Capítulo tercero
PRECAUCIONES FUNDADAS
Aquella noche en las avanzadas donde les había sorprendido la orden de alto el fuego, la mayor parte de los soldados se dejaban caer sobre la hierba o envueltos en sus mantas, agotados por el baile, las canciones y la bebida. Las emociones sufridas habían sido muy intensas y todos se sentían doblemente agotados.
En el pequeño campamento donde acampaba la compañía de Geo todos dormían a excepción de los hermanos Rann y sus tres amigos. Los efectos de la bebida se habían evaporado de sus cerebros ante la perspectiva de lo que podía aguardarles cuando el teniente cursase el parte de lo sucedido.
Elmer, maltrecho, pero duro como el pedernal, se había repuesto en parte, gracias a unos cuantos baldes de agua arrojados sobre su persona y unos vasos de whisky. Era el más audaz en sus pensamientos y el que más rencor guardaba a Geo.
Así, a altas horas de la noche, tumbado en tierra junto a sus compañeros, susurró al oído de éstos:
—Tenemos que escapar de aquí esta misma noche. Mañana seremos llamados a dar cuenta de lo sucedido y entonces no habrá nada que hacer.
—¿Cómo escapar? — preguntó Nilo.
—Muy fácil. Allí, entre aquel grupo de árboles, están los caballos. Nuestros compañeros duermen como lirones y nadie está esta noche para fijarse en lo que los demás hagan. Uno de vosotros se deslizará como un lagarto y separará cinco de los mejores llevándolos al otro lado de los árboles. Luego, uno a uno nos iremos separando a rastras y nos reuniremos. Por aquella parte, el terreno desciende en cuesta y hay algunas trochas y vaguadas que servirán para ocultarnos hasta dejar atrás el campamento. Cuando mañana nos echen de menos, habremos ganado algunas millas y nadie se preocupará ya de nosotros. O nos exponemos a esto o … pensad en lo que puede suceder en el Consejo más adelante.
Ansel Blackton, preguntó.
—Pero, ¿y después, Elmer?
—¿Después? No os apuréis, muchachos. Para después, nos queda mucho que hacer y bueno, la guerra lo ha desarticulado todo. No existe más que confusión, desorden, falta de autoridad; ya la tropa no existe para infundir algo de respeto y muchos, sin saber qué hacer y acostumbrados a esta vida, se lanzarán al saqueo y la expoliación, ¿por qué no hemos de ser nosotros los primeros para sacar más producto? Hay mucho campo por explotar y formaremos una cuadrilla temible. Si no bastamos, no nos faltarán licenciados deseosos de unirse a nosotros. No temo el porvenir que es el que deseaba que llegase, aparte de que ese tipo ha de sentir sobre sus espaldas todo el peso de nuestro odio. Sé dónde encontrarle más adelante y os juro que esto que ha hecho hoy conmigo valiéndose de su autoridad, lo va a pagar de una manera sangrienta.
Sus compañeros parecieron quedar convencidos de las ofertas de Elmer. Le conocían como organizador de muchos otros asaltos verificados durante la guerra y estaban seguros de que constituiría un buen jefe.
Y como todos llevaban en la sangre el virus de la maldad, aceptaron sin protestas.
Fue el propio Nilo quien se arrastró hasta el lugar donde se hallaban los caballos y escogió cinco de los mejores, alejándoles entre los árboles a la parte opuesta, sin que nadie se diese cuenta de la maniobra.
Todos tenían los rifles en las fundas y los sacos con algunas provisiones colgando del arzón de las sillas. Algún tiempo después, fueron llegando uno a uno sus compañeros. Elmer fue el último, no sólo por que cubrió la retirada a los demás, sino porque molido por los puñetazos, avanzaba con mayor dificultad.
Cuando por fin, todos se vieron reunidos, cada uno tomó un caballo de las bridas y en silencio, lentamente, les obligaron a descender por una cuesta que conducía al terreno bajo cruzado por trochas y vaguadas. Escogiendo la más profunda, se alejaron cuanto les fue posible y al considerarse lejos de toda mirada peligrosa, saltaron a las sillas.
Elmer necesitó la ayuda de su hermano para subir a ella y cuando arrancaban, Nilo preguntó:
—¿Hacia dónde, Elmer?
—¿Y lo preguntas? A Randado. Es allí donde hemos de empezar nuestra venganza.
Nilo creyó comprender la idea de su hermano y sonrió siniestramente. En Randado estaba el rancho de Geo y la mujer que llenaba sus pensamientos.
