CAPÍTULO VIII

UNA VISITA INESPERADA

La escuela se inauguró con cierta solemnidad. Acudieron las personas destacadas, las madres, curiosas por conocer el lugar donde sus hijos por algunas horas las dejarían reposar tranquilas, y toda la chiquillería del poblado y la llanura, que formaban una regular legión de demonios despeinados y rebeldes a toda disciplina. Como era de rigor, no pudo faltar Tab, quien en un tosco discurso, ensalzó el beneficio de aquella su obra, y amenazó con sanciones a los padres que no velasen porque sus hijos acudiesen a la escuela.

Mary, vestida con sencillez, pero realzando discretamente sus encantos, iba recibiendo a los miembros de su pequeña colonia, acariciándoles, diciéndoles cosas agradables y repartiendo confituras para mejor atraer su voluntad.

Fue un acto sencillo pero emotivo, que a ella la llenó de orgullo. Era la primera vez que iba a ejercer su sacerdocio, y una intensa e inexplicable emoción la embargaba.

Después del acto inaugural y de recibir felicitaciones, buenos deseos de éxito y muchas miradas masculinas que no se apartaban de ella, los concurrentes se retiraron. Tab, discreto, no quiso quedarse, y también se ausentó. Mary echó de menos en la ceremonia a Rhea, pero en realidad, nada tenía que hacer allí en aquel acto oficial, y hubiese sido contraproducente su visita.

Dos días después, Margaret, que también por curiosidad había hecho acto de presencia en la inauguración, y no salió muy satisfecha a causa de la belleza de la maestra, a quien consideraba un peligro para sus planes, mostró a Tab un telegrama, diciéndole:

—Aquí tienes. Mañana llegan tu mujer y tu hija. Supongo que irás a recibirlas a la estación.

—¿Yo? No las he mandado llamar, de forma que no tengo por qué ir a recibirlas. Eso tú, que lo has organizado todo y… ¡ojalá no te pese meterte a componedora de voluntades!

—Eres un grosero. Siquiera por el qué dirán.

—El qué dirán ya me tiene sin cuidado. Me importó en cierta época, y fue desastroso. De cualquier manera, dirán, aunque nada me preocupe.

Margaret, rabiosa, le dejó, y a la mañana siguiente, y por orden suya, encargó a Jubby y Blake que preparasen el calesín.

Blake murmuró luego:

—¡Peste!… ¿Te das cuenta Jubby? Vamos a tener que viajar otra vez con «eso» que llaman una mujer. Preferiría bajar de cabeza al infierno.

A la hora de la llegada del convoy, el calesín estaba en la estación, y poco más tarde, aparecían Mima e Yvona.

Los dos peones, intrigados, las examinaban con ojos muy abiertos, y el primero comentó:

—¡Rayos del Infierno! ¿Sabes que la madre y la hija, más que tales parecen hermanas? Y pensar que teniendo una mujer así, el patrón se ha metido en cada lío que…

—Cállate y no comentes, que un día te van a quemar la lengua con un hierro ardiendo.

Los dos peones se apresuraron a colocar los equipajes como mejor pudieron, y las viajeras, apretadas y molestas, se acomodaron en el interior del carruaje. Poco más tarde, rodaban hacia el rancho, aunque esta vez Jubby tuvo buen cuidado de conducir normalmente.

Tab había decidido esperarlas, no para darles la bienllegada precisamente, sino para delimitar campos. Su cabeza era un hervidero de ideas candentes, y no quería que su ausencia pusiera más al rojo la caldera.

Cuando las viajeras hicieron su aparición, marido y mujer se miraron por unos momentos con intensidad dramática. Sólo ellos sabían lo que sus cerebros estaban pensando el uno del otro.

Mirna encontró a su marido gordo y avejentado, con ciertas arrugas en el rostro que acusaban los años y algunos excesos. Él, en cambio, descubrió que, pese a la larga separación, el aspecto de su mujer era como el primer día que se marchó de allí. Ni más gruesa ni más delgada, igual de tersa y atractiva, y sin que se le notase el peso de aquellas largas etapas.

En cuanto a Yvona, estaba desconocida para su padre. Se había convertido en una mujer, y con razón habían comentado sus peones que más que madre e hija parecían hermanas.

