Más allá del amor a los perros
Cuando se viene del sur, viajando por tierra, y se cruza la frontera entre Italia y Suiza, el viajero percibe un cambio brusco. Cambia el paisaje, cambia la tersura del aire, cambian las personas. De un lado, quedan la campiña agreste y luminosa, los aromas a buena pasta o los gritos de una matrona furibunda persiguiendo palmeta en mano a un niño travieso y veloz al que nunca alcanza; del otro, comienzan el orden, la pulcritud, la discreción. En suma, abandonamos la vida con toda su espontaneidad y sus frescos colores y entramos a la civilización, a un mundo perfecto que, antes de juzgarlo un paraíso, nos hace pensar en una inmensa clínica de reposo.
A mediados de los años setenta yo llegué a Ginebra y sentí ese dramático contraste que separa a dos pueblos. Los transeúntes respetaban los semáforos, los cisnes flotaban siempre en los lagos como en las pinturas de las cajas de bombones y las calles lucían limpias, impecables. Jamás, en toda mi estancia en Ginebra, vi un papel tirado en la vereda. Alguna gente, afecta a exagerar la nota, llegaba incluso a decir que durante el otoño las hojas de los árboles caían directamente en los basureros municipales.
Sin embargo, hubo algo que me impresionó aún más en esta ciudad. Encontré en la calle a un compañero de aventuras y de mil y una pellejerías. Cinco años antes, partiendo del puerto del Callao, él y yo habíamos salido a recorrer el mundo con una mochila en la espalda. Abordamos, por mero azar, el mismo barco italiano que nos trajo a Europa, compartimos vino, mujeres, poemas y hasta interminables confidencias sobre los motivos que nos empujaban a rehacer el camino —ya recorrido por miles de viajeros, desde Ulises hasta Jack Kerouac—, y que a ambos nos obsesionaba. «Yo», le dije, «quiero ser escritor». Él, sonriendo, confesó que no sabía todavía a qué dedicarse, aunque señaló que le gustaba la antropología, Lévi-Strauss y toda la mazamorra estructuralista de esa época. Un tiempo viajamos juntos por Francia, Italia y Grecia, y un buen día, en que conocimos a una beldad tunecina con deslumbrante mirada de pantera —una chica arrolladoramente seductora, bisexual y que hablaba seis idiomas— mi amigo y yo tomamos rumbos distintos. Él se fue a vivir con la tunecina, que además era dueña de un bar de moda en la isla Mykonos, y yo seguí vagabundeando o, como solía decir, «llevando a cabo mi propio road movie», en el que era actor, guionista, director y productor (si el camino o las personas de buena voluntad que daba el camino aportaban para solventar los gastos de mi impenitente rodaje).
Y entonces, paseando por un aséptico boulevard ginebrino de pequeños comercios y elegantísimas confiterías, acaeció ese encuentro con mi viejo camarada.
A decir verdad, no sé cómo pude reconocerlo. Ya no era para nada el muchacho que yo había conocido. No se dejaba el pelo largo, ni vestía sus ropas informales, ni calzaba sus bonitas botas tejanas. Lucía más bien el aspecto de un acaudalado hombre de negocios: traje de paño fino con chaleco, abrigo de piel de camello y una corbata de colores brillantes, que debía suponer el holocausto de cientos de gusanos de seda. Todo lo que llevaba encima —la bufanda, los zapatos, el reloj— declaraba su distinción y su precio prohibitivo. Y además, para colmo, estaban sus perros: un par de daneses que caminaban con paso displicente y nariz alzada.
Como ya dije, quedé impresionado. Pero eso no me impidió saludarlo. Los perros fueron los primeros en advertir que me disponía a acercarme, aunque no se inmutaron. Y permanecieron igual, indiferentes y sujetos con holgura a sus correas, cuando mi amigo, tras superar su sorpresa, me estrechó en sus brazos y pronunció mi nombre en un tono algunos decibeles más altos de lo acostumbrado en aquella calle.
—¡Carlitos! —casi gritó.
—¡Juan Miguel! —respondí yo.
Mi amigo estaba emocionado y yo sentí que le alegraba de veras verme de nuevo.
—¡Cuánto tiempo!
—¡Una punta de años!
—¿Y qué te trae por aquí?
—Estoy de paso —contesté—. Voy hacia Holanda, donde me esperan unos amigos —y luego, mirándolo nuevamente con gestos de admiración—: ¡Pero, caramba, tú estás como para no creerlo! ¡No se podría decir que la vida te trata mal!
Sin la menor vergüenza por mi mala facha —debe tomarse en cuenta que yo mantenía el estilo de un raidista medio hippioso—, Juan Miguel me abrazó otra vez. Y acto seguido, consultando su reloj de pulsera, me invitó a almorzar.
—¿Qué te parece si vamos a mi casa? Está bastante cerca.
