La casa de la culpa

La trigonometría del espacio es una de esas materias que desde mis tiempos escolares me resulta, aún hoy, a veinticinco años de distancia, un total misterio. No sabría decir, en síntesis, si tiene esta alguna relación con Albert Einstein, con la teoría cuántica, o con esas tétricas novelerías de los agujeros negros.

Hacia 1965, teniendo quince años recién cumplidos, yo estudiaba en el colegio La Inmaculada, en el último grado de secundaria, y me tocaba ese curso. Guardaba entonces en mi carpeta un libro de trigonometría que nunca me detuve a revisar más de dos minutos, como si sus figuras y textos se desvanecieran al contacto de mi mirada, y, lo que es más, nunca me pregunté siquiera de qué se trataba. Lo tenía, sencillamente, como una más entre otras tantas obligaciones inevitables.

No era que esta asignatura me pareciera repulsiva, prescindible o particularmente inextricable. Yo diría más bien que no me interesaba en absoluto, y todos —mis padres, profesores y compañeros de aula— interpretaron, con buen tino, que aquello era uno de esos puntos débiles propios de cada persona. Algo que debía ser natural, y en realidad lo era, como si fuera alérgico a la mayonesa. En consecuencia, el casillero correspondiente a dicho curso en mi libreta de notas estaba siempre en rojo.

Sin embargo, cada fin de mes no me libraba de los más severos reproches paternos:

—Sacas buenas notas en geometría y hasta en física —decía mi padre, desconcertado—. ¿Qué te ocurre con la trigonometría?

Ante sus reprimendas, me ponía a mirar en silencio en otra dirección. Esta era la única actitud digna que conocía. Por esos días yo leía muchas novelas de misterio, lo cual, dadas mis calificaciones, me producía un intenso y desagradable sentimiento de culpa. De haber leído una o dos novelas menos al mes, pensaba con angustia, quizás hubiera conjurado las tinieblas de la trigonometría.

Por esos días, también, en una tarde de fines de junio en que debía presentar en casa mi libreta de notas con mi visible y persistente jalado, se me ocurrió hacer una broma. Una broma medio loca, presuntamente ingeniosa, que yo me creía bastante original; una broma, en fin, de muchacho travieso, aburrido, irresponsable, y que no pasó de ser, en el peor de los casos, una real tontería —pero una tontería inquietante, de hecho, pues a pesar del largo tiempo transcurrido conservo un vívido recuerdo de ella.

Eran las cinco y media de la tarde, me acababa de dejar el ómnibus del colegio y mis padres no estaban en casa. Habían salido a uno de esos largos almuerzos campestres en algún recreo de Chosica. A esa hora, crepuscular e imprecisa, las empleadas lavaban y planchaban plácidamente oyendo radioteatros, y la calle Independencia, en Miraflores, donde quedaba mi casa, se veía tranquila como una fotografía. Pero en medio de aquella calma, hecha de soledad y de lejanos ladridos de perros, una fría melancolía invernal ensombrecía el paisaje. La calma, pues, se mezclaba con la tristeza, y tenía que ver con la garúa y con un arbolito pelado que se alzaba ante mi casa. Un árbol joven, húmedo y sin hojas era algo que me afectaba demasiado.

Sin quitarme el uniforme del colegio —la formalidad jesuita exigía saco azul marino, pantalón gris, camisa celeste, corbata azul y zapatos negros—, salí a caminar por mi cuadra. A cada lado de la calzada había más o menos unas ocho o nueve casas pintadas de colores suaves, y con jardines muy cuidados protegidos por muros bajos o cercas de granadilla. La calle estaba desierta, y apenas si pasaba uno que otro auto. Yo esperaba, con desasosiego y ansiedad, que uno de esos autos fuera el Buick de mi padre. Avizoraba, en efecto, la reprimenda de costumbre.

—¡Trigonometría del espacio! —farfullé imaginándome con gesto adusto la apacible vida de las casas. Poco después me senté en un muro cercano a la mía, y sentí frío. Me subí las solapas del saco, al más puro estilo James Dean, y extraje de un bolsillo interior un Country, un cigarrillo arrugado y chueco que de inmediato encendí—. ¿Por qué demonios tengo que sentirme tan culpable? —me pregunté—. ¿Le pasa esto a las otras personas? —di una larga pitada al cigarrillo, paseando la mirada por todas aquellas casas, y expelí el humo por la nariz y la boca al mismo tiempo—. Sí, estoy seguro de que sí —me contesté, reflexivo—. Definitivamente toda la gente, por angas o por mangas, se siente culpable de algo. De gritarle a su mujer, de hurtar algún sencillo, de no cederle el asiento a un tullido en el Tacna-Trípoli, o de algo más grave…

Y de pronto me vino esa loca idea. La broma. Una idea fascinante y compulsiva, que anhelé ejecutar en el acto, sin dilación, para que no se evaporara la magia con la que había sido concebida.