Mirna, sencillamente, saludó:

—Hola, Tab.

—Hola, Mirna.

—Buenos días, papá —dijo Yvona, un poco cortada—. ¿Cómo estás?

—Bien, muy bien, gracias.

Y señalando los asientos, añadió:

—Sentaos un momento. Tenía mucho que hacer, pero he preferido demorarlo para esperaros. Tengo que hablar con vosotras, y se impone hacerlo en seguida.

«Mima… un día, por tu propia voluntad te fuiste de aquí y me abandonaste, sin preocuparte más que de ti misma. Te pareció muy bien no soportarme por lo que fuese, y obraste a tu impulso, dando la campanada. Reconocerás que ni me quejé ni traté de detenerte, ni siquiera te abandoné a tus propias fuerzas. Os asigné cantidades más que suficientes para que vivieseis bien, en tanto yo quedé aquí solo, trabajando y dando la cara al comentario popular. Tampoco te he llamado nunca, y por lo tanto, como así ha sido, espero que no te des por ofendida si moralmente sigo haciéndome a la idea de que no has vuelto. Eres mi mujer, y tienes derecho a cobijarte bajo mi mismo techo, pero nada más. Espero que te baste con eso, si quieres seguir aquí, y no te mezcles para nada en mi vida, como yo no me mezclaré en la tuya.

«En cuanto a ti, Yvona, tengo entendido que estás mariposeando con cierto tipo cazadotes de Phoenix, que no tiene dónde caerse muerto, y sí solamente vista para suponer que si se casa contigo, vivirá a lo grande a costa de lo que yo he sudado hasta con sangre. Pues bien, no te quito ese capricho si quieres llevarlo adelante, pero sí te advierto, que si te casas con él, no verás un solo centavo de mi fortuna. Quién cargue contigo que te mantenga. Pero si cambias de parecer y un día encuentras un hombre trabajador, que sea reflejo de lo que yo he sido en ese sentido, como eres mi hija y a alguien tendré que dejar mi fortuna, cuando me muera, podrás contar con ella.

«Creo que es cuanto tengo que decir de momento.

Mirna, serena pero pálida, preguntó:

—¿Me permites que hable?

—Hazlo. Es la única ocasión que os brindo para que digáis lo que sea.

—Muy poco, Tab. Has mentido al decir que me fui por mi gusto y te abandoné. Fuiste tú quien me echó con tus vejaciones, con tus insultos incalificables y con tus celos de hombre primitivo, sin fundamento alguno. Dignamente, no podía vivir al lado del hombre que había provocado un duelo y había matado a otro por suponer algo, que ruboriza y me indigna tener que decirlo. Y si me juzgabas tan miserablemente, mi amor propio se rebelaba contra la injusticia porque yo… no podía hacer contigo con razón fundada, lo que tú habías hecho con aquel infeliz que en nada te había ofendido.

«Por eso me fui. No estaba dispuesta a que nadie me señalase con el dedo por tu culpa, cuando la gente no está en ciertas interioridades y siempre se inclina por el lado malo. Destrozaste con tu acción todo lo más bello y valioso de mi vida, y lo menos que podía hacer, era dejarte para no morir envenenada de rabia.»

—Bien, si así fue. ¿Por qué vuelves ahora?

—Pues porque si tengo derecho a alguna compensación por el mucho mal que me hiciste, esa compensación estriba en velar por nuestro común patrimonio y no por mí, sino por mi hija. Sé que ganas mucho, pero sé que derrochas mucho, y no quiero con mi ausencia dar margen a que alguien, sólo por egoísmo y ambición se meta un día a contrapelo en esta hacienda y se haga la dueña y señora. Sé que dos veces has estado a punto de cometer esa mala acción, y quiero al menos con mi presencia, evitarlo. Seré yo la dueña y señora, y haré respetar mis derechos sobre todas las cosas. No vengo a imponerte mi presencia personal, sino a imponer mi presencia moral en asunto de mi incumbencia.