—Como tú quieras.
—Bueno, pero antes tengo algo que hacer. Necesito que me acompañes a la carnicería.
—Vamos, por supuesto.
A partir de ese instante, hablando a borbotones, evocando anécdotas de otras épocas y dándome palmadas en la espalda si aquellas eran divertidas, Juan Miguel me dejó mudo. Parloteó camino a la carnicería, en el interior de la carnicería, otro establecimiento elegante (y hasta sofisticado) a cosa de media cuadra, y luego en el trayecto hacia su casa.
Y yo, absorbiéndolo todo como esponja, estaba a cada momento más sorprendido. Seguía mudo e impresionado, y me asombraba lo que iba descubriendo. Por ejemplo, las compras que hiciera en la carnicería —¡catorce kilos de lomo fino!—, y al cabo de un rato, el lujoso auto al que nos subimos (los perros treparon al asiento trasero). Y poco después, ¡wow!, lo que mi amigo llamaba «su casa», un château, una soberbia mansión con jardines como campos de golf ubicada en la misma célebre avenida donde se levantaba el palacio de los Rothschild.
Cuando finalmente ingresamos a la mansión —una legión de mayordomos y solícitas mucamas se inclinó a nuestro paso—, yo me sentía verde de curiosidad. ¿A qué demonios se dedica mi querido amigo?, me preguntaba. ¿Es el nuevo genio de la bolsa? ¿Un afortunado especulador de las finanzas? ¿Ganó la lotería? ¿Quebró la banca de algún casino en la Costa Azul? ¿Pegó el braguetazo del siglo? O bien, más angustiado, ¿Se habrá convertido en un vil estafador? ¿En traficante de armas? ¿En traficante de drogas?
—Creo que merezco una explicación —dije entonces—, ¿no lo crees?… ¿Qué es todo esto, Juan Miguel?
Mi amigo y yo acabábamos de entrar a una terraza techada, con enormes ventanales, y tomamos asiento en unas poltronas de cara al jardín.
—Te lo diré en pocas palabras —su semblante, ligero tic de por medio, se volvió serio, casi circunspecto—. Los perros me quieren. Me he llevado siempre bien con los perros.
Lo miré, desconcertado:
—¿Eso es todo?
—Es lo fundamental. Debido a mi buena onda con los perros me encuentro en esta casa o, mejor dicho, en este trabajo…
—¿Llamas a esto trabajo? —me eché a reír—. ¡No me vengas con cuentos, por favor! ¿Acaso trabajas haciendo el papel de millonario?… ¡Los sirvientes se dirigen a ti como si fueras el patrón!
—Pero no es así —mi amigo acarició el hocico de uno de los daneses que se había venido a recostar contra sus piernas; el otro, tumbado en el jardín, dormía plácidamente—. Tan solo poseo rango jerárquico. Soy el secretario personal, el amo de llaves y, sobre todo, el custodio de los perros de Madame Clementine Renaud, quien adora a estos animales como si fueran sus hijos. Madame Renaud es la propietaria de esta casa y de dos importantes bancos en Zúrich y Ginebra, y yo estoy a su servicio gracias a que salvé a uno de estos perrazos de que lo atropellara un auto. Salvé a este de aquí, al tonto Dido —y acarició de nuevo el hocico del perro que tenía a su lado—. Lo empujé y lo saqué del aprieto, cosa que me hizo trabar relación con su dueña, Madame Renaud, a quien no sé bien por qué se me dio por darle una serie de recomendaciones sobre los problemas de sus mastines y los cuidados que requerían. En la casa de mis padres yo tuve tres perros durante años y domino el tema al dedillo…
—Y Madame Renaud cayó rendida —dije malicioso.
—Sí, pero no como te lo imaginas. Ella es una mujer de sesenta años, que todavía se ve muy atractiva, pero que yo definiría como alguien esencialmente formal. Viuda, sin hijos y sin sueños románticos. Es una banquera, ¿me captas? Un tipo de persona fría, lúcida, que viste a diario trajes sastre, viaja mucho por el mundo (ahora se encuentra en Nueva York, estudiando las inversiones de unos clientes) y consagra sus noches y días a leer tediosos balances y cuadros estadísticos o a contestar telefonemas. Pero respecto de su ternura, que de hecho la tiene, cuenta con una sola vía de expresión: el amor por sus perros. Se preocupa de todas las rutinas de sus perros y me interroga de modo exhaustivo: «¿Ha visto si están haciendo bien sus deposiciones? ¿Tienen gases? ¿Comen bien?»… Toda la carne que compré hoy es exclusivamente para los perros…
—¡Catorce kilos de lomo! —exclamé—. ¿En cuántos días se comen todo esto?
—¿En cuántos días dices? ¡Dios santo, tú no sabes lo que son los daneses! Catorce kilos es su dieta diaria, siete kilos para cada uno.
