Capítulo II
UN ENCUENTRO ACCIDENTADO
UN viaje muy agradable realizó Clay. Amante como era de pasear a caballo y vagar por paisajes abiertos, tanto le daba que fuese agrios como agradables, la cuestión era saber que el horizonte se dilataba por delante de él sin más barreras que las naturales que él pudiese vencer. Y todo el viaje por la orilla izquierda del río, fue feliz y grato a la vista. Aquella cuenca abandonada de comunicaciones, encerrada entre dos vías férreas, poseía todo el encanto que un ganadero podía desear, ya que la pradera se dilataba amplia, feraz, verde y vistosa y a lo lejos, las zonas de bosques, los cerros cuajados de árboles, los rebaños de ovejas y las granjas perdidas en el paisaje, formaban el fondo de la decoración.
Por fin se decidió a cruzar el río para dirigirse a Kutck, donde pensaba dejar el caballo. Se trataba de un pueblecito alegre y limpio, poco nutrido y de gente sencilla.
Clay trató con el dueño de un corral en las afueras. Compraba y vendía ganado, pero también guardaba éste y alquilaba carretas.
El dueño del corral se enamoró del caballo y hasta le ofreció comprárselo, pero Clay se negó. Sólo quería dejarlo en depósito quince días mientras resolvía unos asuntos en la cuenca.
Pagó el alquiler por adelantado y se alejó con el maletín que llevaba a prevención. Ya lejos del poblado y entre unas breñas, se despojó de su traje de vaquero y se vistió el extravagante que se había mandado hacer para sus planes.
Pero cuando llegó de nuevo al río, se encontró con el problema de cruzarlo. No conocía los vados y tras buscar mucho descubrió un lugar al parecer de poca corriente. Aun así, tuvo que desnudarse, cargar la ropa al hombro bien atada y atravesar el río con agua a la cintura. Tras secarse con hierba, volvió a vestirse. Ya estaba frente al lugar de la tragicomedia y tenía que empezar a actuar.
Era media mañana, el sol pegaba de firme y Clay, acostumbrado ya a la ropa ligera del trabajo, sudaba como un diablo embutido en el estrecho traje de paño, pero nada podía hacer si no era despojarse de la chaqueta y llevarla al brazo.
La senda polvorienta, mal trazada y retorcida, avanzaba hacia el norte, pero no descubría en ella vehículo alguno. Sin embargo, huellas profundas marcadas durante la época de las lluvias denunciaba que por allí había un servicio de diligencias cuyas ruedas forradas de hierro se habían clavado profundamente en la tierra.
De haberlo sabido, hubiese buscado el arranque de dicho servicio presentándose en carruaje, pero ya era tarde y nada podía hacer.
Se sentó sobre una piedra y extrajo del maletín un trozo de torta con jamón. Tenía un hambre extraordinaria y para hacer tiempo daría satisfacción a su estómago. Podía esperar hasta la caída de la tarde el paso de algún vehículo y si no llegaba, entonces no tendría otro remedio que seguir a pie, cosa que no justificaría mucho su modo de viajar hasta allí.
Llevaba esperando un buen rato, cuando a lo lejos descubrió una nube de polvo que se había formado en la senda y que avanzaba rauda con dirección al poblado. Debía ser un jinete o un carruaje que galopaba suicidamente.
Clay clavó su mirada en la polvorienta nube esperando poder captar quién la producía. Quien fuese, no tenía miedo a romperse el cráneo en la loca carrera.
Al aclararse un poco la densa cortina, surgió de ésta un pequeño calesín de dos ruedas, grandes éstas, alto el pescante, ligerísima la caja del carruaje y enganchado un caballo joven, castaño, de pura sangre, que galopaba como si lo hiciese desbocado.
Él vehículo se bamboleaba horriblemente al rodar amenazando con hacer saltar los ejes y enviar las ruedas al diablo, en tanto en el pescante, una muchacha realizaba esfuerzos violentos para acortar la velocidad del caballo.
Pero éste parecía no obedecer al freno ni a las bridas y continuaba su loca carrera haciendo oscilar al calesín de una manera emocionante y Clay, puesto en pie, con un trozo del bocadillo que aún no había concluido en la mano, se preguntaba cuándo iba a ser el momento en que carruaje y conductora iban a salir volando por el vacío.
