Capítulo I

UN MUERTO DE HAMBRE

ImagenAIRBANK había sido hasta muy poco tiempo atrás un mísero poblado del sudeste de Arpona, sin apenas relieve y con un vecindario escasísimo. En aquella época aun merodeaban los indios del célebre Gerónimo por aquella parte de la cuenca y la permanencia en poblados próximos a sus escondidas madrigueras resultaba peligrosísima por las «razzias» que de vez en cuando solían verificar los feroces pielrojas.

Algunos desesperados de la vida, un puñado de valientes sin miedo a nada ni a nadie y varios nómadas de la región, se habían agrupado allí por instinto formando un conato de poblado que logró subsistir quizá por un milagro o porque los indios, sin darles importancia, les respetaron.

Pero el descubrimiento inopinado de las minas de Tombstone cambió el panorama de aquella parte en cuestión de meses. La afluencia de aventureros volcándose materialmente a los campos mineros, pobló aquello, aunque de una manera inestable, a reserva de lo que las minas fuesen capaces de sostener y, si bien el poblado que tomó el nombre de las minas se erigió en semanas, adquiriendo un volumen de población demasiado denso, a su amparo y, debido a la proximidad de los yacimientos, Fairbank adquirió una súbita importancia y lo que poco antes eran unas cuantas chozas destartaladas e inestables, empezaron a convertirse en una serie de edificios mucho más capaces, más sólidos de presentación y en un número que empezaba a asustar a sus primitivos vecinos.

Al igual que los salmones, a su regreso a las aguas dulces de los ríos necesitan un remanso donde aclimatarse al agua dulce, así muchos aventureros de los que acudían en oleadas a las célebres minas, se atascaban en Fairbank para orientarse y hasta algunos preferían el poblado porque sus actividades estaban muy lejos de los pozos y excavaciones.

Los pueblos mineros por lo general se componían de un cincuenta por ciento de hombres rudos y duros que se entregaban al agotador trabajo de explotar la tierra para mantener a otro cincuenta por ciento de seres más avispados que, con su ingenio, habilidad, o, apelando a medios más ásperos y menos escrupulosos, sabían vivir del trabajo de los esclavos de la tierra.

Y parte de este contingente se había posesionado de Fairbank, porque para presentarse en Tombstone, si lo necesitaban, bastaba con darse un paseo de unas millas.

Para los traficantes de toda clase de artículos que debían surtir a los mineros, Fairbank era más seguro y desahogado que el propio Tombstone. Allí podían instalar sus almacenes y depósitos con más seguridad, recibir las mercancías que descendían desde Tucson en carretas y prepararlas para el poblado minero y allí tenían algunos sus casas, sin que esto les privase de estar en contacto con el áspero poblado.

Uno de los primeros que acertó a ver claro el bonito porvenir que le brindaría Fairbank sin tener que sufrir los embates de las hordas mineras de más abajo, fue Grant Phelps, quien se apresuró a levantar un gran bar con todos sus accesorios para facilitar la holganza y diversión de los nuevos habitantes del poblado, sin que éstos pudiesen echar de menos en su establecimiento nada de lo que otros similares podían brindarles en Tombstone.

Allí se despachaba whisky del malo y del bueno, según el estado económico del cliente; allí había jin, ginebra, ron y demás bebidas; allí había mesas de juego para los que tenían una fortuna que perder y para los que sólo disponían de un dólar que distraer con los naipes, y hasta podía encontrarse allí unas cuantas muchachas dispuestas a servir con agrado a los ásperos clientes y hacerles más gratas las horas de diversión.

De Phelps se contaban muchas cosas sin una seguridad absoluta. Se decía que no mucho antes era un aventurero sin dos centavos que se había enriquecido de la noche a la mañana, consiguiendo de esta forma instalar aquel lujoso garito y se contaban de él hazañas bastante violentas, pues al parecer su carrera en el Oeste había sido accidentada y bastante agitaba.

La verdad absoluta de su vida era desconocida, pero había que admitir una parte de ella. Un hombre que se arriesgaba a abrir un establecimiento de aquella índole en un lugar tan bronco, tenía que estar muy impuesto en aquel ambiente y además ser un hombre a quien el ojo de un colt presentado de frente en cualquier momento no le hiciese temblar poco ni mucho.

