Capítulo X
SE ACABÓ LA FARSA
SE adentraron en el rancho. Pierre adivinaba que algo serio iba a suceder y ahora no se mostraba tan aplomado como hasta entonces. Sabía que Clay no era el monigote que él había creído y le daba todo el valor que en realidad poseía.
Cuando llegaron al despacho, Clay le indicó un asiento y dijo:
—Escuche, Pierre; como habrá comprobado, yo soy un hombre en toda la extensión de la palabra y no un muñeco para que nadie juegue conmigo. He demostrado saber de ganado más que el primero y no necesito más explicaciones para que se dé cuenta de la clase de tipo que soy.
»Vine aquí cultivando un equívoco y porque estaba seguro de que se trataba de hacerme una mala pasada. La realidad lo ha demostrado y ahora no estoy dispuesto a dejar sin pasar mi factura a los que han tratado de estafarme y llevarme a la ruina. Usted lleva mucho tiempo de capataz, así lo dice mi tío en su testamento y, por las muestras, mientras él vivió, usted se comportó decentemente con él, quizá porque a mi tío no era fácil hacerle una mala jugada. ¿Qué le ha impulsado a pretender hacérmela en su cargo y gozando de toda mi consideración?
Pierre, torvamente, se excusó diciendo:
—¿Qué le autoriza a usted suponer que yo he tratado de hacerle ninguna faena sucia?
—Muchas cosas, Pierre. Primero, intentó trabajar por su cuenta distrayendo aquellas cien reses que tenía apartadas en la hondonada, en un lugar donde sacarlas sin ser visto no costaba apenas trabajo, y cuando yo frustré el intento, pues hacía tres días que las descubrí, usted me contó un cuento que sabe no era admisible más que para un novato, pero no para mí. Y cuando le fracasó el intento, usted, sin escrúpulos de ninguna clase y después de saber las acusaciones que contra usted había lanzado Libermore, fue a ponerse de acuerdo con él para asestarme un golpe mortal y fructífero para ustedes. Era muy tentador provocar la estampida y aprovecharse de la confusión para salir al paso de las asustadas reses abollando unos cientos o acaso unos miles de cabezas.
Pierre, asustado, gritó:
—No le consiento ese insulto. ¿Quién le ha dicho que yo me puse de acuerdo con Libermore para…?
—No trate de disimular. El pasado domingo estuvo usted en su casa para hacer las paces y negociar a mi costa. Entre hombres sin escrúpulos se pueden olvidar los insultos y las acusaciones para robar al vecino y meterse unos cientos o miles de dólares en el bolsillo. Libermore es un ser tan odioso como usted y se hubiese aliado con el mismo diablo para aplastarme, en vista de que no me dejé estafar cediéndole el rancho por un precio menor que el de la mitad de mi hatajo.
—Esa es una suposición gratuita. Fui a pedirle explicaciones de las cosas que andaba diciendo de mí. Yo no sabía que él intentase provocar la estampida, si es cierto que lo intentó. Prueba es que vine a cuidar del ganado cuando vi cómo se ponía el tiempo.
—Usted vino a realizar su parte en el trabajo. ¿Quiere una prueba? Cuando el ganado inició la huida, usted trató de retener a los peones ordenándoles que procurasen partir el hatajo evitando que una parte pudiese escapar. Con eso realizaba dos cosas, una evitar que los muchachos pudiesen seguir al ganado y descubrir que alguien salía a su paso para reunir reses dispersas y otra, evitar que huyese toda la torada, cosa que acaso hubiese hecho imposible la recogida por lo peligrosas que eran siete mil reses lanzadas como una riada. Siete mil reses, Pierre, no cinco mil, como usted me dijo que calculaba que había. Con esa cifra, a la hora del recuento, yo no hubiese echado en falta un par de miliares, que es la cantidad que me hubiesen robado.
