Capítulo primero

DOS TIPOS DE CUIDADO

    La euforia era delirante. El Norte y el Sur habían firmado la paz tan anhelada por todos y la terrible sangría de vidas y de intereses que estaba sufriendo la nación, iba a empezar a cerrarse. Los miles de hombres que gastaban y no producían, abandonarían las armas por los útiles de labor. Donde tronó el cañón vibrarían cantos al trabajo, las tierras volverían a ser atendidas debidamente, los odios y rencores se irían apagando paulatinamente; una era de paz muy necesaria para el resurgimiento de la gran nación, empezaba a alborear.

En uno de los campamentos más avanzados, donde la noticia de la paz sorprendió a los enemigos frente a frente a escasa distancia, se celebraba el acontecimiento con risas, bromas, gritos, bailes y bebidas. El whisky, el aguardiente y el ron, habían surgido no se sabía de dónde y aquellos hombres duros, acrisolados en la fatiga, la privación y la lucha, se sentían como chiquillos a quienes se les ofrece el juguete más de su gusto.

Los componentes de la avanzada eran todos texanos al servicio del Norte. No todos los de aquel Estado habían sentido simpatías por los «yankees», como eran llamados los del Norte, pero muchos se habían enrolado en el ejército para combatir la esclavitud y se sentían identificados con las doctrinas de Lincoln.

Y como es inevitable en toda conjunción de grandes masas agrupadas bajo una misma mano poderosa, los había buenos, malos y regulares. Hombres sanos, impulsados por un claro ideal, que todo lo habían ofrendado a la campaña sin más egoísmo que la gloria y alegría del triunfo; otros, seres calculadores u obligados por las circunstancias, que creían haberse arrimado al sol que más calentaba con esperanzas de salvar aquel bache trágico lo mejor posible y sacar de él alguna utilidad práctica; y por fin tipos duros, egoístas, faltos de escrúpulos, que habían visto en el uniforme un escudo para sus malos sentimientos, y en la nobleza de la guerra, una tapadera para sus latrocinios y excesos, muchas veces impunes por lo difícil de controlar los movimientos de todos y cada uno.

A esta última clase, pertenecían los hermanos Elmer y Nilo Rann, dos sujetos que, en los primeros momentos, se habían enrolado en el ejército sudista donde cometieron algunos excesos que les colocaron a un paso de la ejecución. Dándose cuenta a tiempo, se habían fugado desertando, para más tarde, validos de la confusión, enrolarse en el ejército del Norte, haciéndose pasar por hombres puros e idealistas.

Pero su paso al ejército del Norte, aparte de obedecer al peligro que corrían en las filas sudistas, había obedecido también al ansia de rapiña. Cuando la campaña se decidía por los «yankees» y el avance era seguro, el botín ejerció en ellos una atracción poderosa. Durante algún tiempo, habían merodeado por la tierra de nadie o por las avanzadas, practicando el bandolerismo encubierto, achacado unas veces a un bando y otras a otro, pero el peligro que habían corrido de ser capturados por cualquiera de las dos facciones, les obligó a no seguir desamparados. Con el uniforme del Norte, podían encubrir cosas que, sin él, jamás podían haber llevado a cabo.

Valientes hasta la temeridad, no vacilaban en correr serios peligros ofreciéndose siempre para las misiones más arriesgadas en las avanzadas y así, junto a servicios valiosos de exploración y espionaje, habían cometido asaltos y atropellos, que no fue fácil achacarles por la falta absoluta de detalles y de pruebas.

Estos servicios les habían valido, a Elmer para alcanzar los galones de sargento y a Nilo de cabo.

Elmer, el más duro y más listo, supo reunir en torno a él a unos cuantos soldados al parecer de los más valientes y útiles, pero también de los más desaprensivos, y con ellos formó a los ojos de sus jefes, una avanzadilla muy valiosa para las descubiertas, pero también una cuadrilla camuflada cuyos miembros hacían incursiones inverosímiles, asaltaban ranchos aislados, robaban y cometía toda clase de excesos, evadiendo ser descubiertos como tales salteadores.

La cosa había marchado muy bien para los Rann y sus hombres, hasta que por muerte del capitán de la compañía fue a cubrir su baja Geo Clarke, un hombre que, de voluntario en los primeros momentos, había llegado a alcanzar el grado de capitán, no sólo por su valor indomable, sino por sus dotes de organizador y por unas virtudes cívicas difíciles de igualar.

Este nombramiento iba a ser muy desagradable para los hermanos Rann, quienes jamás sospecharon que un día tendrían que someterse a la férrea disciplina militar impuesta por un hombre que les conocía muy a fondo y sabía la clase de sujetos que eran.

Geo poseía un pequeño rancho en Randado, al sur de Texas, donde el Estado se estrecha como el cuello de una botella para descender hacia la divisoria con México.

