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El cambio de sexo

Tal como hemos podido ver, el travestismo era mucho más frecuente de lo que podría suponerse y, en varias de las culturas precolombinas, tenía un carácter sagrado. Los españoles se mostraban escandalizados ante tan heréticos personajes. ¿Pero tenían motivos para sorprenderse? He aquí un caso curioso que ilustra cómo tales prácticas no eran desconocidas, tampoco, para los españoles. Y si bien jamás podría afirmarse que el cambio de sexo pudiera considerarse sagrado en Occidente, en más de una ocasión no fue ajeno a los ámbitos sacros. Incluso un monarca y hasta un papa autorizaron un caso de cambio de identidad sexual que examinaremos a continuación.

Durante el Siglo de Oro español existió un personaje de ribetes novelescos: Catalina de Erauso, conocida como la Monja Alférez. Hija de Miguel de Erauso y de María Pérez de Gallárraga, nació en San Sebastián en el año 1592. Siendo muy pequeña fue puesta pupila en el Convento de la ciudad, bajo la rígida tutela de una tía suya que oficiaba de abadesa. Durante toda su niñez, Catalina no conoció otra cosa que la clausura y la vida monástica. Pero al llegar a la pubertad su espíritu se rebeló contra aquella silenciosa existencia intramuros y se desató en ella una contenida iracundia. Presa de su rebeldía, discutió fuertemente con una monja; la discusión se transformó en una lucha cuerpo a cuerpo y, finalmente, la pelea terminó en una gresca de proporciones de la que, al parecer, participaron todas las religiosas. Antes de que su tía la castigara con todo el rigor que su comportamiento merecía, Catalina colgó los hábitos y huyó del convento disfrazada de campesino.

La muchacha se convirtió en una suerte de anacoreta; vivía en el bosque alimentándose de hierbas, frutos silvestres y pequeños animales que ella misma cazaba. Pero además de su nueva situación social, decidió cambiar definitivamente de condición sexual: nunca abandonó el atuendo masculino, se cortó el pelo como un hombre y, durante sus breves incursiones de pueblo en pueblo, adoptó diferentes nombres; así, se la conoció como Alonso Díaz, Pedro de Orive, Francisco de Loyola, Antonio Ramírez de Guzmán y Antonio de Erauso.

Su complexión física sin dudas colaboraba para que nadie sospechara que debajo de aquella apariencia se escondía una mujer. Tenía una estatura sumamente elevada, su anatomía no presentaba las curvas típicamente femeninas, carecía casi por completo de pechos y sus rasgos angulosos le conferían una expresión severa y hosca. Con el propósito de iniciar una nueva vida conforme a su reciente elección sexual, decidió partir hacia el Nuevo Mundo.

Primero estuvo en Perú y luego en Chile desempeñándose como soldado. Su destacada participación militar, su valentía y la audacia demostradas en el campo de batalla hicieron que, de soldado raso, ascendiera rápidamente hasta obtener el grado de alférez. Desde luego, nadie sospechaba que aquel bravo militar, diestro en el uso del sable y el arcabuz era, en realidad, una mujer.

El alférez Erauso sabía hacerse respetar por propios y ajenos; pendenciero y jugador, demostró ser un seductor con las mujeres. Y si para disputarse una pollera tenía que empuñar la faca, jamás le temblaba el pulso. En una ocasión ofició de padrino en un duelo; en el fragor de la lucha, ambos duelistas cayeron heridos. Entonces los padrinos se sumaron a la contienda. Fue una pelea encarnizada; con una estocada precisa, el alférez consiguió malherir al otro padrino. Cuando Erauso se inclinó sobre el moribundo, con espanto pudo escuchar, en su última exhalación, el nombre de su víctima: Miguel de Erauso, su propio hermano, a quien no veía desde que Catalina fuera internada en el convento de San Sebastián.

Con este dolor a cuestas, el alférez Erauso deambuló por distintas ciudades hasta que otra pelea habría de llevarlo a la cárcel y, luego de un juicio sumario, fue condenado a muerte. Sin embargo, el obispo Carvajal, quien le dio los últimos sacramentos, durante la confesión se enteró de que el condenado era, en verdad, una mujer. El obispo pidió clemencia para la rea aduciendo un argumento inesperado: durante los exámenes a los que fue sometida Catalina por un grupo de matronas, se pudo establecer no sólo que, en efecto era una mujer, sino que, además, había guardado la virginidad. Así, bajo la protección del clérigo, fue devuelta a España.

Para su sorpresa, Catalina de Erauso fue recibida por el mismísimo Felipe IV quien, destacando su heroica participación a favor de la Corona como militar, le confirmó el grado de alférez pero, además, en una decisión sin precedentes, hizo que se le expidiesen títulos con identidad masculina y la autorizó a utilizar el nombre de Antonio de Erauso. Años más tarde, el propio papa Urbano VIII refrendó la decisión de Felipe IV.

Con su indiscutible identidad, Antonio de Erauso volvió a América, recorriendo distintas ciudades desde México, Panamá, Lima, Santiago de Chile, Tucumán hasta llegar a Buenos Aires, donde se pierden para siempre sus huellas.

El hábito no hace a la monja

Un caso semejante al de Catalina de Erauso tuvo lugar algunos años después en el Virreinato del Río de la Plata. Como se verá, la Iglesia no tenía tantos motivos para escandalizarse frente a los cambios de identidad sexual.

Luego de vivir tres años en casa del obispo Manuel de Azamor y Ramírez en su casa de Buenos Aires, el joven español Antonio de Ita se casó con Martina Bibas. El feliz matrimonio se instaló en Cochabamba. Todo parecía encaminarse normalmente, hasta que la esposa de Antonio se presentó ante la justicia para acusar a su marido de «no haber usado del fin del matrimonio pretextando voto de castidad y otras disposiciones y habérsele observado que orinaba siempre en basenica, siempre con calzoncillos, menstruación y otras observaciones como abultamiento de pechos y ahora lo delata por el continuo disfraz de hombre y por todo lo demás».

Resultó que Antonio de Ita era, en realidad, María Leocadia de Ita. Finalmente se supo que, habiendo pasado un tiempo en un convento de su España natal, fue expulsada por seducir a varias monjas. Por orden del fraile que la confesó no se le permitió el ingreso a ningún otro monasterio. Entonces María Leocadia decidió viajar a América convertida en una nueva persona: Antonio de Ita. Como se ve, por más empeño que se ponga en la empresa, el hábito no hace al monje.