Capítulo 15

Laura Lee Turner se tropezó detrás del carromato a la tenue luz de la luna. Los botines altos de botones no eran el calzado ideal para andar y ya se había torcido el tobillo varias veces. La áspera manta atada alrededor de los hombros le irritaba la piel escoriada, especialmente en la espalda y el vientre, donde las uñas de algunos hombres la habían arañado. Sentía un dolor punzante en los pechos y su respiración se hizo entrecortada y forzada. No había salido ni una sola palabra de sus labios hinchados desde el ataque… pero eso no era algo extraño en Laura Lee.

«Demasiado callada», dijo en una ocasión la abuela Sarah cuando Laura fue a vivir con ella y el abuelo Samuel, después de que su padre y su madre murieran de neumonía.

«Veo, veo, y qué vi, que no es muy lista Laura Lee», le habían cantado los niños en la escuela de madera, allá en los Montes Ozark… cuando tenía nueve años. Nunca volvió al colegio. La abuela Sarah le corregía amablemente cuando decía cosas como «La primavera nos ha traío esta tormenta», o «Las nubes es como sueños blanditos flotando por una mente azul cielo».

El abuelo Samuel la miraba atónito y comentaba a sus espaldas: «Un poco rara… pero es una buena chica».

A los quince años, tras su segunda cena de cajas[10] en el asentamiento, no regresó nunca más. El abuelo Samuel tuvo que comprarla… en ambas ocasiones… ante la vergüenza de la gente al ver que solo quedaba una caja solitaria que ningún joven estaba dispuesto a comprar.

«Deberías hablar con ellos», le reñía la abuela Sarah. Pero ella no sabía; mientras las otras jóvenes hablaban y reían con los grupos de chicos, ella se quedaba apartada, muda y rígida como la sota de bastos. Tenía pechos grandes y espalda ancha. «No tienes los huesos lo suficientemente delicados para atraer a estos mocosos idiotas», se quejaba la abuela Sarah. Los huesos prominentes otorgaban una dureza a su rostro que un predicador tal vez hubiera descrito caritativamente como «honesto y abierto». Las pecas sobre la nariz tampoco ayudaban mucho. Tenía la cintura lo suficientemente estrecha, pero sus pies eran demasiado grandes y, en una ocasión, cuando un vendedor ambulante pasó por allí… el abuelo la llamó para que le midiera la talla de los zapatos y el vendedor se rio: «Tengo un precioso par de botines de hombre que se ajustarán a la talla de esta pequeña dama». Laura Lee se puso roja y bajó la mirada hacia los dedos de sus pies.

La abuela Sarah era una mujer práctica, aunque desilusionada… y resignada. Comenzó a preparar a Laura Lee para el deprimente destino de la soltería. Ahora, a sus veintidós años de edad, ya estaba totalmente asumido: Laura Lee era una «vieja solterona» y lo seguiría siendo el resto de su vida.

El hermano soltero de la abuela Sarah, Tom, le había enviado las escrituras de su rancho, situado en el territorio oeste de Texas, y cuando fueron informados de la muerte de Tom en la batalla de Shiloh hicieron planes para abandonar la granja de piedra en la colina y trasladarse al rancho. Laura Lee jamás cuestionó la idea de ir allí. De todas formas, no había otro lugar adonde ir.

Ahora, mientras avanzaban tambaleándose detrás del carromato, no tenía ninguna duda de lo que la esperaba. Aceptó su destino sin amargura. Lucharía… y luego moriría. La fiereza de esa tierra llamada Texas la había sobrecogido con su brutalidad. La imagen de Towash volvió a aparecer en su mente; la imagen del rostro con la cicatriz, los ardientes ojos negros del asesino, Josey Wales. Le pareció mortífero, escupiendo y gruñendo muerte… como un león de montaña que vio en una ocasión… acorralado contra una pared de rocas mientras los hombres se acercaban. Se preguntaba si él sería como esos hombres que ahora las tenían cautivas.

