CAPÍTULO X
UN CORAZON DESPIERTA
La amenaza de Mary pareció impresionar a Tab. El que nunca había temido a nadie ni retrocedido ante nada, se sentía cohibido ante la inflexible actitud de la maestra, y temiendo que echase las campanas al vuelo pregonando sus intenciones, se abstuvo de volver por la escuela.
Pero aquella repulsa había encendido más su rabia y su ambición respecto a Mary. Quizá desde que se consideraba un ser todopoderoso en la cuenca, era el único fracaso que había sufrido, la única persona que se le había cuadrado frustrando sus deseos y demostrándole que no siempre el dinero todo lo puede, y esto le ponía más rabioso y le inclinaba más a doblegar el ánimo de la muchacha.
Mirna, que era una mujer lista y comprensiva, adivinó en seguida algo de lo sucedido a través de la hosquedad y humor endiablado de su marido.
Cuando lograba verle un momento, le observaba sombrío, tenso, nervioso, y ella sonreía con amargura. Estaba casi convencida de que el origen de aquel mal humor radicaba en la maestra, y se alegraba de su visita a la muchacha, si con ella había contribuido a levantar una más alta barrera entre ella y su marido.
Mary no quiso de momento provocar un escándalo. Quería comprobar hasta qué extremo había picado en el ánimo de Tab su repulsa brava y amenazadora, y cuando comprobó que se abstenía de visitarla, se sintió tranquila.
Rhea, sin impresionarse mucho por la animosidad del hacendado, acudió a verla en diversas ocasiones. Mary, complacida, le acogió amablemente, pero tuvo buen cuidado de no darle cuenta de su dura entrevista con Tab. Una de las veces, Rhea se atrevió a preguntar:
—¿Qué tal se porta el ogro del valle?
—¡Ah, pues bien!… Llevo muchos días sin verle.
—¡Qué cosa más extraña! ¿Habrá influido en ello la presencia de su mujer y su hija? Me cuesta trabajo creerlo conociéndole, pero a lo mejor… cuando los hombres van para viejos cambian un poco sus ímpetus.
—Puede ser que eso haya influido — afirmó sencillamente Mary, como no dando importancia al asunto.
—Me alegro por usted, aunque… crea que no exageré cuando le puse en guardia contra él.
Mary sabía bien que no hubo exageraciones, pero tenía que afirmar que así era.
—Quizá no soy el tipo que a él más le guste — comentó.
—No diga eso. Usted es el tipo de mujer que gusta a todos los hombres.
—¿Ha pedido opinión de todos?
—Claro que no pero… yo lo sé.
—Muchas gracias por el elogio, aunque me agrada que en eso se equivoque. Es muy molesto pensar que no se puede circular por ningún sitio, sin llevar detrás un cortejo de adoradores molestos.
En una de las visitas, y mientras «Leal» saltaba a su alrededor haciéndole fiestas, Rhea se atrevió a decir:
—Mary… mi madre está muy intrigada y desea conocerla. Como ella no sale del rancho, no puede venir a visitarla, y como yo le he hablado tanto y tan bien de usted, dice que… bueno, no sé si proponérselo.
—Dígalo; ¿por qué no?
—Pues dice que se sentiría muy feliz si un día aceptase usted almorzar con nosotros y visitarla en compañía de «Leal». Le echa también mucho de menos, porque era uno de sus favoritos y le gustaría acariciarlo un rato.
Mary, tensa, estuvo dudando unos segundos. Por un lado, le parecía un poco expuesto aquel paso aceptando la invitación, pero por otro, aparte de que le gustaría conocer un rancho, había una nota sentimental y muy emotiva en aquel deseo de la madre de Rhea, y tomando una brusca resolución, contestó:
—Rhea, soy muy sensible a ciertas muestras de afecto, y no puedo sustraerme a ellas. Por su madre, que, me honra con ese deseo, acepto. El domingo, que no hay clases puedo satisfacer ese capricho.
