Capítulo 15

Durante dos horas trotó perezosamente sobre el gran ruano. Chato dijo que había agua fresca en la hacienda. El ruano necesitaba agua, y mucho. Josey soltó las riendas y dejó que el ruano lo guiara. El caballo mantuvo la misma dirección durante un rato, luego levantó la nariz y las orejas. Había olido agua y alteró su rumbo girando ligeramente hacia el norte. Pasó otra hora. El ruano aumentó la velocidad y se puso al trote.

Josey examinó el paisaje. Un edificio de adobe blanco de una gran hacienda se distinguiría nítidamente a la luz de la luna. Al no verlo, incrementó el paso del ruano y lanzó un desgarrador silbido: ¡SKIIIiiii! Era el trino del chotacabras de Tennessee.

Detuvo el ruano y escuchó. Solo oyó el viento. Durante treinta minutos dejó que el ruano le guiara, y se detuvo y silbó el mismo silbido desgarrador, una y otra vez.

Débilmente, desde muy lejos, escuchó el trino saltarín de un añapero, directamente delante de él.

La pequeña banda no estaba lejos; el trino saltarín provenía de Chato, y la debilidad en su voz le daba esa sensación de lejanía.

Estaban acampados entre espesos arbustos de mezquite cuando se encontró a caballo entre ellos. No es que tuviera mucho de campamento. No había comida, ni sábanas, ni fuego para calentarse. Chato estaba echado en el suelo y a su alrededor estaban sentados Pablo, En-lo-e y Ten Spot.

Sus caballos estaban atados muy juntos y los firmes puños de Pablo y En-lo-e impedían que salieran corriendo al olor del agua. Pateaban el suelo y piafaban. Ten Spot tenía la piel abrasada; su rostro, hombros, pecho y espalda estaban rojos, incluso a la luz de la luna.

Cuando Josey bajó del ruano, Ten Spot dijo agriamente:

—Dios mío, prefiero morirme a volver a dejar mi abrigo en medio del maldito desierto. Y a ese loco idiota —lanzó un pulgar en dirección a donde Chato estaba despatarrado—, le resulta gracioso darme una palmadita en la espalda.

Pablo y la chica no dijeron nada. No era necesario decir nada. Una milla más y caerían muertos en el desierto, para ser pasto de los buitres.

Excepto Chato. Este se había colocado el sombrero debajo de la cabeza, en lugar de la manta, y sus dientes brillaban blancos.

—Fue un accidente, te lo juro, Josey… en ambas ocasiones. El señor Ten Spot ¡cómo salta! —el vaquero se rio débilmente y tosió.

Josey cortó un trozo de tabaco. Con una lentitud metódica y enervante, mascó. Ten Spot esperó con gesto impaciente, tocándose el pecho y la barriga. Josey escupió y asintió hacia el gigantesco montículo blanco que se alzaba a unas doscientas yardas al norte.

—Esa es la haisienda… ¿habéis visto a alguien por los alrededores, saliendo o entrando? —preguntó.

—No, Josey —dijo Pablo—. He vigilado. Nadie. Ningún guardia en los muros. Pero hay una luz en la parte trasera, una vela. Parte del tejado de atrás está quemado y hundido… —se encogió de hombros—. La Guerra.

Josey vigiló la hacienda durante un buen rato. Era un edificio de adobe blanco de dos plantas con una muralla alta que rodeaba un patio. Se acuclilló sobre los tacones de sus botas y miró a Pablo.

—¿Tienes todavía las sandalias y pantalones de peón en tu alforja?

—Sí —dijo Pablo.

—Te diré lo que vas a hacer —dijo Josey—, quítate esos pantalones y botas de vaquero y ponte esas sandalias y pantalones de peón. Deja que la chica te guarde la camisa, se te verá más harapiento sin la camisa.

—¿Eso haré? —preguntó Pablo.

Pero se levantó, se metió entre los arbustos y se cambió la ropa.

—¿Qué estás tramando, Josey?

Ten Spot empezaba a interesarse. Josey no respondió. Estaba observando la hacienda. Pablo salió de los arbustos, con sandalias en los pies y los pantalones blancos y raídos que había llevado cuando era mendigo en Santo Río. Sin camisa, el muñón del brazo colgaba patéticamente. Tenía una apariencia lastimera.

—¡Bien! —exclamó Josey entusiasmado—, tienes la pinta adecuada. Ve por detrás de la haisienda. Llama educadamente a la puerta, como si estuvieras asustado…

—Estoy asustado, Josey —dijo Pablo con gesto humilde.