La abuela Sarah se tambaleaba a su lado. El largo vestido que llevaba la obligaba a avanzar dando pequeños saltitos y en ocasiones tenía que trotar ligeramente. Junto a la abuela Sarah el salvaje cautivo andaba relajadamente. Era muy alto y delgado, pero se movía con una agilidad que contradecía la edad que se reflejaba en su rostro de roble arrugado e invadido por una calma estoica. No había soltado palabra. Incluso cuando el enorme mexicano le preguntó y le amenazó, él permaneció en silencio… sonriente, y luego escupió en el rostro del mexicano… y le golpearon hasta que cayó al suelo.

Laura Lee le observaba ahora. A unas treinta yardas a sus espaldas les seguían dos jinetes a caballo, pero había visto al salvaje acercarse disimuladamente la correa de cuero a la cara en dos ocasiones y estaba segura de que la había estado masticando.

El polvo que levantaban las carretas se les arremolinaba en la cara y a la abuela Sarah le dio un ataque de tos. Se tropezó y cayó al suelo. Laura Lee se acercó para ayudarla, pero antes de que pudiera llegar a la diminuta figura, el salvaje se inclinó rápidamente y la levantó con sorprendente facilidad. Él continuó andando, sin perder el paso en ningún momento, mientras sujetaba la cintura de la pequeña mujer con las manos atadas. La posó en el suelo y la siguió sujetando con delicadeza hasta que la abuela Sarah recobró el paso. La abuela Sarah lanzó hacia atrás la cabeza para apartarse el largo cabello blanco por detrás de los hombros.

—Gracias —susurró.

—De nada —respondió el salvaje con una voz grave y agradable.

Laura Lee se quedó atónita. El salvaje hablaba inglés. Miró de soslayo a Lone.

—Tú… es decir… usted habla nuestro idioma —dijo titubeante y temerosa de dirigirse a él directamente.

—Sí, señora —dijo—, supongo que lo parloteo un poco.

La abuela Sarah, a pesar de su paso saltarín, le miraba.

—Pero… —dijo Laura Lee—, usted es indio… ¿verdad?

Laura Lee vio los blancos dientes resplandecer a la luz de la luna cuando el salvaje sonrió.

—Sí, señora —dijo—, totalmente indio, supongo… o eso me dijo mi padre. No veo por qué tendría que mentirme sobre ello.

La abuela Sarah ya no pudo mantenerse en silencio por más tiempo.

—Habla como… como… un montañés —estas últimas palabras las escupió mientras brincaba a medio trote.

El indio sonó sorprendido.

—Caramba… pues supongo que eso es lo que soy, señora. Soy un cheroqui de las montañas del norte de Alabama. Acabé en las Naciones… quiero decir, antes de acabar atado al final de esta cuerda.

—Que el Señor nos salve a todos —dijo la abuela Sarah en tono lúgubre.

—Sí, señora —respondió Lone, pero Laura Lee advirtió que había girado la cabeza mientras hablaba y ahora inspeccionaba la pradera, como si estuviera seguro de recibir ayuda adicional además de la del Señor.

Se sumieron en el silencio; el carromato se movía rápidamente y hablar se hacía difícil. La noche transcurrió y la luna ya había rebasado su cúspide en el cielo y comenzaba a declinar hacia el oeste. Hacía frío y Laura Lee podía sentirlo cuando sus piernas desnudas entreabrían la manta a cada paso que daba. En una ocasión notó que el nudo que sujetaba la manta alrededor de sus hombros se estaba soltando y forcejeó inútilmente para sujetarla con las manos atadas. Se sorprendió al ver que el indio se acercaba de pronto a ella. Alargó las manos atadas y en silencio volvió a anudar la manta.

La abuela Sarah ahora se tropezaba más a menudo y el indio, en cada ocasión, la levantaba y le ayudaba a recobrar el paso. Le susurró palabras de ánimo al oído: «Ya no queda mucho, señora, para que paremos a descansar». Y en otra ocasión, cuando la anciana parecía demasiado débil para volver a ponerse en pie, él la regañó suavemente:

—No puede rendirse, señora. La matarán… no puede rendirse.

La abuela Sarah habló con una nota de desesperación en la voz.

—Pa se ha ido. Si no fuera por Laura Lee, yo también estaría lista para irme.