—¡Me estás tomando el pelo! ¿Acaso no sabes que existen alimentos balanceados?
—Sí, pero estos animales son carnívoros y están criados a la antigua. Te digo la verdad. Todos los días, inclusive el domingo, yo compro la carne para ellos.
—¡Pero entonces estos no son perros, sino leones!
Juan Miguel asintió, contemplando con inesperada tristeza los alrededores del jardín. Se veían macetones florentinos, un invernadero, lejanas filas de cipreses. Un surtidor de piedra, chorreando agua, arrullaba con suaves rumores.
Y de pronto, remontando esa mirada, me despabilé. Algo no andaba bien. E intuí que la nueva actitud de mi amigo, que no era tan nueva —antes había aparecido encubierta con aquel aire serio y circunspecto— invitaba oscuramente al desahogo. Detrás de esos velos, lo veía ahora claro, se traslucían el abatimiento, las malas sombras.
—¡Vaya, sí que estás con problemas! —murmuré.
—¿Qué?
—Que tienes problemas —repetí—. ¿Me vas a decir de qué se trata?
—Cosas del trabajo —repuso evasivo, moviendo unos dedos en el aire. Un mayordomo se aproximó enseguida—. ¿Te provoca beber un aperitivo o algo con el almuerzo? ¿Cerveza, vino, una copa de champagne?
Dije que una cerveza me caería bien.
—S’il vous plaît, André apportez-nous deux bières —ordenó Juan Miguel—. Ah, on va manger ici, à la terrasse.
El pedido, en lo referente a las bebidas, nos lo trajeron en un abrir y cerrar de ojos, en tanto mi amigo decidía no ir al grano por el momento. A Juan Miguel le gustaba divagar. Aunque en aquella ocasión, yéndose menos por la tangente, se aventuró por una ilustrativa periferia. Continuó hablando de Madame Renaud, a quien, según dijo, le estaba muy agradecido por su confianza y por su buen empleo, el cual le iba a permitir ahorrar lo suficiente para reinstalarse en el Perú de acuerdo con sus más ambicionados sueños: construir un hotelito en alguna playa de Tumbes, vivir comiendo cebiches y, ya con el bueno de Lévi-Strauss en el olvido, dedicarse a la crianza del perro chino o peruano para la exportación. Habló luego de que no le había ido nada bien en la vida desde que la bella tunecina se enamoró de una sueca y lo echó de su casa. Se marchó de Grecia y tuvo que trabajar como cocinero en Italia y como mesero en España. Y que, increíble pero cierto, Ginebra, la ciudad de la que menos esperaba un golpe de fortuna, le había devuelto las ilusiones, las ganas de vivir.
—Aquí me cambió la vida —dijo Juan Miguel—. Ya llevo tres años en esta casa y, para ser franco, no me puedo quejar de vivir como vivo. Me he hecho amigo de Madame Renaud, que a fin de cuentas es una mujer sola y que, como mucha gente en este país, mantiene distancia con sus parientes. Y a mí, mal que bien, se me trata con todos los privilegios, como si fuera un miembro de la familia o, mejor aún —esbozó una sonrisa melancólica—, como si fuera un perro de raza.
Corteses y presurosos, arribaron los mayordomos cargando mesitas y bandejas de plata con el almuerzo. Y tan pronto nos sirvieron la entrada, un soufflé aux champignons, anunciaron lo que vendría de fondo, civet de lapin aux pruneaux et garniture de pommes de terre.
—Hmm… —con otro ánimo, efusivo, Juan Miguel celebró las bondades de los platillos que, sin mayor trámite, nos dispusimos a despachar—. ¡Soufflé aux champignons! Es uno de los favoritos de Madame Renaud.
—¿Ella suele almorzar en casa? —indagué distraídamente; no quería presionarlo a que hablara de aquello que lo deprimía o turbaba. Ya llegaría el momento oportuno.
—Siempre que tiene tiempo… A propósito, ¿es necesario que viajes hoy a Holanda? Madame Renaud no regresará hasta el lunes por la noche, lo cual deja la casa a mi disposición todo el fin de semana. ¿No podrías retrasar tu viaje hasta la noche del domingo o la mañana del lunes?
—Sí, creo que sí.
—¡Qué gran noticia! Mira, voy a organizar un almuerzo para mañana con un par de amigos peruanos, ¿qué opinas? —me sorprendió engullendo un bocado de soufflé, de modo que me limité a dar mi aprobación con un movimiento de cabeza—. Eso sí, nosotros tendremos que cocinar. Los domingos, el servicio en pleno tiene el día libre. Y si el tiempo está mejor que el de hoy —añadió, oteando por los ventanales—, tal vez podamos comer afuera, en el jardín.
