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¿Cuándo se consuma una traición urdida entre un hombre y una mujer? ¿A partir del primer cruce de miradas? ¿Durante el imperceptible estremecimiento que sacude las certezas más firmes como un sismo cuyo epicentro se origina en las entrañas? ¿En el momento en que surge el pensamiento que, con premeditación y alevosía, abre las puertas de la imaginación hacia el abismo de un futuro diferente? ¿Con el primer contacto, un mero roce de manos o, menos aún, con el aire de un susurro que acaricia la piel tras el lóbulo de la oreja? ¿A partir del primer abrazo? ¿Desde el primer beso? ¿Cuando la mano percibe las formas por encima de la ropa? ¿Con el entrelazamiento animal de los cuerpos desnudos? ¿Acaso es la aparición de la palabra que pone nombre a los hechos y a los sentimientos? ¿O la traición se consuma con la sola enunciación de un plan secreto?
Bora se había formulado todas estas interrogantes desde el momento en que descubrió la relación de su esposa con Andris mientras aún estaban casados. Y aun cuando Bora Persay rehízo su vida y se volvió a casar, nunca pudo dejar de preguntarse lo mismo una y otra vez. Incluso mientras Hanna y Andris iban ocultos en el baúl del auto, él, sentado en el asiento trasero, no dejaba de buscar una respuesta a los pensamientos que lo acosaban con la persistencia de una mosca. ¿Realmente lo impulsaba un sentimiento humanitario de piedad o quería impedir que la muerte de Hanna lo condenara a vivir con todas aquellas dudas?
Ninguna de las respuestas que ensayaba Bora se aproximaba a la verdad porque, en rigor, las preguntas no eran las correctas. Hanna había herido a Bora hasta lo más profundo de su corazón. Ella no ignoraba que lo había ofendido de la peor manera que una mujer puede ofender a un hombre. Pero estaba segura de que no lo había traicionado. Hanna nunca había dado una explicación a Bora y Bora jamás se la habría pedido. Procedió de acuerdo con las normas que debía cumplir un hombre bajo aquellas circunstancias: desafió a duelo al ofensor. De hecho, esta era la segunda vez que Bora se apiadaba de la vida de Andris.
El auto avanzó hacia la entrada de la casa. Tibor estacionó frente al portón que antiguamente era la entrada para carruajes, descendió del coche, abrió las pesadas hojas de madera, volvió a sentarse frente al volante, aceleró, entró en la vieja cuadra y, una vez dentro de la residencia, cerró el portón a sus espaldas. En la privacidad del garage, lejos de cualquier mirada extraña, Bora levantó la tapa del baúl y ayudó a salir a Hanna y luego a Andris.
Ella abrió los ojos y reconoció de inmediato la antigua cuadra de los caballos, pese a que ahora estaba techada y convertida en garage. Era la misma casa en la que había vivido hacía más de una década. Intoxicada a causa del encierro, el hedor de los animales muertos y los solventes, tosió como si fuese a expulsar los pulmones por la boca. Cuando al fin cesaron los espasmos, se llenó el pecho con el aire fresco proveniente del jardín.
El perfume de los naranjos amargos que ella misma había plantado le devolvió el oxígeno y le trajo una riada de recuerdos. Presa de la angustia contenida y la emoción de sentirse cobijada otra vez en aquel hogar en el que había sido tan feliz, rompió a llorar como no lo hacía desde que era una niña. Era un llanto desconsolado y silencioso; sabía que nadie debía oírla. Bora sintió el natural impulso de abrazarla como tantas veces lo había hecho; pero ahí, de pie e intentando recomponerse, estaba su marido. Andris tomó las manos temblorosas de Hanna y le susurró unas palabras al oído. Ella asintió y como quien deglute un inmenso bocado hizo desaparecer el llanto de la misma forma en que lo haría una boa que se tragara un erizo áspero y amargo.
Tibor se limitaba a descargar el auto con una discreción rayana en la inexistencia. De pronto se abrió la pequeña puerta que comunicaba el garage con la casa. Todos dirigieron la mirada hacia la figura que apareció recortada contra la luz de la recepción. No hacían falta presentaciones; Hanna y Andris supieron de inmediato que aquella mujer esbelta y curvilínea era Marga, la actual esposa de Bora.