»Y para eso se habían apostado dos hombres estratégicamente a ambos lados del hatajo. Lo que los truenos no pudieron hacer, lo harían unos disparos realizados en un momento oportuno. Quien los disparó puedo señalarlos, pues fue obra de aquel par de tipos que Libermore puso delante de mí a la puerta de la iglesia creyendo que sería fácil darme una paliza y dejarme en ridículo delante de una mujer. Todo le fue saliendo mal y no dándose por vencido llegó a rebasar la medida con este intento cobarde. Para ello necesitaba un colaborador y usted no tuvo escrúpulo alguno en prestarse a semejante canallada.
Pierre estaba lívido al tener que encajar la dureza de tales acusaciones. Clay había adivinado la verdad y le estaba diciendo cosas que o las aceptaba mansamente o tenía que repelerlas de violentamente.
Clay se había adelantado acercándose a él y Pierre, poniéndose en pie, se preparó para lo peor.
El joven, tenso, exclamó:
—Y como tengo que dejar este asunto solucionado, le conmino a que confiese toda la verdad y acuse a Libermore, como él le acusó a usted en su momento.
Pierre, apretando los dientes, rugió:
—Yo no tengo nada que confesar, porque todo eso que está usted diciendo no es más que una suposición insultante en lo que a mí se refiere.
Clay, rechinando los dientes, bramó:
—Usted confesará o…
Cortó la frase cuando Pierre, en un impulso desesperado, llevaba la mano al cinto para extraer el colt. Saltando sobre él le afianzó la mano retorciéndole el brazo cuando el arma salía de la funda y a causa del dolor le obligó a soltarla, al tiempo que le administraba un feroz puñetazo en el rostro.
El capataz, sin el arma para usarla, se revolvió dispuesto a no dejarse destrozar a puñetazos e intentó atacar a Clay, quien furioso, siguió golpeándole con saña. Pierre no era blando ni cobarde, y como pudo, intentó inclinar la pelea a su favor.
El despacho se convirtió en un estrecho campo de batalla en el que los dos hombres se golpeaban con saña sin poder eludir el castigo por la falta de espacio donde revolverse.
Pero Clay era mucho más joven y más ágil y la fuerza de su brazo era infinitamente superior a la de su rival. Éste, como un pelele, rebotaba sobre las paredes a cada golpe encajado, destrozaba las sillas al caer sobre ellas como un muñeco y empezaba a sangrar por el rostro, en el que acusaba un golpe terrible en el ojo y otro dolorosísimo en la nariz.
Clay también había recibido algún golpe que le escocía, pero era tal su furia, que no sentía el dolor y sí el ansia de aplastar al capataz.
Y llegó un momento en que Pierre, medio ciego, sin saber dónde golpeaba con eficacia, recibía diez golpes por cada uno que intentaba aplicar, hasta que, deshecho de la feroz pugna, cayó al suelo, donde se revolvió dolorosamente sin ánimos para levantarse.
Clay le tomó por el cuello de la destrozada chaqueta, lo levantó como a un pelele y, amenazándole con destrozarle aún más la cara, bramó:
—Si no confiesa, le deshago.
Pierre, desfallecido, clamó:
—Basta, diré todo… Libermore me propuso lo de la estampida. Él lo arreglaría todo para que se produjese si la tormenta no lo conseguía y yo no hice más que lo que usted vio. Todo ha sido obra suya.
Clay, asqueado, le dejó caer de nuevo a tierra dándole un terrible empujón y bramó:
—Es usted un traidor y un cerdo. Le mataría de buena gana si no me repugnase cometer un asesinato a sangre fría. Levántese y salga por delante.
Pierre intentó ponerse en pie, pero volvió a caer. Carecía de fuerzas para andar.
—No puedo—gimió.
Clay, fuera de sí, le tomó de nuevo del cuello de la chaqueta y, como el que arrastra un fardo, lo sacó del despacho y lo paseó por el pasillo haciéndole descender la escalera en aquella posición. Pierre rugía de dolor, pero el implacable Clay, sin hacerle caso, le llevó de aquella manera hasta el patio, donde estaba el caballo del capataz.