—Bueno —repuso Tab, sonriendo— me tienen sin cuidado tus preocupaciones morales y espirituales. Yo haré lo que me venga en gana, estando o no estando tú, y cuando no te parezca bien, te vas de nuevo. No me vengas con desafíos, porque, si lo haces, y un día se me mete en la cabeza, traeré aquí a quien os desplace a todas, porque será mi voluntad, y os iréis sin violencia y os arrojaré de aquí con la fuerza de mi derecho.

—¡Tab!

—Ni Tab ni nada. Os veo en plan de reto, y sois muy poco las tres para doblegarme, cuando ni la Naturaleza ni los hombres lo consiguieron nunca. Os he expuesto mis condiciones para admitiros aquí. Si no os parecen bien, mañana por la noche sale un tren para Phoenix: podéis tomarlo, y volver allí.

Echó hacia atrás con rabia el sillón, cruzó la estancia y salió al pasillo, dando un terrible portazo. Mirna, que había estado realizando esfuerzos para dominarse, no pudo contener su dolor, y hundiendo la cabeza entre las manos, rompió a llorar con desesperación.

—Mamá, por Dios, no te desesperes. Ya le conoces, y sabes lo brusco que es. Creo que no debiste exponer el caso de esa manera tan… desafiante.

—¿Cómo quieres que lo hiciera, si desde que me casé con él convirtió mi vida en un infierno por unos celos absurdos que no tienen perdón? No sé, quizá diga una tontería, pero creo que se los hubiese perdonado, de haber tenido la convicción de que nacían de un cariño verdadero hacia mí, pero siempre tuve la creencia de que es incapaz de saber lo que es eso. Eran celos de vanidad, celos de hombre que cree que el cariño se compra con un puñado de billetes, y eso… eso es más doloroso que una puñalada en el corazón.

—Bueno, cálmate, mamá. Con ponerte así nada vas a conseguir y … olvidas muchas cosas. Viniste con ánimo de ver si el tiempo le había cambiado y amansado, y no esperaste a comprobar qué había de eso.

—¿Después del recibimiento que nos ha hecho? No, Yvona; tu padre sigue siendo el salvaje adinerado que ha sido toda su vida, y temo que nada ni nadie le hará cambiar hasta el día de su muerte.

* * *

Transcurrieron varios días. La presencia de la familia de Tab no había pasado inadvertida para nadie, y la gente hizo comentarios a placer. Algunos de los más antiguos, conocían toda la historia del matrimonio y la airearon lanzándola a los cuatro vientos, con lo que, lo que parecía muerto y olvidado, revivió.

Tab, sombrío, permaneció algunos días casi encerrado en la mina, revisando lo que allí se hacía. Se daba cuenta de los comentarios que despertaría la presencia de su mujer e hija, y quería dejar transcurrir el tiempo, para que los ánimos se aplacasen y se olvidase aquella novedad.

Mary tuvo conocimiento de ello, pero no se molestó en hacer comentarios, ni siquiera en mostrar interés por conocerlas. Pero una tarde, a la hora de terminar la clase, el calesín de Tab se detuvo a la puerta, y Mary descubrió con asombro, que dos mujeres bellas, elegantes y de altivo porte, descendían del vehículo y se dirigían a la escuela.

Como no había en toda la comarca mujeres de aquella prestancia, en seguida sospechó que se trataba de la familia de Tab, y sintió curiosidad por saber a qué se debía su presencia allí.

Muy ceremoniosa las recibió, saludando.

—Buenas tardes, señoras. ¿Deseaban algo?

—Si no le molesta… conocer la escuela.

—Claro que no. La escuela está abierta a todo el que la necesita o la quiere conocer.

—Muchas gracias. Usted es la maestra, claro está.

—Así es, señora, y por si le interesa, le diré que mi nombre es Mary Grey.

—Encantada. El mío es Mirna Brackon, y ésta es mi hija, y se llama Yvona. Supongo que estos nombres le dirán algo.

—En efecto. Ustedes son la familia del señor Brackon.

—Así es, señorita Mary. ¿Podemos ver la escuela?

—Pasen. Son ustedes las dueñas, y tienen más derecho que nadie.

—Gracias.

Estuvieron curioseándolo todo, y al terminar, Mirna indicó:

—Ese anexo será su casa.