La dueña de casa cruzó los brazos por delante del pecho generoso y prominente. En esa posición, de pie en el vano de la puerta, contempló a los visitantes con una mirada sumaria, casi despectiva.
—No hay tiempo que perder —dijo Marga con una voz grave y un tono perentorio—, adelante, pasen.
A Hanna le resultó extraño que otra mujer la invitara a entrar en aquella casa que había sido la suya. Hanna y su marido no tenían palabras para agradecer el gesto de la nueva esposa de Bora que, aunque hosca y adusta, recibía a su rival con una generosidad infinita. Los nuevos huéspedes permanecían en silencio mientras la anfitriona los conducía hasta el lugar donde iban a vivir durante los próximos tiempos.
Todas las cortinas de la casa permanecían cerradas para evitar miradas ajenas. Guiados por el paso corto y ligero de Marga, Hanna y Andris recorrían el antiguo caserón de la familia Persay. Detrás iba Bora como un soldado que protegiera la retaguardia de una escuadra.
La casa permanecía inmutable. Nada había cambiado. Hanna la encontró exactamente igual al último día en que vivió en ella. En rigor, la fastuosa residencia no se había modificado desde que la inauguraron. La dura mirada de Béla Persay, bisabuelo de Bora, vigilaba desde el retrato que presidía el salón que el orden de las cosas se mantuviera inalterado. El papel de seda que revestía las paredes, los cuadros, el perfume, las alfombras, los tapizados de los sillones, las cornamentas de ciervos cazados por el propio Béla, el arreglo de flores sobre la mesa —que parecía renovarse por generación espontánea—, el fuego del hogar —que ardía eternamente como si su extinción significara el fin de la familia cuyo escudo aún se alzaba sobre la columna de la chimenea—, todo permanecía exactamente igual.
A medida que avanzaban entre los amplios salones contiguos, Hanna descubrió que el único factor que alguna vez alteró el orden de la casa había sido ella. Su presencia resultó una excepción, un desorden incidental en aquella sucesión de objetos y de personas admisibles para las tradiciones inmutables de la familia Persay. Mientras recorría su antiguo hogar, Hanna tuvo la súbita revelación de aquello que nunca había podido ver durante los años en los que vivió en la casa: jamás había sido su hogar.
La pertenencia a la casa no era una decisión que alguien pudiera tomar. Al contrario, era la casa quien admitía y quien expulsaba a sus moradores. Ninguno de los cuadros que adornaban las paredes lo había pintado Bora. Ni siquiera él, uno de los mejores pintores europeos, se había atrevido a romper la disposición de los retratos familiares que se sucedían en orden generacional. Todo estaba dispuesto de acuerdo con un dogma tácito que parecía transmitirse por mandato de sangre.
A diferencia de Hanna, Marga combinaba a la perfección con la casa. Parecía una figura tallada por el mismo escultor que había cincelado las pequeñas estatuillas que decoraban la sala. Incluso guardaba un cierto parecido de familia con los Persay, según atestiguaban los retratos. La casa, Hanna lo advertía ahora, había hecho su parte para separarla de Bora.
Al pasar frente a la puerta del escritorio, Hanna reconoció a Helen, el ama de llaves que parecía eterna como la casa. Era la misma anciana de siempre. Se detuvieron y las miradas de ambas se encontraron. Tuvieron el impulso de estrecharse en un largo abrazo. Pero hubiese sido un menoscabo a la autoridad de Marga, una deshonra para Andris y un acto inadmisible entre una empleada de la casa y una invitada de la familia. De modo que se limitaron a dedicarse una mutua inclinación de cabeza y una sonrisa silenciosa cargada de señales que solo ellas conocían.
Andris, en tanto, se sentía un intruso, un convidado de piedra. Sabía que cualquiera fuese el motivo que tuviera Bora para acogerlo, no estaba relacionado con él sino con Hanna. Tenía un sentimiento ambiguo; por un lado estaba agradecido y por otro, lo invadía una sensación humillante. Él, el tercero en discordia, el responsable del divorcio, era recibido por el marido engañado, por el noble caballero que hacía honor a su linaje. Andris no podía competir con la talla moral de Bora. Era, a los ojos de todos los moradores de la casa, un canalla, un miserable sin dignidad ni orgullo. Bora, su viejo enemigo, pagaba la traición con altruismo.