Allí le soltó, le levantó como una pluma y le colocó en silla, diciendo:
—Márchese al poblado y mañana desaparezca de él, porque si vuelvo a encontrarle en alguna parte, le desharé a tiros, pero antes de marchar de la región vea a Libermore, dele cuenta del fracaso de su plan y dígale de mi parte que mañana a las doce esté en el poblado esperándome, porque voy a ir a matarle.
Dio un puntapié al caballo, que salió disparado por la puerta de la cerca, haciendo que el jinete se bambolease en la silla amenazando con caer.
Clay volvió al interior de la hacienda, se lavó el rostro para borrar la sangre de algunos raspazos que había recibido en la lucha y luego, montando a caballo, volvió a los pastos.
La noche estaba próxima a caer y sentía la necesidad de saber cómo se encontraba el ganado.
La tormenta había cesado, el viento, más fresco, barría el telón de nubes rasgándole y mostrando a trechos la limpieza del cielo y de vez en vez caían algunas gotas que ya no quemaban ni eran pegajosas, sino sueltas.
Cuando llegó junto a la dilatada torada, ésta, ya tranquila, se había diseminado en parte. Algunas reses, extenuadas, yacían tumbadas en el barro, pero ninguna daba señales de nerviosismo.
Clay se dirigió al primer peón que le salió al paso, diciendo:
—¿Todo bien?
—Todo bien, patrón. Ya no hay miedo de que la estampida se reproduzca.
—Está bien. Ahora escúchenme, porque es interesante lo que les voy a decir: Pierre ha dejado de ser capataz de mi rancho; le he obligado a confesar que esto se produjo de acuerdo con Libermore y le he dado lo suyo, echándole de la hacienda. De momento, pónganse de acuerdo entre ustedes y elijan uno que haga las veces de capataz hasta que yo determine lo que se ha de hacer. Aún tengo que saldar una deuda con Libermore y esto lo dejaré solucionado mañana. Y como no les creo a ninguno complicados en los sucios manejos de Pierre, confío en ustedes y espero que de aquí en adelante me sirvan como sirvieron a mi tío.
El peón, emocionado, exclamó:
—Patrón, puede estar seguro de que así será. Usted ha demostrado ser todo un hombre capaz de gobernar su rancho como un ranchero debe hacerlo y nos tendrá a su lado en cuerpo y alma. Es cuanto le podemos decir.
—Y yo les creo. Hasta mañana y, si sucede algo, envíenme un aviso y estaré aquí en seguida.
—No hará falta, patrón. La tormenta pasó y puede confiar en nosotros.
Clay se despidió de ellos y regresó al rancho. Estaba molido entre la caída del caballo y la pelea sostenida con Pierre y necesitaba tomarse un buen descanso para lo que el destino le tuviese deparado al día siguiente. No sabía cómo Libermore manejaría el revólver, pero sí sabía cómo lo manejaba él y esto le daba una gran confianza. Cuando hubiese repuesto fuerzas con unas horas de descanso, se sentiría capaz de luchar no contra Libermore, sino contra media docena como él.
* * *
Se levantó sobre las ocho y tras afeitarse y bañarse, se sintió más animoso. Aún le dolían los huesos y en su rostro acusaba huellas visibles de la anterior jornada. A las diez dio una vuelta por los pastos. La tranquilidad era absoluta y los peones estaban en sus puestos. Inmediatamente regresó al rancho y se ocupó en repasar su revólver, engrasándolo y cambiando los proyectiles. Iba a jugar una carta muy peligrosa y su vida estaba garantizada no sólo por su pulso y puntería, sino por la seguridad del arma.
