5.
El misterio de las amazonas

Con frecuencia suele decirse que muchas de las culturas que habitaban este continente vieron en la llegada de los europeos el cumplimiento de sus profecías astrológicas. De acuerdo con esta visión, los españoles habrían encontrado facilitada su tarea al ser confundidos con las huestes de Quetzalcóatl, el máximo Dios del panteón náhuatl. Representado en varias imágenes como un ser blanco y barbado, el regreso de este Dios hecho hombre era esperado entre los pueblos del Valle de México y Yucatán. De la misma forma, se dice, en los dominios incaicos creyeron reconocer en los invasores a los personajes de la dramática profecía de Huayna Cápac, mencionada por Garcilaso, sobre el arribo de unos dioses apocalípticos blancos. Sin embargo, la forma en que las culturas originarias resistieron la conquista pone de manifiesto la endeblez de estas hipótesis. El ejemplo de Job, aquel personaje bíblico que sufre con resignación la incomprensible saña de Jehová, demuestra que nadie que realmente crea en su Dios se resiste a sus designios, por muy injustos que éstos puedan parecer. Al contrario, es más probable que, a su llegada, los europeos hubiesen visto en el Nuevo Mundo el reflejo de su antigua mitología pagana y el de su propia historia sagrada. Colón no llega, como él cree, a las Indias. Pero tampoco toca un mundo nuevo, sino uno fantástico, hecho de espejismos e ilusiones. El almirante no se interna en una selva virgen, sino en las páginas de un relato ya escrito en los libros de su propia civilización. Por momentos tiene la convicción de estar en el mismísimo Paraíso:

Las tierras son altas, y en ellas hay muy altas sierras y montañas altísimas, hermosas y de mil hechuras, todas andables y llenas de árboles, de mil hechuras y naturas, muy altos, que parecen llegar al cielo. (…) De las frutas, árboles, yerbas que en la isla hay es maravilla; hay en ellas pinares, vegas y campiñas muy grandísimas; los árboles y frutas no son como los de acá; hay minas de metales de oro. (…) El sitio del paraíso terrenal…,

dice y, entonces, es como si diese vuelta la página y se internara en otro libro fantástico. Sale del Edén y entra en el escenario del relato de El Dorado:

¡Las minas de oro, la providencia donde hay oro infinito, donde lo llevan las gentes adornándole los pies y los brazos, y en él se enforran y guarecen las arcas y las mesas! Las mujeres traían collares colgados de la cabeza a la espalda.

Podría decirse que así como el Quijote despliega sus aventuras en un mundo alucinado, hecho con retazos de novelas de caballería, los conquistadores se adentran en el universo escrito por los profetas y los poetas de la Antigüedad. Víctimas de esa misma fascinación y de la abstinencia sexual impuesta por el viaje, al toparse los españoles con un pueblo supuestamente habitado sólo por mujeres, dieron vida al mito convirtiendo en seres de carne y hueso a las legendarias amazonas de la Antigüedad helénica.

En los mapas medievales, frente a las costas de Asia aparecían las islas Femenina y Masculina. En la cartografía de Colón este archipiélago se superpone con las islas Carib y Matinino, la primera habitada por bravos caribes y la segunda por las hipotéticas amazonas. La coincidencia sorprende al punto que, al igual que aquellas guerreras mitológicas, estas mujeres solamente podían tener intercambio sexual con los hombres una vez al año. Con el único propósito de preservar la progenie, criaban a las niñas recién nacidas y mataban a los pequeños varones. De acuerdo con el relato de Antonio Pigafetta, caballero y virtual cronista del viaje de Magallanes alrededor del mundo,

en una isla llamada Occoloro no se encuentran más que mujeres, las cuales conciben del viento; y cuando paren, si nace varón le matan, y si hembra, le crían; si algún varón llega a su isla, en cuanto pueden le matan.

Varios historiadores afirmaron que, en verdad, aquellas tierras habitadas exclusivamente por mujeres sólo existían en la imaginación de los marinos.