Geo se había visto obligado a hacerse cargo del rancho por muerte de su padre, cuando menos podía sospecharlo. El ranchero nunca quiso que su hijo continuase su misión a pesar de que él se había defendido bien con la modesta hacienda. Quería para su hijo algo más elevado y le había enviado a estudiar a Baco, pero un día, apareció muerto de dos tiros en la espalda, sin saberse quién había sido el autor del crimen y el muchacho, después de estudiar su situación, optó por abandonar los estudios y continuar con el rancho.

Quizá le impulsó a ello la esperanza de poder descubrir un día quién había privado a su padre de la vida cuando aún le quedaban muchos años por delante para disfrutar de ella, pero sus gestiones habían resultado inútiles y desesperanzado, hubo de desistir de esclarecer el suceso.

Y como en realidad le gustaba aquello se entregó sin desmayos a la tarea de cuidar de su hacienda, con la esperanza de engrandecerla con el tiempo.

En el transcurso de su faena, había conocido a una muchacha muy linda y atrayente, que, aunque sin fortuna alguna, pues era hija del encargado de la Casa de Postas, le hizo pensar que podía ser la perfecta compañera de su vida. Y así no tardó en declararle su amor, habiendo obtenido su aprobación y el consentimiento de su padre.

Pero la vida mansa y apacible de Geo, se iba a ver turbada por algo que ya había proporcionado a su padre algunos disgustos y que a él le iba a acarrear también serios contratiempos.

No lejos de la hacienda del muchacho, se hallaba establecido un ovejero llamado Jack Rann, quien poseía un hatajo no muy grande, pero sí lo suficientemente peligroso para convertirse en una fuente inagotable de rencillas y discusiones.

Jack estaba ya asentado en el terreno cuando el padre de Geo estableció el rancho allí. No era un intruso en la pradera, pero sí un peligro, ya que sus voraces ovejas realizaban incursiones por las tierras de Geo y por otras y esquilmaban los pastos, sin que el propietario del ganado se preocupase poco ni mucho de frenarlas y alejarse con ellas a pastos libres, donde dejarlas a su albedrío y sin quebranto para nadie.

El padre de Geo y Jack, habían discutido mucho por aquello y el viejo Clarke, para evitar mayores complicaciones, intentó comprar el atajo, pero Jack le dijo que no tenía dinero bastante para adquirirlo. Las ovejas seguían allí y nadie las movería de aquel lugar ni por todo el oro del mundo.

Jack murió de una feroz borrachera algunos meses después de la muerte del padre de Geo, y del atajo se hicieron cargo sus hijos Elmer y Nilo, dispuestos a seguir la tradición y la guerra. Eran duros, ásperos y pendencieros y habían sido los guardaespaldas de su padre mientras éste vivió.

Elmer, sobre todo, era un elemento muy peligroso con las mujeres. Dotado de un buen tipo y de bastante atractivo, tenía a su cargo algunos episodios sucios con inocentes muchachas del poblado y, últimamente, había puesto sus ojos, aunque en vano, en Molly, la hija del jefe de la Casa de Postas.

Geo supo de aquel interés de Elmer por la muchacha y se preparó para lo que pudiera suceder. Había aguantado mucho en el asunto de las ovejas, pero ya no estaba dispuesto a aguantar más y, sobre todo, en aquello que tanto afectaba a sus sentimientos.

Sabía que algún día tenía que tropezar con los dos hermanos y no sintió miedo. Si la cosa llegaba, le haría frente como mejor pudiese y la suerte decidiría el destino de todos.

También él había intentado adquirir el atajo con resultado negativo. Si fiera fue la oposición del padre de los Rann, más fiera había sido la de los hijos, y Geo comprendió que nunca lograría deshacerse, por un camino suave, de aquella pesadilla.

Pero los hermanos Rann eran hombres que necesitaban más de lo que ganaban, para sostener el tren de vida que a ellos les gustaba llevar. Bebían, jugaban, trabajaban lo menos posible y esto les llevó a una situación crítica que amenazaba con arruinarles.

Al enterarse Geo, concibió un proyecto un poco retorcido, aunque sin maldad alguna. Los Rann jamás le venderían el atajo para deshacerse de él y agregar el terreno de propiedad de Jack a sus tierras, pero quizás echando a un extraño por delante, la situación apurada de los dos hermanos les impulsase a vendérselo, para más tarde pasar a sus manos y eliminar así aquella pesadilla. Y se trasladó a Baco, donde tenía amigos. Allí habló con un tratante en ganado y le explicó el caso. El amigo se prestó a intervenir en el asunto y un buen día, se presentó en Randado vistiendo un atuendo propio de un pastor de ovejas y en la taberna del poblado vertió la noticia de que le gustaba aquella parte de Texas y andaba buscando un hatajo de ovejas para adquirirlo y asentar sus reales allí.