Se hallaba ocupado en esta dramática labor, cuando al echar un vistazo por el vidrio de la ventana, se estremeció. El paisaje dilatado era verde y fresco a causa de la lluvia del día anterior y sobre la verde pradera avanzaba a galope un jinete en el que Clay descubrió la silueta de una mujer.
Y cuando rauda se acercó, pudo comprobar que se trataba de la hija del abogado. Clay, extrañado e inquieto, murmuró:
—¡Diana! ¿Qué habrá sucedido para que ella venga aquí?
La muchacha penetró a galope en el patio y Clay se asomó a la ventana, llamando con emoción:
—¡Diana!
—¡Oh, Clay, subo…!
Traspasó el porche corriendo y él salió a su encuentro al pasillo. La muchacha avanzó arrebolada, nerviosa y balbuciente.
—Clay… creí no llegar a tiempo de encontrarle.
—¿Por qué no? ¿Qué sucede?
—Algo repugnante y cobarde, Clay. Me he enterado hace muy poco y me apresuré a montar a caballo para venir a decírselo. Temía que se hubiese marchado.
—Hable, por favor, y serénese. ¿De qué se trata?
—¿Es cierto que ahora, a las doce, estará usted en el poblado para vérselas a tiros con Libermore?
—¿Quién le ha contado eso?
—Le pregunto, contésteme.
—Pues bien, si lo sabe, no puedo negarlo. Han sucedido muchas cosas en el día de ayer y… esta mañana tengo que saldar una deuda pendiente con ese tipo. ¿Cómo ha sabido usted lo que va a suceder?
—He sabido muchas cosas, Clay. Anoche llegó al poblado en muy mala situación Pierre, su capataz…
—Mi ex capataz. Ya no lo es.
—Es igual. El caso es que llegó en lamentable estado y alguien le atendió. Contó no sé qué historia sobre unas acusaciones falsas que usted había vertido contra él y Libermore. Dijo que era usted un impostor que había venido engañando a la gente, porque no era usted lo que aparentaba ser.
—En efecto, Diana, así es. Yo vine aquí aparentando ser un estúpido dependiente de ferretería de Chicago porque así me convenía. Había sospechado a través de la carta de su padre que las cosas del rancho no estaban muy claras para mí y decidí comprobarlo a través de mi fingida ignorancia. Un día lo hubiese descubierto, pero los acontecimientos se precipitaron ayer y tuve que demostrar que sabía de ranchos tanto como el primero. Dejé la ferretería hace seis años y desde entonces me dediqué al ganado. Cuando me llamaron, era capataz de un rancho en la divisoria.
—¡Oh, Clay!, no sabe lo que me alegro a pesar de que nos haya embromado con aquel traje y aquel sombrero ridículo, pero a pesar de todo, la cosa es muy grave para usted, Clay. Siguen obrando con traición y lo que le espera es algo canallesco.
—¿Quiere hablar?
—A eso he venido, Clay. Hace una hora ha estado en el despacho de mi padre el señor Libermore. Estaba no sé si indignado o asustado y le dijo a mi padre que después de haber magullado a Pierre, le había mandado usted un recado para que le esperase a las doce con el revólver preparado acusándole de haber organizado una estampida para tobarle el ganado.
—No ha dicho más que la verdad. Siga.
—Pues bien, aseguró categóricamente que era usted un impostor y que él no tenía por qué darle beligerancia cuando no era usted digno de medirse con él. Aseguró que le esperaría, pero no sólo. Según insinuó, le van a esperar para cazarle, Libermore, el propio Pierre y los dos tipos aquellos que pretendieron humillarle a la puerta de la iglesia. Mi padre se indignó diciéndole que eso no era noble, pero Libermore repuso que tratándose de un tipo retorcido como usted, todo estaba a tono con sus procedimientos y que no saldría usted vivo del pueblo si se presenta como ha prometido. Lo oí todo al otro lado de la puerta y antes de que él saliese me apresuré a montar a caballo y a venir a prevenirle. No vaya, Clay, no vaya, porque la traición le acechará desde todas las esquinas.
