de relucientes pomos, convertidas en exquisitas mermeladas.
De todos los cuartos, tal vez el cuarto de los juguetes merezca una aclaración. El hecho de que este existiera —una estancia con cajas repletas de carritos, canicas, yelmos de aluminio, pistolas de plástico y, sobre el suelo, ocupando sus tres cuartas partes, un tren eléctrico con chimenea que humeaba— no equivalía a que se nos impidiera jugar en otras partes de la casa. Descontadas la biblioteca, la sala principal y la cocina, mi hermano y yo podíamos jugar por donde se nos antojara. Lo que no podíamos hacer, en cambio, era sacar los juguetes y dejarlos regados por cualquier parte. Eso estaba prohibidísimo desde hacía años, muchos años, luego de que una de las sirvientas, «la pobre Anselma», como se decía de ella a sus espaldas, pues estaba vieja y tuerta del ojo derecho, tuvo el infortunio de pisar mi carrito de bomberos a la hora del almuerzo, al entrar en el comedor, y se nos abalanzó en un estruendo de platos rotos manchando el venerado mantel de hilo blanco de la abuela con el espeso caldo de un chupe de camarones.
—¡Ya no sirvo para nada! —rompió en sollozos la pobre Anselma—. ¡Soy una anciana! ¡Ya no sirvo para nada!
—No ha sido tu culpa, Anselma —la apaciguamos todos, muy conmovidos.
Naturalmente, los juguetes no volvieron a salir nunca más del cuarto en el que debían estar. Y con ello quedó limitado nuestro rol de diversiones.
Fuera de esa estancia, no teníamos más que dos alternativas: montar a caballo, siempre y cuando no fuera temporada de colegio, en que cabalgar se restringía a los fines de semana, y dar rienda suelta a la imaginación respecto de lo que se nos presentaba como el misterioso universo de los cuartos.
Claro está que, en materia de misterios, nada tenían que ver los cuartos hasta ahora mencionados. Eran otras las habitaciones que nos inspiraban dudas, temores y ensueños, tal vez porque estaban alejadas de los movimientos cotidianos del hogar. Aquellos espacios también tenían nombres, pero no nos remitían a quehacer alguno. Sus nombres derivaban de su ubicación en la casa (el cuarto de la azotea, el cuarto del oeste), o bien de los objetos que en ellos se almacenaran (el cuarto de las monturas, el cuarto de las escobas). Y entre estos últimos, ajenos al plumero de las fámulas, figuraban los recintos más extraños, donde se hundían en el olvido colecciones de quién sabe qué remoto antepasado y recuerdos de nuestro bisabuelo paterno (el cuarto de los huacos, el cuarto de las espadas, el cuarto de las calaveras).
En realidad, el comentario del abuelo no le hacía mayor justicia a la casa. Aparte de prestarse a toda suerte de travesuras, las habitaciones en sí mismas constituían una fuente de sorpresas y emociones. Tan solo el cuarto de las calaveras —así llamado porque albergaba diez cráneos de indios jíbaros— habría bastado para exaltar en el niño más apático un océano de tenebrosas fantasías. ¿Y qué no decir del atiborrado cuarto de los huacos? ¡Esas hieráticas caras de barro que nos miraban desde mil años atrás, esas bestias de fauces feroces! ¿Y acaso el cuarto de las espadas resultaba menos sobrecogedor? ¿No nos había dejado mudos de asombro descubrir ahí ciento diecisiete sables de caballería? ¿No nos había fascinado saber que de esas hermosas espadas, ya muchas corroídas por el óxido, cinco fueron empuñadas por nuestro bisabuelo durante la Guerra con Chile, esa terrible contienda perdida?
¡Sí, un maravilloso universo, un electrizante mundo de fábula! Pero, bueno… todo ese fabuloso mundo dejó de pronto de ser el foco de nuestra atención el día en que se apareció sin previo aviso la tía Elenita, que venía de la Argentina. Ella, tras dar un paseo por la casa, sería la tercera o cuarta persona en reiterar lo dicho por el abuelo, pero sin lugar a dudas la primera en tocar de veras y para siempre nuestros corazones.
La tía Elenita era una mujer joven, de unos veinticinco años, emparentada con la familia de mi abuela, y que había perdido a sus padres en un accidente ferroviario. Hija única, bella y soltera, nos dio a conocer enseguida su armonioso carácter que pendulaba entre una refinada alegría y unos breves, casi imperceptibles, silencios melancólicos. Cuando sonreía, su rostro perfecto, de ojos almendrados, resplandecía como los de las vírgenes iluminadas en los altares. Por lo tanto, a menos de diez minutos de haberla visto, los dos niños de la casa sentimos que estábamos perdidamente enamorados de ella.