La noticia fue recogida por los Rann, los cuales, tras cambiar impresiones, decidieron ponerse al habla con el forastero. Si podían venderle el hatajo en buenas condiciones, sería un negocio para ellos, pues de no hacerlo así, a la vuelta de poco tiempo se verían abocados a perderlo, o tener que deshacerse de él en pésimas condiciones.

Y buscaron al traficante para tratar de la venta. Hubo un forcejeo largo respecto al precio, pero finalmente llegaron a un acuerdo.

Mas antes de firmar la cesión, Elmer hizo una pregunta:

—¿Piensa usted quedarse aquí con las ovejas?

—Claro que sí, ¿para qué las iba a adquirir, si no?

—¿Y no tratará usted de vender nunca el hatajo ni el terreno?

—No tengo esa intención, aunque nadie puede predecir lo que puede suceder el día de mañana. ¿Por qué lo pregunta?

—Simplemente porque si alguna vez se ve precisado de venderlo, cuide de no hacerlo a su vecino Geo Clarke.

—¿Quién es Geo Clarke? — preguntó en tono inocente el traficante.

—El ranchero cuyos pastos están próximos al hatajo.

—¿Un ranchero? ¿Con el asco que nosotros tenemos a los rancheros? Creo que tendrían que suceder muchas cosas antes de cedérselo a un tipo de esa categoría.

—Entonces, no se hable más. Suyo es.

Y se firmó la venta. Ellos recibieron el dinero y el comprador envió a un hombre para que se hiciese cargo de las ovejas momentáneamente. Había sido orden de Geo, quien esperaba que los Rann, con el dinero en su poder y ya sin arraigo alguno en el poblado, desapareciesen de él. Entonces habría llegado el momento de legalizar la propiedad del terreno, vender las ovejas y restablecer la calma que tanto precisaba.

Pero los dos hermanos no parecían tener prisa en abandonar Randado. Elmer seguía cada vez más encaprichado de Molly y, sabiendo que a Geo le interesaba la muchacha, no quería cederle el paso, aunque no ignoraba que ella jamás haría caso de sus pretensiones.

Geo se limitó a esperar pacientemente. Estaba convencido de que los Rann terminarían con el dinero y entonces no tendrían más remedio que desaparecer de allí.

Y no se equivocó. La vida de desgaste que llevaban los dos hermanos, fue agotando el producto de la venta del hatajo y una noche en la que pretendieron resarcirse de sus pérdidas jugando fuerte contra un ranchero, tuvieron la desgracia de encontrar la suerte de espaldas y salieron de la taberna después de unas terribles horas de tensión nerviosa sin un dólar en el bolsillo.

De la noche a la mañana, desaparecieron de Randado y Geo, creyendo que lo habían hecho para siempre, se apresuró a vender las ovejas y agregar el terreno a sus pastos.

Pero un mes más tarde, los dos Rann, bien vestidos y con dinero fresco en el bolsillo, aparecieron de nuevo en el poblado. Su regreso coincidió con un dramático suceso ocurrido a lo largo de la línea de la diligencia. Esta había sido asaltada por dos enmascarados, quienes después de matar al mayoral y a un viajero que se les resistió, habían desaparecido con el botín, consistente en dos millones de dólares que poseía el muerto.

Y cuando entraron en el poblado, lo primero que vieron fue que las ovejas habían desaparecido y que lo que fuera su propiedad, se hallaba cercada dentro de la de Geo. La más fuerte rabia se apoderó de ellos y, con saña, realizaron averiguaciones para localizar al falso ovejero que había vendido el hatajo a Geo, pues estaban decididos a matarle.

Pero fueron inútiles sus pesquisas. El vendedor se hallaba a muchas millas, traficando tranquilamente con astados.

Por aquellos días, ya el ambiente andaba muy revuelto. Se temía la guerra, de un momento a otro, y esta estalló con motivo de la intransigencia de los plantadores a renunciar a la compra de esclavos.

Y las opiniones se dividieron. Texas daba la sensación de estar más al lado de los sudistas que de los nordistas, quizá por su mayor proximidad al Este, y el revuelo fue grande.

Al estallar el conflicto, la mayor parte de los simpatizantes del poblado con las huestes de Lee, se apresuraron a enrolarse en el ejército gris, en tanto que los simpatizantes con el Norte, se limitaron a esperar con calma.

Los hermanos Rann continuaron en el poblado algún tiempo — muy poco — y no se recataron en afirmar, que, si las tropas federales triunfaban, barrerían del poblado a todos los simpatizantes de los «yankees», arrojándoles de allí.

