Capítulo 10

Cabalgaron hasta altas horas de la noche. Josey dejó que Lone encabezara la marcha y cabalgó a su zaga. El cheroqui era un experimentado rastreador y con la amenaza de la persecución puso toda su experiencia en práctica.

En una ocasión, durante una milla, avanzaron con los caballos por en medio de un arroyo poco profundo y los condujeron hacia la ribera cuando Lone encontró guijarros sueltos que no dejaban rastro. Durante unas diez millas viajaron temerariamente por la Ruta Shawnee claramente marcada, mezclando sus huellas con las huellas en la ruta. Cada vez que paraban para dejar que descansaran los caballos, Lone clavaba un palo en la tierra… lo sujetaba con los dientes y «escuchaba» sintiendo las vibraciones de caballos. Y en todas las ocasiones, mientras volvía a montar, sacudía perplejo la cabeza.

—Un sonido muy débil… quizás un caballo… pero nos sigue… no podemos quitárnoslo de encima.

Josey frunció el ceño.

—No creo que sea un caballo… quizás sea un maldito búfalo… o un caballo salvaje que anda siguiéndonos.

A la medianoche descansaron. Envueltos en mantas sobre la ribera de un arroyo que serpenteaba hacia Pine Mountain, durmieron con las riendas enrolladas en las muñecas. Dieron grano a los caballos, pero los dejaron ensillados y con las correas flojas.

Se despertaron antes del amanecer y tomaron un desayuno frío de tasajo de ternera y biscotes y dieron doble ración de grano a los caballos para que aguantaran una larga marcha. Lone de repente colocó la mano sobre la tierra. Se arrodilló y presionó la oreja contra el suelo.

—Es un caballo —dijo en voz baja—, viene al arroyo.

Ahora Josey pudo oírlo abriéndose camino entre la maleza. Ató los caballos detrás de un arbusto de caquis y salió al pequeño claro.

—Yo seré el cebo —dijo con calma.

Lone asintió y sacó un enorme cuchillo de su funda. Se lo colocó entre los dientes y se deslizó silenciosamente entre la maleza hacia el arroyo. Ahora Josey podía ver al caballo. Era un pinto y el jinete estaba inclinado sobre la grupa, estudiando el suelo mientras cabalgaba. Entonces el jinete vio a Josey, pero no se paró, sino que azuzó el pinto al trote. El caballo estaba a unas veinte yardas de Josey y este pudo ver que el jinete llevaba una pesada manta sobre la cabeza que caía por los hombros.

De repente, una figura saltó de la maleza, se puso a horcajadas sobre el pinto y tiró al jinete del caballo. Era Lone. Se sentó encima del jinete sobre el suelo y levantó el cuchillo para asestar el tajo mortal.

—¡Espera! —gritó Josey.

La manta se había caído revelando al jinete. Era la mujer india. Lone se quedó sentado sobre ella perplejo. Un perro de aspecto feroz atacaba uno de sus mocasines y Lone le dio una patada al levantarse. La mujer india se sacudió la falda con calma y permaneció de pie. Mientras Josey se acercaba, ella señaló hacia atrás en dirección al arroyo.

—Soldados a caballo —dijo—, a dos horas.

Lone la miró fijamente.

—¿Cómo demonios…? —dijo.

—Estaba en el puesto comercial —explicó Josey, y luego se dirigió a la mujer—: ¿Cuántos soldados a caballo?

Ella negó con la cabeza y Josey se dirigió a Lone.

—Pregúntale sobre los soldados a caballo… prueba con algún dialecto.

—Signos —dijo Lone—. Todos los indios conocen el lenguaje de signos, incluso las tribus que no pueden entender el habla de otras tribus.

Lone movió las manos y los dedos en el aire. La mujer asintió vigorosamente y respondió con sus propias manos.

—Ella dice —Lone se volvió hacia Josey—, hay veinte soldados a caballo, a dos… o tal vez tres horas de aquí… espera, está hablando otra vez.

Las manos de la mujer india se movieron rápidamente durante varios minutos mientras Lone la observaba. Este soltó una risilla… se rio a carcajadas… y luego se quedó callado.