Su entusiasmo era real, aunque no despejaba la telaraña tristona de sus sentimientos. Y fue necesario aguardar a la sobremesa, una media hora más, para que finalmente Juan Miguel soltara la lengua.
—¡Caray, Carlitos, me estás mirando como en Venecia!
Fruncí el entrecejo, intentando vanamente hacer memoria.
—¿No lo recuerdas? ¿Se te ha olvidado el berrinche que me dio cuando me harté de esos turistas japoneses que no paraban de tomar fotos? ¡Casi les rompo las cámaras!
—Ah, claro, ya lo recuerdo —ahora me paseaba por la terraza y de vez en cuando deslizaba miradas críticas hacia la colección de cuadros rococó de Madame Renaud—. Estabas de un mal humor de asco y no sabías la razón… ¿Por qué recuerdas eso? ¿Acaso te sientes de mal humor?
—Yo diría más bien que me siento atontado, sin capacidad de reacción —dijo mi amigo—. Pero hay alguien en esta danza, debo admitir, que sí anda con la bilis en ebullición. Te estoy hablando de Madame Renaud. Hace dos meses que está disgustada y, de seguir las cosas así, yo voy a sonar. ¿Entiendes lo que eso significa? Podría perder el empleo, mi plan se arruinaría. Yo requiero todavía un año más de ahorros para dejar esto.
—¿Pero qué es lo que te pasa?
—A mí, nada. El problema son los perros.
—¿Los perros? —dije, y observé a Dido, dormitando a los pies de mi amigo, y al otro, que luego supe se llamaba Argos y que en ese momento se desperezaba en el jardín, estirando las patas delanteras y bostezando como un hipopótamo—. ¿Qué tienen los perros?
—Están apáticos, sosos, míralos… ¡Y no puedo hacer nada para sacarlos de ese estado!
—Deben tener parásitos.
—No, Carlitos —Juan Miguel sacudía la cabeza, pesaroso—. Ya los he llevado al veterinario, que les ha hecho todos los análisis que existen y no sale nada: están sanos. Físicamente sanos, pero siguen igual. No ladran, no se rascan, no se mueven, nunca tienen iniciativa para nada. Están hechos unos cojudos completos.
—¿Tienen perras? —pregunté, entre sorprendido y risueño, tratando de imaginar lo que siempre es causa de problemas.
—Cada tres semanas les ponemos perras en celo, y ni con esas se les va el aburrimiento. Y no es que no se apareen. De tirar, tiran, aunque con poquísimas ganas. A veces, con el fin de abrirlos a nuevas sensaciones, el veterinario los masturba, pero nada, ni un aullido de agradecimiento. ¡Es desesperante!
A esas alturas, las inquietudes de mi amigo me afectaron directamente al estómago. Unas leves convulsiones, el clásico preámbulo de los espasmos. Y me reí, estallé en carcajadas, ya no podía aguantar más la risa, reí, reí sin parar.
—Discúlpame, Juan Miguel —dije procurando controlar mi desbocada hilaridad—, discúlpame, de veras. Y no creas que me estoy burlando, pero es que, ¡por Dios!… ¡resulta tan gracioso lo que me cuentas!
Él no tenía ánimos ni para ofenderse.
—Reconozco que puede parecer gracioso y hasta ridículo —admitió con un amago de sonrisa—. Pero mi chamba, a causa de esa tontería, pende de un hilo. Este es un país donde rigen dos principios básicos: el respeto al prójimo y a su espacio, y la eficiencia en el trabajo. Si la gente no cumple de forma puntillosa sus obligaciones, queda afuera, la ponen de patitas en la calle. Y yo estoy casi en esa situación. Qué paradoja, ¿no crees? Los perros han sido la causa de mi buena suerte y podrían ser también la de mi descalabro.
Arrepentido de mi risa, compuse una actitud ecuánime.
—¿Has buscado una segunda opinión? —pregunté.
—¿Te refieres a otros veterinarios?
—Sí —dije—. O bien a criadores de esta raza en su lugar de origen. Son de Dinamarca, me imagino.
—Los abuelos vienen de Dinamarca. Eso, al menos, figura en su certificado de pedigree.
—¿Pero hablaste o no?
—Bueno, he hablado con entrenadores, peluqueros, dueños de otros daneses, gente que podría ayudarme —Juan Miguel se incorporó y me invitó a que saliéramos al jardín, y mientras caminábamos, los perros se juntaron, se olisquearon un segundo el uno al otro y, bajando las orejas, apoyando las mandíbulas en tierra, volvieron a echarse, aunque esta vez despatarrados, alzando apenas la mustia mirada para registrar de cuando en cuando el paso de una nube—. Y he acatado todos los consejos, todos los que te puedas imaginar, incluso las prescripciones de los psiquiatras.
—¿De qué psiquiatras? —quedé otra vez perplejo.