—¡Oh, no sabe lo que se lo agradezco en nombre de ella! La advertí de las posibles dificultades para darle ese gusto, pero abrigaba la confianza de que no existiese obstáculo imposible de vencer para lograrlo. ¿A qué hora quiere que venga en su busca?
—Puede venir a las diez, que ya habré dejado arreglada mi casa.
—Pues a las diez vendré. ¿Sabe montar a caballo? Si sabe, le traeré uno muy dócil y si no, vendré con el calesín.
—Sé mantenerme en una silla.
—Entonces traeré el caballo. Le parecerá más agradable el paseo.
Rhea se despidió de ella rebosando alegría y satisfacción, no sólo porque iba a satisfacer un leve capricho de su madre, sino porque para él era algo inefable, que no hubiese cambiado por todo el oro del mundo, la compañía de la maestra durante aquella mañana.
El domingo, a las diez, estaba en la puerta de la escuela con su caballo y otro destinado a Mary.
La joven, sencilla pero atractivamente ataviada, esperaba nerviosa la llegada del ranchero.
Sus ojos se dilataban a lo largo de la senda buscando no sólo a Rhea, sino la posible e inopinada presencia de Tab. Temía que éste, en algún arrebato, volviese a presentarse allí, y el destino cruel hiciese que los dos hombres se encontrasen de nuevo.
Casi se arrepentía de haber accedido a la invitación, pero cuando vio llegar a Rhea y no aparecer el hacendado, sus preocupaciones se desvanecieron, y se sintió muy contenta.
El la ayudó a subir a la silla, comentando:
—Está usted muy linda hoy, Mary. Mi madre se va a llevar una agradable sorpresa.
—Gracias. No creo que debiera presentarme vulgarmente, como si estuviese dando lecciones a arrapiezos desastrados.
Rhea, prudente, indicó:
—Vamos a dar un rodeo para llegar al rancho por lugares solitarios.
—Gracias. Es preferible evitar comentarios desagradables cuando no hay motivo para ello.
—Precisamente por eso.
Y aunque Mary no dijo más, agradeció íntimamente la precaución y delicadeza de él.
Por parajes alegres y solitarios, fueron dando la vuelta para llegar al rancho. Mary se sentía feliz como nunca a lomos de aquel caballo elegante y manso a la par, y se decía que ella sería completamente feliz poseyendo uno como aquél, para dar largos paseos los días de asueto, y conocer algo más que el ya muy visto paisaje que rodeaba la escuela.
Cuando llegaron a la hacienda de Rhea y pudo admirarla de cerca, la encontró aún más grande que cuando cruzó por delante de ella a su llegada. Lo que más le encantó fue aquella tupida enredadera trepando por el porche y las paredes, en una nota viva de color verde, brillando al sol, y los tiestos policromados de flores, que adornaban a lo largo la balaustrada del voladizo balcón.
Después de atravesar el patio y cruzar por debajo del porche, penetraron en un largo y sombreado pasillo, para enfocar una ancha escalera que se abría a la derecha. Al rebasarla se hallaron en un amplio «hall» lujosamente amueblado, y Mary recibió una grata sensación de serenidad, limpieza y buen gusto.
Rhea se atrevió a tomarla de la mano, y tirando de ella suavemente y con emoción, la adentró por el pasillo hasta detenerse ante una puerta, donde llamó diciendo:
—¡Mamá! ¡Ya estamos aquí!
La puerta se abrió, y una voz suave y bien timbrada invitó:
—Adelante, hijos míos. Sed bienvenidos.
Mary quedó un momento inmóvil bajo el dintel, mirando con cierta sorpresa a la señora Marwin. Antes que fijarse en los muebles y decoración de la bonita estancia donde era recibida, sus ojos quedaron fijos en la mujer, como fascinada por ella.
