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El túnel entre la periferia de Barcelona y Sitges parecía una enorme boca de lobo a punto de engullirme. De momento ya se había tragado 4,85 euros de mi bolsillo para un trayecto de apenas doce kilómetros.

Mientras mi Seat Ibiza se internaba en los intestinos que excavan el macizo del Garraf, me dije que aquel trabajo olía a chamusquina. Mi experiencia con los marchantes de arte me había demostrado que nunca juegan con las cartas sobre la mesa. En el caso de mi cliente, un tal Steiner, se sumaba el agravante de que su especialidad —eso rezaba su tarjeta— era recuperar obras perdidas. Dicho de otro modo, se dedicaba a recomprar arte robado.

Antes de la visita, había rastreado su web para saber con quién me las tendría, en caso de aceptar su propuesta. En el portal de su galería había un retrato suyo que resultaba como mínimo inquietante. Mostraba un hombre atlético en los inicios de la cuarentena, como yo, pero con la piel reluciente y sin una sola arruga. Cabeza rasurada y gafas con montura roja, a juego con la camisa de seda. Los pantalones blancos ceñidos revelaban que formaba parte de la colonia extranjera gay que permite a Sitges tener una población estable todo el año.

En la fotografía, Steiner estaba sentado en una especie de trono de estilo modernista, lo cual ya era grotesco. Pero aún me había llamado más la atención el bastón que sostenía entre las rodillas. La vara de madera blanca estaba rematada con una curiosa empuñadura de plata: la cabeza de una rata con dos rubíes en los ojos.

Tras aparcar cerca de la estación de Sitges, tomé una calle estrecha que bajaba hasta una pequeña elevación. Edificios modernistas como el Cau Ferrat acompañaban la iglesia del pueblo frente al mar. Según mi mapa, cerca de allí se hallaba la guarida de mi presunto cliente.

Me perdí varias veces por el laberinto de callejones hasta dar con la dirección exacta. Se correspondía con un palacete blanco inmaculado con maceteros de geranios en el balcón. Parecía más una propiedad de veraneo que una galería, pero aun así pulsé el timbre junto a la puerta de hierro forjado.

Mi alemán de la universidad me sirvió para descifrar la placa bajo el pulsador.

STEINER Gallerie

Wir finden was unfindbar ist[1]

Un «clac» metálico anunció que la puerta se había abierto. Al empujarla, liberó un chirrido y me di cuenta de que pesaba como un muerto, lo que me hizo dudar del tráfico de clientes en aquella galería.

La planta baja parecía un almacén de fantasmas, ya que estaba llena de esculturas cubiertas con sábanas. Mis ojos buscaron en la penumbra alguna puerta que llevara a un lugar habitado. Como si me estuvieran vigilando por un circuito cerrado, de repente una voz grave se hizo oír por megafonía:

«Detrás de la cortina.»

Me dirigí instintivamente hacia la única pared libre de esculturas. Efectivamente, topé con la gruesa tela que separaba aquel espacio de un sector más diáfano de la galería.

Al otro lado me deslumbró la claridad de un salón decorado con un gusto dudoso. Sobre las baldosas con filigranas modernistas convivían esculturas geométricas de Henry Moore junto a vírgenes y santos en sus pedestales. Del altísimo techo colgaba un móvil de Calder formado por placas rojas suspendidas a distintos niveles. Junto a éste, una pesada lámpara de araña parecía desgarrar una grieta abierta en pleno anclaje.

Me aparté de aquel peligro y me dirigí al final de la estancia. A mano derecha estaba la escalera hacia el primer piso. Antes de que pudiera dudar de si era aquel el camino, la misma voz dijo:

«Sí, es por aquí.»

Cuatro tramos de peldaños desiguales llevaban hasta un enorme taller con piezas en restauración. En el centro reconocí al hombre de la fotografía, que en aquel momento examinaba, bastón en mano, algo parecido a un clavicordio. Al verme entrar, esbozó una sonrisa exagerada y se adelantó con agilidad para recibirme.

Al estrechar su mano, recordé súbitamente una frase que mi abuelo me había dicho en una ocasión: «Nunca te fíes de un hombre que lleva bastón y no es cojo».