—De los psiquiatras de perros.
—¿Psiquiatras de perros?
—Sí —repuso mi amigo—. Por aquí hay psiquiatras para los perros y tienen una gran clientela y además te cobran una barbaridad para decirte las cosas más idiotas.
Uno de los perros se tiró un pedo, y decidimos alejarnos instintivamente.
—¿Qué te dijeron?
—Primero atribuían el problema a cuestiones domésticas. Cosas como que no era bueno que les cortáramos las uñas tan chiquitas, que eso podía dañar su amor propio, pues los perros no solo afianzan su poder en las fauces, sino también en las garras… Prohibí que les cortaran las uñas, pero no me sirvió de nada. Luego, me aconsejaron que los perros no vieran mucha televisión, que eso tendía a atontar a toda especie viviente, sea humana o perruna. ¿Te das cuenta a qué nivel he podido llegar?… Lo más inteligente que he escuchado, en todo caso, me lo dijo Pepe Lucho, un amigo peruano que estudia guitarra clásica en Lausanne. Ya lo vas a conocer, lo invitaré mañana al almuerzo.
—¿Tu amigo sabe de perros?
—No, pero tiene un endiablado sentido común. Según Pepe Lucho, lo que tienen los perros puede ser incurable, porque el medio en el que viven los conmina a mimetizarse.
—¿Mimetizarse?
—Sí, Carlitos. Esos perros actúan de acuerdo con lo que el medio establece, se han vuelto suizos, y no hay mucho que pueda hacerse contra eso.
Me crucé de brazos, pensativo. Nos habíamos detenido en medio del inmenso jardín.
—Suizos —musité. Y otra vez me acometieron unas locas ganas de reír, pero me contuve.
—Antes eran unos perros alegres, juguetones, y hoy no se los siente. El medioambiente los indujo a adaptarse: la gente no les teme (a pesar de que son grandes como caballos) y ellos a su vez se inhiben de morder. Así las cosas, un buen día se pusieron a ladrar bajito, otro día se callaron y luego, de golpe, ¡zuácate!, les vino su ataque de compostura y de respeto al prójimo. ¡Se volvieron suizos! Aunque eso, Carlitos, no es lo peor.
—¿Hay más todavía?
—Lamentablemente, sí. Lo más angustioso son las babas.
—¿Qué pasa con las babas?
—Que estos desgraciados se especializan en babear cuando viene Madame Renaud. Se le sientan al frente, la miran y dejan que las babas se les descuelguen lentamente por las comisuras del hocico.
Ya me hallaba realmente atosigado de tanta idiosincrasia y mala conducta canina, pero no me amilané.
—Y ensucian las alfombras —quise anticiparme.
—¡Eso nunca! —entrecerró los ojos mi amigo—. No debes olvidar que ahora, como suizos, son incapaces del menor acto destructivo. Solo dejan que las babas se descuelguen, veinte centímetros, treinta centímetros, y cuando parece que ya van a caer, las absorben bruscamente. ¡Y no hay nada que saque tanto de quicio a Madame Renaud como este maldito asunto de las babas!
—Me imagino cómo debe sentirse —murmuré, y sin saber qué más decirle a mi amigo, hicimos el camino de regreso a la casa en absoluto silencio.
No se hablaría más de este asunto hasta la tarde del día siguiente, después del almuerzo, en que las cosas adquirieron un sesgo que nadie podía haber previsto.
Me levanté temprano —había pasado la noche en uno de los cuartos de huéspedes de la mansión— y, cuando bajé en busca de un reparador desayuno, Juan Miguel estaba haciendo los preparativos para el almuerzo. Leía un voluminoso libro de recetas e iba verificando en diversas alacenas si contaba con los ingredientes necesarios para su propósito.
—¿Te gustarían unas costillas de cerdo en salsa bechamel? —preguntó sin despegar la mirada del libro.
—Me suena apetitoso —dije—. Pero te estás adelantando demasiado, hermano. Lo único que deseo en este momento es café negro y una jugosa omelette.
Mis deseos se cumplieron. Y la mañana, en vena hedonista y conversadora, continuó de lo más deportiva. Terminado el desayuno, salimos al jardín e hicimos gimnasia y trotamos por más de una hora. Y luego, previo duchazo, nos vestimos y acompañé a Juan Miguel a hacer las compras: costillas de cerdo y los consabidos catorce kilos de lomo fino para los daneses.
A eso de las once y media estábamos de regreso trabajando en la cocina. Y entonces comenzó a sonar el teléfono. Llamaban los invitados. Primero llamó un amigo reciente de Juan Miguel, un estudiante becado que había recibido la sorpresiva visita de dos parientes de Lima y preguntaba si es que se podía caer con ellos. Mi amigo, amabilísimo, contestó que no faltaba más, por favor, vénganse con toda confianza, y una vez que colgó el fono, me informó con una torcida de boca:
—Hay que echarle más agua al caldo. Vamos a ser seis.