Laura Lee se acercó más a la anciana y le sujetó el brazo.

La luna colgaba pálida suspendida sobre el horizonte al oeste cuando los primeros rayos del amanecer atravesaron el ancho cielo sobre ellos. De repente, el carromato se detuvo. Laura Lee pudo ver una hoguera frente a ellos y hombres que se reunían alrededor del fuego. La abuela Sarah se sentó y Laura Lee, tras sentarse a su lado, levantó los brazos atados, rodeó con ellos a la anciana y apoyó la cabeza de esta sobre su regazo. No dijo nada, solo acariciaba torpemente el rostro arrugado y atusaba el largo pelo blanco con los dedos. La abuela Sarah abrió los ojos.

—Gracias, Laura Lee —dijo débilmente.

Lone se quedó junto a ellas, pero no miraba hacia la hoguera. En lugar de eso, le daba la espalda al carromato y echaba la vista a lo lejos, hacia el camino por el que habían venido. Permaneció erguido como si estuviera hecho de piedra, paralizado en profunda concentración. Tras un buen rato, se vio recompensado al detectar el débil parpadeo de una sombra, quizás un antílope… o un caballo, porque se dejó caer rápidamente por una elevación en la llanura. Siguió mirando más atentamente y detectó otra sombra, moviéndose más despacio y con curiosas motas blancas, que seguía la ruta de la primera sombra. El rostro del indio se ensanchó en una sonrisa lobuna mientras se llevaba la correa de cuero a los dientes.

El sol brillaba más alto, y más ardiente. Los comancheros ahora paseaban de un lado a otro para estirar las piernas tras la cabalgada nocturna. El hombre de barba pelirroja se acercó a la parte trasera del carromato. Unas enormes espuelas españolas tintineaban a cada paso que daba. Llevaba una cantimplora en la mano, se arrodilló junto a Laura Lee y la abuela Sarah y colocó la cantimplora sobre la mano de Laura Lee.

—Voy a ganarle la puja al comanche y te criaré yo mismo —dijo lanzando una mirada lasciva y una ancha sonrisa a la joven.

Regueros de saliva y escupitajos de tabaco se habían resecado en hilillos por su sucia barba. Mientras se limpiaba la boca con el dorso de una de las manos, disimuladamente metió la otra por debajo de la manta y la posó sobre el muslo de la joven. Ella forcejeó para levantarse, pero él la presionó con su cuerpo, metió una rodilla entre las piernas de la joven bajo la manta y le acarició los pechos. Lone descargó la cabeza con tanta fuerza contra la del hombre que este quedó noqueado bajo el carromato. Laura Lee dejó caer la cantimplora. El indio se levantó, implacable, mientras el comanchero de barba roja maldecía y se revolvía para ponerse en pie. Sin mirar a Laura Lee, Lone dijo en voz baja:

—Rápido… la cantimplora… da de beber a la abuela… puede que sea su última oportunidad.

Laura cogió la cantimplora y la inclinó sobre los labios de la abuela, luego escuchó el crujido seco de una pistola impactando contra hueso y el indio cayó junto a ella en el suelo. El indio se quedó inmóvil mientras la sangre manaba y se esparcía por su pelo color carbón.

Laura Lee estaba derramando el agua por el rostro de la abuela Sarah.

—Maldita sea, chiquilla, me vas a ahogar —la anciana se incorporó, escupiendo y jadeando.

El comanchero le arrebató la cantimplora y Laura Lee forcejeó para no soltarla. Se puso de pie, arrancándola de las manos del comanchero y logró salpicar con agua la cara de Lone. El comanchero la tumbó de una patada y recuperó el agua. Jadeaba con fuerza.

—Seguro que te mueves de maravilla cuando te meta en la cama —escupió.

La refriega había atraído a otros hombres al carromato… y el comanchero se alejó a toda prisa.

Laura Lee se arrimó a la figura inconsciente de Lone. Lo puso boca arriba y con un extremo de la manta taponó y detuvo el reguero de sangre. La abuela Sarah se había incorporado sobre las rodillas y tiró de un hilo que tenía colgado del cuello. Sacó una pequeña bolsita de debajo del vestido.