Mary se había hecho mentalmente un retrato de la madre de Rhea, y la realidad lo borraba instantáneamente. En lugar de encontrarse frente a una anciana encorvada por la edad y la pesadumbre, con la cara arrugada, los ojos tristes y el ademán caído, se hallaba frente a una mujer de excelente estatura, que no excedería de los cincuenta años. Era más bien delgada que gruesa, redonda de rostro, con la piel fresca, sana, sin arrugas ni afeites. Sus ojos negros tenían vida y fuego, y sus labios, de trazos finos, sonreían con bondad y complacencia.
Sin quererlo, Mary comparó a la madre de Rhea con la mujer de Tab y se dijo que, aunque un poco más vieja, aquélla nada tenía que envidiar en belleza, empaque y atractivo a la mujer del hacendado.
Mary tartamudeó:
—Buenos días, señora Marwin… Es para mí un gran honor su invitación y esta acogida tan cordial.
—La que usted se merece, muchacha. Mi hijo no es muy impresionable juzgando a la gente, así es que cuando él elogia a alguien, tengo que creer que acierta. En esta ocasión, veo que no tuvo mucha fortuna, porque se quedó corto, pero muy corto.
—Es favor que usted me hace.
—Es justicia, Mary. Pero siéntese, por favor.
Y volviéndose a Rhea, que seguía la escena con emoción, hizo una pregunta:
—¿Y «Leal» Rhea? ¿Te olvidaste de él?
El ranchero emitió un silbido, y el perro, que a una orden de su amo había quedado en el «hall», se lanzó como una flecha pasillo adelante y penetró en tromba en la estancia, saltando sobre la ranchera loco de alegría. Ella le acariciaba, le besaba, le daba palmadas llamándole ingrato y perdido, y el perro se desvivía por agradecer los halagos. Luego saltó sobre Mary, y más tarde sobre Rhea. Estaba tan alegre de verse ante los tres, que no acertaba a estarse quieto.
Tras aquellas manifestaciones de cariño, Rhea le dio orden de volver al patio, donde encontraría a sus padres y hermanos, y el perro, como si le hubiese comprendido, salió disparado de la estancia.
—Perdone, Mary — dijo la ranchera—, pero me gustan mucho los animales y la familia de «Leal» constituye mi pequeña sociedad. A veces me digo que es preferible a la otra, porque entre ésta no hay traiciones, falsos halagos ni mentiras en la expresión de los sentimientos.
—Tiene usted razón. «Leal» es un tesoro, y yo nunca agradeceré bastante su generosidad desprendiéndose de él en mi obsequio. También a mí me hace; mucha compañía.
—La comprendo. No me explico cómo usted, una muchacha bonita, culta y con tan excelentes cualidades, ha tenido el valor de venir a enterrar su juventud y sus aspiraciones humanas en un lugar tan mísero y violento como éste.
—Señora, la vida empuja a muchas cosas que no se quisieran hacer, pero que hay que hacerlas, aunque siempre queda la esperanza de poder remontarlas.
Rhea, discretamente, mientras las dos mujeres cambiaban impresiones, se excusó para dejarlas solas:
—Un momento, mamá. Voy a preparar las cosas para llevar a la señorita Grey a conocer los pastos y que vea el ganado. Desconoce esto y… quizás no tenga muchas ocasiones de volverlo a ver.
—¿Por qué no, hijo? Esto estará siempre abierto para ella, y muchos domingos, si no tiene nada mejor que hacer, puede venir a visitarnos. Siempre será recibida con los brazos abiertos. Anda, ve y prepáralo.
Cuando ambas quedaron solas, la ranchera comentó:
—Decía usted bien, la vida nos impone tragos amargos que hay que tomarlos, sepan bien o mal. Yo también tomé los míos, y los estoy saboreando amargamente. ¿No tiene familia?
—No, señora. Soy sola en el mundo.
Y le dio cuenta de su vida, de sus sinsabores, de su lucha para abrirse paso y acabar la carrera, y la necesidad de aceptar la primera escuela que le ofrecieron, para ganarse la vida dignamente con su profesión.
