EL ANARQUISTA ENCADENADO O TU MADRE TE SALVARA

Abelardo Montenegro siempre se crió sin padre. Su buena madre había sufrido y padecido por él. A su padre no lo había conocido. Según su madre, éste había muerto en las lóbregas mazmorras del Castillo de Montjuich. La abnegada mujer, como pudo, sudando, a pulso, había sacado al hijo adelante. Abelardo Montenegro, que tenía nombre de sarasa o de marqués, lo que son las circunstancias, era anarquista. Lo era desde los catorce años. El creía que esto del anarquismo lo llevaba en la sangre. Si su padre había muerto en los calabozos de Montjuich, no le cabía la menor duda de que la causa había sido profesar esta doctrina. Pero su madre jamás mencionaba tal cuestión.

Habíase hecho anarquista porque desde muy temprano había experimentado en sus infantiles carnes toda la vil opresión del sucio capitalismo. A los once años había empezado a trabajar en una fundición de vidrio. Un viejo y curtido operario de los hornos predicaba a los aprendices instándoles para que luego del duro trabajo asistieran a los Ateneos Libertarios. Fue en el Ateneo del distrito donde Abelardo Montenegro acabó de aprender a leer y en donde la lectura de libros cargados de anatemas apocalípticos le iniciaron en la fórmula anarquista, haciéndole sentirse un predestinado.

Su madre era muy buena. No podía ver sufrir a nadie a su alrededor. Hacía ya muchos años que uno de los vecinos había muerto en las canteras del Morrot donde trabajaba. Un barreno lo había escupido por los aires transformado en una inmensa rosa de sangre y de intestinos desflecados. El hombre era viudo y dejaba sola en el mundo a una hermosa niña desvalida. La madre de Abelardo Montenegro la recogió. La infeliz huérfana tenía entonces cinco años. Abelardo Montenegro, nueve. Se criaron juntos igual que si fueran hermanos. La madre de Abelardo sudó y peleó por los dos. Cuando la niña se convirtió en mujer, aquel cariño puro de hermanos se transformó en amor, también puro, pero violento y verdadero. Ella tenía diecisiete años y se llamaba Sara. El, veintiuno.

Abelardo y Sara habían decidido fundir sus vidas y ser dos en uno: lo que fuera del uno que fuera del otro. ¿Qué les parece? No pensaban casarse canónicamente, los curas eran unos falsarios, ni civilmente, el Estado también lo era. Considerábanse libres. Podían hacer lo que quisieran. Y cuando uno se saciara del otro, romper el compromiso, sin que el sacrificado tuviera derecho a reclamación alguna. Era mi pacto. Anarquismo puro. Pero ellos no llegarían a eso. Se besaron. Sara era rubia y Abelardo moreno. Los dos muy hermosos. Fijaron el día en que unirían sus cuerpos, sólo por recordar una fecha y poder decir: desde hoy. Iba a ser dentro de dos semanas. ¡Qué estupendo!

Entretanto, el partido anarquista había tomado una grave y heroica determinación: liquidar al tirano. Las cárceles estaban abarrotadas de detenidos; el pueblo se moría de hambre. Era necesario vengar este escarnecimiento: el Gobernador de la —ciudad tenía que morir.

El partido anarquista se reunió en sesión plenaria y se expuso lo acordado. Sopesaron los pros y los contras. Una bomba de reloj y un solo hombre bastarían para tamaña empresa. No había por qué sacrificar al partido en peso. Si alguien tenía que morir, que muriese uno solamente. La idea fue aceptada por unanimidad. Conque se pidieron voluntarios para llevarla a cabo y realizarla.

Ante esta petición, todo el mundo — no se esperaba menos — salió voluntario: todo el mundo quiso disputarse tal alto honor, todo el mundo quiso sacrificarse por el querido hermano de causa. Pero — tenían que darse cuenta — sólo era necesario uno. Habría que echarlo a suertes, decretaron. Y así lo hicieron.