Y la catástrofe se produjo. Cuando el calesín se hallaba próximo a Clay e iba a cruzar como un meteoro por delante de él, el caballo quizá asustado al ver al futuro ranchero, hizo una pirueta extraña, intentó cuartear echándose al lado contrario de la senda y el calesín, al esguince, tronchó la rueda derecha que salió despedida como un aro fuera de la senda, el vehículo se torció hacia aquel lado, al tiempo que la joven salía despedida como un muñeco y el caballo, perdiendo el equilibrio, caía sobre el polvo pateando furiosamente por librarse de la impedimenta del calesín y poder levantarse.
Fué suerte para la muchacha que el accidente se produjese precisamente por delante de Clay, porque al salir despedida, el joven se adelantó, abrió los brazos y la recibió en ellos antes de que fuese a caer de cabeza contra la tierra.
Clay, con cara de bobo, retuvo un momento a la chica entre sus brazos, no sin cierta sorpresa, y luego, depositándola suavemente en el piso, exclamó tontamente:
—Bueno, ¿usted gusta? Parece que ha llegado a tiempo para ayudarme a terminar mi almuerzo.
Ella, reponiéndose del susto rápidamente, miró de arriba abajo al intruso sin poder disimular su asombro al verle vestido de aquella facha. Clay, por su parte, la miraba también con disimulo diciéndose que era una muchacha muy linda, muy esbelta, agradable, de cara redonda, ojos verdes, pelo castaño, talle flexible y barbilla un tanto pronunciada.
La joven, tras un momento de duda, no pudo aguantar una sonora carcajada que vibró como un concierto de copas de cristal de distinto temple tocadas con una cucharilla y Clay, muy regocijado interiormente por la fibra de la muchacha, exclamó:
—¿Cree usted que la cosa es para reírse? Yo en su lugar me habría muerto del susto al salir despedido del pescante.
—Es posible que usted sí, pero yo no. Seguramente usted no se ha visto nunca a lomos de un caballo o en el asiento de un calesín y por eso…
Se separó de él para atender al caballo, que braceaba furioso al no poder recobrar su posición normal. Clay temió que el animal le diese una horrible coz y se apresuró a adelantarse, diciendo:
—Pues no se equivoca en parte. La única vez que he montado sobre algo de cuatro patas ha sido para venir aquí y lo perdí. Compré una mula resabiada y cuando me apeé de ella para dar descanso a esta parte de atrás que tanto duele cuando recibe uno la espina dorsal de un animalito de éstos, salió corriendo sin despedirse de mí y tendré que esperar a que me escriba diciéndome dónde ha ido a parar.
Se inclinó para ayudar a la muchacha a despojar al caballo del correaje. Aunque lo hizo fingiendo torpeza, escogió el lugar más peligroso para evitar a la muchacha recibir la caricia de un casco.
—Tenga cuidado—advirtió ella—. ¿No ve que le va a dar una coz?
—¿Usted cree? Sería un desagradecido, porque yo sólo trato de ayudarle a quedar libre.
Con aparente trabajo le aflojó algunas correas, y la muchacha otras. Por fin, el nervioso animal se puso en pie. Clay había trabajado sin soltar el trozo de bocadillo que, tenía en la mano. La muchacha no le perdía de vista y sonreía al observar sus apuros para trabajar sin deshacerse de aquel obstáculo.
—Perdone—dijo ella con burla—. Me invitó usted antes y aún no le di las gracias.
—No las merece. Sospecho que fue una invitación tonta, pero es que… nunca había recibido en mis brazos a una joven tan linda en pleno almuerzo y no supe qué decir.
—Le debo algo más que una invitación cortés—aseguró ella—. Sin su oportuna intervención me hubiese herido al caer con tanta violencia contra el suelo. Le repito las gracias por ello.
—Pero si yo no hice nada. Fué usted la que pareció escoger entre el suelo y mis brazos. Por mi parte, pues… ¡ejem!… quiero decir que… me he alegrado mucho por poder prestarla este pequeño servicio.
Parecía cortado y sin saber escoger las palabras. La muchacha sonreía cómicamente al observar sus apuros y sobre todo al repasar aquella facha a la que no se acostumbraba.
