CAPÍTULO II
UN CARGAMENTO PELIGROSO
Anochecía cuando Cherry llamó aparte a su hija y a Delano, para decirles:
—Voy a la comandancia a hacerme cargo de dos carretas que van destinadas a Fort Laramie y Pie Fremont. Me llevo a Jerry y a Bem para que se hagan cargo de conducirlas. Las llevaremos al lugar más alejado del campamento, donde colocaréis nuestras dos carretas. Mañana, cuando se organice la caravana, las colocaremos detrás de las nuestras para poder vigilarlas en todo momento.
—¿Qué vamos a conducir, papá?
—No lo sé aún, Cristina. El comandante estaba esperando que alguien de confianza partiese hacia Oregón, y en cuanto supo que habíamos llegado y nos disponíamos a partir, me ha llamado urgentemente.
—¿Llevaremos dinero?
—Es muy posible.
—¿Y armas y municiones?
—Lo ignoro.
—Si son dos carretas, seguramente que nos confiarán algo más que víveres. No me ha gustado nunca el transporte de armas.
—¿Por qué?
—Tú sabes que al menos en dos ocasiones atacaron las caravanas para apoderarse de ellas. Alguien informó a los indios de su embarque y las acecharon durante el viaje. Bien está correr peligros por conducir emigrantes, pero no por cosas que en el fondo son ajenas a nuestra misión.
—Hasta cierto punto, pero es nuestro deber no dejar desamparadas las guarniciones de esos fuertes aislados, que más de una vez han ayudado mucho a las caravanas y donde nos acogen en los descansos de la ruta. Por otra parte, ya sabes que he decidido que éste sea nuestro último viaje. Me van a pagar bien el servicio, y cuando terminemos la ruta, podremos escoger entre establecernos en Oregón o regresar aquí y buscar un lugar más civilizado. Todo el dinero que reúna es poco para pensar en el futuro y no debo rechazarlo.
—Ya lo sé, y de verdad que lo lamento.
—¿Por qué?
—No sé. Me he acostumbrado a esta vida inquieta al aire libre, recorriendo paisajes, conociendo gentes de diversas condiciones y caracteres, un mundo extraño, pero pintoresco, que enseña mucho a conocer algo de la vida.
—¿Y los peligros que hemos corrido en los viajes?
. —Esa es la salsa de todo esto, padre. Usted sabe que siempre hemos salido con bien de esos peligros, porque usted se preocupó de llevar muchas carretas con gente nutrida, capaz de hacer frente a cientos de indios. No vamos desamparados en la ruta.
—No, no vamos desamparados, pero olvidas que algunos quedaron enterrados en la pradera, víctimas de los indios.
—Todo no se pueda pedir.
—¿Y desdeñas que en algún momento tú o yo podamos ser víctimas de este tráfico?
—No lo olvido, pero somos cautos y hemos sabido defender las caravanas y defender nuestras vidas.
—Aunque así sea. ¿Acaso piensas que la meta de tu vida es comportarte como un hombre, correr riesgos, andar como el judío errante y no tener otras más serias aspiraciones? Eres una mujer, no un tipo hombruno; tienes veinticuatro años y creo que es la edad en que una mujer piense en algo más que en conducir una carreta, manejar un rifle y acampar en medio de las tormentas, los huracanes o agobiados por el frío o el calor.
—Claro que no pienso en emplear toda mi vida en esto, papá, pero soy joven y creo que dos o tres viajes más acabarían de saturarme: y matar en mí esta ansia de aventuras.
—Pues haz cuenta de que ese par de viajes los hemos realizado ya y que éste es el último. Pido a Dios que nos proteja en él como nos ha protegido hasta ahora y nos permita gozar del merecido descanso.
—Está bien, papá. Comprendo que has luchado mucho, que estás muy baqueteado y que necesitas descansar. No soy tan egoísta que no lo comprenda así, pero quiero que confieses que lo haces más pensando en tu salud que en mi porvenir.
—Si eso te satisface, te diré que, en efecto, estoy cansado y deseo reposar de una vez.
—De acuerdo, pero te van a echar mucho de menos en la ruta. Eres el caravanero de más confianza,que rueda por las praderas. ¿Quién te va a sustituir con tanta eficacia?
—Espero que no falte quién lo haga. Delano dice que si de verdad me retiro, él quisiera sustituirme.
—Es un buen elemento, papá, y no lo digo porque esté él delante, pero Delano ya no es un niño, también está muy baqueteado y le va a pesar mucho el trabajo.
—Me encuentro fuerte, Cristina —afirmó el interesado.
—No lo niego. También mi padre y, sin embargo, en el fondo se va sintiendo viejo. Usted sabe lo que pesan esos tres mil doscientos kilómetros de camino y regresar después y volver a empezar.
—Se quedarían con él Alan y los dos conductores de carretas. Son jóvenes y fuertes, han aprendido mucho en los viajes realizados y serán una buena ayuda para él.
—Desde luego. En fin, no hablemos de lo que ya está sentenciado. Nos despediremos de Oregón para siempre y emprenderemos una nueva vida.
