CAPÍTULO XII

NUNCA SEGUNDAS PARTES FUERON BUENAS

La atribulada maestra no durmió en toda la noche. El fantasma de la tragedia con dos hombres enfrentados revólver en mano, le atormentó hasta la locura, y cuando al despuntar el sol se levantó y se miró al espejo, ella misma se asustó.

Las huellas de la mala noche y de la angustia que la atormentaba, se reflejaban en su rostro de una manera despiadada, y esto acabó de aterrarla.

Tras muchas vueltas en la cama y tras muchas vacilaciones, interrogantes y análisis, había descubierto algo que se le resistía hacía varios días. Estaba enamorada de Rhea, y aunque él no se hubiese dado cuenta, aunque el ranchero no tuviese jamás intención de llevar su amistad a tal terreno, le amaba y no estaba dispuesta a permitir que la muerte le aniquilase, como aniquiló a su padre y precisamente por medio de la misma mano cruel.

Si antes despreciaba a Tab, ahora le aborrecía con toda la fuerza de su alma, y se decía a sí misma que si mataba a Rhea, no mataría a nadie más, porque ella se sentía capaz de empuñar un revólver e ir en su busca para acabar con su brutal carrera de matador de hombres.

Por más que se esforzaba en ver el modo de evitar el duelo, no lo hallaba. Rhea tenía razón al afirmar que ninguno querría pasar por cobarde, retractándose de un desafío lanzado en público, y éste tendría que consumarse fatalmente.

Y en su desesperación, aun despreciando esta afirmación de Rhea, concibió un proyecto único. Ir a su rancho, visitar a su madre, ponerla en antecedentes de lo ocurrido, declarándose responsable del incidente y suplicándole que impusiese su autoridad a su hijo para que no acudiese al duelo.

Sabía que si éste se había demorado tantos años, se debía a la presión que ella había ejercido sobre Rhea. Que la ejerciese hasta el límite y evitase aquella posible y nueva desgracia.

Y sin perder tiempo, aprovechando la circunstancia de que aquel día no había clase por ser festivo, se encaminó resueltamente al rancho de Marwin. Carecía de montura y el camino era largo, pero poseía energías suficientes para llegar a pie.

Cuando se detuvo ante la puerta de la cerca y llamó a ella con el corazón latiéndole dramáticamente, un vaquero le franqueó la entrada, y ella, con voz opaca, suplicó:

—Diga a la señora Marwin que está aquí Mary Grey, la maestra, que desea hablar con ella.

Poco después, la ranchera recibía a Mary en la misma habitación que la primera vez. En su atolondramiento, la muchacha no se dio cuenta de que allí se había operado algún cambio. Sobre un aparador, se erguía una imagen de la Virgen, y a los lados, había dos candelabros.

La madre de Rhea la recibió con los brazos abiertos, preguntando con voz incolora:

—Mary, ¿qué le sucede? ¿Qué quiere usted a estas horas?

—¡Oh, señora Marwin! — gimió Mary, arrojándose a ella y abrazándola entre temblores de angustia—. ¡Sálvele! ¡Sálvele usted que tiene fuerza moral para ello! Él no le habrá dicho nada, lo presumo, pero yo… yo estoy obligada a decírselo, aunque me desprecie. Yo fui la causa inocente de ello, pero tuve la culpa. Su hijo… su hijo se va a batir con Tab, como su padre, y como su padre… puede morir. Usted no puede permitirlo, es su hijo, su sangre, lo único que le queda en el mundo y debe velar por su vida, aunque sea a costa… no sé de qué, pero debe hacerlo. Yo… yo no he podido…

Rompió a llorar con desconsuelo y la señora Marwin, pasándole la mano por el despeinado cabello, dijo con energía:

—Mary, cálmese, por favor. Me atribula usted con su angustia más que él con su pelea de hoy.

—¡Oh! ¿Es que usted lo sabe?

