11
Bora condujo al mayor del ejército alemán Roderich Müller hacia el atelier que estaba en el fondo de la casa. Atravesaron los salones sucesivos hasta el portal de cristales que daba a los jardines. Antes de trasponerlo, el militar se detuvo, giró trescientos sesenta grados sobre su eje y lanzó un elogio de cortesía al anfitrión.
—Hermosa casa —dijo.
—Gracias —contestó Bora, dejando que el visitante se tomara su tiempo para inspeccionar.
Por más que quisiera mostrarse amable, era evidente que el mayor estaba haciendo una requisa. Como un sabueso, interrogaba el aire con su nariz afilada y daba vueltas igual que un perro que buscara indicios de un hueso bajo la tierra. Observaba las placas de la boiserie, los cuadros y los muebles contra la pared simulando interés por la decoración de la sala. Cuando salieron al jardín, Müller examinó el terreno con el escrúpulo de un agrimensor, como si quisiera establecer la planimetría de la propiedad. Se paró en la pequeña galería bajo cuya sombra había un juego de mesa y sillas para el té y dirigió una mirada a la claraboya alargada que se abría por encima del zócalo. Era una pequeña entrada de aire y luz por la que respiraba la bodega bajo la cocina. Bora notó la curiosidad del oficial quien, por otra parte, no ocultaba su afán inquisidor. Estaba claro para ambos que aquella visita era, en efecto, un amable e informal allanamiento. A pesar de que no existía orden judicial ni obligaciones legales para ninguna de las partes, el dueño de casa quería evitar una requisa formal en el futuro. De manera que aceptó la silenciosa requisitoria.
—Creo que deberíamos celebrar este encuentro como corresponde. Por favor, acompáñeme a la bodega para elegir con qué brindar por esta feliz coincidencia —invitó Bora.
—Oh, claro, me parece una gran idea.
Ambos se dirigieron a la cocina ante la mirada aterrada del personal doméstico. Bora abrió la puerta de la despensa y pidió al militar que lo siguiera escaleras abajo. Descendieron por la angosta y empinada escalinata; una vez en la bodega, lo condujo hacia los estantes donde descansaban vinos añosos de diferentes regiones.
—Por favor, sería un honor que usted eligiera el vino.
—Oh, pero qué privilegio —dijo el amable investigador.
Roderich Müller dio una vuelta completa a la bodega aprovechando para escudriñar el perímetro de la cava que, de acuerdo con sus cálculos, ocupaba la misma superficie de la cocina. Pero rápidamente su atención quedó atrapada en las botellas cubiertas por un sudario de noble polvo húmedo. Había vinos de todas las regiones de Francia, Italia, España, Alemania, Portugal, Grecia y Rumania. El mayor se detuvo frente a los vinos alemanes y con una sonrisa complacida comprobó que no faltaba ninguna de las regiones viñateras de su país; estaban muy bien representadas Mosela, Pfalz, Rheinhessen, Rheingau, Württemberg y Baden.
—Tome el que prefiera —dijo Bora—; quién mejor que usted para elegir un vino alemán.
—Oh, no, de ninguna manera. Preferiría que me sorprendieran sus viñedos —dijo en un exceso de cortesía, no solo por mostrar su preferencia por un vino húngaro, sino por omitir ante su anfitrión que los planes del Führer incluían quedarse con Hungría y todos sus valles vitivinícolas. El mayor dio la vuelta a la estantería, se detuvo frente a los vinos locales y, como un experto, tomó una botella de Tokaji.
—Excelente elección; en tiempos de Luis XIV, este era el vino más apreciado en toda Europa —dijo Bora, a la vez que tomaba la botella que había extraído el militar y le quitaba el polvo con la palma de la mano, dejando al descubierto un vino blanco con reflejos dorados—. Este vino cura todas las enfermedades, incluso aquellas para las que la medicina no tiene remedio. Como el Riesling de Mosela, el Tokaji puede vivir más de cien años y quien lo bebe todos los días también.
La botella que había elegido el mayor era un Aszú de 1852. La etiqueta llevaba el apellido familiar y estaba fechada a mano. Bora había encontrado en los vinos un camino para desviar la atención del militar. Si las palabras no conseguían marearlo, el viejo Tokaji, dulce y ligero, completaría la tarea.