—Podemos quedarnos allí si es tu gusto.
—No lo sé. No he pensado en ello y quedan varios meses por delante para tomar una decisión.
—Bien, voy a la comandancia. Avisa a Alan para que esté alerta y vigile por los alrededores de nuestra carreta.
Llamó a los dos conductores y se alejó de la amplia explanada, para dirigirse a la comandancia.
Cuando llegó a ella, había dos sólidas carretas paradas frente a la puerta. Tenían los toldos-cortina echados y atados a los lados con objeto de que nadie pudiese husmear en ellas, aunque no lo hubiesen conseguido, porque dos centinelas armados de rifle las vigilaban celosamente.
El sargento que montaba la guardia saludó al caravanero, diciendo:
—Buenas tardes, señor Hardi, el comandante ha preguntado ya dos veces por usted.
—No he podido venir antes.
—El comandante Tracy le espera en su despacho.
Cherry dio orden a los dos conductores que esperasen junto a los centinelas y pasó al interior del cuartel. En su despacho, sentado ante la gran mesa llena de papeles y mapas, le esperaba el comandante, un hombre de unos cincuenta años, dotado de una gran melena leonada y unos fieros mostachos que le prestaban un aspecto impresionante.
Tracy, al verle, se levantó vivamente del sillón para salir a su encuentro, tendiéndole la mano, al tiempo que decía:
—Me tenía usted sobre ascuas, Cherry. Creí que a última hora se había arrepentido de hacerse cargo de mis envíos.
—Yo nunca me retracto de mis palabras, comandante. No he venido antes porque he tenido mucho trabajo. Le había dado a usted mi palabra de transportar sus carretas a los fuertes y la cumpliré, aunque a mi hija no le agrada esta clase de transportes. Se da cuenta de la responsabilidad que pesa sobre nosotros y del peligro que encierra el contenido de los vehículos.
—Su simpática hija Cristina no irá a creer que esto va a explotar por arte de magia.
—Claro que no, pero suele ser material muy apreciado por los indios, y esto aumenta los peligros.
—Peligro que pagamos muy bien, Cherry.
—Pero por bien que se pague, no se paga la vida de los que nos exponemos.
—Es cierto, pero todos estamos obligados como patriotas a ayudar a que esto se vaya colonizando. Los indios son, en efecto, un peligro, pero más que peligro son un estorbo que hay que ir eliminando para conseguir que un día esta ruta, ahora en embrión, sea algo seguro y contribuya al engrandecimiento de estas tierras casi vírgenes, pero prometedoras y tan desiertas. Hombres como usted contribuyen a mantener abiertas las rutas, los emigrantes ayudan a doblarlas y a enriquecerlas y las guarniciones de los fuertes son los pilares que amparan la comunicación. Entre todos debemos poner de nuestra parte cuanto podamos para conseguir lo que nos hemos propuesto.
—Usted no ignora que merced a este esfuerzo, otra ruta importante, la de Santa Fe, se está consolidando y si seguimos así, pronto el Este y el Oeste se comunicarán con facilidad en bien de toda la nación.
—De acuerdo, comandante, pero como yo no he venido a discutir la posible organización de los Estados, sino a hacerme cargo de sus envíos, terminemos cuanto antes, pues me queda mucho por hacer hasta que emprendamos el viaje hacia el amanecer.
—De acuerdo, Cherry.
Abrió el cajón de su mesa y le entregó un sobre, diciendo:
—Ahí tiene usted su dinero, según lo acordado, y abajo están las carretas preparadas.
—Bien, ¿quiere decirme qué es lo que voy a custodiar?
—¿Qué más le da saberlo que no? Son efectos militares, como es de suponer.
—Sí, claro, pero necesito saber cuáles son esos efectos. Soy el responsable de ellos hasta entregarlos en los fuertes. Según lo que contenga, serán las precauciones que deba tomar durante el viaje.
El comandante quedó un momento indeciso y, por fin, repuso:
—Está bien, Cherry. Usted es no sólo hombre de confianza, sino un tipo que no se asusta fácilmente por algo... Esas carretas conducen, además de doce mil dólares para pago de la tropa, seis grandes cajas de pólvora, rifles, mosquetones, vituallas, ropa para los soldados y algunas otras cosas.
—¿Tantas pólvora?
—Si. El comandante de Fort Laramie me ha enviado una carta con uno de los que regresaron con la anterior caravana, suplicando gran cantidad de pólvora,y armas de repuesto. Según informes que ha logrado poseer, un blanco, un renegado a quien apodan El Halcón, ha logrado hacerse amigo de los indios y les ha prometido muchas armas de fuego para poder atacar los fuertes y barrernos de ellos. Parece ser que tiene algunos agentes secretos repartidos no se sabe por dónde, que le facilitan informes sacados de algún lado que nosotros ignoramos, y por ello han atacado ya dos veces a caravanas que conducían material codiciado por ellos. Esto obliga a tomar muchas precauciones y a dotar a las guarniciones de los fuertes de todos los elementos posibles, no sólo para rechazar cualquier ataque, sino para resistir un asedio si intentasen cercarles.