Sin embargo, los relatos que aluden a estas guerreras son tan frecuentes y vívidos que tal vez convenga repasar algunas de estas crónicas para comprobar si, acaso, existe en ellos un fondo de verdad. Gaspar de Carvajal, fray de la Orden de Santo Domingo de Guzmán, narra su aventura por el Amazonas en su diario de viaje. Son éstas las primeras crónicas que vinculan al gran río con estas mujeres que, tal vez, no pertenecieran sólo a la mitología:

Aquí nos dieron noticia de las amazonas y de la riqueza que abajo hay, y el que la dio fue un indio señor llamado Aparia, viejo que decía haber estado en aquella tierra.

Como en un relato de aventuras que combina suspenso y tensión sexual, Carvajal relata cómo, a medida que la expedición se va internando en la selva río abajo, las noticias que reciben sobre las amazonas son cada vez más frecuentes. El lector puede percibir la acechanza de aquellas mujeres bellamente desnudas, armadas con arcos y flechas. Los relatos las pintan como amantes ardientes cuando requieren al hombre para el sexo y como guerreras feroces cuando los buscan para la guerra. Están allí, ocultas en el follaje, pero aún no se sabe cómo será el encuentro entre esos hombres que van por el río y aquellas mujeres que los acechan por tierra:

Esta noche llegamos a dormir ya fuera de todo lo poblado a un robledal que estaba en un gran llano junto al río, donde no nos faltaron temerosas sospechas, porque vinieron indios a espiarnos, y la tierra adentro había mucho poblado y caminos que entraban a ella, de cuya causa el Capitán y todos estábamos en vela aguardando lo que nos podía venir.

¿Cómo habría de ser ese encuentro cuerpo a cuerpo con las temidas y deseables amazonas? Pronto el fraile, convertido en protagonista, nos revela el misterio:

Aquí estuvimos en poco de nos perder todos, porque como había tantas flechas, nuestros compañeros tenían harto que hacer en se amparar de ellas sin poder remar, a causa de lo cual nos hicieron daño, que antes que saltásemos en tierra nos hirieron a cinco, de los cuales yo fui uno, que me dieron un flechazo por una ijada que me llegó a lo hueco, y si no fuera por los hábitos, allí quedara. Visto el peligro en que estábamos, comienza el capitán a animar y dar prisa a los de los remos que cabordasen, y ansí, aunque con trabajo llegamos a cabordar y nuestros compañeros se echaron al agua, que les daba a los pechos.

El relato de Carvajal es una de las piezas literarias más valiosas sobre las amazonas ya que, además de ser él un testigo privilegiado, sufrió en carne propia la ferocidad de estas mujeres: en otro encuentro el fraile recibió una herida que le costó un ojo:

De todos en este pueblo no hirieron sino a mí, que permitió Nuestro Señor que me diesen un flechazo por un ojo que me pasó la flecha al cogote, de la cual herida perdí un ojo y no estoy sin fatiga y falta de dolor, puesto que Nuestro Señor, sin yo merecerlo, me ha querido otorgar la vida para que me enmiende, y le sirva mejor que hasta aquí.

¿Quiénes eran estas misteriosas mujeres guerreras que, al igual que las amazonas que refiriera Heródoto en la Antigüedad, se relacionaban sólo una vez al año con los hombres? Tal vez la respuesta haya que buscarla en otro de los grandes misterios que sorprendieron a los adelantados y que, aún hoy, son motivo de investigación: las Vírgenes del Sol.

El vastísimo Imperio Inca se extendía desde las costas del Pacífico, se elevaba hasta los Andes y se internaba en la selva amazónica. Desde el Ecuador hasta el norte de la actual República Argentina se han encontrado vestigios de más de setenta poblados habitados por mujeres consagradas al culto del Sol. De acuerdo con los numerosísimos relatos de los cronistas, éstas eran las Casas de las Escogidas, templos en los que moraban las llamadas Vírgenes del Sol. Todas las descripciones de estos poblados coinciden con las que refiriera el fraile Gaspar de Carvajal:

(…) eran de piedra y con sus puertas, y que de un pueblo a otro iban caminos cercados de una parte, y de otro y a trechos por ellos puestos guardas, porque no puede entrar nadie…

En cada casa de escogidas había entre dos mil y dos mil quinientas mujeres, población sin dudas mayor que la de una ciudad mediana. Los relatos de Guamán Poma, José de Acosta, Garcilaso de la Vega y muchos otros son coincidentes, en sus mínimos detalles, en la forma en que vivían estas mujeres elegidas.