—Esta botella contiene el alma de mi familia. Mi bisabuelo elaboró el vino en los viñedos que teníamos en la región de Tokaj. Hace más de noventa años los viñateros de la finca prensaron las uvas que sus mujeres e hijos habían cosechado. El vino cumplió sus primeros veinte años en las barricas. Esta botella contiene el espíritu y el trabajo de tres generaciones.
Bora hablaba con una elocuencia actoral. En realidad, estaba haciendo esfuerzos para que su voz atravesara la pared del fondo de la bodega y alertara a Hanna y Andris, que estaban justo del otro lado del muro. Hanna demoró en distinguir las voces que apenas podían traspasar los ladrillos. Levantó la vista y le dirigió una mirada a Andris, que permanecía sentado sobre un cajón sin hacer nada.
—¿Escuchas? —murmuró Hanna.
—¿Qué…? —preguntó Andris en tono normal, cuando su esposa lo hizo callar con un gesto aterrado.
El silencio del sótano era desesperante. Por lo general, en el mundo de la superficie, el silencio era apenas un equilibrio de ruidos diversos que tendían a neutralizarse entre sí, en virtud de sus propias sutilezas. En el subsuelo, en cambio, regía una absoluta ausencia de sonidos, en contraste con la cual, un suspiro o el contacto de un pie contra el suelo resultaba atronador. Podían oír, incluso, el ruido de las articulaciones óseas, el latido del corazón y la contracción y la dilatación de los materiales de la casa. Por momentos, hasta sus propios pensamientos se tornaban audibles. De hecho, Hanna y Andris habían oído las voces pero supusieron que se trataba de la resonancia que adquirían los recuerdos de conversaciones pasadas.
Durante aquellos días de encierro solían escuchar voces. El ejercicio de la escritura y el de la lectura, el de la imaginación y el de la rememoración ponen en marcha los mecanismos de la dicción y de la audición. Mientras escribía, Hanna solía acompañar la sucesión de letras con un imperceptible movimiento de los labios y la lengua. Por su lado, cuando Andris leía los relatos de su mujer prestaba, in mente, diferentes voces a cada personaje. Muchas veces, creían escuchar sus nombres pronunciados por alguien. La percepción en ciertas circunstancias adquiere el carácter de las alucinaciones.
Cuando las voces de Bora y el mayor Müller atravesaron el muro, Hanna y Andris supusieron que se trataba de aquellos extraños sonidos con los que se habían acostumbrado a convivir. Hacía tanto tiempo que no escuchaban a otro ser humano, que la primera reacción de ambos al comprender que eran voces reales fue una dicha espontánea, como si el instinto gregario se hubiese impuesto sobre el de supervivencia. Luego sobrevino el pánico. El dueño de casa y el visitante estaban conversando en alemán.
Después de elegir el vino, Bora y Roderich Müller abandonaron la bodega. El militar pudo comprobar que no había nada extraño en la despensa bajo la cocina y subía, satisfecho, con el trofeo de un añejo Tokaji. ¿Qué más podía pedirle a la fortuna? Por otra parte, el oficial era un amante de la pintura y consideraba que Bora Persay era uno de los mejores pintores europeos. Como si el anfitrión hubiese adivinado el pensamiento de su inquisidor, una vez en la cocina, ordenó al personal que prepararan unos bocados para acompañar el vino: un plato de quesos, aceitunas, panes y huevas de salmón.
Cuando Bora y el mayor Müller llegaron finalmente al atelier, el personal ya había servido la mesa junto al ventanal que daba a los jardines. La amabilidad tenía un propósito: los manjares que había seleccionado tenían olores fuertes, pregnantes, especialmente los quesos franceses, de manera que se impusieran por sobre el aroma de las conservas con las que se alimentaban Hanna y Andris. Pero además, por mucho que cuidaran la higiene, el encierro concentraba una sumatoria de olores humanos. No era el hedor de las secreciones corporales, sino una mezcla inespecífica, propia de los lugares habitados, carentes de ventilación.
