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Sexo y rebelión

En las ciudades del Virreinato del Río de la Plata imperaba una moral puritana si se la comparaba con la del período decadente de la Francia prerrevolucionaria. Sin embargo, en materia sexual nuestra sociedad era bastante menos rígida que la de otras capitales americanas. Basta cotejar la enorme cantidad de iglesias en ciudades como Quito, Lima, Oruro, sólo por mencionar algunos ejemplos, con las pocas que existían en Buenos Aires para contrastar el control que ejercía el clero en las diferentes ciudades de América. En sus orígenes, Buenos Aires era una aldea insignificante; sus pocas y magras iglesias lejos estaban del esplendor de otras capitales, cuyas catedrales rebosaban de oro y plata. Durante todo este período, Buenos Aires quedó marginada de la férrea mirada del poder español, cuyo interés estaba puesto en las riquezas mineras del altiplano. Esto permitió cierto relajamiento en los modos de intercambio sexual, evidenciado, por ejemplo, en las muy frecuentes relaciones prematrimoniales. Existe un modo muy sencillo de comprobar este comportamiento que, ciertamente, era mucho menos frecuente en otras latitudes de América; si se examinan las causas judiciales de la época, se descubre que había una gran cantidad de casos originados en afrentas al honor denunciados por mujeres que, bajo promesa de matrimonio, consintieron el acceso carnal. Embarazadas en algunos casos, llevaban a los estrados judiciales a aquellos que las habían engañado. Como se ve, la denuncia se basaba en el incumplimiento de la promesa matrimonial y no en el hecho de haber entregado la virginidad en vano, de lo cual se deduce que, en la gran mayoría de los matrimonios consumados, tal promesa se había cumplido.

Como ya hemos visto, estas denuncias eran inconcebibles en épocas anteriores; gracias al espíritu libertario que empezaba a germinar, las mujeres y hasta los niños se atrevían a levantar la voz y a recurrir a la justicia no sólo en casos de abusos y violaciones. Por primera vez en la historia, los hijos se negaban a aceptar mansamente los matrimonios arreglados por sus padres. Aquellos contratos entre familias ignoraban por completo la voluntad de los esposados, obligándolos a convivir por el resto de sus vidas con seres a los que no los unía el amor, sino al contrario, terminaban siendo vínculos de odio, de sometimiento y, en el mejor de los casos, de resignación. Por supuesto, la peor parte solían llevársela las mujeres, quienes, a diferencia de los hombres, no podían siquiera expresar su opinión sobre su futuro consorte; pero lo más grave de estos acuerdos residía en que las hijas entregadas en matrimonio rara vez superaban los trece o catorce años. Eran niñas que no estaban en condiciones de discutir la tiránica decisión de sus padres. Sin embargo, los archivos judiciales de la época nos muestran una novedosa vocación de rebeldía: los primeros juicios de disenso. Así, los hijos comenzaban a disentir con el despotismo sin límite que otorgaba la patria potestad.

El caso más célebre fue el juicio de disenso que inició Mariquita Sánchez de Thompson a los catorce años para evitar el casamiento que sus padres habían negociado. A esta causa nos habremos de referir más adelante.

En algunos casos la avidez de los padres no parecía tener límite. No sólo hacían negocios a expensas de sus hijos pactando contratos matrimoniales, negociando dotes y fusionando patrimonios; también el incumplimiento de la promesa matrimonial o la existencia de hechos consumados podía resultar muy provechosa. Entre las numerosas causas judiciales encontramos una que ilustra bien estos casos. A instancias de sus padres, Eduarda Celeri, de quince años, demandó a Julio Rodolfo Sichel por haberla dejado encinta sin cumplir su promesa de casamiento. El hombre resultó condenado al pago de 3000 pesos por ocasionarle la pérdida del honor a su prometida; pero no conforme con la sentencia, la madre de la víctima inició otra causa, esta vez exigiendo el pago de 5000 pesos anuales en concepto de alimentos y manutención del hijo. Cabe señalar que si bien el fallo de este nuevo juicio fue adverso para las pretensiones de los querellantes, pone en evidencia no sólo el afán de lucro a costa de los hijos, sino el trato humillante que significaba la ventilación pública de estos asuntos íntimos. Sin dudas, el caldo de cultivo de las nuevas ideas favorables a la revolución y a la independencia influían en las pequeñas rebeliones domésticas y en el afán de los hijos por independizarse, también ellos, de la despótica autoridad de los padres.

Pero los hechos que culminarían en la Revolución de Mayo tuvieron, desde luego, enormes consecuencias en todos los aspectos de la vida de los hombres y las mujeres y en el modo en que habrían de relacionarse, incluso, en la intimidad. Las guerras, particularmente las de independencia, implican la militarización de hombres que jamás han tenido formación marcial ni han hecho vida castrense. La formación de milicias y ejércitos determina movilizaciones territoriales, clandestinidad y, en consecuencia, el abandono de las costumbres civiles cotidianas. Por otra parte, la adopción de un ideal superior y colectivo establece nuevas pautas morales. Este escenario habría de provocar un cambio profundo, objetivo y subjetivo, en la vida sexual de aquellos que habitaban el suelo de la actual República Argentina.