Diez minutos después, el teléfono repicó de nuevo. Y esta vez era un diplomático, José Carlos Andrade, amigo de mi amigo desde su temporada en Italia y que no era de la partida, pues no estaba invitado, pero que se había enterado por Pepe Lucho del almuerzo y, la verdad, Juanito, le reprochó, me parece una maldad sin nombre que me hayas excluido de la fiesta sabiendo lo insufrible que es esta ciudad de mierda los domingos. Con risas y disculpas, Juan Miguel le aclaró que no se trataba de una fiesta sino de una pequeña reunión, un almuercito, aunque subsanó su falta diciéndole déjate de huevadas José Carlos, tú no necesitas invitación, vente nomás.
—Siete —dijo Juan Miguel, fastidiado, y yo le eché un inquieto vistazo a las costillas de cerdo que estaban sobre la tabla del repostero. Mi amigo había calculado con generosidad, como si todos fuéramos a repetir el plato, pero ahora, al casi duplicarse los comensales, tan solo uno podría hacer bis.
Pasadas las doce y media llegó la hora de la verdad.
Arrancó el desfile de los invitados que de inmediato se pusieron a beber cerveza y vino, y a hablar y reír con un entusiasmo desbordante que ya hubiera deseado Juan Miguel ver en sus perros, los impasibles y silenciosos daneses, a quienes no les interesaba un ápice la gente que invadía su jardín. El último en llegar fue el tal Pepe Lucho. Este se apareció con su guitarra, instrumento de reluciente madera, y, ¡Dios mío!, murmuró aterrado Juan Miguel, con tres chicas guapetonas, dos piuranas que cursaban el quinto de secundaria en un internado de Neuchâtel y una arequipeña con despampanante cabello de gitana. Según el famoso sentido común de Pepe Lucho, él no traía una botella de vino de regalo como solían hacer los otros invitados, dado que eso siempre había en la bodega de su amigo, sino lo que realmente debía haber en «la fiesta» (mentada así por segunda y definitiva vez) para que sea digna de ser llamada tal: mujeres.
—Encantado de tenerlas aquí —dijo Juan Miguel, saludando con dos besos a la francesa a todas las chicas.
Y al cabo de un rato, con diez invitados seguros, y sin saber si alguien más podría aparecer, mi amigo enrumbó hacia la cocina. Yo le seguí los pasos, y a unos palmos de distancia nos siguió a su vez Pepe Lucho.
Juan Miguel, cariacontecido, miraba el refrigerador como si esperara que los alimentos que requería se reprodujeran por generación espontánea dentro de este.
—¿Es tan grave la cosa? —se adelantó Pepe Lucho.
—Más o menos —repuso mi amigo—. Estamos en una casa donde se detesta acumular comida congelada o latas de conservas. Madame Renaud tiene la manía de que todo debe ser fresco.
—¿Para cuántos alcanza?
—Para ocho personas con las justas.
—Y ni pensar en repetir —dije yo.
Y de pronto Pepe Lucho se tropezó con una abultada bolsa de plástico. Se hallaba en el suelo, junto al fregadero.
—¿Y esto qué es? —preguntó.
—La comida de los daneses —dijo Juan Miguel, y nuestras miradas, la mía y la de mi amigo, se cruzaron de sopetón, como estimuladas por una misma corriente magnética.
—Es carne —murmuré—. Catorce kilos de carne…
—¿Catorce kilos? —se extrañó Pepe Lucho.
Se abrió entonces un intervalo, en el que nadie dijo ni mus, y que yo aproveché para levantar la bolsa del suelo y colocarla sobre la mesa del repostero.
—Por aquí está la solución, Juan Miguel —osé decir.
—¿Es buena carne? —inquirió Pepe Lucho.
—Filet de boeuf —contestó mi amigo, que se sentía como si estuviera a punto de cometer un crimen.
—¡Entonces estamos salvados! —se alegró Pepe Lucho—. Podemos hacer una parrilladita, ¿no es cierto? —y se aplicó a sacar la carne de la bolsa con gran vehemencia.
—¡No! —gritó Juan Miguel.
Sobresaltado, Pepe Lucho se detuvo en seco:
—¿Por qué te alteras tanto?
—Perdona, pero es que no podemos hacer eso. La comida de los perros es sagrada.
—¡No digas tonterías! —Pepe Lucho reanudó su labor de sacar la carne, constatando que venía troceada en treinta porciones—. ¡Lo único sagrado en esta vida es que las personas comamos como Dios manda!
—¿Y qué chucha hago con los perros? —se angustió Juan Miguel.
—¡Qué importan los perros! —intervine yo.