La suerte había favorecido a Abelardo Montenegro. El era el elegido. Solamente a él cabría el enorme privilegio de eliminar al tirano. El sorteo se había hecho por mediación de unas bolitas puestas en una bolsa. Todas las bolitas eran blancas, excepto una, que era negra. El que sacaba la negra — ¡ ah! — era el bienaventurado. Todos habían metido la mano en la bolsa temblando de rabia y de emoción en busca de la bolita oscura. Abelardo también. Y él lo había conseguido. Los compañeros le palmearon la espalda felicitándole evidentemente emocionados. ¿Tendría la enorme dicha de llevar a cabo su proeza y salir bien librado de ella? Los compañeros le estrechaban la mano con lágrimas en los ojos. Abelardo Montenegro sonreía extático y estremecido. Pensaba que no había para menos. Al mismo tiempo besaba la bolita negra que le había hecho merecedor de tan bello destino.

El día decretado para llevar a cabo el atentado, Abelardo Montenegro, disimulando su intensa emoción y con una serenidad indescriptible, salió de su casa del mismo modo que cada día, con su traje azul y su corbata roja, con sus ondulados cabellos negros relucientes y peinados, con sus bellos ojos grandes brillantes y llenos de bondad. Únicamente no quiso llevarse el hatillo de la comida. Tampoco vendría a comer. Su madre lo miró sorprendida. Abelardo Montenegro aclaró que por la tarde no iría a trabajar. Tenía ciertos urgentes recados que hacer y pediría permiso en la fábrica. Se llevaba aquel maletín negro.- Era un encargo de un amigo. Un velo de tristeza veló los límpidos ojos de la madre diáfanos e idénticos a los del hijo. Una especie de presentimiento la sacudió. ¿Por qué se pone así, madre? Abelardo Montenegro tuvo que acariciarla, reír y gastarle alguna broma. Pero mientras la besa y le gasta carantoñas piensa que a lo mejor no sólo no vendrá a comer, sino tampoco a cenar, ni a dormir, ni... tal vez no vuelva nunca más. El corazón se le constriñe. Gotas de frío sudor le resbalan por la espina dorsal. Armándose de valor, respira hondo y aparta de sí a su madre. Pero no le sucede lo mismo cuando se despide de Sara, cuando al ir a salir deposita un casto beso en la suave mejilla que ella pone bajo sus varoniles labios. Un presentimiento, éste seguro, seguro y clarividente — no las veré nunca más —, ha cruzado por él, y, sin poderlo remediar, abraza fuertemente a su prometida besándola angustiado en la boca y le dice que tiene miedo y le dice que tiene frío. Mas antes de que ella pueda abrumarle a preguntas, llena de razonable zozobra y preocupación, se repone y sale por la puerta decidido, sereno el porte y pleno de dignidad.

Y sin embargo, ¡ah!, sin embargo, como diría Machado, Antonio, no Manuel, el ciego y fatal Destino había escrito, decretado ya, con su dedo cruel y fatídico, que aquel justo y noble atentado nunca se llevara a cabo. El joven y romántico anarquista Abelardo Montenegro fue detenido — aún no había doblado la esquina— por los esbirros del Gobernador, quienes, lo primero que hicieron, ¡cualquiera no!, fue echarle mano al discreto maletín donde llevaba el horrible artefacto. ¿Cómo habían podido descubrir el bien tramado y urdido complot aquellos sicarios? ¿Cómo se habían enterado? Pues muy sencillo. Uno de los anarquistas que con más empeño había solicitado para él el honor del atentado, era un confidente de la policía, un esbirro disfrazado. Bajo la piel de cordero del anarquista se escondían los colmillos del sanguinario lobo policíaco. ¡Más claro, el agua! El bueno, aguerrido y valiente Abelardo Montenegro fue a dar con sus huesos en las húmedas y lóbregas mazmorras de los fondos del Castillo de Montjuich. ¡ Más lógico, el trueno luego del relámpago! Pero Abelardo Montenegro estaba sereno y tranquilo porque había cumplido con su deber. No le importaba en absoluto ser sacado aquella misma noche en una barca del puerto de Barcelona y ser capuzado, con una pesada bola de hierro colgando de su garganta, en las procelosas aguas del Mediterráneo, más allá del Rompeolas; de su garganta que no vibraría — lo juraba, lo juraba — gimiendo, llorando, pidiendo, suplicando la más mínima clemencia ni el más ligero perdón. ¡No, no! ¡Eso nunca! No les daría esa satisfacción. Moriría sonriendo. Sabía que sus lamentos serían en vano, gritos en el vacío que no conseguirían ablandar el corazón de piedra de sus terribles asesinos asalariados.