La señora Marwin, que la había escuchado con interés profundo, comentó:
—Es usted valiente, Mary. Otra, en su caso, se hubiese dejado hundir en la desesperanza, o acaso hubiese escogido el camino fácil que resuelve a costa de iniquidades el duro problema de la subsistencia. Comprendo su problema, y sé que con esa fuerza de voluntad es usted capaz de salvar los más duros escollos. Un día encontrará algo mejor en un lugar más humano, donde poder hallar el hombre que se merece. De corazón le deseo que lo encuentre.
—Muchas gracias, señora; es usted muy amable.
—Soy humana nada más. Yo…, yo lo encontré un día. Me casé con el padre de Rhea muy enamorada de él, y él de mí. A pesar de todo, yo sé que Tex me amaba profundamente, porque sus relaciones con Mirna fueron algo circunstancial, que murió cuando ambos se dieron cuenta de que no habían nacido el uno para el otro. Esto fue un error brutal y sin perdón de ese monstruo de Tab. Juzgó mal a mi marido y juzgó mal a su mujer; me hundió con la desesperación, pero él también ha sido desgraciado. Creo que es el justo castigo en la tierra, a su animalidad.
«Para mí fue un golpe que aniquiló mi porvenir. Desde la muerte de Tex me encerré aquí sin querer saber nada del mundo exterior, y me he dedicado a mi hacienda y a mi hijo, sobre todo a éste, porque… siempre he abrigado el temor de que aquello no hubiese muerto con mi marido. Rhea nunca se resignó a encajar la injusticia, y bien puedo asegurar que sólo por mí se ha contenido. De no ser así, quizá a estas horas Tab no se gozaría con el recuerdo de aquella brutal hazaña.
—Lo comprendo, señora, y creo que obró usted con tacto y humanidad. Hubiese sido terrible exponer a su hijo a sufrir un final parecido.
—Me hubiese muerto del disgusto, aunque no sé… Rhea siempre ha tenido la obsesión de un posible encuentro con Tab, y se ha preparado para no sufrir una sorpresa. Mi marido manejaba regularmente el revólver, y Rhea, en cambio… En fin, más vale que no haga el destino que un día tenga que demostrar su habilidad dando carne a la muerte.
Las dos mujeres continuaron su conversación, orientándola por derroteros menos tristes.
La ranchera pidió detalles de la escuela, de la labor de la maestra, de sus díscolos discípulos, y Mary, encantada, repuso a todas sus preguntas.
Hasta que Rhea apareció de nuevo para solicitar de su madre que le permitiese llevarse a Mary a los pastos.
Ella repuso:
—Puedes llevártela. Entre tanto, yo me ocuparé del almuerzo. Procura estar de vuelta a las dos.
La pareja abandonó el rancho para montar a caballo y Rhea la condujo a los pastos, terreno amplísimo, casi interminable, que se extendía circundado por varias millas de cerca de espino.
Rhea explicó por qué habían gastado tanto dinero en aquella cerca. Era la única manera de evitar que alguna res se escapase y provocase algún incidente en los terrenos de Tab, que les rodeaban.
Tras una larga caminata, él la llevó a un lugar donde se reunía una parte de su trabajo. El estanque de agua cristalina refulgía al sol del mediodía, y los astados, pacíficos pero amenazadores a la par, ramoneaban por las proximidades y algunos hocicaban en el agua.
Varios flexibles cow-boys erguidos en sus sillas vigilaban el ganado. Todos la fueron saludando con respeto, despojándose de los anchos sombreros. Mary correspondía al saludo con una sonrisa, y los ojos de ellos la seguían con admiración y agrado.
Rhea le mostró los lugares destinados a marcar las reses con los hierros al rojo, las pasarelas para llevarlas al baño cuando les amenazaba alguna enfermedad que precisaba de una desinfección, y todo cuanto constituía la mecánica del rancho. Por último preguntó:
—¿Ha visto usted enlazar reses?
—No.
—Pues va a verlo. Es bonito cuando se desconoce; después, la rutina parece restarle belleza.
Descolgó el lazo de su silla, llamó a un vaquero y le dijo:
—Acósame una res hacia aquel lugar solitario.