Grant era hombre que frisaba ya en los cincuenta. A pesar de su edad y de su baja estatura, pues su altura era bastante mediana, se le adivinaba fuerte como un toro. Era relativamente grueso, pero con una obesidad sin grasas, moreno hasta casi parecer mejicano y nada tenía que agradecer a la madre naturaleza, pues su rostro era burdo, picado en viruelas, de nariz porruda, ojos saltones y labios abultados y groseros.

Grant se sabía poco agraciado, pero procuraba suavizar su fealdad rasurándose a diario, peinando su espesa y negra cabellera con cosméticos brillantes y vistiendo con toda la elegancia que su figura le permitía.

Su establecimiento no hacía distinción entre los clientes. El ostentoso y el cubierto de harapos tenían sitio en él si poseían el dinero suficiente para cubrir el gasto, pero entre aquella extraña clientela sobresalían y eran tratados amigablemente aquellos elementos más destacados de los que se sabía o sospechaba que sus actividades eran extensas y de las más sucias, a pesar de que allí había pocas cosas limpias moralmente.

Esta preferencia amistosa por ciertos tipos hizo correr el rumor de que Grant estaba pringado, aunque en la sombra, en toda clase de negocios al margen de su establecimiento, pero esto, como su hoja de servicios, sólo lo sabían con certeza él y algunos de sus amigos.

* * *

Tyson Winslow, era producto del Este de Norteamérica a quien la resaca de la vida había arrojado sobre las proximidades de los yacimientos, como la tempestad arroja el tablón de una frágil barquichuela deshecha por el temporal.

Había nacido y se había criado en Boston, allí empezó sus estudios cuando era hijo de un comerciante de mercería y allí se vio hundido en la miseria, cuando su padre, al quebrar en el negocio, decidió no sobrevivir a la mina y se suprimió voluntariamente del censo.

Tyson, un tanto desorientado y sin experiencia de la vida, perdió la serenidad y para defenderse aceptó una plaza de viajante de bisutería por las regiones del Oeste.

No poseía habilidad para convencer a nadie y sus notas de pedidos eran tan pobres, que un día recibió una carta escueta de la casa que representaba. En vista de su inutilidad, quedaba separado del cargo y debía valérselas como pudiera para seguir viviendo, pero no a costa de la fábrica.

Y el muchacho, con veintidós años y una pobre experiencia de la vida, se vio abandonado en pleno Arizona, sin apenas unas monedas en el bolsillo y con un concepto muy equivocado de lo que era aquello para afincar allí y trabajar en cosas de las que no entendía.

Rodó como una pelota de localidad en localidad solicitando empleos para los que no valía. Tuvo que trabajar de peón en campos o haciendas, se derrengó doblando la cintura en granjas y sembrados, pasó hambre y privaciones y nunca consiguió disponer de un solo dólar que no le fuese absolutamente imprescindible para su pobre manutención.

Hasta que un día se enteró de que Tombstone era el paraíso de las ilusiones que sueñan con hacer una fortuna en pocas horas. Allí la tierra volcaba toneladas de plata sobre los aventureros que sólo debían presentarse allí a recogerla y, sin tomar más informes respecto al caso, decidió presentarse en el campo minero dispuesto a ser uno de los favoritos de la fortuna.

Pero cuando tras mil fatigas consiguió llegar al país de Jauja, sufrió el desencanto de conocer algo de lo que significa ser minero. Aquello necesitaba práctica, un equipo para aguantar y trabajar, provisiones para sostenerse mientras se encontraba un filón que explotar y muchas otras cosas de las que carecía y de las que seguramente nunca lograría proveerse.

Y tras una visita muy fugaz y accidentada al bronco poblado, decidió abandonarlo. Había oído hablar de Fairbank, donde no se extraía plata, pero hacía falta gente que trabajase, y habíase trasladado allí con la esperanza de encontrar algún empleo de la clase que fuese. Carecía de dinero y la vida allí alcanzaba un nivel de espanto.

«Tombstone Bar», que así había titulado Grant a su garito, atrajo su atención. Había mozos en el mostrador y en la cocina que servían comidas para la cantina contigua; haría falta gente que lavase platos y realizase algunas otras faenas vulgares y como la necesidad le acuciaba, su interés era hablar con Phelps y rogarle que le facilitase cualquier empleo por grosero que fuese para poder subsistir sin verse entregado a la desesperación o al pillaje.

Tyson había realizado durante el día algunas visitas al garito con objeto de abordar a su dueño. Le asustaba el ambiente nocturno del local y además entendía que aquéllas no eran horas de distraer al atildado y enfático propietario. Tenía muchas más cosas que atender que ocuparse de un pobre náufrago de la vida como él era.