—Bien —continuó Josey—, solo sigue llamando a la puerta, educadamente, pero insistente… probablemente evitarás que te disparen si evitas aporrear fuerte la puerta —Josey hizo una pausa, ordenando las ideas—. Luego —dijo arrastrando las palabras—, cuando alguien abra la puerta, o la ventana, ponte bajo la luz para que puedan ver la pinta de miserable que llevas. Esto —añadió Josey enfáticamente— probablemente vuelva a evitar que te metan un tiro.

Pablo removió nervioso los pies y asintió.

—Diles que estabais con una recua de mulas saliendo de Coyamo, que los apaches os atacaron, y que tú eres el único que ha salido con vida. Diles que quieres advertir del peligro al mandamás del lugar.

—El Don —interrumpió Chato.

—De acuerdo, al señor Don —dijo Josey—, para que despierte a sus hombres y demás, ya que al parecer los apaches vienen en esta dirección —Josey se quedó en silencio un rato, luego, prosiguió—: Esto hará que salgan todos los que están en las habitaciones y los reúna para mí. Yo estaré cerca.

Pablo se persignó y un escalofrío le recorrió el cuerpo.

—¿Lo tienes todo en la cabeza? ¿Cómo llamar, quedarte bajo la luz y la historia que has de contar? —Josey miró fijamente a Pablo.

—dijo Pablo en voz baja—, pero…

—Y diles que tienes hambre y demás. Sonará natural —añadió Josey.

—Tengo hambre —dijo Pablo simplemente.

—Bien —dijo Josey—, entonces eres casi todo lo que debes fingir ser. No tendrás ningún problema.

—Pero… —dijo Pablo.

—Venga —le cortó secamente Josey—, ¡vamoos!

La joven apache se levantó y cayó, intentando seguir a Pablo. Este se volvió, le sujetó la mano y se lo explicó rápidamente en español. Aun así, ella intentó seguirlo a rastras.

Josey le agarró el brazo brutalmente.

¡SIÉNTATE! —gruñó.

Ella se sentó.

Cuando Pablo se alejaba vacilante, Chato le llamó.

—Ahora eres oficial en el servicio de mensajería de Josey Wales —dijo en voz baja—. ¡Vaya con Dios!

Las palabras medio en broma de Chato añadieron mayor gravedad al funesto presentimiento que abrumaba a Pablo. ¡Así que esta era la forma en la que iba a morir! Titubeó, pero entonces, tozudamente, continuó avanzando despacio, bordeando la hacienda para llegar a la puerta trasera. Josey se arrodilló y observó atentamente la espalda de Pablo. Contaba los pasos hasta la hacienda.

—¿Josey? —dijo Chato.

—¿Sí?

—¿Cómo lo hiciste… cómo lograste escapar de Escobedo?

—Solo pude alcanzar a cinco de ellos —escupió Josey—. Y a punto estuve de derribar a otro más, pero…

—¡Que solo lograste matar a cinco! —exclamó Ten Spot, que se puso de pie de un salto—. ¿Cómo demonios lograste matar…?

—Cállate —gruñó Josey—, estoy contando la distancia hasta la haisienda.

En-lo-e observó a Pablo atentamente hasta que desapareció al doblar la esquina de la pared blanca.

Josey se sentó.

—Escobedo no puede seguir nuestro rastro ahora. Ha encendido unas hogueras para guiar a Valdez hacia ellos. Cuando amanezca, que será… —miró las estrellas—, en seis horas, calculo que vendrán unos sesenta o cincuenta y cinco rurales. Escobedo, seguramente estará rabioso como un perro de presa tras el rastro de un zorro.

—¿Podremos enfrentarnos a ellos aquí, Josey? —preguntó Chato suavemente—. Son tantos…

—No tengo intención de hacerlo —dijo Josey. Se incorporó ligeramente medio agachado—. Enviaré aquí a Pablo a por vosotros. Si no lo hago, dispararé a cualquiera que venga desde esta dirección.

Con este rápido consejo, partió corriendo agachado, luego se acuclilló en el suelo, se levantó y volvió a correr otra vez. Chato se irguió apoyándose sobre los codos; Ten Spot se levantó para observar. Podían ver vagamente en la oscuridad la cabeza subiendo y luego bajando, como si fuera un arbusto que rueda por el suelo y luego se empina empujado por el viento. Desapareció entre las sombras del alto muro.