—Sí, Mary, lo sé, aunque usted haya creído que mi hijo me lo ocultaría hasta el desenlace. No, no lo ha hecho así, porque eso sí que no se lo hubiese perdonado. Si el destino le tiene señalado con él dedo, debo estar preparada para lo peor, y rezar antes por él. Rhea, me lo ha contado todo, y Usted no tiene por qué atribuirse la culpa. Tal y como sucedió el lance, yo hubiese despreciado a mi hijo si no se hubiese comportado como lo que es. Él no ha buscado la pelea, pero si al fin ese buitre se la ha planteado, no era de hombre rehuirla, y mi hijo es un hombre. Es cierto que yo he contenido sus ímpetus durante muchos años, y he evitado que él provocase el desenlace, pero dignamente, yo no puedo influir de tal forma que hunda su reputación y le arroje a la befa general, tildándole de cobarde. Será impío afirmar que prefiero perderle luchando como un hombre, a conservarlo convertido en algo indigno y despreciado. Mi marido sabía que no estaba a la altura de Tab para triunfar sobre él, y, sin embargo, no vaciló en afrontar la desventaja. Prefirió caer como caen los hombres a tener que vivir escondido como los sapos.

»A nadie le puede doler como a mí perder a Rhea, pero yo también tengo en mis venas sangre de aquí, acato las leyes de la tradición como todos, y me resigno con ellas. Rhea lo sabe y esto le tranquiliza, porque así irá a la lucha más sereno, menos nervioso, sin preocupaciones íntimas, porque no ignora que su madre nunca le reprochará, vivo o muerto, haberse enfrentado con Tab después de haberme informado. Yo no sé lo que va a pasar, Mary, pero confío en que no siempre nos tocará perder. Rhea es joven, fuerte, valiente y está animado de un espíritu de desquite. Le dije a usted un día, que por si surgía esto, se preparaba y preparado está. Tab no le cogerá desprevenido ni falto de agilidad y pulso para el combate. Quizá sea usted quien más le preocupe. La dejó ayer muy angustiada, y teme por ello. De saber que usted posee la misma valentía y resignación que yo, acaso aún se mostrase más tranquilo y confiado.

Mary, aturdida, escuchaba sin poder encajar las palabras de la viril ranchera. Era demasiado fuerte para ella escuchar de labios de una madre aquellas palabras, cuando la vida de lo único que le quedaba en el mundo estaba pendiente de un albur.

Alocada, gimió:

—No, usted no puede hablar así. Usted es madre y la vida de su hijo debe estar por encima de todo.

—Sí, pero no hasta el extremo de convertirle en un guiñapo humano a quien todos escupiesen a la cara por cobarde. Llegaría un día en que él mismo sintiese asco de sí… y quién sabe de lo que sería capaz en su desesperación. Lo que no tiene remedio hay que aceptarlo con resignación, y procurar que las cosas se resuelvan lo mejor posible. No hay que quitar ánimos a Rhea, sino dárselos, y yo he sido la primera en alentarle a confiar en sí mismo. Eso materialmente es lo único que puedo hacer por él y espiritualmente… esto, Mary. Si teme por él, si desea su vida, imíteme.

Se arrodilló ante la imagen con los ojos llenos de lágrimas. Mary, vencida, la imitó, y a su lado rezó y lloró con ella.

Pero de repente, levantándose con fiereza, clamó:

—¡No, yo no quiero que muera! No lo quiero y no sólo porque me considere la culpable, sino porque… porque… le amo con toda mi alma, y si le matasen me matarían a mí.

Y antes de que la asombrada ranchera pudiese reponerse de la sorpresa e intentase detenerla, Mary, alocada, salió de la estancia, descendió la escalera velozmente y saliendo al llano, echó a correr con toda la ligereza que su desesperación le prestaba, camino del poblado. Se acercaba la hora trágica y ansiaba llegar antes de que vibrasen los primeros disparos.

