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Ya había pasado la fecha del parto y Marga seguía embarazada. El pequeño Béla ya no cabía dentro de Marga; Marga no cabía en su propia angustia y Bora, que había huido de su cuerpo, era una ausencia de traje y corbata que iba y venía por la casa. Como si Marga hubiese decidido detener el tiempo hasta que las cosas se encauzaran, hizo una suerte de pacto con su hijo para que se quedara dentro de ella un poco más. Esperaba un milagro. No quería ir al hospital; sabía que algo estaba por ocurrir y temía que la dejaran internada y sin posibilidad de colaborar con el destino, que intuía venturoso. Por momentos tenía unas contracciones irrefrenables, dolorosas, y, por otros, su vientre entraba en unos estados de quietud que la llenaban de pánico.

En el momento en que Marga le imploraba en un susurro a su hijo que tuviera paciencia, al otro lado de la ventana vio que alguien se acercaba por el camino de grava que unía la tranquera con la casa. Era un hombre regordete, de traje y sombrero, aferrado a un maletín. El corazón de Marga latió con fuerza. El pequeño Béla se revolvió en el vientre cuando sonaron tres golpes en la aldaba de bronce. Con enormes dificultades, Marga se incorporó, caminó hasta la entrada y abrió la puerta.

—¿El señor embajador se encuentra? —preguntó el hombre que, encandilado, intentaba ver dentro de la casa.

Nadie había llamado de esa forma a Bora desde que habían abandonado Hungría.

—¿Quién lo busca? —preguntó Marga.

—Es… es un asunto personal —titubeó el hombre.

—Soy la esposa —aclaró ella.

—¿Él señor Persay se encuentra? —repitió, como si ese último dato no tuviera ninguna importancia para él.

Era una pregunta a la que Marga no sabía qué contestar. Hacía varios días que Bora no se encontraba a sí mismo. De hecho, en ese mismo momento deambulaba de aquí para allá como buscándose en algún lugar de la casa.

—Adelante, pase, por favor —invitó Marga, a la vez que abría la puerta de par en par.

El visitante quedó absorto al descubrir el vientre de la mujer. Era de un tamaño y una prominencia sobrenaturales.

—Felicitaciones —dijo el hombre sin poder despegar la vista de aquel abdomen colosal—, ¿de cuánto tiempo está? —preguntó con más curiosidad que cortesía.

—De diez, casi once meses —contestó Marga sacudiendo la cabeza mientras sacaba cuentas, en un español incomprensible.

El hombre respondió con una carcajada hecha de miedo.

—Por favor —dijo ella—, póngase cómodo.

—Está bien así —declinó el recién llegado sin dejar de abrazar el maletín.

Marga, que casi no podía moverse, se disculpó y fue a buscar a Bora. Lo buscó por toda la casa sin éxito hasta que de pronto lo descubrió desde la ventana del cuarto; caminaba por la huerta con una rama como si se tratara de un cetro real. Bajó por las escaleras sosteniéndose el vientre, salió de la casa y, finalmente, volvió con Bora del brazo.

Al verlo ingresar, el visitante se puso de pie, ensayó una reverencia y con la mano extendida hacia él, le dijo:

—Señor embajador, es un honor saludarlo.

No bien escuchó esas palabras, Bora cambió su actitud ausente y como si se hubiese roto un ensalmo pareció volver en sí. Por fin alguien se dirigía a él como correspondía. Bora estrechó la mano del desconocido y lo interrogó con la mirada.

—Soy el doctor Peralta, abogado —dijo mientras le extendía una tarjeta que confirmaba los datos—. Vengo a transmitirle un encargo. No soy más que un simple mensajero.

La cara de Marga se desencajó. Temió lo peor. Ellos nunca conocieron a los dueños de casa. Jamás habían firmado un contrato de trabajo que los acreditara como caseros ni, menos aún, como inquilinos. Marga supuso que los propietarios se habían aprovechado de ellos. Ahora que la casa estaba virtualmente reconstruida, les mandaban un abogado para que los desalojara. Luego de meses de trabajo y esfuerzo, después de haber dejado como nuevos la chacra, el depósito y la vivienda, venía un patético leguleyo con una orden de desalojo en el maletín.

—Por favor, tome asiento —le dijo Bora al visitante—. ¿Qué puedo ofrecerle? Siéntase en su casa.

—Solo agua, por favor.

Bora miró a Marga y retransmitió con los ojos el deseo del visitante. La mujer volvió a tomarse el vientre como si fuese un peso ajeno que debía cargar y caminó, bamboleándose, a la cocina.

—¿En qué lo puedo ayudar, doctor?

—Un cliente desea encargarle una pintura.