En el Perú hubo muchos monasterios de doncellas que de otra suerte no podían ser recibidas, y por lo menos en cada provincia había uno, en el cual estaban dos géneros de mujeres: unas ancianas, que llamaban mamaconas, para enseñanza de las demás; otras eran muchachas, que estaban allí cierto tiempo y después las sacaban para sus dioses o para el Inga. Llamaban a esta casa o monasterio Acllaguaci, que es casa de escogidas, y cada monasterio tenía su vicario o gobernador, llamado Apopanaca, el cual tenía facultad de escoger todas las que quisiese, de cualquier calidad que fuesen, siendo de ocho años abajo, como le pareciesen de buen talle y disposición.

Si se une esta relación de Guamán Poma con las del fray Carvajal, se advierten las coincidencias, la más importante de las cuales es que, en ambos casos, se trata de poblados habitados sólo por mujeres.

Éstas, encerradas allí, eran doctrinadas por las mamaconas en diversas cosas necesarias para la vida humana, y en los ritos y ceremonias de sus dioses; de allí se sacaban de catorce años para arriba, y con grande guardia se enviaban a la corte; parte de ellas se disputaban para servir en las guacas y santuarios, conservando perpetua virginidad; parte para los sacrificios ordinarios que hacían de doncellas, y otros extraordinarios por la salud, o muerte, o guerras del Inga; parte también para mujeres o mancebas del Inga, y de otros parientes o capitanes suyos, a quien él las daba; y era hacelles gran merced; este repartimiento se hacía cada año. Para el sustento de estos monasterios, que era gran cuantidad de doncellas las que tenían, había rentas y heredades propias, de cuyos frutos se mantenían.

Siguiendo a Guamán Poma se puede advertir fácilmente cómo la combinación de elementos objetivos con los preconceptos que traían los adelantados de Europa formaron el espejismo de las amazonas. Las Vírgenes del Sol, igual que las míticas amazonas, sólo se relacionaban una vez al año con los hombres.

A ningún padre era lícito negar sus hijas cuando el Apopanaca se las pedía para encerrarlas en los dichos monasterios, y aun muchos ofrecían sus hijas de su voluntad, pareciéndoles que ganaban gran mérito en que fuesen sacrificadas por el Inga. Si se hallaba haber alguna de estas mamaconas delinquido contra su honestidad, era infalible el castigo de enterrarla viva o matarla con otro género de muerte cruel.

Las coincidencias con las religiones paganas antiguas eran tan notorias que el propio Guamán Poma toma nota:

Alguna semejanza tiene lo de estas doncellas, y más lo de las del Perú, con las vírgenes vestales de Roma, que refieren los historiadores, para que se entienda cómo el demonio ha tenido codicia de ser servido de gente que guarda limpieza, no porque a él le agrade la limpieza, pues el de suyo espíritu inmundo, sino por quitar al sumo Dios, en el modo que puede, esta gloria de servirse de integridad y limpieza.

En resumen, las amazonas que vieron los primeros expedicionarios eran la imagen deformada en el espejo de los preconceptos europeos, de las Vírgenes del Sol, las esposas de los grandes Señores del Imperio Inca. Las Casas de las Escogidas estaban fuertemente vigiladas y no podía entrar en ellas ningún hombre, salvo la única vez en el año en que sí se permitía. La actitud guerrera de estas mujeres y sus guardianes no era otra cosa que la obediencia ritual a este precepto y, desde luego, la resistencia de las mujeres a ser tomadas por los invasores, tal como habría de suceder al cabo de la Conquista. Aunque a algún fraile pudiera costarle un ojo de la cara.