Pero la luz del sol rimaba poco con las costumbres de Grant y con las exigencias del negocio, y sus visitas habían sido infructuosas. Para hablar con él necesitaba buscarle desde la media noche en adelante y Tyson, aquella noche de principios de primavera deambulaba por el denso y bronco poblado matando el tiempo en espera de la ansiada hora de hablar con Grant.

Se sentía terriblemente hambriento, pues llevaba casi dos días sin llevar nada a su estómago y se decía con desesperación que, si el dueño del garito no quería atenderle y ofrecerle algo donde ganarse el condumio, la inanición le haría desfallecer sobre el polvo de la calzada.

En aquella desesperante espera, Tyson había recorrido varias veces las mal alineadas y tortuosas calles del poblado y eran aproximadamente las once cuando, atraído por cierto establecimiento, se detuvo frente a él.

Se trataba de un figón donde se servían comidas en abundancia. El local, no muy espacioso, se veía concurridísimo. En las mesas se apiñaban los clientes que devoraban el condumio con un ansia como si estuviesen tan hambrientos como él y Tyson los había contemplado con profunda envidia durante sus pasadas por delante de la puerta.

Le atraía y le consolaba el olor a sebo derretido que emanaba de la oculta cocina. Un olor bastante nauseabundo que era neutralizado en parte por el del tocino, más suave y apetitoso.

El figón, para un mejor reclamo, poseía un escaparate con un enrejado sólido de alambre a falta de cristal y detrás de aquella prisión metálica y sobre el tablero, se amontonaban latas de conserva, algunos embutidos, unos jamones cortados que habían adquirido color morado bastante sospechoso y algunos trozos de bisonte que, al perder su color sangrante, se mostraban rosados pálidos y como cebo a una legión de bien nutridas moscas que pululaban sobre ellos.

Tyson, de frente al escaparate, contemplaba con ojos desorbitados aquellos atrayentes manjares y sentía su estómago más agresivo y la lengua le chascaba reseca ante el festín imposible que tenía ante él.

Para consolarse se había provisto de una delgada rama que machacaba entre sus duros dientes. Sentía el sabor amargo de aquel duro sustitutivo, pero parecía prestarle un consuelo al hambre.

Y de una manera inconsciente, separó la rama de su boca y la introdujo por entre los huecos de las mallas hasta alcanzar con la punta uno de los trozos de carne. No podía soñar con atraerlo y sacarlo a trozos por los pequeños huecos, pero se dedicó a pinchar el trozo y después de hundir en él la punta del palo, sacarlo y llevarlo a su boca para chupar. Sabía a carne y esto parecía consolarle un poco más.

Y se entregó con tal ansia a aquella faena que perdió la noción de la realidad abstrayéndose de tal forma que no se dio cuenta de cuanto le rodeaba.

Estaba entregado a esta extraña faena, cuando a su espalda y lleno de curiosidad se detuvo un tipo muy notable que Tyson aún no había descubierto en el poblado.

Se trataba de un hombre alto y delgado, que ya debía frisar en los cincuenta y ocho años.

En su juventud debió ser un hombre elegante y airoso y además guapo, pues a pesar de que los años le habían maltratado bastante, conservaba rasgos acusados de lo que fuera en sus buenos tiempos.

Su rostro era pálido y terso, sus ojos grises y melancólicos, su nariz perfecta y sus labios finos y exangües.

Poseía una poblada cabellera de largo y sedoso pelo gris que se desbordaba por detrás hasta rozar el cuello de su levita y un bigote fino y bien cuidado daba aún más gracia a la expresión de su rostro.

Vestía una amplia levita color gris de airosos faldones, un chaleco blanco con pintas de colores y un pantalón de tubo que ocultaba parte de sus botas bien lustradas. La camisa era blanca y cerrada con el cuello blando y debajo de él, una chalina en forma de mariposa.

Llevaba la cabeza destocada, lo que le daba un aire más atrayente y sus manos eran alargadas, finas, de dedos muy ágiles y blanquísimas.

Todos le conocían en Fairbank; se llamaba Cosimo La-more —si en realidad aquel era su verdadero nombre— y actuaba como tahúr en la mesa más importante del garito de Phelps.