Mientras el hombre obedecía, Rhea había lanzado el lazo al aire. El largo cuero se enroscaba en el vacío, formando espirales, parábolas, círculos y otras figuras geométricas que formaban y deshacían a voluntad, en el espacio, patentizando la destreza del jinete.
Cuando el toro negro, hermoso, desafiante, estuvo alejado de la manada, Rhea despegó su caballo del de la joven y avanzó haciendo girar el lazo.
Mary se estremeció al verle adelantarse hacia la fiera que encampanada, le miraba fijamente. El animal parecía dispuesto a arrancarse en dirección al ranchero, cuyo caballo caracoleaba buscando las vueltas al toro.
Este embistió hacia Rhea, y la montura, cuarteando hábilmente dirigida por la mano del jinete, dejó pasar al astado.
Pero el lazo descendió veloz, rodeó el cuello, se escurrió hacia sus patas delanteras y el cuero quedó tirante.
Cuando Mary quiso darse cuenta, el animal, hecho un ovillo, sujeto astas y manos por el lazo, había hocicado en la hierba, y se debatía furioso sin poder evadir la presa.
Durante un momento el lazo permaneció tirante. Luego se aflojó y la res se levantó, emprendiendo la huida.
Mary, pálida, sonrió al jinete. Había sido algo emotivo, que durante unos momentos le metió el corazón en un puño.
Después de aquella exhibición, continuaron el paseo. Ella se interesaba por todo lo que afectaba al rancho, y él, encantado, satisfacía su curiosidad.
A las dos regresaron a la casa. Allí el fresco era acogedor, y Mary aparecía arrebolada después de aquel agradable paseo a la lumbrarada del sol.
El comedor les esperaba. Era una pieza grande, con ventanales al patio y amueblada con mucho gusto y lujo. En la mesa, mantel impecable, servilletas bordadas, vajilla fina, cubiertos de plata y cristalería labrada.
Mary experimentó la sensación de hallarse en el palacio de un millonario del Este más que en un rancho de una región minera.
La comida fue alegre. La madre de Rhea se sentía encantada con la visita, y cuando terminado el almuerzo parecía que se iba a producir un bache de cansancio, la ranchera invitó a Mary:
—Ahora me toca a mí enseñarle algo. Los hombres muestran lo suyo, lo material; las mujeres lo nuestro, lo íntimo; ¿quieres conocer la casa?
—Con mucho gusto, señora.
Y siguiéndola, fue visitando todas las estancias de la gran hacienda.
Hasta que llegaron al piso superior, donde se adelantaba desafiante el corrido balcón voladizo.
Por su parte central, penetraron en él. Mary se sintió asombrada en aquel saledizo sombreado por el toldo, oliendo a flores y recibiendo de cara el poco aire que soplaba del norte.
Allí había unas sillas de lona extensibles para poder reposar con comodidad, algunos cestillos con útiles de coser, y almohadones. La señora Marwin los indicó, diciendo:
—En el buen tiempo, aquí paso parte de mi vida. Coso, leo, O miro el paisaje, y recibo las caricias de la brisa. Por la noche, da gusto sentir el aire fresco y aspirar el aroma de esos tiestos que cuido con esmero. Ellos y mis perros constituyen mi felicidad, y no sabe usted qué sensación más agradable siento aquí, bajo el palio del cielo bordado de luceros, o adornado con la diadema de la luna. A veces… creo que desde aquí me encuentro más cerca del alma de mi marido… y de Dios.
Mary se dejó caer en una de las sillas de lona, cara al paisaje, y cerró los ojos involuntariamente. En el negro vacío de ellos se dibujaba el cuadro que tenía en derredor, pero con algunas variaciones. En el balcón voladizo solamente se encontraba ella, asomada por entre los tiestos, mirando a la lejanía en busca de algo que tardara en llegar.