El sótano estaba separado del atelier por un piso de madera entre cuyos resquicios podían subir los olores. El sillón confortable, la mesa con el vino y las exquisiteces ayudaban a que el mayor, literalmente embriagado, no deambulara de aquí para allá metiendo sus narices en todas partes. Bora preparó un caballete delante de los ojos del militar y se dispuso a mostrarle sus pinturas de modo tal que todos sus sentidos quedaran a su merced.
El pintor seleccionó un grupo de cuadros que no hiriera la peculiar sensibilidad de la estética del Tercer Reich. Bucólicos paisajes de la campiña europea, en este caso de sus propios sembradíos; campesinos haciendo la siega y modestas casas al pie de las laderas de los cerros. Roderich Müller sostenía la copa en una mano mientras en la otra iban alternando distintos bocados. Los efluvios del vino, el perfume acre del queso Brie, el sabor de las aceitunas, el sol que entraba por el ventanal y entibiaba el aire, la vegetación del jardín y los óleos sobre el caballete tenían retenido cada uno de los sentidos del militar.
—Oh, mi estimado embajador, no se imagina el gusto que me da ver sus cuadros. El espíritu de la campiña sintetiza el alma humana en su simpleza y en su grandeza.
Bora recibió el cumplido en silencio. Ni sus pinturas eran tan simples, ni el alma humana estaba exenta de complejidades, ni la grandeza adornaba el espíritu de la mayor parte de los mortales. Sabía a dónde quería llegar el mayor.
—Yo no soy un librepensador sino un militar. Sin embargo, me permito preguntarme: ¿qué pretenden los nuevos pintores, por así llamarlos? Escoria. Eso a lo que llaman pintura es estiércol esparcido sobre una tela —la expresión afable del oficial de pronto mutó en una mueca de furia desproporcionada para una simple conversación sobre pintura.
Para Bora no había discusión posible. Tenía su punto de vista sobre el arte y, de hecho, lo expresaba cada vez que tomaba el pincel. No tenía mucho más para decir. Descreía de los manifiestos, de los dogmas, de los principio de fe aplicados al arte. Consideraba que discutir sobre la función de las artes era retrotraerse al pasado. Era, en última instancia, una discusión religiosa. Los antiguos hebreos y luego los musulmanes prohibían la figuración; nada de la creación podía ser imitado por la imperfecta mano humana. Luego los iconoclastas extendieron la prohibición al cristianismo cuando León III mandó a destruir todas las representaciones de Jesús, María y los santos del Cielo. Desde la frontera izquierda del arte le decían a Bora que la verdadera pintura era la que abrevaba en el naciente realismo social. Desde la margen opuesta, los alemanes avanzaban con el realismo romántico, el realismo épico y el monumentalismo.
En París, mientras tanto, a la razón de los unos y la de los otros se opuso la razón deformada del fauvismo y el cubismo. Era una burla a los cánones, a las escuelas, a las academias, a la crítica, a las tradiciones y a los salones de los poderosos. Sin embargo, rápidamente el movimiento dio un giro completo y terminó deglutiéndose a sí mismo. Como en la representación de Saturno devorando a su hijo que plasmara Goya, el surrealismo hizo suyo el Manifiesto Comunista y, apegado al dogma, volvió a la razón, a los cánones, a las escuelas, a las academias, a congraciarse con la crítica, a las tradiciones y a decorar los salones de los poderosos.
Bora jamás hubiese sacrificado un minuto de su tiempo de pintor para discutir estas cosas con un colega; mucho menos con aquel oficial que se jactaba de no ser un librepensador. La palabra estiércol como crítica artística cargaba con la fuerza de todas las prohibiciones, de todas las masacres y de todas la profanaciones descargadas sobre el arte y los artistas a lo largo de la historia. No había nada que discutir con el mayor Müller.
Bora pintaba lo que sus manos y su corazón le dictaban sin pretender que su obra torciera el curso de la historia; no aspiraba a que sus cuadros fuesen un faro que esclareciera a sus contemporáneos ni un testimonio para las generaciones futuras. Lo único que quería era pintar sin que nadie le ordenara qué ni cómo ni para qué. A Bora le resultaban indiferentes las opiniones del militar; lo tenía sin cuidado, incluso, el malentendido que le hacía ver en su pintura algún parentesco con los principios de la estética nacionalsocialista.