—¡Qué lugar tan encantador es este, che! —exclamó la tía Elenita en su primer día, con su melodioso acento porteño.
—¿Sí? —se intrigó Gabriel, mi hermano—. ¿Qué es lo que tanto te gusta?
—Todo… todo es divino. El aire, las flores, el olor del campo y, sobre todo, esta casa que ustedes tienen, esta casa que me parece tan agradable. Me imagino que harán aquí muchas travesuras.
Así fue como lo dijo. Y Gabriel, que ya se desvivía por deslumbrarla, aprovechó para jactarse aludiendo a una de nuestras más célebres hazañas, acreedora de un severo castigo: tres días en cama, dos meses sin ir al cine.
—¿Qué hicieron? —preguntó la tía.
—Una noche los dos chicos se metieron en la biblioteca —refirió mamá, adueñándose ávidamente del tema—, y tomaron el revólver que mi papá guarda en el cajón central de su escritorio. ¿Y qué crees que se les ocurrió? Nada menos que subir a la azotea, trepar al techo del mirador y, desde ahí, dispararle seis balazos a la luna.
—¿A la luna?
—Era noche de luna y estos desalmados querían averiguar si podían darle un tiro a la luna.
La tía Elenita se horrorizó, aunque Gabriel creyó ver que se había dado media vuelta para ocultar una sonrisa.
Luego mamá le soltó una andanada de travesuras. De cuando nos vestimos con las casullas de un pariente obispo y salimos una noche a pasear al campo, a paso de procesión, llevando por lujosa lumbre los candelabros de plata; de cuando trasladamos del campo a la casa una enorme champa de excremento de vaca, colocándola, para asombro de tía Martha, quien la descubrió en el wáter del baño de visitas; de cuando encerramos a tres de nuestras primas, muertas de pavor, durante casi veinte minutos, en el cuarto de las calaveras.
—¿Hay un cuarto con calaveras? —se extrañó la tía Elenita.
—Sí —dijo mamá—. Es uno de los tantos depósitos con cachivaches que aquí tenemos.
—¡Qué notable! ¿Y dónde se encuentra?
—Ven conmigo, tía —dije yo, y enseguida la arrastré por los pasillos, junto con Gabriel, hasta llevarla a dicho cuarto, una estancia pequeña y sin ventanas de donde no hacía mucho nuestras primas habían salido temblorosas y afónicas de tanto chillar—. Este es.
Húmedo y oscuro, repleto de cajas polvorientas, aquel lugar tenía una anticuada iluminación: un quinqué de aceite que estaba sobre la misma mesa donde reposaban las calaveras. Gabriel tomó unos fósforos y lo encendió. La tía Elenita se quedó un buen rato examinando las calaveras, la mayoría peludas y con pellejo en las cuencas, pero con dentaduras incompletas. Una de ellas, del tamaño de un puño, fue la que más despertó su interés.
—Es una cabeza reducida —la ilustró Gabriel—. El abuelo piensa que ha debido ser de un indio mayor de treinta años.
—¡Dios mío, pobre hombre!
—¿No te gusta? —pregunté yo.
—¿Cómo creés que me puede gustar? —frunció la nariz la tía Elenita—. ¡Es horrible! ¡Y los pendientes que tiene son tan largos!
Gabriel rio.
—Son del tamaño normal, pero como los vemos colgados en una cabeza pequeña parece que fueran más largos —mi hermano cogió la cabecita y la aproximó hacia el quinqué, hasta que la magia del contraluz dibujó un aura dorada alrededor de sus negros y resecos cabellos—. El abuelo dice que se las ponían sobre el pecho desnudo a modo de collar o las llevaban atadas a la cintura.
—Eran trofeos de guerra —agregué yo—. Y les atribuían, además, el valor de amuletos poderosos. Los jíbaros creían que, al reducir las cabezas de sus enemigos vencidos, lograban que la fuerza de estos se les traspasara a ellos.
—¡Ay, pero qué tonterías pensaba esa gente! —exclamó la tía Elenita.
—Más tonterías piensan otros —dije.
—¿Sí? ¿A quiénes te refieres?
—A nuestras primas.
—¡No me salgás con eso, malvado! —la tía Elenita fingió molestarse, aunque manteniendo su actitud risueña—. Fue muy feo lo que hicieron con esas niñas.
—Nomás las encerramos un rato.