El clan anarquista enterose inmediatamente de la detención de Abelardo Montenegro. Del mismo modo que entre ellos había habido un soplón, entre la policía había habido otro. Y en seguida habían sido avisados. Uno de los viejos anarquistas del partido tuvo que ir a ver a la madre de Abelardo. Se lo contó todo, incluso el que aquella misma noche su hijo sería ejecutado. Diole ánimos. Pidiole, en nombre suyo y de los compañeros, se sintiera orgullosa y digna por la muerte de aquel hijo sacrificado a una causa justa, noble y hermosa como era la reivindicación de ese triste y oprimido pueblo español siempre sojuzgado y subyugado.»

La madre de Abelardo Montenegro rompió a llorar desesperadamente. Sara, que llegaba en aquellos instantes, al saber la infausta nueva, abrazose a aquella santa mujer que había sido una madre para ella. Lloraban juntas y se lamentaban. Ya no lo verían nunca más. ¡Tan bueno, arrogante y hermoso como era! Nunca más sabrían de él. Iban a quedar tristes y abandonadas en la vida, llenas para siempre de inquietud y desesperación. El viejo y curtido anarquista que había ido a llevarlas tan terrible noticia, lloraba también como un niño. Decía que tenían que hacer algo, pero no sabía qué podía ser eso, y les prometió que no quedarían abandonadas. Eso nunca. El Partido no podía olvidar de ninguna manera el enorme sacrificio llevado a cabo por uno de sus componentes, el mejor de ellos.

De pronto, la madre de Abelardo Montenegro reaccionó de una manera súbita y, limpiándose los ojos, dijo que ella salvaría a su hijo. Sara y el viejo anarquista le preguntaron qué era lo que iba a hacer. No tenía que exponerse inútilmente. Más ella dijo que conocía el único medio de salvar a su hijo e iba a utilizarlo. Se puso un velo negro sobre la cabeza y salió. Era de noche, pero supuso que aún le quedaba tiempo. Dio un beso a Sara, que habría querido acompañarla en lugar de quedarse llena de angustia y zozobra. Se despidió del viejo anarquista compañero de su hijo. Ya verían de lo que era capaz una madre. ¡Vaya si lo verían!

Una vez en el Palacio del Gobernador, a la madre de Abelardo Montenegro no querían dejarla pasar. Aquéllas no eran horas de molestar a su Excelencia. Se lo explicaron. Tenía que venir al día siguiente. Y por la mañana, no por la noche. Y pedir audiencia. Al cabo de tres o cuatro meses se la concederían. La madre de Abelardo Montenegro se irguió. Mayestática y segura recitó: Anuncien al Gobernador de Barcelona que desea verle su antigua amante Aurora Loyola de los Montenegro. Los palaciegos se llevaron el dorso de la mano a la boca y sé retiraron aprisa. Instantes después, las puertas se iban abriendo al paso de Aurora Montenegro que era introducida en las habitaciones particulares de Su Excelencia el Gobernador de la Ciudad.

El tirano, en pijama rosa y batín, aguardaba en la antecámara. Cuando vio llegar a Aurora Montenegro se llevó un dedo a los labios. ¡Chis! Por favor, que no alborotara. Era un hombre gordo y rosáceo, calvo, con un bigotito como una cagada de mosca. Tenía el gesto sorprendido y empezó a decir atropelladamente: ¿Qué quieres? ¿Qué te ocurre? ¿Qué es lo que te pasa? ¿Por qué has dicho a mis criados que eres mi antigua amante? Tú sabes que eso no es verdad, que yo siempre te quise.