El mayor Müller repetía las consignas que dictaba el partido para todos los órdenes de la existencia. No obstante, aquella polémica que proponía el militar alemán tenía lugar en todos los salones a los que acudían artistas, críticos biempensantes o, para ponerlo en los mismos términos del mayor, librepensadores. Parecía aquella una conversación corriente. Pero ni el vino ni los manjares ni el sol tibio de la primavera ni los cuadros ni el presunto acuerdo sobre el criterio acerca del arte pudieron distraer al mayor de su cometido. Detrás de los buenos modales y el gusto por la pintura se ocultaba el verdadero Roderich Müller:
—Su esposa…, ¿cómo se llamaba?… ¿Hanna? Oh, sí. Si no me equivoco se llamaba Hanna, ¿verdad?…
—No se equivoca. Tiene usted una memoria prodigiosa.
Mientras hablaba, el mayor movía la pierna haciendo que el taco de su bota repicara continuamente en el suelo. Justo debajo de aquel listón, a unos cincuenta centímetros del pie del oficial alemán, estaban Hanna y Andris, quienes podían escuchar la conversación como si estuviesen en el mismo ambiente. Y no solo seguían la charla: también percibían el rumor del vino precipitándose en la copa, el crujido de la corteza del pan y hasta los leves carraspeos que soltaba Bora cada vez que su interlocutor lanzaba sus lapidarios conceptos sobre el arte. El matrimonio, aterrado, permanecía inmóvil. No se atrevían a mover un músculo. Las sutilezas de los sonidos que llegaban desde arriba les daban la medida exacta del ruido que podían emitir abajo: nada que superara el volumen de la respiración.
Andris alternaba entre dos sentimientos que se traslucían en el color de sus mejillas. Pasaba del rojo del odio al blanco del miedo. Bora le inspiraba odio y Müller, pánico. ¿Qué clase de perverso podía llevar a un oficial nazi al recinto debajo del cual escondía a dos judíos? ¿Qué juego macabro era aquel? ¿Acaso Bora vengaba la traición de ese modo? De nada hubiese servido explicarle que si había llevado hasta su propio atelier al oficial del ejército alemán era para disuadirlo de la idea de que podía estar ocultando a alguien.
—¿Puedo saber por qué se divorciaron?
—Es una larga historia.
—No se preocupe por mí, no tengo apuro. Podría quedarme aquí toda la tarde —dijo mientras paladeaba el añejo y noble Tokaji.
—¿Qué quiere saber exactamente? —preguntó Bora, para dejar en claro que así como permitió que allanara su casa, también estaba dispuesto a responder el interrogatorio.
—¿Qué lo llevó a casarse con una judía?
—Los hombres con frecuencia nos equivocamos.
—¿Cuál fue el error? ¿Casarse con esa mujer o casarse con una judía?
—El problema fue casarme con una judía —contestó Bora con una firmeza y una seguridad tal, que nadie hubiese pensado que mentía—. Sin duda fue un error.
El dueño de casa pretendía convencer a su inquisidor de que no tenía motivos para ocultar nada ni para mentir. Era un hecho incontestable que el germen del divorcio radicaba en los diferentes orígenes de Hanna y Bora. La presión de ambas familias fue tal que, finalmente, el matrimonio colapsó. El hostigamiento no solo se expresaba en la oposición; iba mucho más allá. Atravesaba el tiempo, la historia, pero también el futuro y la descendencia. Por supuesto, Bora no dijo nada de esto al mayor Müller. La última frase que había pronunciado era fuerte, categórica y verdadera.
Abajo, Hanna sintió que se le rompía el corazón. Una tristeza más fuerte que el miedo la sacudió en un espasmo. Quiso llorar. Pero no iba a cometer esa irresponsabilidad. La afirmación de su exesposo había sonado tan brutal y sincera, tan despectiva y cruel, que, desde ahí abajo, se oía como una conversación entre dos camaradas. Hanna quiso convencerse de que aquella sentencia de Bora tenía el propósito de liberarse de cualquier sospecha, aunque, en lo más profundo de su alma, ella sabía que había un fondo de verdad. Al fin y al cabo, si la locura había dividido el mundo por la mitad, por qué no iba a separar a dos personas. Andris se sintió humillado y furioso. Su protector, se dijo, en realidad estaba ejerciendo la más cruel de las revanchas. Aquel supuesto acto de filantropía era un castigo, una degradación intolerable y un desquite aberrante. Él, el simple dentista judío sin títulos de nobleza ni abolengo, no estaba dispuesto a tolerar más agravios.