—No mientas —terció Gabriel, que continuaba ufanándose de sus hazañas—. También las asustamos a morir. Les dijimos que la técnica de los jíbaros para reducir cabezas consistía en encerrar a la gente en sitios llenos de calaveras. ¡Esa sí que era una gran tontería, y ellas se la creyeron!
—¡Malvados, malvados! —nos amonestó la tía Elenita, ahora casi riendo—. ¿Por qué les hicieron eso?
Hubo una vacilación en nosotros, seguida de un silencio, y luego Gabriel contestó:
—Por venganza.
—¿Por venganza? —repitió la tía, moderando su expresión festiva.
—Nos vengamos de lo que nos dijeron —repliqué yo—. Ellas dijeron que nosotros éramos… los pobretones de la familia.
La tía Elenita apagó su sonrisa. Y buscando mi mirada huidiza y tomándome la cara entre sus manos, me emplazó:
—¿Vos me hablás en serio?
—Nosotros no lo sabíamos —balbuceé—. Esa era una idea que jamás se nos cruzó por la mente… siempre habíamos pensado que éramos ricos… Pero ellas, en especial Beatriz, que es nuestra prima más fastidiosa, nos aclararon ese día que el hecho de que estudiáramos en un buen colegio y tuviéramos una casa en Lima y otra en el campo no significaba nada. Que todo lo que teníamos como fortuna eran tres yeguas viejas, un montón de cosas inservibles y un par de autos de buena marca pero pasados de moda.
—Los autos de nuestra casa son de hace cuatro años —acotó Gabriel—. Y los de ellas son últimos modelos.
—¡Pero qué cosas están diciendo! —la tía Elenita volvía a sonreír, y de pronto meneaba la cabeza y se mordía el labio inferior—. Tontitos, tontitos —nos dijo después apretándonos contra su pecho y dándonos a cada uno un beso en la mejilla—. ¡Qué tontitos que son! Yo creo que ustedes son unos redomados malvados, pero también los nenes más tontitos que he conocido.
Que no éramos ricos quedó plenamente establecido desde aquellos días, pero lo que nunca llegamos a saber fue lo que, en ese momento, había pensado de nosotros la tía Elenita. ¿Qué significaban sus benignos y cálidos insultos? ¿Una mezcla de sarcasmo y compasión? Quién lo sabe. Sin embargo, debimos ver o intuir algo limpio y noble en su modo de abrazarnos, pues mi mirada se humedeció por unos instantes no bien sentí sobre mi piel la suave y tibia boca de la tía Elenita, y lo mismo ocurrió con mi hermano, que como de costumbre pegó un brinco y emprendió veloz carrera. Cada vez que Gabriel se emocionaba solía saltar sobre sus talones y salía corriendo hacia ninguna parte, como alma que lleva el diablo.
Los más entrañables recuerdos de la tía Elenita estarían siempre relacionados a dos cuartos de nuestra casa: el cuarto de las calaveras, a causa del fugaz beso que nos dio a ambos, y, sobre todo, el cuarto del oeste, que era una inmensa sala con un gran ventanal hacia los infinitos pastizales y que tenía por todo mobiliario un sofá que olía a terciopelo gastado. Esta última habitación no se pisaba nunca, hasta que la tía Elenita descorrió las cortinas del ventanal y descubrió que allí se hallaba el mejor lugar para ver los crepúsculos.
—¡Ya entiendo por qué los incas adoraban al sol! —teorizó la tía Elenita tras un buen rato de contemplación—. Tiene que ser por este increíble espectáculo que se ve en el cielo. ¡Qué ocasos tan bellos!
Llamaradas violetas, rojos luminosos y grises sombríos, nubes lilas y humaredas doradas, desgarrones celeste turquesa engendrando azules nocturnos. La tía Elenita nos pidió que la ayudáramos a arrimar el viejo sofá de terciopelo. Estaba muy impresionada. La ayudamos de inmediato, empujando el mueble hasta ponerlo derechito, alineado frente al ventanal, y nos sentamos los tres, la tía Elenita al medio, todos maravillados por el enorme encuadre de la puesta de sol.
—Me siento como si estuviéramos en el cine —dije yo en esa ocasión por hacerme el gracioso.
—Es que estamos en el cine —repuso la tía, absorta.
Nos brillaban los ojos. Un resplandor carmesí entraba por el ventanal.