* * *

En Johnson reinaba un nerviosismo hosco. La hora del duelo se acercaba, y los comentarios eran acres para Tab Brackon.

Los más viejos recordaban su duelo con el padre de Rhea, y cómo el ranchero cayó al primer disparo con el corazón atravesado. Ahora, al cabo de los años, la historia iba a repetirse, quizá con el mismo resultado.

Y la gente inclinaba sus simpatías a favor de Rhea. Si en el duelo con Tex, Brackon pudo tener algún punto de razón para provocarlo, esta vez no existía, sino todo lo contrario. Se había mezclado osadamente en dos vidas jóvenes e independientes, pretendiendo cosas que le estaban vedadas, y desafió a Rhea con el ansia de vengar un fracaso nuevo en sus escarceos amorosos, sin importarle el escándalo, ni la nueva humillación que iba a inferir a su mujer.

Eran muchas las antipatías que Tab se había creado en aquel sentido. Su poder y su dinero habían tapado escándalos, que otro no hubiese podido evitar, pero el odio hacia él estaba latente en muchos pechos, y la mayoría anhelaba que esta vez la bala mortal le buscase a él primero.

Poco antes de las doce, la calle principal del poblado estaba ya desierta. Los vecinos se habían recluido en sus casas, los establecimientos habían entornado sus puertas, y nadie quería mezclarse en aquel suceso desagradable, por temor a las represalias del hacendado.

Y cuando iban a sonar las doce en el reloj del Ayuntamiento, Rhea, a lomos de su precioso caballo, alcanzó la parte alta de la calle principal. Detuvo su montura y se apeó de ella, trabándola detrás de la fachada de una casa, para preservarla de un posible proyectil mal dirigido.

Luego, a paso lento pero seguro, empezó a descender hacia el centro. Su alta y viril silueta, se recortaba al sol de la mañana que, muy alto, sólo marcaba en el suelo su sombra achatada.

Rhea miró insistente. La gran calzada estaba solitaria, pero él adivinaba docenas de ojos atisbando por los quicios de puertas y ventanas, ansiosos de seguir morbosamente las incidencias del encuentro, sin exposición alguna.

Y vibraba la primera campanada de las doce, cuando el caballo de Tab Brackon apareció por el extremo opuesto de la calle. Tab, pulcramente vestido, con su agrisada y rebelde cabellera al aire, despojada del sombrero, se erguía en la silla con la arrogancia de su temperamento avasallador. Seguía siendo el hombre duro y luchador, que ni al tiempo le hacía concesiones para doblegarse al peso de los años.

Tab se apeó, silbó al caballo, que se alejó buscando un hueco entre dos casas y se dirigió al centro de la calzada, para desde allí abarcar mejor la calle.

Arriba, Rhea, tenso y quieto, le seguía con la mirada, sin alterar un solo músculo de su rostro. Había abierto sus piernas para afianzarse mejor en el polvo y sus brazos pendían a lo largo del cuerpo, fláccidos pero atentos a los gestos de su rival.

Tab se detuvo, y le miró fijamente. El sol de través no favorecía a ninguno y Brackon no podía culpar a Rhea de haber escogido el sitio más conveniente para disparar sin sentir la molestia del deslumbramiento.

La distancia era aún larga, y como Rhea parecía no estar dispuesto a moverse del lugar que había escogido, la impaciencia de Tab por terminar pronto, no le permitió esperar. Fue él quien, enérgicamente, empezó a avanzar, midiendo con mirada aguda la distancia, para calcular cuándo entraba en la zona de muerte.

Rhea calculaba lo mismo, pero quieto como una estatua En aquel momento, el joven parecía haber perdido sus nervios y sentirse incapaz de todo movimiento.

Hasta que Tab se detuvo de nuevo y miró hacia arriba. Dos o tres pasos más y las balas llegarían a su destino.

Tiró del revólver y lo empuñó con férrea decisión. Rhea le imitó, y su brazo quedó colgando con el arma en la mano.