Clay rechinó los dientes con ira al oír la noticia. Libermore era un sapo venenoso que no tenía valor para enfrentarse cara a cara con un hombre.
Pero fieramente afirmó:
—Le agradezco mucho el interés que se toma por mí y el valioso aviso que me trae, pero eso no hará que cambie de opinión. He desafiado a Libermore, he prometido ir a buscarle e iré. Ahora que sé lo que me preparan, tomaré mis precauciones, pero no quedaré como un cobarde.
—Clay, por todos los santos, no cometa ese suicidio—exclamó aterrada la joven—. Serán cuatro a cazarle, se emboscarán en cualquier sitio para matarle a traición. ¡No lo haga!
—Estoy decidido e iré.
—¡No, eso no, yo no puedo consentirlo!
—Diana, lo siento, pero es un deber al que no renuncio por nada del mundo.
—No puede hacerlo, le matarán—clamaba ella aterrada—. Yo le suplico que no vaya, Clay. Por todos los santos, no vaya, hágalo por mí.
Lo dijo poniendo toda su alma en la súplica. Él sintió vibrar su corazón al oírla y, acercándose, la tomó por un brazo, preguntando:
—¿Tanto le importa mi vida, Diana?
—Tanto que… yo… yo no… Podría…
Rompió a llorar y se dejó caer en sus brazos. La confesión había brotado de su alma a un impulso arrollador. Él, conmovido, la estrechó en sus brazos sin que ella protestase y exclamó:
—Gracias, Diana. Me ha evitado usted la violencia de tener que preguntarle algo que ansiaba saber, porque para mí constituía un anhelo tan grande como el de poseer un rancho como el que ahora poseo. Anhelaba el complemento que era una mujercita noble y valiente como usted y el cielo me la envía cuando más necesitaba de su aliento y de su estímulo para triunfar plenamente. Diana, yo también le amo desde que apenas nos hemos tratado, porque he visto en usted una mujer leal y decente y quería, cuando todo pasase, preguntarla si podría constituir el futuro ideal de su vida. Ahora que lo sé, sólo me resta confesar mi amor oculto y prometerla que seré para usted el mejor marido que pudo soñar.
—No, Clay, eso no tiene sentido. Si me amas, no puedes ir en busca de una muerte segura.
—No temas, querida, porque yo… tengo más concha que un galápago y sé valerme muy bien en situaciones difíciles. Libermore es un cobarde que no tiene fe en su revólver. Pierre está destrozado y nada podrá hacer con eficacia, y en cuanto a los otros dos, no les temo. Iré y tomaré toda clase de precauciones para salir victorioso, porque ahora me aguarda un premio tan grande, que me agiganta y me hace sentirme un hombre que valdrá por media docena. Si ya no puede haber emboscada, vete tranquila, que alguno no tendrá tiempo de arrepentirse de lo que intenta.
—No, Clay… no puedo consentirlo. Venía a avisar a un amigo y quería salvar su vida. Ahora quiero salvar mi amor.
—Te prometo hacerlo todo para salvarlo, porque yo también defiendo el mío. Por favor, vete, Diana, vete antes de que sea demasiado tarde. La hora se acerca y por nada del mundo dejaría de estar en el poblado a las doce.
—Clay, por mí…
—Basta, Diana. Si insistes me pondrás nervioso y todo será peor. Déjame la tranquilidad suficiente para que no me ponga inquieto y dé facilidades a mis enemigos. Si tienes confianza en mí, vete y espera con tranquilidad.
—¿Cómo podré hacerlo, cuando tu vida peligra?
—La protejo yo… por ti. Vete, Diana.
La empujó hacia la puerta y la obligó a descender al patio ayudándola a subir al caballo. Diana comprendió que nada conseguiría y entre sollozos de dolor y angustia se alejó camino del poblado rezando mentalmente porque el cielo protegiese la vida de su amado.