—Sí, es la casa que habito. Si quieren verla…

—No sé… No quiero pecar de indiscreta allanando hogares. Ni me gusta allanarlos ni que allanen el mío.

—No hay tal, puesto que yo las invito a verla.

—Gracias. Sólo es curiosidad por conocer el edificio.

Mary les enseñó todo, mientras se preguntaba cuál sería el verdadero motivo de la visita. Adivinaba que no era simple curiosidad, sino algo más profundo.

Cuando terminó la visita, Mirna, realizando un esfuerzo, manifestó:

—Señorita Mary estoy sacando una impresión encantadora de usted. Le reconozco una muchacha tan linda y atractiva, como enérgica y cuidadosa de su persona y de su hogar… ¿Me perdonaría si en atención a esta impresión, le dijese algunas cosas?

—¿Por qué no? Yo la juzgo a usted «una señora», y quiero creer que, como tal, lo que diga se podrá escuchar sin molestia.

—Tal es mi intención, pero si alguna palabra o concepto no fuese de su agrado, dígamelo para darlo por no pronunciado.

—Bien, siéntense y hable, que la escucho.

—Pues… como lleva usted muy poco tiempo en Johnson, seguramente no estará muy impuesta en la vida y milagros de algunos, aunque en esas vidas, los milagros estén ausentes.

»Yo he pasado más de diez años fuera de aquí, separada voluntariamente de mi marido. No quisiera hablar mal de él por propia estimación, pero tengo que poner al desnudo ciertas cosas para ser comprendida mejor. Me separé de él porque sin razón alguna me infirió ofensas que una mujer digna no puede tolerar. Ni siquiera un gran cariño tolera ciertos excesos y ciertas humillaciones. Sé que durante mi ausencia, mi marido se ha comportado de una manera alocada, tratándose de mujeres. Circulan muchas historias poco edificantes respecto a él, y se le achacan consecuencias de esa conducta, tapadas unas veces con dinero y otras con procedimientos adecuados a las personas afectadas.

»Mi marido, por desgracia, no hace nada sin medir cuál va a ser el rendimiento, tanto material como moral, y como le conocen cuando surge de sus manos algo nuevo en seguida se pregunta la gente cuál será el precio y quién lo pagará. Ahora, de repente, al cabo de los años, se acordó de levantar una escuela y traer una maestra. Esto en sí parece no tener importancia, pero tratándose de él, la gente ha empezado a pensar de otra manera solamente porque da la casualidad de que la maestra es joven y guapa.

Mary sacudió la cabeza con fiereza, pero Mirna la atajó diciendo:

—Perdóneme un momento; he recogido la opinión pública, pero esto no quiere decir que sea la mía. Quiero ponerla en guardia por si usted, inocentemente, no se ha dado cuenta de lo que puede significar. Yo he venido a verla con prejuicios, lo confieso, pero me ha bastado tratarla este breve rato, para convencerme de que no es usted de la madera de las que agradan a mi marido y no me refiero a su aspecto, que sí le agrada, sino al fondo.

«Basta mirar a las personas con los ojos del alma para comprender cómo son, y yo la he visto a usted a hechura mía. Una mujer íntegra, animosa, decente, que lucha por su existencia, y que por hacerlo así no duda en afrontar momentos difíciles donde poner a prueba su temple. Por lo tanto, la admiro por anticipado, y ya sólo deseo decirle una cosa.

»No se fíe de mi marido. Yo le he observado estos días y sé que él, que se desentiende de las cosas que no rinden dinero, está muy interesado por la escuela. La visita como no ha visitado nunca nada, y hasta a veces pasea a caballo y ronda por aquí, aunque no se decida a entrevistarse con usted. Esto puede decir mucho… para usted. Para mí, nada, porque nuestra relación murió hace muchos años, pero me dolería que en sentido distinto al mío tratase de perturbar su vida de alguna manera. Es tenaz, impulsivo, y cuando concibe una idea, no hay fronteras para él. Creo un deber advertirla por si nadie lo ha hecho, y le juro que no hay egoísmo, sino pena de que usted pueda ser en cualquier sentido una víctima más de sus ímpetus sin freno.