Años más tarde, un tanto extrañado, mi hermano Gabriel me comentaría:
—¡Fueron unos atardeceres tan raros, tan de otro mundo! Agarramos la costumbre de acompañar a diario a la tía Elenita. Y si mal no recuerdo, los tres, durante media hora o más, nos manteníamos en absoluto silencio. Solo mirábamos los colores del cielo, esa película que era siempre la misma, pero que también nos parecía siempre distinta.
Y yo le contesté:
—La única vez que no la acompañamos fue la tarde en que llegaron las fresas, ¿te acuerdas? Unas seis canastas cargadas de fresas, que debíamos trasladar al cuarto de las mermeladas. Aquello nos entretuvo un largo rato. Y finalmente, ya casi de noche, cuando aparecimos en el cuarto del oeste, procuramos no hacer ruido. Pensábamos que estaba dormida.
Los rojos agonizaban en tenues bermejos en una esquina del ventanal, veíamos el sofá por detrás y los cabellos de la tía Elenita que asomaban por la parte alta del respaldo. Entre tanto, un aroma invadía la casa: la fragancia de las fresas, ora liviana, ora extremadamente intensa, dependiendo del azar de las corrientes de aire.
La razón de aquel inusitado olor a fresas, y también de nuestro retraso para el ocaso en el cuarto del oeste, se debía a que en el trajín del traslado una de las canastas se nos había caído en el pasillo central. La mitad de las fresas reventó contra el suelo y, después de oír los rezongos de mamá, salimos en busca de una tetera con agua hervida y, a fin de que todo no fuera estropicio, lavamos las fresas menos averiadas y nos las comimos. Estábamos felices. De esa comilona también participó Antígona, una gata angora, gorda y de pelambre color caramelo, que era de la abuela. Gabriel le metía una tras otra las fresas en el hocico y la gata, quietecita, ronroneando, las degustaba con mirada alucinada.
Ese día, no obstante, no sería tan venturoso como Gabriel y yo habíamos creído. Algo terrible estaba por suceder. Algo que, en nuestra infancia, como ocurre en la infancia de muchas personas, me imagino, tuvo una especial significación.
Tras unos minutos de guardar silencio, arrancamos a aplaudir, silbar y danzar como guerreros maoríes alrededor del sofá del cuarto del oeste. Y como nada pasaba, nos encaminamos muy preocupados hacia la biblioteca.
—¿Qué se traen, sabandijas? —tronó el abuelo que tenía un libro entre las manos.
—Es por la tía Elenita —dije yo—. No se despierta.
El abuelo señalizó su lectura con el cordoncito de seda del propio libro, y lo cerró. Luego nos siguió hasta el cuarto del oeste y, en el trayecto, se nos fueron sumando mamá, la abuela y una amiga de mamá en un tropel de preguntas y voces alarmadas.
Encontramos la habitación a oscuras y mamá se apresuró a encender la luz, en tanto la abuela corría hacia el sofá.
—Elenita, Elenita —la sacudió por los hombros.
La tía Elenita no se inmutó. De inmediato el abuelo le cogió una muñeca para tomarle el pulso, y unos segundos después miró a mamá, moviendo dos veces la cabeza con expresión resignada.
—¿Está muerta? —preguntó Gabriel.
Nadie le contestó. Repentinamente todos los adultos de la casa, como hechizados, deambulaban entregados a una febril actividad, llamando a médicos y a parientes en la Argentina, pensando en funerarias, barajando nombres de familiares en Lima. Todos se veían pálidos como fantasmas; todos, a excepción de la tía Elenita, que lucía sonrosada, como si su hermosa cara de alguna inexplicable manera hubiese retenido los rubores del último crepúsculo que contemplara.
La tía Elenita fue la primera persona muerta que Gabriel y yo vimos en nuestras vidas. También fue la primera muerta conocida por nosotros, y lo que era peor, la primera que se llevaría a la tumba parte de nuestros afectos. Ciertamente no habíamos contado con mucho tiempo para conocerla a fondo. Su permanencia en nuestra casa apenas había durado cuatro semanas, y a principios de la quinta, cuando ella ya alistaba maletas para retornar a su país, falleció. Repito esa taciturna palabra, «falleció», la muchacha «falleció», la nena «falleció», porque mucha gente se referiría a su muerte con ese frío término.
Y luego se repetiría una frase aún más perturbadora: «Derrame cerebral», con la cual el abuelo, la abuela y mamá respondían a todo aquel que preguntara sobre la causa de la muerte, agregando en voz queda que contra ese tipo de cosas nada se podía. (Por tres o cuatro días, me parece, Gabriel y yo tuvimos la idea de que los seres humanos teníamos que caminar por la vida con equilibrio y mucho cuidado para que el vaso de pensamientos, que todos llevábamos dentro del cerebro, no se nos derramara).