—Ponle esta bolsa de asafétida bajo la nariz —ordenó a la joven al tiempo que le daba la bolsa.

Lone inspiró una sola vez de la bolsa, giró la cabeza violentamente y abrió los ojos.

—Mis disculpas, señora —dijo con calma—, pero nunca fue de mi agrado la mofeta podrida.

La voz de la abuela Sarah sonó con un tono débil pero severo.

—Le dispararán si no puede andar —le advirtió, postrada sobre sus rodillas temblorosas.

Lone rodó sobre su vientre y se apoyó sobre las manos y las rodillas. Permaneció en esa postura durante unos segundos, balanceándose… luego se enderezó.

—Andaré entonces —sonrió bajo la sangre reseca—, aunque ya no hay mucho que andar ahora, de todas formas.

Mientras hablaba, el carromato dio un tirón y Lone tuvo que sujetar a la abuela Sarah por el fondillo de los calzones para enderezarle las piernas y ayudarla a ponerse al paso.

No pararon a mediodía; la caravana siguió rodando a ritmo constante hacia el oeste. El polvo de caliche blanco, mezclado con el sudor, se secó en sus rostros dibujando sobre ellos una máscara y el calor solar drenó las fuerzas de sus piernas. Ahora Lone sostenía firmemente a la abuela Sarah; las piernas temblorosas de la anciana hacían el movimiento de andar, pero era Lone quien aguantaba su peso.

El carromato comenzó a descender cuando la caravana se dirigió a un cañón profundo. Era estrecho, con paredes rectas a ambos lados y el terreno llano. Ahora se dirigían directamente hacia el sol. Laura Lee sentía que le temblaban las piernas al andar; se tropezó y cayó, pero logró erguirse de nuevo sin ayuda. De repente, los carromatos se detuvieron. Laura miró a Lone.

—Me pregunto por qué hemos parado —se sorprendió al oír su propia voz rota y ronca.

Se había dibujado una sonrisa de triunfo en el rostro del indio… Laura pensó que se había vuelto loco por el golpe que había recibido en la cabeza. Por fin, Lone respondió:

—Si no he calculado mal, estamos dirigiéndonos directamente hacia el sol. Estas paredes nos rodean. Parece el lugar ideal para un tipo que conozco que sabe aprovechar todas las ventajas. Aún no he mirado hacia arriba, pero me juego la cabellera a que un caballero llamado Josey Wales es el que ha detenido esta caravana.

—¿Josey Wales? —Laura Lee repitió el nombre con voz ronca.

La abuela Sarah, aún arrodillada en el suelo, susurró débilmente.

—¿Josey Wales? ¿El asesino que vimos en Towash? ¡Que Dios nos coja confesados!

Lone se paseó por detrás del carromato. Laura Lee permaneció a su lado. A unas cincuenta yardas frente a ellos, montado sobre el gigantesco ruano y totalmente erguido cubriendo los rayos del sol, estaba Josey Wales. Lone se protegió los ojos con la mano y pudo ver el movimiento lento y meditabundo de la mandíbula.

—Ahí está, mascando su tabaco, válgame el cielo —dijo Lone; vio que Josey miraba a un lado con expresión pensativa—. Y ahora escupirá —susurró el indio.

Y a continuación Josey escupió un chorro de jugo de tabaco que impactó con pericia contra una flor de artemisa. Los comancheros le miraban horrorizados, clavados al suelo como estatuas ante aquella extraña figura que había aparecido y que evidenciaba una actitud tan despreocupada… apuntando con un escupitajo a las flores de artemisa.

Lone mordió vigorosamente las correas de cuero alrededor de sus muñecas.

—Prepárese, jovencita —susurró a Laura Lee—, se va a desatar el infierno antes del desayuno.

Los jinetes que cabalgaban en la retaguardia pasaron a su lado y se unieron al resto de hombres en la cabecera de la caravana. Laura Lee se cubrió los ojos para protegerlos de la blanca luz del sol.

—Habla de él… de Josey Wales… como si fuera su amigo —dijo a Lone.