—Voy a salir de este agujero inmundo —dijo.
Hanna se abalanzó sobre él para taparle la boca con ambas manos. Entre lágrimas silenciosas y negando con la cabeza, le rogaba a su marido que no lo hiciera, le suplicaba que se callara.
Andris estaba fuera de sí. Intentaba liberarse de los brazos de su mujer dispuesto a que lo mataran. No podía tolerar un segundo más la deshonra. Aquel arrebato de odio estaba guiado sin embargo por la más pura razón. Era un pensamiento frío y calculado. Una jugada de ajedrez. Si se entregaba al militar nazi, en el mismo acto, también entregaría a Bora Persay. Ambos habrían de morir. Estaba resuelto a llevarse a su enemigo a la tumba, a terminar de una vez con ese suplicio y a morir con honor.
En el preciso momento en que Andris iba a gritar, Hanna tapó su boca con la suya y lo besó. Lo besó con amor, con lujuria, con desesperación, con ternura, con entrega, con emoción, con alegría y con un enorme deseo de besarlo. Recorrió con su lengua los labios de Andris desde una comisura a la otra. Apretó su cuerpo contra el de él. En silencio, como en una danza, lo llevó hasta el suelo y, en posición horizontal, Hanna atrapó las caderas de su marido entre sus muslos. Tenían que silenciar los gemidos y los estertores. Hanna desnudó sus pechos y frotó los pezones dilatados, crispados y rojos sobre la boca de su esposo. Con el índice, Hanna escribió en la frente de Andris «te amo». El hombre, horizontal como estaba, se sacudió en un llanto hecho de emoción y deseo. Era la vida que reclamaba la supremacía sobre la muerte. Era el amor en estado puro. Cuánto se querían. No merecían morir ellos ni el amor que se profesaban. Él, el dentista, el dentista judío sin títulos de nobleza, de pronto sentía que tenía algo más importante que el honor, el odio y el rencor. Hanna, ardiendo de placer, recorrió con la palma de la mano el abdomen tenso y magro de Andris, desajustó el cinturón cuidando de no hacer ruido con la hebilla y luego su boca siguió la huella que le había indicado su mano. De pronto, los conceptos arriba y abajo, cielo e infierno, se invirtieron. Mientras Hanna y Andris se elevaban, Bora debía soportar la ingrata compañía del mayor Müller mientras velaba por el encuentro de aquellos amantes bajo el Danubio.
Arriba, en el atelier, continuaba el interrogatorio. Abajo, las palabras llegaban como una letanía despojada de sentido.
—¿Cuánto hace que no ve a su esposa?
—Mi esposa es Marga. Si se refiere a mi exesposa, no la veo desde la última audiencia del juicio de divorcio. Han pasado muchos años.
—¿No ha vuelto a hablar con ella? Debió haber sido una separación muy hostil.
—Sí, lo fue.
—¿Quién traicionó a quién? —preguntó el mayor con un tono malicioso, mirando a Bora de soslayo con los ojos entrecerrados.
—No lo sé, mayor. Créame que no lo sé —contestó el anfitrión con una naturalidad que intentaba disimular la sorpresa que le había provocado la precisión. Ignoraba si realmente sabía algo o había arriesgado una causal, por cierto nada infrecuente en los divorcios.
—¿Sabe dónde está ella ahora?
Bora rio con espontaneidad, al tiempo que negaba con la cabeza:
—No, no lo sé. Y usted sabe que aunque yo lo supiera no se lo diría.
—No esperaba menos de un caballero como usted.
El mayor acompañó la risa y aprovechando la pequeña distensión, lanzó una nueva estocada:
—Pero si me dijera dónde está el nuevo marido de Hanna, tal vez mataríamos dos pájaros de un tiro.