—¡Claro, compadre! —apuntaló Pepe Lucho—. ¿De qué nos hablas? Les damos un poco ahora y mañana les compras otro poco. Digamos, cuatro kilitos para ellos y el resto para nosotros. ¡Total, no se van a morir porque un día su comida se la sirvan medio tela! ¿A qué hora comen esos perrazos?
—A las dos de la tarde.
—¡Perfecto! —Pepe Lucho buscó una fuente en una alacena y en ella acomodó la carne—. Y lo mejor es que nos evitamos ir hasta el centro para hacer compras.
No lo dudamos.
En un santiamén, Juan Miguel se puso a buscar la parrilla portátil para trasladarla al jardín —lo único bueno en aquel día era que había amanecido soleado, tal como lo había deseado mi amigo—, mientras yo, sacando trinches de parrilla de los cajones, abonaba con obvios argumentos en favor de la decisión que habíamos tomado en esa especie de consejo de guerra contra los principescos canes con antepasados de los mares del norte.
—Y cuentas con una gran ventaja —hablaba eufórico, casi a voz en cuello—. El servicio doméstico no está en casa, no hay testigos, esta decisión nadie tendría por qué saberla y, lo que es más importante, los buenos de Dido y Argos serán unos perros muy finos, pero lo cierto es que no hablan. No están en condiciones de acusarte.
Convencido del todo, Juan Miguel sonrió ampliamente, nos abrazó a mí y a Pepe Lucho y, dando un paso hacia delante con la barbilla levantada, dijo solemne:
—¡Vamos a cocinar, muchachos! ¡Hagamos que los compatriotas que nos esperan afuera se chupen los dedos!
La parrillada salió bárbara, todo el mundo comió y bebió a sus anchas —la sorpresa culinaria fue una fuente de papa a la huancaína traída por otra invitada, la décimo primera, que era, cuándo no, una tía de Pepe Lucho, flor de conchudo, aunque esta tía (una solterona feliz, traductora en el Palacio de las Naciones) se apareció cuando ya los temores de que la comida no alcanzara estaban conjurados— y hasta los perros se mostraron colaboradores. En algún momento imaginé que, ante la escasa ración que les habíamos servido, Dido y Argos iban a gruñir y a lanzarse sobre los platos de los invitados. Pero no. Se limitaron a devorar lo que Juan Miguel les puso por delante, y luego, mudos, hieráticos, se recostaron con la calma que los caracterizaba.
Pero lo mejor vendría después. Una vez que se terminó de comer y todos hablábamos del Perú, con esa alborotada felicidad que da la nostalgia, el diplomático se puso a recitar a César Vallejo, qué estará haciendo esta hora mi andina y dulce Rita de junco y capulí, y todos dispusimos las sillas en forma circular para oírlo, y luego al estudiante becado, a quien ya se le salía el vino por las orejas, le dio por hablar de política, Velasco arrancó con buen pie pero de pronto le salió el gorila y se ha convertido en un repulsivo tiranuelo, con lo cual se desató una repentina y feroz discusión, una pelea a gritos en la que hasta las tres chicas del internado, dos de ellas con familias que habían sido víctimas de expropiaciones, optaron por cholear de arriba abajo a todo el mundo, y fue entonces, en ese pico de ánimos exaltados, que Pepe Lucho atinó a levantarse echándose como un trovador la guitarra sobre el pecho, dejándonos oír un tundete y unos agudos punteos, ¡un poco de silencio y más cultura que van a oír al maestro Felipe Pinglo Alva!, reclamó, disolviendo las tensiones, aplacando los enconos, sepultando los infinitos resentimientos, mientras que yo, temblorosamente arrastrado por un insólito cretino, el estudiante becado, salí disparado hacia la cocina y regresé más rápido que inmediatamente con un cajón vacío, entregándoselo conmovido, a fin de que se sentara a horcajadas sobre él y le arrancara golpes eternos, recutecus del alma, un tornado de compás y ritmo intenso, hasta que por fin se armó la jarana, acuérdate Hermelinda, acuérdate de mí.
El primero que lo notó fue el propio Juan Miguel. Vio que los perros pararon las orejas y que se quedaron mirando a Pepe Lucho con un brillo húmedo en los carbones de sus ojos. Y unos instantes después, vio, y oyó, lo inefable. Los perros pegaron un salto y comenzaron a ladrar y a perseguirse el uno al otro.
—¿Qué les pasa a esas bestias? —me interrogó preocupada una de las chicas, la arequipeña.
—No lo sé —le dije. Yo también observaba a los perros, como casi todos los presentes—. Pero se están moviendo, ¿ves? ¡Se están moviendo!
Sin comprender mi actitud, mitad sorpresa y mitad júbilo, la chica, un poquito nerviosa, se parapetó detrás de mí. Tal vez temía que los perros se volvieran una peligrosa amenaza. Entre tanto, Pepe Lucho continuaba cantando a todo pulmón secundado al cajón por el estudiante becado y por los ladridos de Dido y Argos, que se hacían más fuertes y laberintosos.