Josey se tumbó allí. No escuchó ningún sonido, solo el viento de la pradera y el aullido de tenor del coyote. Totalmente tumbado sobre el suelo, se arrastró lentamente sobre los brazos hasta la enorme verja abierta y miró dentro con cautela.

Un balcón en la segunda planta, a la que se accedía por unas escaleras que partían del patio, recorría todo el edificio. El patio era de piedra, estaba descuidado y la mala hierba crecía entre las losas del suelo. Unas puertas gruesas daban a habitaciones en la planta baja y en la segunda planta.

Josey permaneció pegado a la pared y se deslizó sigilosamente bajo las sombras del balcón. Avanzando pulgada a pulgada pegado a la pared, llegó a la parte trasera. La puerta estaba abierta y dentro escuchó voces… español; no podía entenderlo.

Avanzó despacio arrimado a la pared y se apartó de la puerta donde la luz de una vela iluminaba el suelo del patio. Ahora una voz se alzó con airada furia y Josey escuchó el duro golpeteo de carne contra carne. Volvió a moverse y vio entonces a un hombrecillo de pelo blanco, viejo y vestido con una bata de seda. Estaba de pie, con expresión impasible, observando algo frente a él.

Josey se movió ágilmente a su derecha. Un hombre grande, de espaldas bovinas y con el pelo negro y largo, estaba de espaldas a Josey. Iba vestido como un vaquero, con botas de tacón alto y una pistola con culata blanca colgada en su cinto. Era él quien gritaba. Sujetaba a Pablo por el cuello con una mano y mientras Josey observaba, descargó un puñetazo brutal en la cara de este, derribándolo sobre sus rodillas.

Pablo estaba intentando contestar a alguna pregunta. Tenía el rostro hinchado por los puñetazos. Y un ojo casi totalmente cerrado.

Entonces, el vaquero sintió una leve presión en su espalda; el clic del percutor de un 44 era inconfundible. Se quedó congelado con el puño en el aire.

Josey Wales ni tan siquiera le miró. Con el revólver amartillado en la espalda del vaquero, examinó el lugar con la mirada. El anciano estaba de pie, como aturdido por la repentina aparición. Sus ojos se agrandaron. Pegadas a la pared, dos indias regordetas, las sirvientas, cubrieron sus rostros.

Como si estuviera hablando sobre el tiempo, Josey se dirigió despreocupadamente a Pablo, que luchaba por ponerse de pie.

—¿Qué dicen, Pablo?

Pablo habló desgranando las palabras por sus labios hinchados; caía sangre de su boca.

—Dicen, Josey, que sus mujeres están en Ciudad de México, por seguridad. Dicen que sus jinetes están en los terrenos, recogiendo el ganado dispersado por los… el hijo de perro indio, Juárez. Ellos son los únicos que hay aquí.

Pablo se limpió la sangre de la boca. Ahora tenía uno de los ojos totalmente cerrado.

Josey apartó el cañón del revólver de la espalda del vaquero; cuando lo hizo, el hombretón bajó el brazo y se giró para encararse a Josey.

La mano de Josey se movió tan rápidamente que el vaquero no tuvo tiempo de levantar el brazo para protegerse. El cañón del pesado Colt brilló al descender con fuerza. El vaquero se derrumbó como un tronco. El corte entre el pelo mostraba la calavera blanca y la sangre se derramó sobre el suelo.

—Así aprenderás —farfulló Josey— lo que es un puñetazo de Misuri.

Las dos sirvientas gritaron y se quedaron acurrucadas y temblando en la pared.

Josey se giró hacia el anciano, que no había movido un solo músculo.

—¿Habla inglés? —preguntó cortésmente.

El anciano se recompuso orgullosamente.

—¡Mucho mejor que tú, bandido! Y francés, y español, y ale…

—De acuerdo —farfulló Josey—, así que es un hombre educado. Siéntese en esa silla.

El anciano permaneció de pie. Con una bota, Josey lo empujó y lo sentó espatarrado sobre la silla.

¡SIÉNTATE!

—Lo has hecho muy bien, Pablo —le animó Josey, enfundando los Colts—. Te diré lo que harás. Dile a las dos mujeres que preparen un buen fuego en ese bonito fogón que tienen ahí; llenad tres cubas de agua caliente. Diles que saquen muchos víveres y cosas para comer. Diles que lo hagan pronto, o que les dispararé en la cabeza.