—Es más que mi amigo —se limitó a responder Lone.

La abuela Sarah, todavía sentada, se asomó estirándose por el borde de la rueda del carromato y miró.

—Incluso para un hombre tan fiero como él, hay demasiados enemigos —susurró, pero siguió sujetando la rueda del carromato y mirando.

Vieron que Josey se enderezaba en la silla y que lentamente… muy lentamente, levantaba una rama rematada con una bandera blanca. La ondeaba de un lado a otro a los comancheros, que estaban todos apiñados a la cabeza de la caravana.

—¡Es una bandera de rendición! —gimió Laura Lee.

Lone sonrió bajo la máscara que cubría su rostro moreno.

—No sé qué planea hacer, pero rendirse desde luego que no.

Los comancheros estaban nerviosos. Se escuchaban conversaciones agitadas y surgió un debate entre ellos. El enorme líder mexicano, montado en un gris moteado, se movía entre los hombres y señalaba con la mano. Seleccionó al hombre de la barba roja, a otro anglo de apariencia particularmente feroz que llevaba cabelleras humanas cosidas en la camisa, y a un mexicano de pelo largo con dos pistoleras en la cintura.

Los cuatro jinetes avanzaron en fila con cautela hacia Josey Wales. Cuando comenzaron a moverse, Josey avanzó con el ruano al mismo paso lento para encontrarse con ellos. El silencio, roto tan solo por el débil gemido del viento entre las rocas del cañón, invadió la escena. A Laura Lee le parecía que los caballos avanzaban con una lentitud dolorosa, pisando con cautela mientras los jinetes los contenían tirando de las riendas. Entonces tuvo la impresión de que Josey Wales movía su caballo ligeramente más rápido… aunque no lo suficiente para que se notara… pero aun así, cuando se encontraron frente a frente, el ruano se encontraba mucho más cerca de los carromatos. Y entonces se detuvieron.

Laura veía ahora claramente el rostro marcado del fuera de la ley. Los mismos ojos negros ardientes por debajo del ala del sombrero. Josey se irguió lentamente apoyándose en los estribos como si estuviera estirando las piernas, pero el movimiento sutil colocó las pistolas justo por debajo de sus manos.

De repente, la bandera cayó al suelo. Laura no advirtió que las manos de Josey se movieran, pero vio el humo saliendo de sus caderas. Los ¡BUMS! de los ruidosos 44 retumbaron con un sonido nítido en las paredes del cañón. Dos sillas vacías… el mexicano con las pistoleras en la cintura cayó hacia atrás por la grupa de su montura. El hombre de barba roja se retorció, cayó al suelo y un pie se le quedó enganchado en el estribo. El jinete de la camisa de cabelleras se dobló hacia delante y se derrumbó, y mientras el enorme líder mexicano giraba su caballo en frenética retirada, una potente detonación le arrancó de cuajo un lado de la cara.

La velocidad y el sonido de lo ocurrido fueron como los de un violento trueno, dejando a su paso una escena de total confusión. El caballo gris del hombre de barba roja salió en estampida y huyó pasando junto a los carromatos y arrastrando al hombre muerto por un pie. El caballo enloquecido del líder mexicano saltó al notar el peso muerto del jinete y se abalanzó sobre una de las yuntas de bueyes. Laura Lee vio que el ruano se apartaba de aquel embrollo y cabalgaba directamente hacia ellos.

Josey Wales sostenía dos pistolas en las manos. Sujetaba las riendas del ruano con los dientes y disparaba al tiempo que embestía contra los jinetes que se habían agrupado junto al carromato… Los ensordecedores disparos resonaban y tronaban alrededor de ellos. Un hombre gritó mientras caía de cabeza de un caballo que corcoveaba; gritos y maldiciones, caballos aterrados corrían de un lado a otro. En medio de todo aquel caos, Laura Lee escuchó un sonido que comenzó sonando grave y luego fue aumentado de tono y volumen hasta alcanzar el clímax en un espeluznante crescendo de gritos desgarrados que le pusieron los pelos de punta. El sonido procedía de la garganta de Josey Wales… el grito Rebelde de júbilo que celebraba la batalla y la sangre… y la muerte. El sonido del grito parecía tan primitivo como el propio hombre. Pasó tan cerca del carromato que Laura Lee se encogió ante los cascos del terrible ruano que se cernían sobre ella. Girando el enorme caballo rojo prácticamente en el aire, Josey lo dejó caer junto a un conductor de carreta, medio desnudo, que huía a la carrera y le disparó directamente entre los omoplatos.