La misma noche de la muerte de la tía Elenita se dispuso todo. En la Argentina, desde donde los familiares cercanos de la tía habían emigrado hacia otros países sin dejar rastros, no se encontró a nadie que reclamara su cadáver o contestara a los telefonemas, salvo una vieja amiga de su madre, que recomendó la sepultaran en el Perú. Un improvisado consejo de familia, en consecuencia, consagró una hora a estudiar el caso. Y al cabo llegó a la conclusión de que lo mejor para ella y para todos era velarla de inmediato, no publicar anuncio en la página de defunciones (en vista de que nadie la conocía) y, dado el grado de parentesco que la abuela reconociera, darle cabida en el mausoleo de la familia.
Más tarde vinieron los asuntos menores. ¿En qué cuarto convenía velarla? La sala principal, decidió el abuelo. ¿Quién debía arreglarla? Tan delicada tarea, consideró la abuela, le correspondía a ella. Auxiliada por la pobre Anselma, la abuela la peinó, la maquilló, adornó con jazmines sus cabellos y la vistió con uno de sus livianos vestidos blancos, camiseros, que le sentaban de maravillas. ¿A qué otra persona se le debía avisar? Esta vez sobrevino un silencio. ¿Con quiénes de entre nosotros había sostenido algún tipo de charla íntima? Otro silencio, tal vez un poco más largo, pero de pronto Gabriel mencionó lo de su entusiasmo por las puestas de sol. La última pregunta estaba obviamente orientada a saber si la tía Elenita tenía un novio o un cortejante. Lo tenía, en efecto. Mamá recordó que un día la tía había hablado de un muchacho que estudiaba medicina en Italia, en Florencia, aunque sin revelar su nombre u otro indicio con el que se pudiera dar con su paradero.
En suma, lo único que se sabía a cabalidad —y de eso nos enteramos nosotros durante el velorio— es que la tía era empleada de Correos en Buenos Aires, sucursal de Belgrano, que gozaba de sus vacaciones, y que, según ella misma dijera, se le había dado por conocer a una prima de su madre, nuestra abuela, que vivía en un lugar exótico, nuestro país.
Gracias a las influencias de un tío médico, los trámites funerarios, el certificado de defunción y la instalación en nuestra casa de la capilla ardiente —ataúd, cirios, flores y reclinatorio— se absolvieron en un santiamén. Tanta rapidez contrastó, poco después, con la pasividad del velorio. Las lentas horas en torno al ataúd fueron llenadas con muchas tazas de café, una que otra copa de coñac y los típicos rencuentros con tías y primos que veíamos de vez en cuando. Lógicamente, los deudos de la tía Elenita no pasábamos de ser una docena de personas. El velorio comenzó a las once de la noche y se lo dio por terminado minutos antes de las dos de la madrugada, en que todo el mundo, agotado, partió a dormir —se prepararon tres cuartos para los huéspedes—, pues se convino que era mejor descansar para poder resistir con buen pie el entierro a la mañana del día siguiente. A pesar de todo, durante ese tiempo, y una vez consumados los sentidos momentos dedicados al silencio y la congoja, salieron a la luz los lindos y buenos recuerdos que nos obsequiara la tía Elenita en su breve paso por nuestra casa.
—Era muy simpática —dijo mamá—. Y tenía una risa de lo más contagiosa.
—La risa de su madre —rememoró la abuela arrebujándose en los brazos del abuelo—. No la conocí mucho, pero no olvido aquella risa. Era como un ahogo, una risa sofocada…
—¡Y qué bien montaba a caballo! —interrumpió Gabriel—. Parecía una amazona.
—Cabalgaba en los parques de Palermo —mamá derramó una lágrima al expresar su recuerdo—. Me dijo que unas amigas la invitaban a un club ecuestre.
Yo también habría querido anotarme en ese festival de la memoria, pero acabé desistiendo. Dudé, quizá, del valor de mi evocación. Tenía pensado hablar sobre un día soleado y con viento suave en que la abuela ordenó que sacaran la mesa para comer al aire libre y la pusieran en el pastizal, y en el que la tía Elenita, en pleno almuerzo y aún llena de curiosidad con el tema de los jíbaros, le preguntó al abuelo cómo hacían los indios de la selva para volver tan pequeñitas las cabezas de sus enemigos.