Y fue tal la curiosidad que sintió por saber qué hacía allí aquel tipo a pie y vestido de manera tan ridícula, que preguntó:
—¿Dice usted que venía de… allá abajo y que… su cabalgadura se le escapó?
—Sí, eso es, venía de allá abajó y traía una bonita mula. Algo nerviosa y coceante, pero había tirado de mis pobres y maltrechos huesos algunas millas. Luego debí parecerle mal jinete para su personalidad y me abandonó despiadadamente. ¿Quiere usted decir dónde me encuentro?
—¿Es que lo ignora?
—Pues sí, yo desconozco esto. En realidad lo desconozco todo, porque nunca había viajado más de unas cuantas millas por diversión. ¿No le parece que es muy molesto viajar, no siendo cuando menos sobre cuatro ruedas?
—¿Viene usted de muy lejos?
—Sí, de Chicago, ¿lo conoce usted?
—No, eso está muy largo.
—También esto y yo he venido. Le convenía darse una vuelta por allí y vería cosas bonitas. El lago es una maravilla, los parques, los teatros… aquello es precioso y esto, en cambio, no tiene más que hierba y polvo. Presiento que me aburriré mucho aquí.
—¿Viene a quedarse en el Oeste?
—Aún no lo sé. Tengo que resolver un asunto personal en Kendrick y…
—Kendrick es ese poblado que se distingue desde aquí. Yo vivo allí.
—Diablo qué suerte. Al menos así tendré una persona conocida allí. ¿Cómo se llama usted, señorita?
—Diana King.
—¿King? Yo he oído ese apellido alguna vez.
—No es exótico. Mi padre se llama Leo King y es abogado y notario en el poblado.
—¡Oh, qué extraña casualidad!
—¿Por qué?
—Pues porque precisamente la persona a quien vengo a visitar en primer término es a él.
—¿A él? ¿Con qué objeto?
—Pues… verá. Yo me llamo Clay Kinney y…
—¡Ah! ¿Usted es el sobrino del señor Kik Kinney, el que ha heredado el rancho?
—¿Cómo lo adivinó usted?—preguntó ingenuamente Clay.
—Pues… será por su modo de vestir.
—¿Se me nota que no soy de aquí?
—Hasta en el olor. Me temo que no venga usted muy preparado para una empresa de esa envergadura.
—No presumo de ello. Me cogió tan de sorpresa que, la verdad, estoy un poco desorientado.
—Lo comprendo. Yo en su lugar hubiese quemado esa ropa en la senda antes de presentarme así vestido.
—¿Qué me iba a poner si no? Le advierto que allí esto es bastante elegante y no lo digo por presumir.
—Ya me lo figuro. Aquí no podrá presumir mucho así vestido.
—¿Pues cómo visten aquí? Yo creía que…
—Ya lo verá. Creo que debía ocuparme de mi situación. Se me ha deshecho el calesín y estoy entreteniéndome mucho. Debo llegar al pueblo antes de que mi padre empiece a alarmarse.
—¿Puedo hacer algo por ayudarla?
—Nada. Dejaremos ahí el calesín y ya vendrán en su busca. Sólo me llevaré el caballo.
—Bueno, yo puedo llevar esa rueda, no sea que se pierda. Sería una lástima.
Y sin esperar el consentimiento de Diana, tomó la rueda y se dispuso a seguir a la muchacha.
—Bien, vamos para allá. Hay algo más de una milla, pero habrá que recorrerla a pie. No hay otro remedio.
—No, a menos que prefiera que la lleve a hombros.
—Gracias, pero la cosa no es para tanto.
Ella tomó el caballo de las bridas y echó a andar. Clay, sin desprenderse de la rueda, se puso a su lado.
La joven había quedado un momento pensativa. Sabía el asunto de la herencia y que el heredero habitaba en Chicago, pero nunca se había dado a pensar qué clase de hombre sería ni cuál sería su presencia. Ahora, al tenerle delante, aun admitiendo que como hombre era un muchacho guapo, esbelto y de aspecto fuerte y sano, le parecía tan ridículo y tan antagónico con las costumbres del Oeste, que no se hacía a la idea de admitirle como ranchero.