Pablo habló con las mujeres suavemente y, al finalizar, cuando llegó a la parte de «la cabeza», estas se pusieron de pie de un salto y se apresuraron a abrir el fogón y a encender el fuego. Y se persignaban todo el tiempo por el bandido sin alma.

—Pablo —dijo Josey en voz baja—, supongo que puedes traer a los demás. Ten cuidado con Chato; demasiados trotes le reventarán por dentro.

—Pablo salió a hurtadillas por la puerta y cruzó el patio.

Estuvieron todos allí en cuestión de minutos. Chato estaba inconsciente a causa de los dolores de aquel trasiego. Josey hizo que lo tumbaran sobre la mesa y En-lo-e destapó los sucios vendajes. Las feas heridas no cicatrizaban, pero no se detectaba pus ni infección.

Cuando apareció En-lo-e, las sirvientas se echaron hacia atrás.

—¡Apaches! —susurraron, pero Pablo les informó y las tranquilizó.

Las mujeres llenaron las cubas con agua caliente y llevaron vendas limpias y ungüentos para las heridas.

Pablo y Ten Spot guardaron los caballos en el establo situado en la parte trasera, les dieron agua y grano y los cepillaron. Solo encontraron otros dos caballos en el establo.

Pablo habló con En-lo-e. Se quitó la camisa larga y se metió desnuda en la cuba de agua caliente. Se sentó disfrutando de la calidez y lentamente echó la cabeza hacia atrás y la apoyó en el borde de la cuba. Se durmió. La calidez del agua la despojó del agotamiento, de las punzadas, del dolor y la sangre.

Josey se sentó en una silla, frente al Don, mientras las mujeres bañaban a Chato y le vendaban las heridas.

Ten Spot se lavó, se afeitó la barba y se echó hacia atrás frente al espejo.

—¡Dios mío! ¡Parezco humano otra vez!

—Ya que te sientes humano —replicó Josey—, podrías mover tu lindo trasero e inspeccionar las habitaciones del señor Don y reunir todas las armas y munición que encuentres.

—Una buena idea para un ser humano —respondió Ten Spot sonriente e hizo una reverencia al Don al pasar por su lado.

Se le podía oír revisando las habitaciones, dando portazos y abriendo los armarios.

El Don no pudo soportarlo por más tiempo. Se puso de pie.

—Esto… están mancillando mi hacienda… saqueando mis pertenencias… es… es… —no era capaz de encontrar las palabras para expresar su indignación.

Se volvió a sentar con la cabeza entre las manos.

Pablo estaba cortando ternera y enrollándola en enormes trozos de pan. Pasó uno de los rollos a Josey. Mientras masticaba, Josey observaba atentamente al Don.

—Señor Don —farfulló.

La cabeza del Don se elevó como por algún resorte.

—El nombre, bandido, es Don Francisco de García. ¡Don es un título, no un nombre!

—No hace falta que se ponga tan quisquilloso por eso —dijo Josey con voz tranquilizadora—. Como iba a decirle antes —pegó un mordisco grande al pan con ternera y masticó durante unos segundos—, ¿qué le tiene tan endemoniadamente en contra del tal Juárez?

El fuego inundó los ojos del Don.

—Juárez —dijo— es un pagano. Un indio zapoteco… ¡El Presidente, nada más y nada menos! Arrebatará las tierras a todas las parroquias, las minas; dice que impondrá la reforma de la tierra, como la llama, lo que significa que va a robarme una parte de mis tierras para dárselas a los indios. ¡Mis tierras!

Josey aceptó otro enorme sándwich que le ofrecía Pablo y se puso a masticar de nuevo.

—¿Cuántas tierras tiene?

—Para atravesar mis tierras —contestó el Don con orgullo— hacen falta cinco días a caballo para un jinete rápido.

Josey se echó hacia atrás, verdaderamente asombrado.

—Dios Todopoderoso, está de broma… ¿y dice usted que es todo suyo?

—Es todo mío —declaró el Don.

Tras un largo silencio, Josey dijo:

—Supongo que con tanta tierra, usted no la habrá visto toda nunca.

—No, no la he visto —replicó el Don—, pero está allí.

—¿Y cómo logró hacerse con tanta tierra? —preguntó Josey con curiosidad.

—La tierra, bandido —respondió el Don—, la heredé de mi padre, y él la heredó de su padre, y su padre de su padre.

—¿Y de dónde la sacó? Me refiero al primero de todos —preguntó Josey.

El Don le miró perplejo.