Un comanchero, con el sombrero colgando por la espalda, pasó cabalgando a toda prisa al galope y desapareció por el cañón. Josey tiró del enorme ruano y los cascos de los caballos del resto de comancheros resonaron por el cañón mientras se desvanecían en la lejanía.

Un comanchero elegantemente vestido que yacía cerca de Laura Lee levantó la cabeza. La sangre le cubría el pecho y la miró directamente a los ojos.

—Agua —dijo débilmente, e intentó arrastrarse, pero sus brazos no aguantaban el peso de su cuerpo—, por favor… agua.

Laura Lee miró horrorizada mientras el hombre intentaba arrastrarse hacia ella.

Un indio apareció por encima de las rocas del cañón. Cabello largo y recogido en trenzas y vestido de ante con flecos, pero tocado con un enorme y lacio sombrero gris. La figura trotó hasta el comanchero ensangrentado y paró a unos pocos pies de él. Levantó la mano… el indio blandía un viejo rifle y le asestó un tiro limpio en la cabeza. Era Pequeño Rayo de Luna, acompañada del canijo redbone que le pisaba los talones. A continuación, la india dejó caer el rifle y se acercó a ellos al tiempo que sacaba un amenazador cuchillo de su cinturón.

—¡Indios! —gritó la abuela Sarah sentada junto a la rueda del carromato—. Que el Señor nos proteja.

Lone se rio. Él, como las mujeres, había estado observando con algo parecido a la fascinación la orgía de muerte que se había desatado sobre el campamento… ahora, al ver a Pequeño Rayo de Luna, pudo liberar esa tensión. La india cortó las correas de sus muñecas, lo envolvió en sus brazos y apoyó la cabeza en el pecho del indio.

Un disparo en la lejanía produjo un rugiente eco que se elevó por el cañón. Les rodeaban los restos de la vorágine. Había hombres que yacían en las posturas grotescas de la muerte. Los caballos permanecían con la cabeza baja. El caballo gris, que venía de la cabecera de la marcha, avanzaba y paraba arrastrando un cuerpo inerte por el estribo. A excepción del gemido del viento, ese era el único sonido que se escuchaba en el cañón.

Vieron a Josey reuniendo los caballos. Llevaba de las riendas un alazán con una pistolera y un sombrero colgando del cuerno de la silla de montar vacía. Detrás del alazán iba el enorme negro de Lone.

El ruano iba cubierto de sudor y le salía espuma de la boca. Josey detuvo los caballos a la sombra del carromato y saludó educadamente a Laura tocándose el ala del sombrero. Laura Lee asintió muda a su gesto. Se sentía incómoda con la manta, e inquieta. ¿Cómo podía nadie actuar con tanta calma y mostrar buenas maneras, como ese hombre, tras muertes tan violentas? Tan solo unos minutos antes había disparado… y gritado… y matado. Laura le vio girarse en la silla y pasar una pierna por encima del cuerno. No hizo amago de desmontar mientras cortaba meticulosamente el tabaco con un cuchillo largo y se metía el trozo en la boca.

—Me alegra volver a verte, cheroqui —dijo a Lone arrastrando las palabras—, me habría ido a México, pero tuve que venir a sacarte de aquí para que le enseñes a esa squaw a comportarse.

Lone le sonrió.

—Sabía que eso terminaría por convencerte para regresar.

—Bueno —susurró Josey lacónicamente—, si eres capaz de hacérselo entender, dile que con toda probabilidad estas dos damas estarían encantadas de que las liberase y les diese un trago de agua… ropa y cosas así.

Lone pareció avergonzarse.

—Lo siento, señora —murmuró a Laura Lee.