Marga, que escuchó todo desde la cocina, mirándose el abdomen musitó a su hijo: «¡El milagro!». Regresó expectante, con la jarra, el vaso y unas galletas. Ahora sí, debía ser más cuidadosa que nunca. Tenía que proceder con Bora como si estuviese frente a un cervatillo huidizo. Habida cuenta de la completa falta de interés que había demostrado su esposo en el flamante atelier que ella había acondicionado para él, temía que, en el estado en el que estaba últimamente, echara de la casa al representante de su anónimo cliente.

Bora guardó silencio, se incorporó y caminó alrededor de la sala con las manos detrás de la espalda.

—¿Puedo saber quién lo envía?

—Imposible. Ni aunque quisiera. Realmente no lo sé. Me han contratado a título confidencial.

—¿Y cómo puedo estar seguro yo de la seriedad de la propuesta?

—Espero no se ofenda: mi cliente le envía este modesto adelanto —dijo el abogado, a la vez que abría el maletín y vaciaba su contenido sobre la mesa: diez fajos de billetes envueltos con sus correspondientes precintos bancarios. Mil pesos moneda nacional.

Marga hizo la conversión a florines y luego calculó cuánto significaba esa cantidad de dinero en la Argentina. Si no se equivocaba, les alcanzaba para vivir seis meses holgadamente.

—Como le dije, solo se trata de un anticipo. En caso de que aceptara, usted dirá cuánto restaría por el total y mi cliente le pagará contra entrega de la obra.

—Vea, doctor Peralta, no acostumbro a trabajar por encargo. No me gusta que me condicionen…

—Entiendo —interrumpió el abogado—; me adelanto a aclararle que mi cliente me ha dicho que no pone condición alguna; puede pintar lo que usted desee.

Marga observaba lívida. Su marido no se daba cuenta de la situación en la que estaban. El destino había depositado en sus manos una llave de oro. No podía dejar pasar esa oportunidad. Bora, cruzado de brazos, se llevó el índice a la barbilla.

—Debería pensarlo —sentenció.

—Debo volver con una respuesta. Y tiene que ser hoy.

Bora contempló el dinero y sacudió la cabeza ensayando un gesto de duda en el límite de la negativa. Entonces Marga comprendió todo. Orgullo. Todo era una cuestión de orgullo. Su negativa a aceptar que no era embajador de nada, que era pobre, que no tenía una parcela donde caerse muerto; el ceremonial y el protocolo para nadie y para nada, todo era una cuestión de orgullo. Lo único que sí tenía, la única cosa en el mundo de la que era dueño, era su talento de pintor. Y estaba a punto de negar no ya un trabajo digno, un dinero necesario y el comienzo de una nueva carrera; estaba negando su propia persona como un Pedro de sí mismo. Marga se dio cuenta de todo. Entonces decidió tomar la palabra.

—¡No puedes aceptar ese trabajo! —le dijo en húngaro, pero de modo tal que el visitante se diera cuenta por su tono y sus gestos de que ella se oponía—. No puedes negociar tu talento. Este hombre se quiere aprovechar de nosotros; ve que estoy embarazada, sabe que estamos recién llegados y que necesitamos dinero. Entiendo que es una suma importante que nos permitiría vivir durante un buen tiempo sin apremios. Comprendo que necesites comprar trajes nuevos. ¿Pero a cambio de qué? ¿Por qué no valoras mi trabajo? Mira a tu alrededor. ¿Quién ha levantado las paredes? ¿Quién las pintó? ¿Quién puso esta casa en condiciones? ¿Para qué transformé un depósito ruinoso en un atelier? ¿Para que negocies tu arte a cambio de… dinero?

—¡Orgullo! Eso se llama orgullo. Eres demasiado orgullosa para aceptar que no puedes hacer todo el trabajo, mantener la familia, tener un hijo y criarlo. ¿Acaso crees que puedes hacerlo todo tú sola? —dijo Bora también en húngaro—. Está muy bien que tengas tu orgullo. ¿Y el mío? ¿Te has dado cuenta que desde que llegamos aquí no he podido hacer nada? ¿Te has dado cuenta de que necesitamos el dinero? ¿Acaso condenarías a Miguel Ángel por haber pintado la Capilla Sixtina a cambio de dinero? ¿Con qué piensas pagar la comida, la ropa y la educación de nuestro hijo? —dijo señalando el vientre enorme de Marga—. ¿Qué más podíamos pedirle al destino? ¿Cuántas veces la fortuna puede llamar a nuestra puerta?

Bora, agitado, se acomodó el pelo que se le había volcado sobre la frente e intentando recuperar la calma se dirigió al abogado:

—¿Para cuándo necesita el cuadro? —preguntó Bora, ahora en castellano.

—Mi cliente no ha fijado una fecha.

—¡Veo que mi opinión ni siquiera cuenta! —dijo Marga en húngaro y se retiró de la sala dando un portazo. Exhausta, se sentó en una silla de la cocina y lloró de alegría. Una contracción punzante y auspiciosa como la flecha de un ángel le hizo ver que, ahora sí, era hora de parir.