Sí. Pero nunca quisiste reconocer al fruto de mis entrañas. Estabas prometido a una mujer de más alto rango social que yo; de más alto rango social y político y de mejor posición económica. Ella era millonaria y yo, qué. Yo sólo era la triste hija de un noble arruinado que te amaba con locura. Bien sabes que el hijo que tú me diste, representó la muerte de mi anciano padre. Bien sabes que nunca te descubrí. Que nunca te exigí nada. Que me retiré del mundo que me pertenecía y me dediqué única y exclusivamente a cuidar a nuestro hijo, más mío que tuyo, desde luego, pues para él tú nunca has representado, nada, ya que ni siquiera te conoce, y, de saber quién es su padre, se moriría de vergüenza.

El Gobernador volvió a llevarse el dedo a los labios.

Es igual; que me oigan. Que me oiga tu estúpida mujer que nunca te ha querido como yo. Que me oigan tus hijos que no valen tanto como el que tuviste conmigo. Que me oiga todo el mundo. Por eso, a tus lacayos, he tenido que decirles quién era, para no tener que aguardar un día y otro en estúpidas antesalas.

Mujer, té hubiera bastado una simple carta.

Qué carta ni qué narices. Aurora Montenegro se puso a llorar. Los hombros le temblaban. Entonces, el Gobernador, aquel hombre duro y sin piedad, la cogió por los hombros y la llevó pasillo adelante.

Aurora, Aurora siempre te' quise ayudar. Siempre he querido ver a ese hijo hermoso y fuerte que me diste y no me diste. A ese hijo robusto e inteligente, supongo, y no enclenque y raquítico como los míos, producto todos ellos de la corrompida línea materna. Pero tu orgullo siempre ha sido mayor que tus necesidades y nunca has querido aceptar nada mío.

Han llegado a un regio despacho. El Gobernador hace sentar a Aurora en un butacón de cuero. Aurora se hunde en él. El Gobernador arrastra otro sillón y se sienta a su lado.

Aurora, Aurora mía; algo muy grave tiene que haberte ocurrido para que tú estés ahora aquí a mi lado, en estas horas intempestivas, tú que nunca admitiste ni la más pequeña de mis dádivas, tú que nunca te humillaste.

Aurora Montenegro ha dejado de llorar. Mira al hombre rosáceo fieramente. Al final exclama: ¡Tu hijo! ¡ Tu hijo y mi hijo!

El Gobernador dice: Sí. ¿Qué pasa?

¡Tu hijo, tu hijo! ¡Tú lo vas a matar! ¡Tú, tú! ¡Si, tú; verdugo; tirano! ¡Maldito seas!

El Gobernador se lleva las manos a la cabeza. No te entiendo. El vello de la calva se le ha erizado. No te entiendo si no acabas de explicarte mejor. Suda. Está sudando.

Aurora Montenegro ya no llora. Al contrario. Es como una leona seca y enfurecida. Sí, tu hijo. Ese anarquista que debía matarte hoy, ese anarquista que iba a ponerte una bomba de reloj para que tú y tu estúpida Gobernación volarais por los aires, es tu hijo. El no sabía que eras su padre. Por eso podía matarte tranquilamente. Pero tú sí sabes que es tu hijo. Por ello no podrás condenarle a muerte tan cómodamente como a otro cualquiera.

El Gobernador vuelve a llevarse las manos a la cabeza. ¿Qué dices, mujer? Tú estás loca. ¿Ese hombre mi hijo?

Sí, tu hijo. ¿Te extraña? ¿Te maravilla?

¿Y tú has dejado que viniera a matar a su padre?, preguntó el Gobernador horrorizado.

Yo, esto, no lo sabía. Yo no sabía nada de sus luchas y andanzas políticas. Pero aunque lo hubiera sabido no se lo hubiese impedido. El representa una clase social y tú otra. El es la justicia y la reivindicación y tú el odio y la opresión. Forzosamente, siempre os tendréis que encontrar.

El Gobernador se ha dado una palmada en la frente y se ha levantado del sillón. Hay que darse prisa. No sé si llegaremos a tiempo. Mira el reloj. A estas horas tal vez esté ya muerto. Pulsa un timbre que hay encima de la mesa y, cuando entra su criado, grita: ¡ El coche, el coche! Hay que impedir la ejecución del joven que detuvieron hoy. Luego le dice a Aurora:

Tú espérate aquí mientras voy a vestirme.. Entretanto, los sicarios del Gobernador llevaban en una lancha motora al joven y apuesto anarquista Abelardo Montenegro. Habían salido del puerto y enfilaban hacia alta mar. No querían que hubiesen testigos presénciales de su infamia. Sólo la luna, que brillaba alto, los miraba.