—Alguien me contó que las deshuesaban y las sumergían en una especie de salmuera —respondió el abuelo, cuchillo y tenedor en mano, mientras peleaba ansiosamente con un filete—. Luego les cosían la boca, les daban forma, las rellenaban con hojas secas…
—¡Por favor, Pedro! —gruñó la abuela.
—… Y creo que además las ataban hasta que la piel se resecara —concluyó, incómodo.
—¿No te apetece un poco más de morcilla, tía? —ofrecí yo, burlándome.
—¡Ya sé lo que querés! —me reprochó la tía Elenita con una mueca de enfado—. Pero no vas a salirte con la tuya. ¡No voy a sentir asco! —y luego se llevó una mano al pecho como si sufriera un ataque de náuseas, consiguiendo que todos celebráramos su gracia con risas y apretaditas de manos.
Me abstuve de contar este recuerdo, como también lo hice años más tarde en una reunión familiar en que vino a cuento hablar de la tía Elenita, y en la que no mencioné una escena de la misma noche del velorio. Tal escena, en efecto, era otra travesura cometida por Gabriel y yo, aunque entonces se trató de una travesura diferente, pues entrañaba un pacto secreto entre ambos. Nadie en la casa se había enterado de ella, y por eso mismo no nos habían soltado regaños ni habíamos recibido el correspondiente castigo.
Aquella noche, dos horas después de que todos se fueran a dormir, Gabriel me despertó. Tapándome la boca con una de sus manos, me dijo que estaba oyendo ruidos en la casa.
—Parecen pasos —susurró.
Me paré de un salto y me puse la bata de levantarme. Gabriel ya llevaba puesta la suya —los dos teníamos gruesas batas de felpa a rayas verticales, verdes y blancas— y, en vez de prender las luces, propuso que lo acompañara a buscar las velas que se guardaban en las hornacinas del comedor.
—¿Por qué las velas?
—Si prendemos las luces, se podrían escapar.
—¿Se podrían escapar? —me angustié, hablando también en susurros—. ¿Qué estás diciendo? ¿Crees que sean ladrones?
Gabriel se ofuscó:
—¡Cómo diablos puedo saberlo!
—¡Entonces no te entiendo! Si no son ladrones, ¿qué otra gente buscaría escaparse?
—¡No lo sé!
Andando a tientas, de puntillas y apoyándonos a ratos en las paredes, salimos juntos al pasillo central. A cada paso, inquietos, escudriñábamos las tinieblas. Y apenas si habíamos avanzado unos diez metros cuando, sin poder contenerme, detuve a Gabriel agarrándolo de un brazo.
—Para un momento —le dije.
—¡Caray! —protestó entonces, siempre en voz baja—. ¿Qué pasa ahora?
—¿No crees que antes deberíamos ir hacia la biblioteca?
—¿A la biblioteca? ¿Qué demonios quieres leer?
—¡Nada, idiota! Estoy pensando en buscar el revólver del abuelo. Necesitamos tener algo con qué defendernos.
Gabriel meditó unos instantes.
—Tienes razón —dijo, resoplando.
—Bueno, vamos para allá.
—No, no… Espera un momento. Tal vez el revólver puede ser muy peligroso con esta oscuridad… Pero me has dado una idea… ¡Busquemos unos sables en el cuarto de las espadas!
Y eso hicimos. Retrocedimos hacia el ala opuesta de la casa, entramos al cuarto de las espadas y, al cabo de unos segundos, más confiados por el hecho de empuñar en alto dos enormes sables de caballería, reanudamos nuestra sigilosa y tensa marcha por el pasillo central.
Sin notar nada fuera de lo común, pasamos delante de las puertas —los cuartos de los huéspedes quedaban en el extremo oeste— y, una vez llegamos al hall de distribución, una estancia circular, nos asomamos a la sala principal.
—No oigo nada —dije con las orejas paradas.
El silencio era la eterna combinación del monótono chirriar de los grillos y el murmullo de las aves nocturnas.
—Yo tampoco —dijo Gabriel. La sala principal, gracias a sus tres ventanas, estaba en una suerte de lívida penumbra, y a lo lejos divisamos el ataúd de la tía Elenita. Gabriel blandió su sable en el aire como si intentara cortar la incertidumbre. Luego, señaló el suave vuelo de una cortina de tul frente a una ventana abierta a medias—. Mira —agregó—. Esa puede ser la causa.