—¿Qué dice? —preguntó Josey—. Demonios, amigo, ¿no puedes hacer que se calle?

Lone extendió la palma de la mano hacia la mujer y miró con admiración a Josey.

—Me ha contado lo de la pelea en el puesto… y lo de tus pistolas mágicas. Dice que eres un gran guerrero y un gran hombre. Ella es cheyene. Ese signo que hizo cortándose la muñeca… es el signo de los cheyenes… todas las tribus de las Llanuras poseen un signo que los identifica. El movimiento de su mano hacia delante, meneándose, es el signo de la serpiente… el signo de los comanches. Dice que los dos hombres que mataste negociaban con los comanches… se les llama comancheros… los que comercian con comanches. Ha dicho que fue violada por un piel roja de los arapahoes… su signo es el signo de la «nariz sucia»… cuando se sujetó la nariz con los dedos… y que el jefe cheyene, Moke-to-ve-to, o Cazo Negro, creyó que ella no se había resistido lo suficiente… debería haberse quitado la vida ella misma… así que fue azotada, le cortaron la nariz y fue expulsada de la tribu para que muriera sola —Lone hizo una pausa—. Su nombre, por cierto, es Taketoha… significa «Pequeño rayo de luna».

—Y no hay ninguna duda de que sabe hablar —dijo Josey admirado. Escupió un chorro de jugo de tabaco hacia el perro… y el sabueso gruñó. A continuación dijo—: Dile que regrese al puesto. Ahora la tratarán mejor. Dile que muchos hombres quieren matarnos… que debemos cabalgar rápido… que es demasiado peligroso para una mujer —Josey hizo una pausa—, y dile que le agradecemos lo que ha hecho por nosotros.

Las manos de Lone se movieron con destreza. La observó solemnemente mientras la mujer le contestaba. Finalmente, Lone miró a Josey y, cuando habló, se percibía orgullo en su voz.

—Dice que no puede regresar. Que ha robado un rifle, provisiones y el caballo. Dice que no regresaría incluso si pudiera… que seguirá nuestro rastro. Tú le salvaste la vida. Dice que puede cocinar, rastrear y luchar. Nuestras costumbres son sus costumbres. Dice que no tiene adonde ir —el rostro de Lone permanecía inexpresivo, pero sus ojos miraban con recelo a Josey—. Sin duda es bonita —añadió a modo de esperanzada recomendación.

Josey escupió.

—Maldita sea mi estampa. Aquí estamos, arrastrándonos en dirección a Texas como un tren de mercancías. Bueno… —suspiró, y mientras giraba los caballos dijo—: tendrá que rastrearnos si se retrasa, y cuando se canse puede irse.

Lone se montó en la silla y dijo:

—Ella piensa que soy un Jefe cheroqui.

—Me pregunto de dónde habrá sacado esa idea —apostilló Josey secamente.

Pequeño Rayo de Luna cogió su rifle y su manta y se montó en el pinto como una experta amazona. Esperó modestamente, con los ojos clavados en el suelo, a que los hombres retomaran la ruta.

—Me pregunto… —dijo Josey mientras sacaban sus monturas de la maleza.

—¿Qué te preguntas? —preguntó Lone.

—Solo me preguntaba… —dijo—. Supongo que ese redbone sarnoso tampoco tiene adonde ir.

Lone se rio y encabezó la marcha con Josey a la zaga. A una distancia respetuosa, Pequeño Rayo de Luna, envuelta en una manta les seguía sobre el pinto y a sus pies el perro huesudo olisqueaba el rastro.

Viajaron hacia el sur, luego al suroeste y dejaron Pine Mountain a su izquierda avanzando principalmente por la pradera abierta. La pradera se veía más verde. Lone mantuvo al negro a un medio galope vigoroso y el gran ruano se mantenía al paso sin dificultad, pero Pequeño Rayo de Luna fue quedándose cada vez más atrás. Hacia la mitad de la tarde Josey solo veía su cabeza subiendo y bajando mientras espoleaba al pinto a paso vivo a casi una milla a sus espaldas.