—¿Cómo es en verdad la vida en todas estas casas de apariencia tranquila? —me dije—. ¿Cuánta gente ahí se siente culpable de algo?… Bueno, hay un modo de saberlo…

La broma me demandó volver a la casa y sentarme casi diez minutos en la mesa del comedor. Este fue el tiempo que me tomó escribir en veinte pedazos de papel —cada pedazo era la mitad de una hoja normal de cuaderno— un mensaje idéntico, en letra de imprenta y sin ninguna firma, que decía: «Lo han descubierto todo. Escapa». Consideré que ese texto entrañaba, merced a su laconismo, una enorme fuerza dramática, y podría precipitar, si la conciencia del afectado se prestaba, el desenlace de una huida.

Ya con los mensajes escritos, volví a la calle. Y sin que nadie me viera, deslicé rápidamente los mensajes por debajo de las puertas, yendo de casa en casa a lo largo de los dos lados de la cuadra. Luego, sentándome de nuevo en el mismo muro, me dispuse a esperar… ¿Qué esperaba? Por lo menos un gesto de confusión en algún vecino. Aunque en el fondo mis ambiciones no tenían límites. Soñaba con ver, digamos, a alguien que saliera a mirar muy preocupado a uno y otro lado de la calle, y, lo que hubiera sido lo máximo —el éxito pleno de mi experimento—, ver a alguien cargando una ligera maleta y abandonando sigilosamente una de las casas.

Esperé en vano media hora. Tan solo salieron dos empleadas uniformadas de la cuadra, sin evidenciar la menor reacción, y entró en su casa, de regreso del trabajo, el señor distinguido de la esquina —así lo llamaba mi madre—, llevando en una mano un paquetito de pasteles de La tiendecita blanca. En ninguno de los casos ocurrió nada. Y la cosa me fastidió. ¿Se habrían vuelto invisibles los mensajes? ¿Estarían todos debajo de los felpudos? ¡Eso era imposible! Sea como fuere, me dije, mis mensajes han caído en saco roto. La calle no puede estar más tranquila y silenciosa.

Se estaba ya haciendo de noche cuando dejé el muro y vi que el auto de mi padre, con sus poderosos faros encendidos, ingresaba al garaje de mi casa. Eché a andar y, al cabo de unos momentos, me encontré con ellos en el vestíbulo.

—¿Qué tal la pasaron? —les pregunté.

—Bien, muy bien —dijo mi madre—. Una gente muy fina y simpática… Y tú, ¿qué tal?

—Más o menos —repuse, compungido—. He traído la libreta y tengo un jalado.

Mi padre, que colgaba su saco en el perchero, me miró con gesto inamistoso:

—¿Otra vez lo mismo? —indagó.

—Sí —dije—. Trigonometría del espacio.

—¡No entiendo qué es ese curso! —se quejó mamá. (Que era hijo de ella, no me cabía la menor duda).

Advertí que mi padre se alistaba a dar una respuesta, de seguro uno de sus clásicos rollos didácticos, pero en eso se oyó un ruido estrepitoso. El ruido, semejante a la detonación de un arma de grueso calibre, provenía de una de las casas de la cuadra. Atropelladamente salimos los tres, yo por delante, hacia el porche. El padre de Clara, una vecina de mi edad que vivía en la casa de enfrente, ya se asomaba con su bata a rayas por una ventana del segundo piso.

—¿Qué ha pasado? —gritó.

Cruzando la puertecita del jardín, turbados y curiosos, nos detuvimos en la vereda, y mi padre se encogió de hombros. Pero la incertidumbre se despejó en segundos. Unos gritos desgarradores, de tragedia griega, estallaron intempestivamente en la noche. Se trataba de la señora Roxana, una joven y guapa señora casada con un corredor de bolsa, cuya bonita casa, contigua a la de Clara y que lucía toda la fachada cubierta de hiedra, se veía fácilmente desde la nuestra. La señora había salido ahora al portal de su casa, iluminado débilmente por un farolito, y desde ahí daba de gritos.

—¡Una ambulancia! —clamaba con desesperación—. ¡Mi marido se muere! ¡Una ambulancia!

La cuadra se llenó de gente en cuestión de instantes, y mi madre retornó corriendo a la casa. Llamó a la asistencia pública, a la policía y también, como siempre, a mi tía Lucha, a quien según supe más tarde le iría contando, mientras echaba vistazos por la ventana, todas las incidencias del caso.

Yo, entretanto, permanecía atónito:

—¡Suicidio! —murmuré. Un sudor frío humedecía poco a poco mis manos—. ¡Caray, el tipo se mató!