Pero no lo parecía. La cortina se levantaba con revuelos ondulantes y enseguida caía con lentos desmayos, sin producir el menor sonido. De todas formas, para asegurarnos, caminamos muy decididos hacia la ventana, que dejaba entrar difusamente una luz azul lavanda, una luz de tono opaco, uniforme, con un matiz sobrenatural, que definía los contornos de los objetos, alargaba las sombras de los cirios y acentuaba, tanto en el rostro de la difunta —ya apagados para siempre los rubores del crepúsculo— como en nosotros mismos, una palidez acorde a las circunstancias. Al cerrar la ventana, la cortina se quedó tan quieta como lo estaba la tía Elenita.
Mareados por el aroma a jazmín, pronto nos aproximamos al ataúd, que mantenía ex profeso la compuerta superior abierta toda la noche, ritual de aquellos tiempos, y que nos permitía ver a tía Elenita de la cintura hacia arriba para las húmedas despedidas o para satisfacer esa obscena y tan frecuente curiosidad final que, excepto en aquella ocasión, siempre me ha parecido una ceremonia repugnante y de mal gusto.
—Sigue siendo hermosa —musitó Gabriel concentrándose en aquel rostro marmóreo.
Aparte de los pétalos de jazmín con que la abuela había adornado sus cabellos, el único toque de color de aquella cara, un color artificial aunque sin salirse de tono, estaba en su boca, pintada cuidadosa y muy ligeramente con lápiz labial.
Yo, en cambio, miré un poco más abajo, hacia su pecho. Quizá las corrientes de aire que agitaron las cortinas habían movido también su vestido, a la altura del escote, pues ahora quedaba al descubierto la leve prominencia de sus senos.
—Es la mujer más hermosa que he visto en mi vida —acoté. Y de pronto Gabriel reparó en lo que me tenía embobado.
En una fracción de segundo nuestras miradas se cruzaron y chocaron con un brillo chispeante, alegre, que ambos conocíamos requetebién. De más está decir que no eran el lugar ni el momento más oportunos para esas miradas cómplices, que solían preceder a nuestra decisión de emprender acciones reprobables.
Pero así ocurrirían las cosas. De puros inconscientes, de puros audaces o tal vez de puros indecentes, nos precipitamos a lo primero que se nos ocurrió. Gabriel voló hacia el comedor y regresó con una vela encendida justo cuando una de mis manos, despaciosa, trémula, exploraba en el escote de tía Elenita y le dejaba desnudo del todo el seno derecho. Era un seno firme, pequeño y bien formado, como el de las estatuillas de diosas griegas que el abuelo tenía en su biblioteca. Aunque había una diferencia: el pezón, un pezón achatado que me hizo pensar en una flor que tiene muchas horas en el florero y que pronto comenzaría a marchitarse.
Lo que ocurrió después fue algo muy extraño. Enmudecidos a la luz vacilante de la vela, Gabriel y yo nos persignamos y decidimos besar uno tras otro aquel pezón, depositando un beso tierno y rápido como los que les dábamos a mamá o al abuelo en la frente. Un beso con los ojos cerrados, que nos debió salir directamente del corazón.
«¿Fuimos nosotros quienes besamos el pezón de esa hermosa mujer muerta?», me preguntaría años más tarde Gabriel, como si aquella escena hubiera sido parte de un mal sueño. ¿Sufríamos de locura momentánea? ¿Hicimos un acto de amor? ¿O acaso fue un acto perverso? Quién lo sabe. Nuestro primer impulso pudo haber tenido tal vez un origen sexual, aunque luego, en algún instante indefinido, adquirió un sentido distinto. Yo recuerdo, incluso, que Gabriel comentó que la vida en sí misma era una injusticia, y que solo gracias a la constante amenaza de la muerte nos era posible descifrar el misterio de la existencia.
La piel de la tía Elenita estaba fría, pero aún olía bien y seguía siendo agradablemente tersa. Detenernos a saborear ese beso, en todo caso, tomó apenas algunos segundos, pues en el acto nos pegamos el susto de nuestras vidas. Un ruido violento y sordo nos erizó de pies a cabeza. El ruido provenía de la chimenea, ubicada a unos palmos del ataúd, y nos hizo tropezar y caer al suelo, con los sables y todo, presas de un miedo cerval —Gabriel ahogó un grito al volcar sobre sus manos la cera caliente de la vela, en tanto yo caía encima suyo—, sin que pudiéramos comprender lo que estaba pasando.
El ruido nos había sonado como un desmoronamiento o un atoro, y en un tris llegamos a la conclusión de que podía haber sido algún pájaro que se durmió, cayó al hueco de la chimenea y al instante aleteó desesperado para escapar de tan siniestra trampa.