Era la propuesta más abyecta que Bora había recibido en toda su vida. No podía imaginar una ruindad y una bajeza peor que aquella. El oficial del ejército alemán se ofrecía como el redentor de la traición para ofrendar una cabeza judía, la de Andris, a sus superiores. ¿Cómo había llegado a naturalizarse de ese modo la lógica de la cacería humana, de la delación y del asesinato a sangre fría? La repugnancia de Bora se tradujo en una náusea que debió esconder detrás de un carraspeo fingido.
El grado de corrupción espiritual de Roderich Müller era tal, que ni él mismo podía percibir la vileza de la propuesta. Sabía que así funcionaba la maquinaria de perversión moral del invasor. No era solo la sumisión por el terror; se había puesto en marcha un mecanismo que se iniciaba con las apelaciones altisonantes, los discursos cargados de épica y heroísmo. Pero su resorte fundamental era la transacción, más grande o más pequeña, que ponía precio a las conciencias. Todo nuevo partidario adhería a cambio de una concesión real o simbólica. El mayor Müller estaba dispuesto a limpiar la afrenta que Hanna le había provocado a Bora, entregando al traidor.
—En ese caso sería matar un pájaro de dos tiros —corrigió el dueño de casa en el mismo idioma del militar.
—Oh, claro, tiene usted razón —dijo el mayor, ilusionado con que su proposición hubiera encontrado eco.
—Han pasado muchos años, mi estimado. La verdad es que no he querido saber nada de ella.
—¿Pero sabe que se ha vuelto a casar con un judío? —Atizó Roderich Müller mostrando a su interlocutor que en verdad contaba con información. Era un comentario intimidante. ¿Cuánto sabía en realidad el mayor? ¿Acaso tenía alguna noticia concreta? ¿Y si alguien había presenciado el momento en que Hanna y Andris habían sido trasladados hasta la casa Persay? ¿Era posible que algún integrante del personal los hubiese delatado?
—Budapest parece una ciudad grande; sin embargo, todavía es una aldea. Claro que lo sabía. Pero ignoro si siguen juntos y nunca supe dónde vivían.
—Comprendo —dijo el alemán sin encontrar un resquicio por donde seguir indagando.
Abajo, Hanna y Andris estaban sumergidos en un silencioso crisol en el que bullían y se mezclaban todos los sentidos y al que no llegaban las palabras. De pronto, aquel subsuelo frío, húmedo y oscuro había dejado de ser una cripta mortuoria para convertirse en un antiguo templo babilónico consagrado al placer. Hanna comprendió que el sagrado oficio de las sacerdotisas, el más antiguo del mundo, tenía por propósito enlazar los asuntos del Cielo con los de la Tierra y los del alma con los de la carne. Las deidades paganas no venían a anunciar la muerte sino a celebrar la vida. Aquel destierro en los subsuelos de Budapest era comparable con el cautiverio de sus ancestros en Egipto primero y en Babilonia después. ¿Cuántos de sus antepasados pudieron sobrellevar el yugo al sumarse al rito consagrado a Ishtar? La diferencia entre una sacerdotisa y una prostituta era una cuestión de fe. Hanna estaba dispuesta a oficiar de prostituta del templo si sus habilidades conseguían alejar a su marido de la muerte. Estas ideas eran puestas en acto sin que mediara el pensamiento. Pero eran ideas. Fue la manera que Hanna encontró para iniciar el éxodo, la salida de la cautividad, el modo de atravesar el desierto.
Como nunca antes lo había hecho, Hanna sometió a su marido al acoso implacable de sus muslos, redondos, tensos, mientras aprisionaba la cabeza de Andris entre sus piernas. Los carnosos labios inferiores de Hanna se frotaban perpendiculares contra los de Andris. En un diálogo silencioso entre bocas de diferente naturaleza, la lengua del esposo circunvalaba la pequeña protuberancia erguida, envuelta en la comisura superior de aquellos labios mudos. Era la primera vez que Hanna se ofrecía por completo a un hombre; no lo había hecho con Andris ni tampoco con Bora. Hasta ese día había sido una mujer pudorosa. De pronto, Andris había pasado del impulso de entregar su vida al oficial alemán a entregarse a su esposa de una manera inédita para ambos. Hanna nunca hubiese creído posible semejante escena: era perfectamente consciente de que mientras se daba al sexo con su marido, su exesposo se hallaba a cincuenta centímetros de ella conversando con un soldado nazi. Estaba desnuda en un mismo recinto, separada apenas por unas tablas, con dos hombres que la habían poseído y con otro que la buscaba como un chacal para matarla. Aquella situación no le provocaba ninguna lascivia; el peligro cercano y la extraña promiscuidad no le agregaba excitación ni despertaba en ella ninguna morbosa fantasía. A pesar del arrobamiento, era perfectamente responsable de la sagrada misión que se había impuesto. El gozo al que se entregaba el matrimonio era semejante al éxtasis místico al que se encomendaban las religiosas en los conventos. Hanna apretaba el pubis contra la boca de Andris para darse placer y silenciar los gemidos.