¿Acaso no era esta una salida? ¿No era la muerte también una manera extrema de huir? ¿Cómo no pensé en esa posibilidad? Una sucesión de imágenes sombrías afiebró mis pensamientos. Sin moverme de la vereda, al lado de mi padre, imaginé a mi agonizante vecino, de pie en la sala de su casa, leyendo mi mensaje, temblando de pavor, cerrando luego los ojos y finalmente, sintiéndose perdido, descerrajándose un tiro en la cabeza.

—¿Qué te pasa? —se preocupó mi padre cuando reparó en mi expresión de zombi—. Estás muy pálido.

Un vecino que iniciaba la retirada —ya había llegado todo el mundo: policías, médicos, amigos, y veíamos que dos apresurados enfermeros se ocupaban de meter en la ambulancia la camilla con el cuerpo del agonizante— me salvó de tener que dar una explicación, pues pasó delante nuestro y nos puso al corriente sobre la naturaleza de lo ocurrido.

—Fue un accidente —dijo—. El tipo era aficionado a la cacería. Parece que la mujer estaba limpiando uno de los rifles y se le escapó un tiro.

—¡Las armas las carga el diablo! —comentó a lo lejos una anciana con ruleros.

Papá creyó probablemente que mi palidez era una muestra de mi carácter impresionable, y no insistió en ello. Pero no se dio cuenta de que la noticia del vecino, como por ensalmo, me había cambiado por completo el estado de ánimo. De pronto sonreía, aliviado, y hasta pedía con avidez más información.

El hecho, en definitiva, quedó registrado como aquel vecino nos lo anticipara. Un accidente doméstico. La policía verificó el arma y la trayectoria de la bala, entre otros detalles técnicos que avalaban aquella insulsa versión —todos los accidentes, por lo general, son insulsos—, y se tuvo que resignar a interrogar a la señora Roxana, internada en una clínica con una crisis de nervios, recién dos semanas más tarde. Unos días antes su pobre marido había fallecido sin haber logrado recuperar la conciencia.

Las secuelas más inquietantes de esta desgracia, en todo caso, surgirían tres meses después.

Aunque parezca mentira, en ese breve tiempo mi vida sufrió un gran vuelco. En un santiamén me convertí en una suerte de héroe ante los muchachos del barrio —un rebelde que se paraba largo rato en las esquinas y miraba el suelo con displicencia— a causa de que me expulsaran del colegio. Había intervenido en una pelea a inicios de una clase de religión, con el propósito de separar a dos furibundos compañeros, y en la confusión acabé rompiéndole los dientes al cura que también pretendía lo mismo que yo. Uno de los que se peleaba era muy amigo mío, no creyeron en mi imparcialidad ni en mis pacíficas intenciones, y me echaron. Ni qué decir que mi padre montó en cólera. Tanto su padre como su abuelo habían estudiado en La Inmaculada, y yo venía a manchar ahora con la ignominia todo un historial familiar de conductas intachables.

Me inscribieron entonces en un colegio especializado en recibir expulsados de otros colegios, el San Fernando, que congregaba a la más variada colección de bestias de la época. A tal punto que, desde mi ingreso hasta que egresé, con todos los honores y diplomas, ocupé permanentemente el primer puesto de la clase. Pero allí, además, me liberé de una de mis más pesadas cadenas. No existía la asignatura de trigonometría del espacio. ¡Algo realmente fabuloso! Al parecer, dicho curso era opcional: el Ministerio de Educación recomendaba que se dictara solamente en colegios experimentales. Por fortuna, en esa infame categoría no figuraba mi nuevo colegio.

¿Qué importancia tiene que cuente todo esto con relación a la historia de la broma? Básicamente hay un par de cosas que intento destacar. Una, que el muchacho que era —en esos días ligué una linda enamorada y me llené de otras ricas experiencias— había comenzado a madurar. Dos, lo gravitante que fue, en una segunda lectura y en la ulterior memoria de lo acontecido, conocer y hacerme amigo del profesor de filosofía de mi nuevo colegio.

De ese profesor, un tipo locuaz y ocurrente, aprendí muchas cosas. Y no solo a jugar al póker, arte cuyos secretos me reveló generosamente, aunque a costa de casi todas mis magras propinas —«Hay que jugar siempre por dinero, pues de lo contrario no te emocionas», me decía, «y si no te emocionas, no aprendes el póker»—, sino que, en una temporada en que yo dormía muy mal, me enseñó su eficaz método para recuperar el sueño cuando alguna pesadilla me despertaba a medianoche.

—A las pesadillas hay que enfrentarlas con el ímpetu de un suicida feliz —sentenciaba—. Y lo mejor para eso es el aire fresco. Acércate a la ventana de tu cuarto, ábrela y ponte a mirar un buen rato la calle. Después, te lo aseguro, dormirás como un bendito.