Pequeño Rayo de Luna sacó dos cantimploras de agua de los carromatos y mientras Laura se echaba agua por la cara, Lone se arrodilló con una cantimplora para la abuela Sarah.

Josey frunció el ceño.

—Me pregunto si habrá grano para los caballos.

—Sabía que lo preguntarías —dijo Lone secamente—. Mientras paseaba por aquí detrás del carromato, silbando y cantando a la luz de la luna, me dije: tengo que aprovechar algo de mi tiempo libre para comprobar si hay grano en esos carromatos. Sé que el señor Wales sin duda vendrá cabalgando directamente y se levantará el sombrero… y lo primero que hará será… preguntar si hay grano.

Laura Lee se sobresaltó cuando los dos hombres rompieron a reír. Estaban rodeados de cadáveres sanguinolentos. Todos habían estado a punto de morir. Y ahora se reían a mandíbula batiente… pero instintivamente, bajo esas risas, Laura percibió cierto humor negro y un profundo lazo de unión entre el indio y el fuera de la ley.

Como si leyera los pensamientos de la joven, Josey desmontó, abrió la lona del carromato y, tomándola del brazo, la ayudó a subir.

—Siéntese aquí, señora —dijo—. Buscaremos algo de ropa.

A continuación, se volvió hacia la abuela Sarah, la aupó en sus brazos y la colocó con cuidado junto a Laura Lee.

—Ya está, señora —dijo.

La abuela Sarah le lanzó una mirada penetrante.

—No hay duda de que ha logrado quitarse de encima a todos… luchando o haciéndoles huir.

—Sí, señora —respondió Josey cortésmente—. Pa siempre decía que uno debe estar orgulloso de su profesión.

No le explicó que los comancheros que habían huido sin duda traerían con ellos a más indios.

—¡Dios mío! —gritó la abuela Sarah.

Josey y Lone miraron en la dirección que la anciana señalaba.

Pequeño Rayo de Luna, con un cuchillo en una mano y dos cabelleras sangrientas en la otra, estaba arrodillada junto a la cabeza de un tercer cadáver en el suelo. Laura Lee se metió aún más adentro del carromato.

—No tiene intención de hacer nada… malo —dijo Lone—, Pequeño Rayo de Luna es cheyene. Es parte de su religión. Mire, señora, los cheyenes creen que solo hay dos maneras de evitar que uno vaya a las Tierras de los Espíritus: ser colgado, y entonces el alma no puede salir por la boca, y la otra manera es perder la cabellera. Pequeño Rayo de Luna se está asegurando de que sus enemigos no lleguen allí… y así le resultará… bueno, más fácil, cuando llegue allí. Es parecido —Lone sonrió— a un predicador de Arkansas que envía a sus enemigos al infierno. Los indios creen que solo hay dos pecados… ser un cobarde… y volverse contra los tuyos.

—Bueno —dijo la abuela Sarah vacilando—, supongo que es una forma de verlo.

Laura Lee miró a Josey.

—¿Se guarda… las cabelleras?

Josey pareció sorprendido.

—Bueno… creo que no, quiero decir, nunca la he visto llevando ninguna. Pero no se preocupe por Pequeño Rayo de Luna, señora… es de la familia.

Lone y Josey montaron sus caballos, arrastraron con lazos los cuerpos de los comancheros a las profundidades del cañón entre las rocas y los cubrieron de piedras. Les habían quitado las armas y las habían apilado junto a las sillas de los caballos de los carromatos.

Durante sus exploraciones, Josey había descubierto una estrecha grieta en la pared contraria del cañón, y cerca de esta, en un estanque rodeado de rocas, había agua limpia. Lone y Josey registraron las tres carretas grandes y encontraron barriles de grano, cerdo salado, tasajo de ternera, judías secas y harina. Había rifles y munición. Lo apilaron todo en los carromatos y con los ocho caballos atados detrás, Lone y Pequeño Rayo de Luna condujeron los carromatos hacia la grieta en el cañón, y Laura Lee y la abuela Sarah iban con ellos.