—Vaya, él las conquistó, por supuesto —afirmó.

—Jamás oí nada sobre conquistar tierras —dijo Josey mientras masticaba la ternera—. Solo de arar la tierra, cultivarla, esas cosas…

—A los indios —explicó el Don impacientemente, pasando una mano delgada por su pelo blanco—, la conquistó y se la arrebató a los indios.

—Oh —dijo Josey Wales—. Ya veo: él reformó la ley y le quitó la tierra a los indios, y este tal Juárez ahora lo que se propone es reformar la ley y devolverles la tierra. Suena razonable.

El Don miró fijamente a aquel ignorante, aquel idiota asesino.

—Por lo que se ve, usted parece ignorarlo todo sobre cualquier procedimiento civilizado. Es inútil discutir nada más.

Y volvió a hundir la cabeza entre las manos.

—Bueno, supongo que sí soy un ignorante, ya que no recibí educación en la escuela, pero no me parece tan mal, señor Don —dijo con voz reconfortante—. Usted tiene la suficiente tierra para cabalgar y disfrutar de las vistas, para apreciarla y hacerse a ella. Entonces, usted y los indios casi con toda seguridad se llevarán bien, no todo está tan mal. Mi lema es —dijo poniendo el tacón de una bota sobre la barriga del bestia tirado delante de él y apoyando la otra bota sobre esta— vive y deja vivir.

El Don, tras bajar la mirada a la figura que yacía en el suelo, dijo con sarcasmo:

—Sí, ya veo que es su lema.

Ten Spot entró en la habitación con expresión de total indiferencia. Llevaba las botas limpias, una camisa con volantes, y un abrigo negro con el cuello aterciopelado.

—Casi —dijo— la talla perfecta. Cuando me encuentre, ah, en mejores circunstancias, Don Francisco, tenga por seguro que le reembolsaré por su generosidad.

Josey miró fríamente al tahúr.

—Tienes toda la pinta de un chulo de Kansas City. ¿Y qué pasa con las armas?

Ten Spot alargó el brazo por detrás de la puerta y sacó una carabina.

—Es el último modelo —dijo—. Con cartuchos… —le pasó una larga cartuchera.

Josey acarició el arma, pasando las palmas sobre la culata. Un excelente rifle.

—Toma esto —dijo—, ponlo en la parte trasera de la silla de Chato y cuelga la cartuchera allí. Él es el mejor tirador de rifle.

Chato se había despertado. Estaba tumbado sobre la mesa y se incorporó apoyado sobre los codos.

—Nunca antes lo habías reconocido, Josey… siempre decías que yo no lo era… ¿recuerdas?

—Lo sé —gruñó Josey—, solo lo he dicho para evitar que Pablo se dispare en un pie con el maldito rifle —dirigiéndose a Ten Spot, añadió—: Mira a ver si le puedes meter algo más en esa bocaza aparte de tequila. Como ternera y pan, por ejemplo. Tengo la sospecha de que no puede ponerse en pie porque sus piernas están llenas de licor.

Josey asignó la primera guardia a Pablo en el muro exterior. El indio estoico, tras abrocharse la pistolera, miró durante un largo rato a En-lo-e, que todavía dormía en la cuba.

—Se está curando, hijo, y descansa tranquila —dijo Josey, casi con ternura. Pablo asintió—. Ten Spot te relevará dentro de dos horas. Ten cuidado y vigila con atención.

—Vigilaré atentamente —dijo Pablo, y a continuación desapareció en la oscuridad.

La luz de la vela bajó de intensidad. Ten Spot se tumbó en el suelo, Chato sobre la mesa. Las dos sirvientas indias dormían acurrucadas contra la pared de la cocina.

Lentamente, el anciano levantó la cabeza. Miró astutamente al bandido sentado frente a él. Había un derringer en el piso de arriba… si pudiera hacerse con él. Durante un largo rato examinó a Josey Wales: con la silla apoyada contra la pared, los pies cruzados sobre la barriga del capataz tirado en el suelo. El sombrero gris ensombrecía los ojos del bandido. ¿Estaban abiertos o cerrados? Bajo el ala, la profunda cicatriz surcaba la barba negra crecida. Parecía respirar relajadamente, de manera regular.

Con una dolorosa lentitud, el anciano se levantó de la silla. Tras levantarse, permaneció un buen rato quieto, cada vez más convencido de que el bandido dormía. Lentamente, dio el primer paso hacia la puerta. Simplemente pestañeó una vez y el enorme agujero ya le apuntaba de frente; el 44 se había desplazado como por arte de magia y el percutor chasqueó al amartillarse. El anciano se quedó petrificado. ¡Cómo había logrado moverse tan rápido!