Y acatar su consejo, en buena cuenta, me devolvió a la desgracia de la cuadra.

Una noche, a principios de la primavera, salté de la cama con el cuerpo tembloroso. Había tenido una pesadilla distinta de las habituales, eran cerca de las dos de la madrugada, y me sentía asustado como un ratón.

En mi sueño, que transcurría en una mansión en ruinas, me ahogaba en una sucia piscina de agua verdosa y maloliente, mientras veía en la superficie, flotando boca abajo, el cadáver sangrante y con los brazos abiertos del corredor de bolsa. Lo espantoso de todo ello, sin embargo, no era esa macabra imagen de thriller, sino la ronca y neurótica carcajada de una mujer. Y mi susto se produjo al descubrir que esa mujer era nada menos que su esposa, la señora Roxana, a quien yo, en medio de mis chapaleos, le hacía en forma agresiva y reiterada dos preguntas: «¿Y si no fue un accidente? ¿Y si usted asesinó a su esposo para evitar que se entere de algo?».

Lo que siguió en esa noche les resultará a muchos quizá un tanto azaroso —lo cual lo hace aún más angustiante—, pero ocurrió tal cual lo consigno. Me levanté de la cama y, tras dejar que mis ojos se adaptaran a la penumbra, me dirigí hacia la ventana del cuarto, abrí sus dos hojas y me asomé a la noche. La calle, olorosa a jazmín, se veía más hermosa que nunca a la luz del alumbrado público. Y el consejo de mi profesor, me parece, comenzó a funcionar a las mil maravillas. No hacía frío, disfrutaba del sereno paisaje, me calmaba. Era la tercera vez que, en circunstancias similares, me acodaba en la ventana para apaciguarme. Todo iba muy bien hasta que, de pronto, en la casa de enfrente, se encendió el farolito de la puerta de entrada y distinguí dos siluetas que avanzaban hacia la calle.

Eran un hombre y una mujer. La señora Roxana, hermosa y con el pelo suelto, ataviada con una bata de levantarse abierta ligeramente a la altura del pecho, y un hombre al que yo no había visto jamás pero al que ella, colgada de uno de sus brazos, demostraba una confianza de amigos íntimos. Ambos caminaban, ella llevándose una mano a la boca como quien contiene la risa, y él, sosteniendo una botella por el cuello, con pasos tambaleantes. Me oculté, muy confundido, pues todavía no se habían cumplido cuatro meses de la muerte de su marido, lo cual, por decir lo menos, dado el fatal accidente que tristemente la comprometía, juzgué un tiempo demasiado corto para la cicatrización de heridas y para que ella pudiera volver a gozar de la vida… ¿Pero era acaso un amante? ¿No podía ser, queriendo pensar bien, un hermano o un pariente que se interesaba en ayudarla a pasar el mal rato? No bien eché otra mirada a la calle, salí de dudas. Pensar bien no era lo más acertado. El hombre la estaba besando. La besaba en la boca.

Entonces, evocando mi sueño, me pregunté: ¿Será cierto que lo mató accidentalmente? ¿No será que ella lo asesinó?

Sonreí, irritado. No, me dije sacudiendo la cabeza, no puede ser. Por cierto, desconociendo su vida casi por completo y, a diferencia de cualquier relato de misterio, en el que se cuenta con diversos datos y elementos para deducir y evaluar, en este caso resultaba absurdo arriesgar una opinión. No tengo nada más allá de una sospecha peregrina, me dije aquella noche (y ahora también digo lo mismo), pero algo dentro de mí, fuera de toda lógica, latía como si fuera a estallar, una intuición, una corazonada, un desbocado pálpito. Me asomé a la ventana con cautela y vi de nuevo a la pareja.

Él subió a su auto, estacionado en la entrada al jardín, y la señora Roxana esperó hasta que este arrancara, rodara por la calzada y se perdiera de vista. Sin embargo, tan pronto se supo sola y poco antes de meterse en su casa, la vi mirar a ambos lados de la acera, una y otra vez —en ese momento una lenta y extraña desazón comenzó a invadirme—, como si quisiera asegurarse de que nadie la hubiera visto. La vi mirar con preocupación, tal como lo había deseado un tiempo atrás cuando deslizara mis mensajes. No tenía, claro está, una maleta incriminatoria en la mano ni estaba huyendo, pero eso no era necesario. Su manera de mirar —miraba incluso las ventanas de las casas— era todo un discurso, directo y transparente. Y fue ahí, en ese trance, cuando noté que, presa de un súbito pudor y cerrándose con una mano la bata, se fijó en mi ventana, no más de tres o cuatro segundos, pero con una dureza y una intensidad que me heló la sangre.