El terreno descendía cuando llegaron a la pared del cañón, ocultando casi totalmente los carromatos desde la ruta. Se estaba fresco a la sombra y acamparon al anochecer; la escarpada pared y la grieta a sus espaldas y los carromatos delante de ellos.

Josey y Lone llevaron los caballos y mulas al estanque para que bebieran y, tras atar las mulas cerca de la pared en un pedazo de hierba y dar grano a los caballos, condujeron a los seis bueyes al agua para que bebieran. Laura Lee, en el carromato, escuchó que Josey le decía a Lone:

—Sacrificaremos uno de los bueyes por la mañana y soltaremos al resto. También será mejor que dejemos las carretas donde están… hay todo tipo de objetos ahí dentro… viejos relojes… marcos de fotografías… he visto la cuna de un bebé… todo robado de los ranchos, supongo.

Laura pensó en los terribles comancheros. ¿Cuántas cabañas solitarias habían quemado? ¿A cuántos desgraciados habían torturado y asesinado? Los desgarrados y desconsolados gritos del abuelo Samuel todavía resonaban en sus oídos, así como la risa de sus torturadores. Sollozó y su cuerpo se sacudió. La abuela Sarah, sentada junto a ella, le apretó la mano y unas enormes lágrimas cayeron silenciosamente por su rostro arrugado.

Una mano le tocó el hombro. Era Josey Wales. La luna amarilla había asomado por el borde del cañón, ensombreciendo el rostro del guerrillero mientras miraba hacia el carromato. Solo la blanca cicatriz destacaba a la luz de la luna.

—Recoja su ropa, señora —dijo suavemente—, y la llevaré arriba, al estanque… allí puede lavarse. Regresaré y subiré también a la abuela Sarah.

La levantó en brazos y ella sintió su fuerza. Tímidamente, Laura deslizó el brazo alrededor de su cuello, y mientras Josey subía al estanque, sintió que le invadía una abrumadora debilidad. El horror de las anteriores horas, el terror; y ahora la embriagadora calidez entre los brazos de aquel extraño al que debería temer… pero que no temía. La manta se cayó al suelo, pero daba igual.

Él la posó sobre una roca ancha y lisa junto al estanque y en unos segundos regresó con la frágil abuela Sarah. Se arrodilló junto a ellas.

—Tendré que cortar esos zapatos de tacón que llevan. Me temo que tendrán que llevar mocasines, es lo único que tenemos.

Mientras rebanaba con el cuchillo el cuero, Laura Lee le preguntó:

—¿Dónde está… el indio?

—¿Lone? Él y Pequeño Rayo de Luna están allá abajo borrando nuestras huellas —se rio para sí mismo con una secreta broma—, ya se han lavado en el estanque.

Los pies de las mujeres eran bultos hinchados, y unas feas heridas causadas por el cuero habían inflamado sus brazos. Josey se puso de pie y las miró desde arriba.

—Hay un pequeño manantial en este estanque… que cae en el otro extremo. El agua allí está limpia y fría… eso podría ayudar a bajar la hinchazón. El estanque solo tiene unos tres pies de profundidad. Yo permaneceré cerca… —y a continuación señaló—, allí arriba, en aquellas rocas.

Josey desapareció tras las sombras y en un segundo reapareció, su silueta se recortaba contra la luna y fijó la mirada más allá de ellas, en dirección al cañón.

Laura Lee ayudó a la abuela Sarah a meterse en el estanque. El agua estaba fría y la envolvió como un tónico refrescante.

—No pude evitar llorar —dijo la abuela Sarah cuando ya estaba sentada dentro del agua—. No puedo dejar de pensar en Pa y en Daniel, allí tirados en la pradera.

La voz de Josey Wales flotó suavemente hasta ellas.

—Los dos fueron enterrados, señora… un enterramiento cristiano.

¿Es que sus oídos lo captaban todo? Se preguntó Laura Lee.

—Gracias, hijo —respondió la abuela Sarah con la misma suavidad… y su voz entonces se quebró—, que Dios te bendiga.

Laura Lee levantó la mirada hacia la figura en las rocas. Josey mascaba tabaco lentamente, con los ojos clavados en el cañón… y con un trapo limpiaba sus armas.