Ya fuera porque se alistaran en las milicias o, al contrario, porque decidieran mantenerse al margen de la lucha, los hombres debían abandonar el calor de sus hogares para engrosar las filas del ejército o bien para evitar que los reclutaran. La vida militar se caracterizaba por ser eminentemente masculina; la íntima convivencia entre hombres durante tan largos períodos favorecía cuatro tipos de conducta: la abstinencia, la autosatisfacción, la homosexualidad o la promiscuidad con mujeres ocasionales. La vida en el ejército o en las milicias solía debatirse en una paradoja: por un lado, se exaltaba el imperativo viril, la hombría y el honor y, por otro, se tomaba como un hecho natural, aunque silenciado, mantener relaciones con otros hombres. Conviene detenerse en el concepto de honor que existía entre militares o milicianos en lo relativo a la sexualidad. En toda división había al menos un soldado que se prestaba, en forma pasiva, para que los demás mitigaran la larga y obligada abstinencia. Por lo general, los militares que hacían uso de los generosos servicios de este sacrificado soldado no tenían la percepción de mantener una relación homosexual, por cuanto este último término parecía coincidir con la condición del pasivo. De este modo, las faltas al honor (suponiendo que el honor guardara alguna correspondencia con la elección sexual), recaía sólo en una persona y no en el resto de la división. Esto no sucedía sólo en las instituciones militares, sino en todas aquellas en las que convivían, en forma forzada o voluntaria, poblaciones enteramente masculinas, tales como cárceles, monasterios, etc. Por otra parte, la masturbación no merecía condena alguna; por el contrario, y teniendo en cuenta que la mayoría de los soldados tenían entre trece y veinte años, edad en la que la sexualidad aún se mezcla con los juegos, los actos masturbatorios solían ser grupales y los participantes competían por ver quién tenía mayores atributos viriles. También era frecuente que, durante las largas travesías de poblado en poblado por parte de los soldados, las mujeres los recibieran con los brazos abiertos, por utilizar un eufemismo. De estas relaciones muchas veces resultaban hijos, de cuya existencia el padre nunca se enteraba.

Pero no sólo las campañas militares provocaban el alejamiento de los hombres de sus casas; como ya hemos dicho, estaban aquellos que adoptaban una situación itinerante buscando eludir el reclutamiento que, si bien no era obligatorio, constituía una suerte de imperativo moral y patriótico. También aquellos que estaban atados a la dura vida rural debían emprender largos viajes en busca de conchabo, o migrando de acuerdo con las exigencias que imponían los ciclos productivos de los campos y el ganado. Bajo estas circunstancias, solía suceder que los hombres tuvieran más de una mujer o, incluso, más de una familia. Por otra parte, los larguísimos viajes a través de las extensas pampas constituían una peculiar forma de vida en permanente movimiento.

Veamos cómo era la vida de los hombres durante las largas campañas a través de las pampas, según el retrato del viajero Alessandro Malaspina:

Unos placeres rapturosos, una vida vaga, no fijan al hombre con una compañera; no toma ni apego al terreno ni al hogar; emplea su vida en la corrupción del débil y amable sexo, cuyos vicios crecen con los de los hombres que las seducen, y que, por lo tanto aborrecen una fecundidad que las embaraza. Y aunque en estos países la delicadeza y el punto del qué dirán no han introducido la horrorosa práctica del aborto, y las mujeres, obedeciendo a las sagradas leyes de la naturaleza, aunque sean solteras crían a sus hijos sin que las molesten. Con todo, la falta de un padre de familia, de un hombre a quien la ley fije para que la sostenga y cuide de la prole, las hace considerar su estado como una desgracia.

En resumen, las múltiples actividades de los hombres, ya fuera que estuviesen ocupados en campañas militares, en el transporte de diversos productos o el arreo y pastoreo de animales, las labores sujetas a los ciclos del campo, los períodos de siembra y cosecha, hacían que tuviesen que desplazarse constantemente. Pero, claro, el forzado abandono del hogar por largos períodos por parte de los maridos presentaba su lógica contracara: por lo general las esposas no se quedaban cruzadas de brazos mientras ellos, entre conchabo y conchabo, se revolcaban con cuanta mujer se les cruzara. Era muy frecuente que, hartas de padecer durante tanto tiempo la cruel soledad pampeana, también ellas encontraran alguien con quien compartir la cama. Otra vez son los expedientes judiciales los que nos permiten reconstruir varios aspectos de la vida íntima de nuestros antepasados. Ricarda Morales, de veinte años, sintiéndose abandonada por su marido, Prudencio Fernández, decidió solicitar la separación y el pago para la manutención y sustento de los cuatro hijos. El marido protestó la petición, alegando que, hasta donde él podía recordar, sólo tenía tres críos. Fue así como, en el curso del juicio, se demostró que Ricarda Morales había reemplazado con otro hombre la mitad vacante de la cama que había dejado su marido y que, viviendo amancebada, el cuarto hijo de la discordia no era de Prudencio Fernández. De manera que, al menos en este caso, la justicia absolvió al acusado e inició un proceso por adulterio a la demandante.