Aquel rancho era suyo, aquel balcón su íntimo refugio, y lo que esperaba con ansia, asomada a la veranda, era un jinete alto flexible erguido y sonriente, que debía acudir de sus faenas para caer en sus brazos y buscar en ellos el reposo del trabajo del día. Un jinete de rostro indefinido, pero que parecía poseer rasgos muy conocidos de ella.
Y bruscamente abrió los ojos, se puso en pie tensa y con voz un poco temblorosa, exclamó:
—Señora, he abusado demasiado de su bondad y debo dejarla. Pasé una mañana tan feliz, pero me debo a mi labor, y tengo que preparar las lecciones de mañana. Quedo muy agradecida a todas sus atenciones y a las de su hijo, pero me marcho.
La ranchera se levantó también, contestando:
—Si es su gusto o necesidad, no la retengo. Me ha hecho usted muy feliz con este rato de compañía y lo recordaré en muchos momentos. Si alguna vez sus ocupaciones se lo permiten, repita la visita, que para mí será un manjar insospechado. Rhea, disponte a acompañar a Mary a su casa.
Rhea se sintió pesaroso de lo corto de la visita, pero no protestó.
Mary, nerviosa, estaba deseando salir de allí. Ahora se sentía ahogada bajo el peso de la hacienda. En su gran balcón había acariciado un ambicioso deseo al que no tenía derecho alguno y ansiaba verse lejos de aquel lugar para sacudirse el maleficio que pudiese adueñarse de ella haciendo más molesta su situación.
La señora Marwin salió a despedirla al porche, y también a «Leal», que dando saltos en derredor de los caballos, se disponía a seguir a la pareja.
Cuando ésta se vio fuera del rancho, Rhea preguntó:
—¿Qué le ha sucedido, Mary? Parecía muy contenta y de repente esas prisas.
—Su madre me hizo olvidar muchas cosas, y yo no debo olvidarlas.
—Si es así, no digo nada.
Caminaron en silencio esta vez. La tarde declinaba, y el sol descendía pintando de través en oro fundido la alegría de la pradera.
Cuando llegaron ante la escuela, Mary se apeó, devolviendo el caballo a Rhea.
Este se apeó a su vez, diciendo:
—He pasado a su lado uno de los días más felices, y en cuanto a mi madre… todo lo que le diga es poco. Apostaría a que ha llorado después que usted se marchó.
—Lo sentiré. No fui con esa idea.
—Hay lágrimas de felicidad que hacen mucho bien.
—Sí, es posible. Yo siempre lloré de rabia.
—No desespere; algún día lo hará de alegría.
—Ojalá le oiga Dios.
—¿Volverá usted alguna otra vez… aunque sólo sea por ella?
—Sí… creo que sí… pero no sé cuándo. Hay cosas de las que no se debe abusar… ni se le puede tentar al espíritu poniendo delante de los ojos lo que se sale de la esfera de uno. Ahora me va a parecer mi nido demasiado estrecho y tengo que hacerme a la idea de que mis alas caben perfectamente en él.
—¡Mary!
—Adiós, Rhea… hasta la próxima. Es tarde, y mis lecciones me esperan. Hasta la vista.
Le ofreció su mano y en seguida, llamando al perro, desapareció en la huerta. El can saludó por última vez a Rhea, y siguió dócilmente a su nueva ama.
El ranchero quedó un momento tenso a la puerta; luego, saltó a la silla, tomó las bridas del otro caballo y se alejó meditabundo. No acertaba a definir claramente la última parte de la actitud de Mary.
Esta se dirigió rectamente a su alcoba, se dejó caer en el lecho y, cerrando los ojos, se entregó a hondas meditaciones.
Un mundo de ilusiones desconocidas había florecido aquella mañana, en su alma, al calor de las flores del balcón volvía. Con su huida se alzaba en su imaginación con más fuerza, con más precisión… hasta el jinete soñado adquiría rasgos precisos, que la asustaban, y en un momento de desesperanza, se volvió boca abajo y rompió a llorar en silencio. ¿Lágrimas de felicidad? No. Lágrimas de algo indefinido para ella.