Por unos segundos, los dos se miraron con odio infinito, hasta que Tab, rabioso, movió su recio cuerpo y se adelantó,

levantando el brazo.

Dos veloces disparos vibraron siniestramente, seguidos de uno inmediato. En el instante decisivo, Tab no supo prever la velocidad de su enemigo, y cuando su revólver tronó, fue debido a la contracción que los dos proyectiles disparados por Rhea le produjeron al clavarse en sus carnes. Su disparo fue impreciso y alto, y la bala se perdió en el aire, lejos de Rhea.

Este, sin moverse, continuó presentando el arma de frente, esperando la reacción de su antagonista. Sabía que le había acertado bien, estaba seguro de hacerlo desde que apretó el percusor, pero esperaba el resultado.

Tab se llevó la mano izquierda al pecho, se apretó las heridas, dejando fluir la sangre por entre los dedos y con un esfuerzo, levantó aún el brazo para disparar.

La bala se clavó en el polvo, a pocos pasos de él, cuando su pulso roto no pudo sostener ya el «Colt».

Y vacilando unos pasos, cayó encogido, retorciéndose en dolores.

Fue entonces cuando Rhea echó a andar lento hacia Tab. Tenía derecho a rematarle si no había muerto y podía hacerlo sin que nadie se lo censurase.

Pero cuando se acercaba con el arma tensa, un grito agudo de mujer vibró a su espalda como un clarín. Mary, desmelenada, desencajada, pálida como una muerta, corría hacia él, gritando:

—¡Rhea! ¡Rhea! No, no más… Eso no…

Le alcanzó cuando el ranchero, a dos pasos del caído, le apuntaba con el revólver, mientras Tab, próximo a perder el sentido, le miraba con pánico y temía el momento en que el tiro de gracia pusiese fin a su vida.

Mary se abrazó a Rhea sujetándole los brazos al cuerpo para que no pudiese disparar, y clamó:

—¡No, eso no, Rhea! ¡Eso, no! ¡Sería un asesinato y usted no es un asesino! Por su madre, Rhea no lo haga.

El ranchero se sacudió la presión de la joven, y después de un momento de vacilación, habló roncamente:

—Debería matarle, Tab. Lo merece por miserable, pero me lo pide ella. ¿Se da usted cuenta? Ella… y por ella… ¡Por ella bajaría yo a los infiernos si me lo pidiese!

Mary, al oírle, se arrojó a su cuello, exclamando:

—¡Gracias, Rhea! Es así como yo te puedo querer. Noble y generoso. El placer de perdonar es algo que sólo lo sienten los corazones nobles, y el suyo… ¡el suyo es el más noble del mundo!

Rhea, conmovido, la abrazó con ansia y ella dejó recostar Su cabeza en el hombro de él.

En aquel momento la calzada se nutría de grupos de curiosos que acudían a presenciar las consecuencias del encuentro. El cuadro era dramático y emotivo. Por un lado, Tab retorciéndose en sangre y dolores, y por otro, Rhea y Mary abrazados amorosamente, como olvidados de cuanto les rodeaba.

Los más piadosos acudieron en auxilio de Tab para intentar por su vida lo que fuese posible, mientras otros miraban a la pareja, pero nadie se atrevía a felicitar al muchacho por temor a Tab.

Mary, excitada, se desprendió de los brazos de él, diciendo:

—Rhea, corramos. Corramos a su rancho. Su madre debe estar con el corazón traspasado rezándole a la Virgen. Corramos a su lado y recemos con ella, dando gracias a la Virgen por haber salvado su vida.

El, enajenado de gozo, la tomó entre sus robustos brazos y corrió calle arriba hacia donde había dejado el caballo. La colocó en la silla, saltó a la grupa y abrazándola por detrás, emprendió el galope en dirección al rancho. Lo que quedaba a su espalda ya nada les importaba.