El bandido no dijo nada, pero el agujero del cañón siguió al Don de regreso a su asiento, y de forma igualmente mágica, desapareció cuando se sentó. El anciano se quedó allí resignado.

En voz baja, se dirigió al bandido.

—¿Es que nunca duerme? —dijo con desdén—. ¿O se baña?

Las palabras arrastradas brotaron despacio de debajo del ala del sombrero.

—Supongo que duermo prácticamente la mayor parte del tiempo que estoy despierto, por decirlo de alguna manera. En cuanto a lavarme, bueno, jamás podría apetecerme un baño en una cuba, siendo oriundo de Tennessee. Allí lo habitual es bañarse en los arroyos y, por lo visto, aún no me he acostumbrado a otra cosa.

Habló con voz suave y fluida. ¡Un extraño bandido!

La luz de la vela se hizo más tenue. El anciano cayó dormido y se hundió en la silla. Josey Wales levantó los pies, desabrochó la pistolera del capataz del rancho tumbado a sus pies y la colocó en la mesa junto a Chato. Se dirigió a la puerta y examinó el cielo.

Unos segundos más tarde, volvió y sacudió a Ten Spot.

—Es la hora de relevar a Pablo —dijo.

El tahúr se levantó, se abrochó la pistolera y salió por la puerta sin decir una sola palabra. Pablo entró poco después. Se acercó a En-lo-e y, arrodillado junto a ella, le acarició el pelo y escuchó su respiración. Luego también él se tumbó en el suelo y se durmió.

En las horas más oscuras de la noche siempre arrecia el viento, cambia, indicando la cercanía del nacimiento de la madrugada, como las punzadas rítmicas que anuncian a la mujer la llegada de su hijo. Josey Wales conocía ese viento de su tierra en Misuri.

Lo sintió y, levantándose de su curioso duermevela, se acercó a Chato sobre la mesa. Sacudió suavemente al vaquero.

—Chato —susurró.

, Josey.

—¿A qué distancia al norte calculas que está ese gran cañón profundo por el que pasamos de camino al sur?

Chato se sacudió la modorra de la cabeza.

—Debe de estar a unas veinticinco o treinta millas, Josey. ¿Por qué?

—Solo estoy calculando —respondió el fuera de la ley. Se dirigió a la puerta y silbó para que Ten Spot entrara. Tras despertar a Pablo con un suave puntapié y luego a En-lo-e, dijo:

—Vamos a partir. Coged las armas y comida, llenad los sacos de grano para los caballos. Chato, tú quédate ahí tumbado hasta que estemos listos. Puedes quedarte esa pistola de culata blanca que tienes ahí.

Gracias, Josey —dijo Chato, sorprendido por ese gesto de generosidad tan poco habitual en Josey Wales.

—Es más bien un préstamo —dijo Josey secamente—. Solo tienes una pistola. Necesitarás dos en un rato.

Ya estaban todos montados, Chato con los pies atados en los estribos. Cogieron los dos caballos de la hacienda. En-lo-e se sentó a horcajadas en uno de ellos y Ten Spot tiraba del otro.

El anciano estaba de pie a la luz de la vela en la puerta de la cocina.

—Así que —dijo indignado— también son ladrones de caballos. Eso se paga con la horca, se lo advierto.

Desde los lomos del ruano, Josey bajó la mirada hacia el anciano.

—Solo estamos tomándolos prestados, por así decirlo. No tenemos intención de dejar ningún caballo fresco para Escobedo.

—¡Escobedo! —exclamó el anciano—. Así que es el capitán Escobedo quien les está persiguiendo. Es mi amigo. Se lo advierto, cuando llegue aquí le informaré de la dirección por la que han huido —sacó hacia fuera su diminuto pecho—. A menos, por supuesto, que me mate ahora mismo.

—Hágalo, anciano —farfulló Josey—, y si Escobedo es su amigo, cuídese las espaldas mientras lo tenga cerca.

Chasqueó la lengua para poner el ruano en movimiento; este tiraba del caballo de Chato; En-lo-e le seguía y luego Pablo. Ten Spot cerraba la marcha. Partieron hacia la negrura previa al amanecer, lentamente, en dirección norte. A un paso penosamente lento. Les quedaba un largo camino hasta el Río Grande.