—¿Qué hará usted con el rancho, señor Kinney?— preguntó.
—No lo sé, señorita King. Ni siquiera tengo una idea de lo que es eso, y hasta que no lo vea…
—Será igual. Se quedará usted sin darse cuenta de lo que es, aunque si es usted un poco listo, comprenderá que es algo que se despega de usted.
—Sí, eso me estoy temiendo, pero al parecer soy el dueño y el dueño de algo no lo deja tirado en el camino sabiendo que tiene un valor.
—En efecto, pero lo mejor que puede hacer es venderlo. He oído decir a mi padre que tiene un comprador para el rancho.
—Sí, parece que algo de eso me habla en su carta. Tendré que orientarme a ver lo que hago.
Se aproximaban al poblado. Las primeras casas aisladas, bajitas, pobres y destartaladas, les salían al paso.
Él parecía asombrarse de todo lo que iba viendo y Diana le observaba de reojo. Le parecía tan simple, que casi sentía rabia de saber que hubiese hombres así.
Luego enfilaron la calle principal, en cuesta polvorienta, flanqueada de edificios de alineación desigual, con falsas fachadas que les hacían aparentar mucho más de lo que eran. En ellos se abrían los establecimientos más importantes del poblado.
Algunos chiquillos desarrapados, con pantalones destrozados, camisas de franela, deslucidas, pero de varios colores y greñas abundantes, al descubrir a la pareja, se quedaron mirando con asombro a Clay. Aquel tipo, que parecía un muñeco vestido de aquella manera y con aquel sombrero hongo de color café claro atascado en su cráneo hasta casi montar sobre sus orejas, era un hallazgo para ellos. Uno hizo una seña picaresca a sus compañeros y buscó una piedra. Su mano experta en tirar a los pájaros, lanzó el canto con tanto acierto, que al pegar con fuerza en la parte posterior de la redonda copa, se desprendió del cráneo de Clay y cayó al polvo rodando como un aro. Clay, sin soltar la rueda, corrió tras el sombrero, pero éste, al tomar la cuesta con velocidad, parecía divertirse con él rodando de tal forma, que cada vez que extendía el brazo creyendo alcanzarlo, se le escapaba de los dedos. En su fuero interno, Clay se divertía con el episodio. Contaba con algo parecido y le parecía magnífico para sus planes.
Por fin consiguió atraparlo y, amorosamente, empezó a sacudirlo con el pañuelo uniéndose a Diana.
—Debió ser una ráfaga de aire—afirmó cándidamente—. Aquí sopla con cierta violencia y hasta levanta cantos.
Diana sonrió. Presentía que alguien menos inocentemente se iba a divertir mucho a costa del novato ranchero.
Algunas nuevas piedras volaron hacia el forastero, pero éste había cuidado de no ponerse el sombrero para evitarle una nueva rodada.
Varios vecinos pasaron y se quedaron mirándole con burla. El hecho de que fuese acompañado de Diana les contuvo y se limitaron solamente a mirarle, pero de haber ido solo habría servido de tema de diversión.
Una mujeruca, al pasar a su lado, le contempló mascullando:
—Creo que habrá títeres estos días.
Era el comentario más adecuado a su figura.
Por fin, tras torcer por varias calles transversales, salieron a una amplia y sombreada plaza con porches. Era allí donde la joven tenía su morada.
Se detuvo ante una casita de dos pisos con verja de hierro que cercaba el vano de un pequeño jardín y exclamó:
—Si su deseo es hablar lo primero con mi padre, hemos llegado a nuestra casa.
—Pues sí, creo que será mejor hablar con él para que me oriente. Ignoro todo lo que a la herencia se refiere, dónde está la hacienda y cómo debo tomar posesión de ella. Creo que una charla con su padre me resolverá ciertas dificultades.
—Pues espere, que le avisaré su llegada.
Empujó la puerta de la cerca y entraron al vano del jardín. Clay quedó en él, en tanto la muchacha desaparecía por la puerta fronteriza que conducía a la casa.
Clay la siguió con la mirada y se dijo que era una muchacha encantadora. Se había reído de él, pero no se había burlado sañudamente y esto le agradaba.