Cosimo se quedó contemplando a Tyson y adivinó al instante la tragedia del muchacho. Una tragedia que afectaba a muchos, pero que la mayoría resolvían menos prosaicamente, no conformándose con chupar la punta de una rama introducida en un trozo de carne.

Y acercándose a él preguntó suavemente:

—Excelente banquete, ¿no es cierto? A lo mejor vas a necesitar un bote de bicarbonato para hacer la digestión.

Tyson, avergonzado como un colegial cogido en falta, se volvió y con palabras entrecortadas, murmuró:

—Perdone, yo no me di cuenta y…

Quiso evadirse, pero Cosimo, atenazándole por un brazo le detuvo. Su presión, aunque leve, dio al joven la sensación de que se la habían hecho con una tenaza.

—No huyas, muchacho. Yo no soy el dueño de esas piltrafas y no puedo querellarme por eso.

Luego, cariñosamente, sin soltarle, preguntó:

—¿Mucha hambre, muchacho?

Él sintió vergüenza de confesarlo. Un hombre joven y vigoroso se humillaba reconociendo que se moría de necesidad sin medios para ganarlo.

—¡Oh, no! —balbució—. Fue una cosa mecánica. Yo comí ya…

—¿Cuántos días hace desde tu última comida?

No se sintió con valor para seguir mintiendo y confesó:

—Dos.

—Vaya. Para un estómago joven como el tuyo es demasiado tormento. Supongo que un par de trozos de esa carne que, aunque un poco pasada aún se dejaría comer, un pedazo de tocino, algo de torta y un vaso de cerveza te dejaría como nuevo, ¿no es así?

Tyson suplicó:

—No se burle atormentándome más. No soy un vago y ando buscando trabajo, pero hasta ahora no lo encontré. Vine equivocado creyendo que ser minero era algo más sencillo y fácil, y ahora estoy aquí clavado sin medios para ir a ninguna parte. Estoy buscando algo donde ganar lo más preciso y soy capaz de aceptar lo más bajo con tal de resolver el problema.

—Lo más bajo, muchacho, es salir a la senda a asaltar a algún minero o atracar a alguno en la oscuridad de una calle.

—No me refería a eso, sino al trabajo.

—Bien, acaso lo encuentres, pero te va a coger tan extenuado que no podrás levantar una pluma del suelo. Pasa ahí dentro conmigo.

—Yo no puedo; le dije que no tengo trabajo y tampoco un centavo y…

—Yo te invito, muchacho. No soy un altruista para alimentar a todos los que padecen hambre aquí en Fairbank y tampoco lo haría, aunque pudiese, porque la mayor parte no merecen las piltrafas que dejo a la hora del almuerzo, pero tú me pareces distinto. Te ayudaré por esta noche a resolver tu problema y quién sabe si mañana te valdrás tú solo para resolvértelo.

—¡Oh, no sé cómo agradecérselo! No conozco a nadie aquí para que me prestase un dólar, pero cuando trabaje yo le resarciré del gasto.

—No te molestarás en eso, muchacho. Yo no hago la caridad con réditos y puedo permitirme el lujo de pagarte una cena y varias. Gano bastante y no tengo que preocuparme de lo que dejo a mi espalda, porque ésta está libre de peso. Vamos, pasa.

Y tiró de él empujándole al interior del figón.

Una mesa acababa de desocuparse y Cosimo llevó al muchacho a ella. Pronto Tyson se dio cuenta de que su mecenas era un personaje importante en el poblado, porque el pringoso mozo que acudió a atenderle le acogió efusivo y con respeto.

—Buenas noches, señor Lamore —saludó—. ¿Lo mismo de siempre?

—Sí, lo mismo. Además, servirás a este muchacho que anda un poco desganado dos buenos trozos de carne asada con patatas, algo de tocino frito, pero bastante alto, un buen trozo de torta y una manzana asada. Ponle además una jarra de cerveza por si le cuesta trabajo tragar todo eso.

El mozo sonrió comprensivo. Al parecer, aquello no era un caso aislado en la generosa vida del tahúr.

—Comprendido, señor Lamore. Encargaré que la carne sea bastante abundante.

—Sí, y empieza a servirle algo prontito, porque si no dice que se le irá el poco apetito que posee.

Hablaba en broma, pero con alegría, sin ánimo de molestar o herir los sentimientos del muchacho y éste, con ojos vidriados a los que asomaban y pugnaban por estallar unas lágrimas de infinito agradecimiento, no sabía cómo agradecer a Lamore aquel auxilio providencial.

Imagen