A la mañana siguiente muy temprano, el teniente pálido y huraño, se presentó a Geo diciendo:
—Mi capitán, tengo para usted una mala noticia.
—¿Cómo? — preguntó Geo, inquieto.
—Los hermanos Rann y sus tres compañeros han desaparecido del campamento. Fue usted demasiado generoso pidiéndome que no cursase todavía el parte reseñando lo que habían hecho y ésta es la consecuencia.
Geo rechinó los dientes al darse cuenta de su equivocación. Sólo había pretendido asustar a aquellos tipos, pues demasiado generoso, le parecía excesivo un castigo tan grave como el que podía recaer sobre ellos cuando en justicia, la campaña había concluido y los soldados eran libres moralmente, aunque faltase el requisito burocrático de comunicárselo por escrito.
De todas formas, él sabía que con castigo o sin él, nunca se vería libre de dirimir sus diferencias con ellos en el terreno particular. Los Rann eran hombres que no olvidaban ni él tampoco.
Furioso, exclamó:
—No creí que fueran capaces de tal cosa. Aún se les podía juzgar como desertores de echarles mano en la fuga ¿hay algún indicio de por dónde escaparon?
—Faltan cinco caballos.
—Bien. La cosa ya no tiene remedio. Si lo cree oportuno, dé parte de esa fuga, pero no creo que se moleste nadie en hacerles buscar. Mañana empezará el licenciamiento provisional y cinco hombres más o menos adelantándose a recibirlo, no tienen importancia.
El teniente saludó y se alejó. Geo quedó nervioso ponderando aquella fuga. Su deseo hubiese sido recibir la licencia al mismo tiempo que aquellos tipos, pues temía que, si ellos salían por delante, estuviesen en condiciones de tenderle una emboscada antes de que pudiese llegar a Randado.
Pero ya la cosa no tenía solución. Se resignaría con lo que el destino le tuviese reservado y pecharía con las consecuencias.
«Colorado» Rush, el asistente que Geo había tenido a sus órdenes durante toda la campaña, se presentó ante él.
«Colorado» era también un texano que había sido vaquero hasta incorporarse a filas, y sentía un gran cariño por su jefe.
Cuadrándose, dijo:
—Capitán Clarke, el coronel le llama.
—Voy. Un momento, «Colorado». ¿Qué piensas hacer cuando recobres tu libertad?
—¿Qué puedo hacer, mi capitán? Volver a montar a caballo y a manejar el lazo.
—¿Volverás al rancho donde trabajabas?
—Si me admiten, ¿por qué no?
—¿Te gustarla trabajar en el mío?
—Diablo, eso ni se pregunta. A su lado voy a trabajar al infierno.
—Pues bien, desde el momento que quedes libre, quedas también contratado.
—Gracias, mi capitán. Ese ofrecimiento me alegra más que si me ofreciesen la mejor cruz de la campaña.
Geo sonrió… le dio unos golpes cariñosos en la espalda y se encaminó a la tienda del coronel.
* * *
Algunos días más tarde llegó a Randado el primer soldado licenciado que regresaba a Texas. No pertenecía al poblado sino a un pueblo más próximo a la raya de México, pero había servido en el mismo regimiento que Geo y éste le había confiado una carta para el padre de Molly.
La joven se extrañó de que su novio escribiese a su padre y no a ella. Esta actitud le dijo al corazón, que algo grave sucedía y como el soldado no pudiese saciar su curiosidad, sino era asegurando que Geo estaba muy bien de salud cuando le confió la carta, se dirigió a su padre, ansiosa por saber lo que el bravo capitán le decía.
Su padre, tan extrañado como ella, abrió la carta. Su contenido les produjo honda inquietud.
Geo decía en ella:
«Sr. Culbert Tunstall:
»Mi muy estimado y futuro padre político:
»Desde este campamento de Prospet Station, le escribo estas letras directamente, anticipándoles que me encuentro perfectamente de salud, gracias a Dios y que, no tardando mucho, recibiré mi licencia y me encontraré en ésa para siempre.
»Pero han sucedido cosas graves y serias, que ahora no tengo tiempo de explicarle y que me obligan a dirigirme a usted aprovechando el paso de uno de mis ex soldados por ésa, para rogarle que sin pérdida de tiempo y hasta que yo regrese, haga salir del poblado a su hija Molly, enviándola a algún lugar seguro sólo conocido por usted.