Tanto Elmer como Nilo ignoraban los sentimientos patrióticos de Geo, pero el hecho de que no se hubiese movido de su rancho siguiendo a los sudistas, les hacía sospechar que sus simpatías estaban en el Norte. Ya las amenazas se concretaron contra el joven. Cuando Lee triunfase, entraría allí con una escoba y barrería a Geo y a otros camuflados cobardemente como él.

Esta amenaza llegó a oídos del joven, quien por toda contestación repuso:

—Espero que no será con la ayuda de los Rann con la que Lee cuente para venir aquí a realizar la limpieza. Cuando se tiene tanta simpatía por una causa y se espera tanto de ella, lo primero que se hace es enrolarse bajo su bandera y contribuir al triunfo.

La despectiva contestación llegó a oídos de los Rann, quienes de nuevo apurados de dinero, pues los naipes les habían llevado una gran parte de su nuevo caudal, decidieron enrolarse en las filas de la esclavitud. Y el día en que se marcharon, dejaron clavado un papel en la puerta de la cerca del rancho, en el que habían escrito:

«Somos más valientes que tú y lo vamos a demostrar afiliándonos al ejército del Sur. Cuando termine la guerra, que será pronto, y oigas vibrar las cornetas anunciando nuestro triunfo, apresúrate a huir como una rata sarnosa que eres, porque vendremos a echarte de tu rancho y a colgarte de la puerta por traidor a la patria.

“Elmer y Nilo Rann”.

Y desaparecieron sin que se supiese más de ellos.

Geo no hizo caso alguno de la amenaza y se alegró de la ausencia de los dos hermanos. Las cosas estaban demasiado tirantes y si ya no se había enfrentado a ellos fue por el temor a que creyesen que la lucha poseía más matiz político que personal. Era muy delicado provocar una cuestión de sangre, cuando los elementos contrarios podían tomar parte en lo que no les afectaba en nada. Pero poco después, cuando la lucha adquirió gran envergadura y el gobierno comprendió que aquello no era una escaramuza simple, sino una guerra de altos vuelos, hizo un llamamiento a los patriotas, movilizó gente, se formaron regimientos de voluntarios y Geo entendió que había llegado el momento de demostrar que ni era un emboscado ni un cobarde, ni un pancista que se limitaba a esperar cuál sería el sol que más calentase.

Y dejando el rancho al cuidado de un viejo capataz que servía en él desde mucho antes de morir su padre, decidió formar parte del ejército del Norte.

Lo sentía por Molly, pero su dignidad no le permitía permanecer neutral. Toda la gente joven estaba tomando partido por la causa que le era más simpática y él no podía ser menos que otros.

Geo entró como simple voluntario en el ejército. Más tarde, debido a sus estudios, ascendió a cabo y sargento. En una acción de guerra en la que se portó bravamente, conquistó los atributos de teniente y al frente de una compañía avanzada, realizó tales servicios que en poco tiempo figuraba como capitán. Un día, tras una ruda batalla, las tropas avanzadas sufrieron grandes bajas de oficiales y en un reajuste de mandos, Geo fue trasladado a un nuevo regimiento. Y al tomar posesión del mando y revisar la compañía, sufrió la enorme sorpresa de encontrar en las filas a los dos hermanos Rann, el mayor con los galones de sargento y el menor con los de cabo.

Como si no los hubiese visto, cumplió sus deberes durante la toma de posesión y cuando rotas las filas los soldados volvieron a sus puestos, llamó al teniente.

—A sus órdenes, mi capitán.

—Baje la mano. Ahora dígame algo que me interesa. He visto en la compañía a un sargento y un cabo que, si no recuerdo mal, se llaman Elmer y Nilo Rann, ¿es cierto?

—En efecto mi capitán, así se llaman.

—¿Llevan mucho tiempo a su lado?

—No mucho, mi capitán. Ingresaron hace media docena de meses.

—¿Qué han hecho para alcanzar los galones?

—Son duros y temerarios. Se les confiaron misiones peligrosas de vanguardia y supieron cumplirlas con arrojo. Por esto fueron ascendidos.

—¿Cuál es su conducta?

—Pues… militarmente, ya lo he explicado.

—Pero personalmente…

—Puede figurarse. Son dos texanos violentos, propicios a todas las pasiones. A veces, han cometido algunos excesos, pero… en gracia a su utilidad en misiones donde pueden mascar plomo, se les ha pasado por alto.

—¿No sabe más de ellos?

—Nada más, mi capitán.

—Está bien. Deseo hablar con ambos. Mándemelos.

—A sus órdenes, mi capitán.

El teniente marchó en busca de los dos hermanos, adivinando que algo había en aquella llamada. El capitán debía conocerlos mejor que él y tendría sus motivos para hacerles comparecer ante su presencia.