Abelardo Montenegro llevaba las manos atadas a la espalda. Iba serio y sereno, dispuesto a no pedir ni así de clemencia a aquella gentuza de baja estofa. Se acordaba de su madre y de su novia. ¿Sabría morir como los héroes? ¿Llegaría a tiempo de salvar a Abelardo Montenegro su padre el Gobernador? ¿Serviría de algo aquel decisivo paso dado por su madre rebajando su dignidad? ¡Cuán lejos estaba de imaginar el aguerrido anarquista la escena que se estaba desarrollando en casa del hombre que él hubiera debido matar! Los sicarios le habían colocado una cuerda alrededor del cuello con una enorme pesa de hierro en uno de los extremos. Así irás en seguida al fondo, rieron. Pronto serás pasto de los peces. Ja, ja. Uno de los perros asalariados, en su juventud, había estado enamorado de Aurora Montenegro. Había sentido siempre enormes celos de su jefe el Gobernador, quien, en aquellos tiempos, si no Gobernador, ya era alguien en el tenebroso mundo de la política y había seducido a la mujer de sus sueños. Desde entonces que se había propuesto vengarse. Sabía que Abelardo Montenegro era hijo de esa mujer que él había querido. Lo que afortunadamente no sabía es que también lo era de aquel hombre a quien tanto odiaba. Ese hijo creía que era... Bueno, aunque la novela se resquebraje o desmorone no vamos a dar tantas explicaciones. El sicario, disimuladamente, sacó un cuchillo y cortó las ligaduras de Abelardo, dejando sólo un hilo que las aguantaba a fin de cubrir las apariencias. Una vez arrojado el joven anarquista al mar, la lancha motora — chuf, chuf— emprendió el regreso.

Abelardo Montenegro, ya en el agua, de una fuerte sacudida, liberó sus manos. Mientras se iba hacia abajo, forcejeó para sacarse la pesa de hierro por encima de la cabeza. Notaba que el aire le faltaba en los pulmones y que se hundía aceleradamente. Por último logró desembarazarse del pesado lastre que le arrastraba hacia el fondo y nadó hacia arriba de un modo desesperante. La lancha había desaparecido. Toda la noche estuvo nadando desorientado, procurando solamente mantenerse a flote. No sabía si se alejaba o se acercaba de la costa. Al amanecer, considerando inútiles sus esfuerzos y la ayuda prestada por el sicario, rendido y abandonándose, notando que volvía a hundirse de nuevo, perdió el conocimiento.

La duquesa de Espinosa, en su yate el «Rosicler de la Alborada», efectuaba un crucero por el Mediterráneo. El vigía del yate había gritado: ¡Náufrago a la deriva por la banda de estribor! Varios miembros de la tripulación se arrojaron en seguida al mar. La duquesa de Espinosa ofrecía su sortija de oro y piedras preciosas a quien consiguiera rescatar aquel ahogado. ¿Lo lograrían? ¿No lo lograrían?

El Gobernador, entretanto, había recibido, de parte de sus esbirros, que hablaron humildes y complacidos, la infausta noticia de que habían cumplido con su deber. La cara se le puso lívida, luego de color terroso. Aurora Montenegro, fiera y acusadora, empezó, empezó a gritarle: ¡ Asesino, asesino! ¡Has matado a tu hijo, has matado a tu hijo! ¡Verdugo, Verdugo!

En tanto sucedía esto en el Palacio de la Gobernación, en el amanecer de aquel nuevo y aciago día, Abelardo Montenegro, pálido y sin sentido, era izado a la cubierta del yate de la duquesa de Espinosa «Rosicler de la Alborada». Esta, esbelta, bella y gentil, se quitó el grueso anillo que adornaba uno de sus dedos y se lo entregó a uno de los intrépidos marineros. Toma; lo prometido es deuda. Luego contempló a Abelardo Montenegro, tendido como si durmiera en el piso de la cubierta. Es hermoso como un tritón, dijo. Y, agachándose, lo besó en los labios.

(Continuará.)