—¡Qué bulla meten estos perros! —se crispó un poco más tarde la tía de Pepe Lucho, igualmente aprensiva, dirigiéndose a Juan Miguel—. ¿Algo les molesta?
—No —dijo Juan Miguel.
—¿Estás seguro?
—Por supuesto que estoy seguro —mi amigo veía ahora que Argos seguía ladrando, pero que, no bien dejaba de hacerlo, le lamía la cara a Dido—. Los conozco muy bien. Nada les molesta.
—¡Si no es así, qué carajo les pasa! —terció una de las chicas piuranas.
Juan Miguel permaneció contemplativo por varios segundos. Y luego, con la voz entrecortada por la emoción, respondió:
—Están jugando —dijo—. Están jugando…
Se esfumó en un tris la sensación de peligro.
Las mujeres suspiraron, aliviadas, la jarana prosiguió su ruta de palmas, con su bailongo más, y los invitados se fueron acostumbrando poco a poco al retozo y la bulla de los perros.
—¿A qué atribuyes que se hayan puesto así? —fascinado, Juan Miguel no cesaba de mirar a los perros—. ¿Crees que tenga que ver el hecho de que hayan comido menos? Tal vez se sienten más ligeros.
—A lo mejor —dije.
—O quizá responden ante un conjunto de estímulos.
—Eso se ve más razonable.
—¿Te parece?
—En cierto modo, sí. Puede ser una respuesta ante varias cosas a la vez: la gente, el movimiento…
—Lo raro es que muchas veces participaron en reuniones y, que yo sepa, eso jamás los afectó.
—Busquemos entonces una combinación de factores que les parezca diferente. ¿Qué pasa si mezclamos las risas, el ruido y las voces…?
Llegamos a una conclusión, que se nos vendría a la mente cual revelación del Antiguo Testamento, y dimos en el clavo.
Era la música, la música criolla: la guitarra, el cajón y las aguardentosas voces de Pepe Lucho y el estudiante becado, y no otra, porque en esa casa se oía mucho Mozart y Albinoni, sin que a los perros se les diera siquiera por estornudar.
Nuestra teoría se demostró cuando Juan Miguel dijo basta, por favor, cállense todos un minuto, y saltaron a la vista los contundentes resultados: los perros se aquietaron, se sentaron y, resollando con la lengua afuera, contemplaron a Pepe Lucho y al estudiante becado con ansiedad de adictos a la heroína. Acto seguido, demandamos que continuara la música, y los perros otra vez se pusieron a ladrar y brincar. Cuatro veces, en plan de jarana sincopada, repetimos el experimento y en cada ocasión los perros reaccionaron de manera idéntica. Hasta que, como un apasionado Pavlov, Juan Miguel retornó a la casa en busca de una grabadora de casetes y se consagró dos horas a registrar valsecitos, polkitas, marineras y hasta toromatas.
Cuando se probaron los efectos de la jarana grabada, ya Juan Miguel no cabía en sí mismo de felicidad. Los perros no solo ladraban y brincaban y retozaban, sino que hasta movían la cola, complacidos. Aunque lo verdaderamente maravilloso, y por motivos prácticos, lo más conveniente al hacer oír a los perros la música grabada era que se podía graduar el volumen hasta casi hacerla inaudible al oído humano, como esos pitos especiales para perros, obteniendo las mismas satisfacciones.
Mi amigo solucionó su problema, y Madame Renaud, que tuvo tardías noticias de Felipe Pinglo Alva y de muchos otros célebres compositores del género criollo, se lo recompensó con un buen aumento en sus haberes. Años más tarde, lo supe por el propio Juan Miguel, Dido murió por brincar más de la cuenta, al caer de un quinto piso, y Argos, tras una vida feliz y saludable, fue sacrificado en una clínica cuando alcanzó la venerable edad de dieciocho años. Él, en todo caso, ya no se encontraba al cuidado de ellos.
Pasado un año y pico de ese memorable almuerzo en Ginebra, renunció a su empleo, pues contaba con suficiente dinero ahorrado para regresar al Perú y edificar su hotelito. Pero cambió de planes a último momento. Se enamoró de una chica suiza, maestra de esquí en nieve, y acabó viviendo en los Alpes, en una hermosa cabaña rodeado de perros San Bernardo y dedicado al noble negocio de rescatar a alpinistas perdidos.
Y todavía continúa ahí. Tiene dos hijas preciosas, de trece y quince años, y por lo común, cuando se le antoja escribirme, se acuerda de las playas norteñas y de sus grandísimas ganas de comerse un cebichito a la manera de Tumbes: lenguado, pulpo, conchas negras y langostinos.