»No le hubiese escrito ésta, alarmándole, si como yo esperaba, me hubiesen concedido mi libertad rápidamente, pero trámites propios del servicio y de mi graduación, me retendrán aquí cuando menos un par de semanas más que a la mayoría de los soldados y esto me obliga a rogarle que no desdeñe mi súplica.
»Ya sé que esto les extrañará y les alarmará. No es cosa grave, creo yo, pero mi deber es precaverme. Como anticipo le diré, que se trata de los hermanos Rann a los que he encontrado aquí enrolados como voluntarios, después de haber desertado, ellos sabrán por qué, del ejército sudista y como ellos acaban de ser licenciados antes que yo, he de precaverme contra cualquier maldad suya. No estaré tranquilo mientras no sepa a Molly fuera del poblado, hasta que yo llegue. Si me equivoco en mis pensamientos nada se habrá perdido, pero si mis temores se ven confirmados, evitaremos algo que puede ser gravísimo. Dígale a Molly que no se alarme ni pase cuidado. Yo estaré en ésa dentro de un par de semanas, y espero solucionar las cosas si precisan de solución por mi parte.
»Cuando llegue, seré todo lo explícito que sea preciso. Ahora tengo los minutos contados y no puedo escribir más.
»Con mi afecto para usted y todo mi cariño para Molly, le saluda cordialmente,
Geo Clarke.»
La carta, en lugar de tranquilizar a Molly y a su padre, produjo una viva desazón en ambos. Habían olvidado a los dos hermanos a causa del tiempo transcurrido y ahora por lo visto habían vuelto a aparecer en escena, más peligrosos que nunca.
¿Qué temía Geo? Seguramente un rapto violento para vengarse del ranchero, pero a la joven le parecía un poco exagerado el temor.
—¿No te parece papá — dijo — que Geo da demasiada importancia a esos dos hombres? No niego que son perversos y peligrosos, pero… ¡atreverse a tanto! Tenemos un «sheriff» y hoy hay más partidarios del Norte que del Sur en el poblado. Creo que exagera.
—Es posible, hija mía — repuso—, pero creo que nada cuesta que hagas un pequeño viaje en diligencia a Tilden, donde vive tu tía. Aquí no haces nada, ni siquiera está Geo y, por lo tanto, nada se pierde con hacer caso de su petición. Tu novio no es un tímido ni un iluso y sabe lo que se hace.
—Pero, papá, ¿por qué voy a dejarte solo aquí?
—¿Y qué puede sucederme a mí? Si viniesen, vendrían por ti y de no encontrarte, el fiasco nadie se lo puede evitar. Yo te ruego que no discutas la petición de Geo y prepares tus cosas. Mañana sale la diligencia para Tilden y debes partir en ella con la premura que él indica.
Molly trató de resistirse, pero su padre se mostró firme en la decisión y la muchacha terminó por resignarse. Temía, no sabía por qué, que, si no la encontraban, hiciesen a su padre víctima de sus iras.
Pero se preparó y antes de marchar, dijo:
—Creo que, de todas formas, debías entrevistarte con el «sheriff» y darle cuenta de la carta de Geo. Cuando él avisa así, es conveniente tomar toda clase de precauciones.
—Lo haré, no pases cuidado, pero, vete cuanto antes. No estaré tranquilo hasta que te sepa con tu tía.
Y a la mañana siguiente, en la diligencia que partía para Tilden, Molly abandonaba el poblado, no sin sentir ciertos presentimientos que la hacían vacilar en su decisión de ausentarse.
Culbert, una vez tranquilo por la marcha de su hija, se apresuró a visitar al «sheriff» para darle cuenta de la misiva de Geo. El «sheriff» la leyó atentamente y repuso:
—Yo creí que ese par de tipos había desaparecido del globo para siempre. Lo que no me explico, es cómo después de tanto fanfarronear de que se alistaban con Lee, han ido a parar al ejército del Norte.
—Ya ha leído usted. Por lo poco que Geo dice, parece ser que desertaron de las filas sudistas.
—Verían las cosas mal al otro lado y pretenderían cubrirse en el nuestro. Si yo hubiese estado allí con mando los habría cubierto, pero de tierra y para siempre. En fin, tomo nota de la carta y estaré alerta por si acaso. Si aparecen por aquí con ánimo de provocar incidentes, les prometo que no provocarán más que el primero. No estoy dispuesto a que, una vez terminada la guerra, vuelvan a empezar las rivalidades que ya a nada conducen. Ese asunto está liquidado y ya sólo cabe olvidar y dedicarse cada uno a trabajar, que buena falta hace en bien de todos.
Y se despidió de Culbert con un apretón de manos.