No habían visto soldados, pero a última hora de la tarde una partida de indios medio desnudos y armados con rifles coronó una loma a su izquierda y situaron sus caballos formando un ángulo para interceptarlos.

Lone frenó al negro.

—Cuento doce —dijo Josey tras adelantarse hasta alcanzar a su compañero.

Lone asintió.

—Son choctaws de camino a la ruta del ganado. Les pedirán un pago por atravesar sus tierras… luego se quedarán con parte del ganado… con permiso o sin él.

Los indios se acercaron, pero, tras examinar a los dos hombres armados hasta los dientes montados en sendos caballos grandes, viraron y aflojaron el paso. Continuaron cabalgando durante un cuarto de milla, pero entonces Lone frenó al negro en seco tan repentinamente que Josey estuvo a punto de chocarse con él.

—¡Taketoha! —gritó—. ¡Pequeño Rayo…!

Simultáneamente, giraron los caballos y regresaron al galope por la ruta. Al llegar a una elevación, divisaron a los indios que galopaban a cierta distancia del caballo pinto. Pequeño Rayo de Luna sostenía firmemente el rifle y apuntaba con él a la cuadrilla. Entonces, los choctaws vieron a Lone y a Josey esperando en la loma y se alejaron de la mujer india. Habían captado el mensaje; esa squaw era, de alguna manera, un miembro de aquella extraña partida que incluía dos jinetes de aspecto duro montados en caballos gigantescos y un chucho cadavérico con orejas largas y ancas huesudas.

Era ya medianoche cuando acamparon a orillas del arroyo Clear Boggy, a menos de un día a caballo del río Rojo y de Texas. Una hora más tarde Pequeño Rayo de Luna llegó al campamento trotando sobre el pinto.

Josey escuchó cómo se deslizaba silenciosamente entre las mantas. Vio a Lone levantarse y dar grano al pinto. Ella se envolvió en una manta a poca distancia de ellos y no comió antes de dormirse.

Sus movimientos despertaron a Josey antes del amanecer y olió comida cocinada, pero no vio ningún fuego. Pequeño Rayo de Luna había arrastrado un tronco hueco cerca de ellos, talló un agujero en un lateral y colocó una cazuela negra sobre un fuego cautivo y oculto.

Lone ya estaba comiendo.

—Creo que me voy a aficionar a la vida en un tipi… si siempre es así —dijo sonriente. Y mientras Josey se levantaba para alimentar a los caballos añadió—: Ella ya les ha dado grano… y agua… y los ha cepillado… y los ha ensillado. Será mejor que aposentes tu trasero como un jefe indio y comas.

Josey tomó un cuenco que ella le ofreció y se sentó con las piernas cruzadas junto al tronco.

—Veo que el Jefe cheroqui está comiendo ya —dijo.

—Los Jefes cherokee tienen gran apetito —Lone sonrió, eructó y luego se estiró. El perro gruñó a algo que se movía… estaba masticando un conejo descuartizado. Josey observó al perro mientras comía.

—Ya veo que el viejo chucho se ha conseguido su ración —dijo—. Recuerdo a otro redbone que teníamos en mi casa de Tennessee. Fui con Pa a comprarlo. Tenían hermosos cazadores de mapaches con pintas azules, july hounds y sabuesos similares, pero Pa pagó cincuenta centavos y una jarra de blanco por un viejo redbone que tenía la cola rota, le faltaba un ojo y tenía media oreja mordida. Le pregunté a Pa por qué, y me dijo que desde el primer momento en que vio a aquel viejo chucho, supo que tenía madera… que conocía el terreno y sabía de lo que iba todo… llegó a ser el mejor cazador de mapaches que tuvimos jamás.

Lone miró a Pequeño Rayo de Luna mientras guardaba su equipo sobre el pinto.

—Pasa algo tan parecido… y en tantas ocasiones… con las mujeres. Tu Pa era un sabio montañés.

El viento trajo un aroma a húmedo abril mientras cabalgaban hacia el sur, todavía en la Nación Choctaw. Al anochecer divisaron el río Rojo, y cuando ya era noche cerrada los tres vadearon no muy lejos de la Ruta Shawnee. Y así pusieron pie en el violento territorio de Texas.