»He tratado de decirle todo esto con la mayor suavidad y haciéndole todos los honores que como mujer deseo que a mí se me hagan. Si no lo conseguí, perdone, pero busque en mis palabras el fondo, que yo he querido poner en ellas. Y nada más, señorita Mary. Para mí será una satisfacción contarla como amiga, porque me dice el corazón que lo merece.»

Se levantó dignamente, como si no esperase respuesta.

Pero Mary, que había estado analizando una a una las palabras de Mirna, se adelantó a ella, contestando:

—Señora, le estoy muy agradecida a cuanto acaba de exponerme. Nada ha dicho que pueda molestarme, porque ha salvado el escollo, afianzando su creencia de saberme una mujer entera y digna. Esto es suficiente para que yo me haga cargo de muchas cosas, y comprendo el motivo fundamental de su visita. Alguien me puso en guardia contra su esposo, pero aunque así no hubiese sido, yo me habría puesto en guardia en seguida, si hubiera dado el menor motivo para ello. Por fortuna «para él», no lo ha hecho… aún, pero si lo hiciese, sabría colocarle en su debido lugar.

»Yo le agradezco su interés y lo tomo en consideración. Vine a regentar esta escuela porque en alguna tenía que hacerlo y ganarme la vida, pero la vida me la gano por mí misma y no la deseo ganada por otro, si ese otro no es el hombre que yo escoja para toda mi vida. El que su marido sea un Creso me tiene sin cuidado, porque para vivir feliz y a gusto me bastan mis setenta dólares de sueldo, la casa, la huerta y esa bandada de gorriones que ha visto desfilar hace un momento; lo demás, me sobra, porque… señora, usted es millonaria, él lo es también y… ¿ese dinero les ha hecho felices?»

—No, Mary; ésta es la verdad y la pena. Nos ha sobrado de todo, menos de lo que no se compra con dinero.

—Pues ese ejemplo basta. Si temía usted que yo pudiese ser una piedra en su sendero, o alguien que la hiciese de menos, duerma tranquila, que no será así. Me estimo lo suficiente para estimar a las demás cuando se lo merecen.

—Muchas gracias, Mary; no sabe lo feliz que me hace oírla hablar así… Si todas fuésemos lo mismo…

—No se evitaría nada, cuando los hombres no han nacido para apreciarlo. Respecto a lo demás, me honra su ofrecimiento, y cuente con mi amistad sincera. No me brindo a visitarla en su casa por razones que ya comprende, pero la mía estará siempre abierta para usted, cuando quieran honrarme con su visita.

Mirna, conmovida, se acercó, y abrazándola, la besó. En sus ojos había lágrimas de alegría.

—Dios la bendiga, hija, y le dé la suerte de encontrar el hombre que sepa hacerla tan feliz como merece.

Se despidieron emocionadas, y Mary salió a la senda a decirles adiós agitando su pañuelo.

Cuando la muchacha regresó al interior, estaba tensa.

La visita de Mirna había sido para ella el término de una revelación, pues corroboraba los vagos informes que Rhea le había dado respecto al hacendado Tab.

En cuanto a su mujer, la encontraba una persona digna de mejor suerte. Parecía reunir todas las bellas cualidades requeridas para hacer feliz a un hombre, pero Tab no era un hombre digno de haber tropezado con semejante mujer.

Y se dijo que eran muchos los avisos para no sentirse inquieta respecto a las intenciones del amo del poblado. Mirna había insinuado discretamente ciertos rumores que la afectaban, y esto sí que no podía tolerarlo, porque por encima de todo estaba su buen nombre. Si Tab insistía en sus visitas, estaba decidida a plantear el asunto en los términos claros y duros que las circunstancias exigían, porque al parecer Tab no entendía otro lenguaje que el áspero y crudo que la gente de su condición moral necesitaba oír para comprenderlo.

Y también ella había nacido en el Oeste, y a pesar de su educación sabía ponerse a tono con las circunstancias. Cuando llegase la hora de soltar el lenguaje de los hombres de aquellas latitudes, pondría de manifiesto que lo dominaba perfectamente, y que habría que tenerlo muy en cuenta, para evitar creencias erróneas o falsas interpretaciones.