—¿Habrá sido eso? —especulé, temblando como un papel—. ¿O crees que sea su alma alzando vuelo hacia el otro mundo?
—¡No sé qué diablos sea —gimió Gabriel—, pero vámonos de aquí, porque nosotros estamos haciendo mucho más ruido! A lo mejor se ha despertado alguien y se le ocurre venir a ver qué pasa.
Borrando toda huella que pudiera ser sospechosa, Gabriel recogió la vela del suelo, mientras yo, aprestado, cerraba lo mejor que podía el escote de la tía Elenita. Y al instante, otra vez con los sables en alto, salimos raudamente y de puntillas hacia el pasillo central, aunque en esta ocasión, al miedo de ser descubiertos en falta se mezclaba una gama de pulsiones y sensaciones desconocidas: la excitación de huir, la memoria de la piel, la fascinación de seguir ligados emocionalmente a una persona que se desintegraba en la noche más temida.
Y luego, por algún extraño designio, en vez de retornar a nuestro dormitorio, nos dirigimos hacia el cuarto del oeste. ¿Por qué decidimos tal rumbo? Es difícil, después de tantos años, establecer una razón consistente y precisa. Por momentos se me antoja creer que mi hermano y yo sentíamos que aquel desolado cuarto, tan querido por la tía Elenita, era el refugio más conveniente, o bien nos escondimos ahí por una cuestión de cercanía: nuestro dormitorio se hallaba bastante más alejado. Lo cierto es que, ovillados en el sofá del cuarto del oeste, con los sables reposando en el suelo, aunque previsoramente al alcance de la mano, y contemplando los remotos guiños de las estrellas en la noche enmarcada del ventanal, derivamos a una fase en que los ruidos cesaron por completo, lo cual disolvió nuestro desasosiego en un sueño profundo. Dormimos a pierna suelta, como solo se puede dormir en la edad de la inocencia, y, como ya dije, nadie nos atrapó.
Al despertarnos —serían las seis de la madrugada, más o menos—, nos costó trabajo abrir los ojos ante la luminosidad del nuevo día. Un pie de Gabriel reposaba en mi mandíbula, y sobre mi pecho, acunada entre mis brazos, dormía la gata de mi abuela. El animal soltó un maullido cuando voló por los aires al sacármelo de encima con una mano.
Temiendo que el resto de la casa despertara y encontrara algún espíritu delator, corrimos hacia nuestro cuarto, y nos lavamos y acicalamos con sumo cuidado. Unos minutos después apareció Anselma con los trajes oscuros, impecablemente cepillados y planchados, que debíamos vestir aquel día, pues el entierro sería a las once de la mañana. En nuestro ropero había una hermosa corbata negra de seda natural, la única corbata negra que poseíamos, y Gabriel y yo nos la regimos a la yanquempó para decidir quién se la ponía. Ganó él, y a mí no me quedó más que conformarme con la corbata azul oscuro, que pertenecía al uniforme del colegio. Ambos, eso sí, teníamos elegantes y lustrosos zapatos Oxford de cuero negro.
Y fue en esas, después del desayuno y ya sentados en las poltronas del porche, cuando a Gabriel se le ocurrió hablarme de lo que había soñado durante las pocas horas que dormimos en el cuarto del oeste.
—Estaba en un campo rodeado de espantapájaros —me dijo—. ¿No te parece un sueño raro?
—En la huerta hay dos espantapájaros —contesté—. Has debido pensar en eso, o quizá recordabas el brusco ruido de pájaro entrampado en la chimenea que oímos anoche.
—Sí, es posible que así sea —admitió Gabriel mirando hacia el polvoriento camino de tierra apisonada, a la espera, según nos habían informado, de la carroza fúnebre que vendría por los restos de la tía Elenita.
Y no habló más esa mañana. Tampoco yo hablaría, quizá porque, en aquella pesadumbre, no sentí que tuviera algo original que contar.
Tan solo recordaba, con minuciosa fidelidad, lo ocurrido la noche anterior: el despertar con una mano en la boca, la caminata con los sables, el revuelo de las cortinas en la sala, el cierre de la ventana, las atónitas caras resplandeciendo a la luz de la vela y, finalmente, la despedida, el trance fugaz en que mis labios y los de mi hermano se posaron sobre el seno desnudo de la tía Elenita. Sin embargo, esa remembranza, el simple hecho de recordar y revolver en la ceniza tibia, me produjo una extraña sensación en el cuerpo, y a partir de entonces algo me hizo saber para siempre que esa ceremonia del beso había sido nuestra última travesura, la más bella travesura.