Arriba, el mayor proseguía con sus indagaciones. En vista de que la botella de vino se había vaciado, Bora quería que aquella visita terminara de una vez. Para desviar el interrogatorio y apurar la conclusión de la charla, el anfitrión le recordó al visitante el motivo que había invocado para hablar a solas:
—Mi estimado mayor Müller, me dijo que la razón de su grata visita era hacerme una petición en relación con la pintura —dijo Bora, imaginando que el oficial estaba interesado en alguno de sus óleos. Desde luego, le hubiese regalado el que quisiera con tal de que se fuera lo antes posible.
—Oh, sí, mi querido embajador. Me da pudor decirlo, pero no hay nada que yo deseara más que… —Roderich Müller se vio interrumpido por una vergüenza auténtica que le invadió las mejillas.
—Por favor, dígame qué es lo que quiere.
—Quisiera que me retratara.
Bora enmudeció. Además del enorme fastidio que le provocaba la sola idea de que el mayor posara para él, no contento con ocupar la ciudad, pretendía invadir también su casa durante el tiempo que llevara la obra. No había manera de negarse. Decirle que no significaría un desprecio a las ínfulas cesarianas del pequeño comisario del Reich.
—Oh, desde luego, le pagaré lo que usted disponga —agregó ante el silencio del dueño de casa.
Abajo, ajenos por completo a la tragedia que se desarrollaba arriba, Hanna y Andris continuaban dentro de aquella coraza de placer. Allí adentro no llegaba la ocupación, la guerra, la persecución ni la muerte. Solo veían su propio reflejo, aumentado y deformado en la superficie acerada de aquel blindaje hecho de goce.
Hanna había alcanzado el éxtasis no una vez ni dos; los estremecimientos se sucedían en una suerte de crescendo cuya cima siempre quedaba más alta. Andris era presa de un vértigo iniciático. Como un adolescente que acabara de descubrir el sexo, andaba a tientas sin saber qué hacer. No era necesario; Hanna se había convertido en la valquiria que manejaba las riendas de aquel galope frenético. Ella señalaba las cumbres, ascendía y debía esperar a que su marido la alcanzara.
Andris tenía los pantalones alrededor de los tobillos. Hanna, con la blusa desprendida y la falda por encima de la cintura, intentaba silenciar los labios de su esposo. Andris se dobló como una arco despegando la cintura del suelo; Hanna se elevó acompañando el movimiento y entonces sí, ambos alcanzaron la cúspide más alta.
En aquel momento supremo, la coraza que los protegía se expandió hasta los confines del sótano y, convertida en una burbuja frágil, se desvaneció. Jadeantes y empapados de sudor, se encontraron de repente con la dura realidad, con el frío, la oscuridad y el contacto con el suelo húmedo. En ese mismo instante volvieron los sonidos de arriba y las palabras de Bora y el mayor recobraron el sentido:
—Mañana, a esta misma hora, lo volveré a visitar —dijo con entusiasmo el oficial alemán.
Igual que Ícaro, Hanna y Andris se precipitaron desde el cielo y, en un abrir y cerrar de ojos, cayeron en aquel infierno negro y helado. Las palabras del mayor Müller tenían la resonancia de las pesadillas.
—Lo estaré esperando —dijo Bora con una cortesía ceremoniosa e impostada.
El anfitrión acompañó al visitante hasta la salida. Un silencio espeso y compacto se adueñó de arriba y también de abajo. Hanna y Andris se quedaron sin palabras, sin aliento. Desnudos. Vacíos.