Hanna conocía cada rincón de la casa en la que había vivido durante tantos años. O al menos eso creía. Daba por hecho que se dirigían al sótano bajo la cocina que servía de despensa. Sin embargo, cuando llegaron al pasillo, Marga encaminó los pasos en dirección opuesta. Los condujo hasta la puerta que daba a los jardines, se paró delante del vidrio y elevando una mano ordenó que todos se detuvieran. Debían ser cuidadosos. Tenían que atravesar el jardín hacia la pequeña dependencia del fondo en la que Bora tenía su atelier. Si bien los jardines eran internos y los árboles tenían copas bien frondosas, algunas de las ventanas de las casas vecinas daban al verde fondo de la casa Persay. Bora abrió la puerta y se detuvo en el centro del jardín. Se aseguró de que no hubiese nadie cerca de las ventanas y cuando comprobó que no había peligro, hizo una seña al grupo para que se dirigiera hasta su lugar de trabajo.
Una infinidad de telas pintadas se amontonaban aquí y allá, muchas de las cuales le eran familiares a Hanna; Bora las había pintado hacía muchos años y todavía permanecían en ese mismo sitio esperando la pincelada final. La exesposa del dueño de casa dio una vuelta completa sobre sí misma para reencontrarse con aquel atelier en el que tantas horas había posado para su esposo. Ya no quedaba ningún retrato de ella. Marga se había ocupado de borrar todo vestigio de la antigua moradora. Si hubiese sabido que los naranjos que perfumaban el jardín los había plantado Hanna, los habría quitado de raíz.
Bora abrió la puerta de un pequeño desván contiguo y le pidió a Andris que lo ayudara a mover un pesado aparador. Luego de grandes esfuerzos, los hombres consiguieron arrastrarlo hasta la pared opuesta. El piso de madera estaba desteñido en la superficie que ocupaba el mueble. Bora se puso en cuclillas e introdujo cuatro dedos entre dos listones. Tiró fuertemente hacia arriba y entonces se levantó una tapa secreta formada por tres gruesas tablas. Con la ayuda de Andris consiguió abrirla por completo. Hanna ignoraba la existencia de aquel sótano. ¿Cuántas otras cosas desconocía de la casa? ¿Qué más le había ocultado Bora durante los años en que vivieron bajo el mismo techo?
Era hora. Antes de descender al subsuelo, Hanna miró por última vez el cielo nocturno al otro lado del amplio vitral del atelier. Era una noche clara y despejada. La pálida luna en cuarto menguante permitía que las estrellas se vieran brillantes y titilaran con intensidad. ¿Volvería a ver el cielo? Hanna cerró los ojos como si los párpados fuesen el obturador de una cámara fotográfica y guardó esa imagen en la memoria por si acaso nunca más pudiera ver la noche ni el día. Ambos matrimonios evitaron la despedida para despojar el momento de todo dramatismo y, finalmente, Hanna y Andris iniciaron el descenso a través de una escalera vertical de madera. Una vez que los huéspedes desaparecieron en la oscuridad del subsuelo, Bora cerró la abertura. Luego pudieron escuchar con angustia el trepidar de las tablas cuando el dueño de casa volvió a arrastrar el pesado mueble que ocultaba la entrada secreta, como si aquellos movimientos fuesen las paladas finales de un enterrador.
A partir de ese momento los puntos cardinales dejaron de ser cuatro para ser solo dos: ya no había oriente ni occidente; no había norte ni sur. Solo había arriba y abajo. Cielo e infierno. Abajo, solos en las oscuras entrañas del averno, Hanna y Andris se abrazaron como quien se afirma a una tabla en medio del río de Caronte. Hubiesen querido llorar hasta deshacerse en lágrimas y, convertidos en agua, correr libres a través de los desagües para fundirse con el Danubio que discurría, caudaloso, tan cercano como inalcanzable. Pero aquella angustia sin medida no pasaba por la garganta. Solo dejaron escapar una breve queja aguda, espasmódica e inaudible como lo es la tristeza cuando no puede alcanzar su cauce.
Arriba, antes de abandonar el atelier, Bora y Marga se miraron en silencio y así, sin emitir palabra, se dijeron todo. Ella lo atravesó con una mirada gélida e implacable, como si le dijera: «¿Estás conforme ahora que has arruinado la paz de esta casa?».