—¿Y usted me hace a mi responsable de ese material?
—En parte solamente, Cherry, porque aún no le he explicado todo y voy a terminar... Un capitán de caballería, un hombre valiente como pocos, y acreditado en sus luchas con los indios, se hará cargo de la responsabilidad de las carretas durante el viaje. Guiará una de ellas en compañía de uno de sus hombres y estará atento a cuanto se pueda producir en el viaje.
—¿Y no cree usted que cuando vean a un capitán del ejército conduciendo una carreta no se alarmarán y sospecharán lo que conduce el vehículo?
—No, porque cuando se lo presente ahora, se dará usted cuenta de que nadie podrá identificarle por lo que es. Va vestido como el más vulgar de los caravaneros y nadie sospechará que no se trata de un elemento más de su caravana. Ahora lo verá y se tranquilizará. —Llamó a un ordenanza, indicando—: Di al capitán Mowery que pase.
Poco después, el aludido hacía acto de presencia en el despacho.
Se trataba de un tipo de hombre muy atractivo, que debía medir seis pies de estatura. Era fuerte como un roble, muy moreno de tez y con unos ojos negros y brillantes, que parecían denunciar su carácter enérgico y bravío.
Vestía, como el comandante había advertido, un atuendo tan vulgar que, salvo por su humanidad y presencia, no llamaría la atención de nadie. Podía admitirse como un conductor en cuya fuerza se podía confiar.
—Capitán Mowery —indicó el comandante—. Le presento a Cherry Hardi, el jefe de la caravana que partirá al amanecer camino de Oregón.
El capitán, sonriendo captadoramente, ofreció su mano al caravanero, diciendo:
—Mucho gusto en conocerle, señor Hardi. He oído hablar mucho de su pericia como conductor de caravanas y espero que nos hagamos buenos amigos durante la ruta.
—Gracias, capitán; yo también lo espero así.
—Entonces —indicó el comandante—, puesto que nada queda por discutir, pueden ustedes partir de inmediato.
Pero Hardi, deteniéndole, dijo:
—Un momento. Falta algo por aclarar y debe ser aclarado antes de la partida.
—¿El qué?
—Que el jefe de la caravana soy yo y que no admito las órdenes de nadie durante el viaje. Conduciré, como me he comprometido, sus pertrechos de guerra, pero no pueden olvidar que de mí dependen unas trescientas personas o más, y que yo soy el responsable de sus vidas... Yo conozco la ruta, yo sé por dónde debo ir o por dónde no debo ir, según las circunstancias, y no admitiré que nadie me diga lo que debo hacer para llegar a mi destino. La caravana no es el ejército y, por tanto, su disciplina no es la mía.
—Por la cuenta que me tiene, conduciré los vehículos lo mejor que pueda y sepa, pero bajo mi responsabilidad y sin que nadie me imponga el camino a seguir, ni la manera que debo emplear si surgiese algún conflicto durante la ruta. Si se acepta así, adelante, y si no, renuncio a hacerme cargo de su cargamento.
—Descuide, señor Hardi —repuso el capitán—, que no me meteré para nada en su misión.
—De acuerdo, y ahora, solamente la última pregunta... ¿Quién está informado de estos envíos?
—Como usted supondrá —repuso el comandante—solamente los que han intervenido en el embarque, todos afectos al ejército. No creo que entre nuestros hombres pueda haber ningún traidor.
—Eso me tranquiliza en parte. Cuando usted quiera podemos marchar.
El caravanero se despidió del comandante con un recio apretón de manos y en unión del disfrazado capitán salió a la calzada. La noche ya casi se había cerrado sobre el paisaje y los dos conductores esperaban junto a los centinelas.
—Puede usted subir a la carreta que prefiera, capitán —indicó Cherry— son cosa suya.
El aludido subió a la carreta que conducía el armamento y un conductor se sentó a su lado. Cherry subió a la otra carreta y emprendieron el camino hacia el lugar donde se amontonaban los vehículos esperando el momento de la partida.
Los dos carromatos fueron conducidos al lugar señalado de antemano por el caravanero. Allí esperaban Cristina y Delano.
La joven se extrañó al descubrir en una de las carretas al capitán Mowery y tras echarle un intenso vistazo preguntó a su padre:
—¿Quién es ese hombre que está en esa carreta?
—Te lo presentaré, hija mía. Este es el capitán Richard Mowery, encargado por el comandante, de tripular una de las carretas y vigilar la otra.
—¿Qué, contiene? ¿Armas, municiones...?
—Un poco de todo.
—No me gusta el cargamento, padre.
—Ni a mí, pero ya no me quedó otro remedio que aceptarlo.
El capitán, a quien había impresionado el aspecto enérgico de la joven, preguntó suavemente:
—¿Tiene usted miedo, muchacha? Si, corno parece, viaja usted en calidad de ayudante de conducción, no creo que esto pueda impresionar mucho su ánimo. ¿Es que no ha corrido usted mayores peligros en los viajes?
—Claro que los he corrido, capitán, pero como cosa inevitable, no aceptado voluntariamente.
—No irá a pensar que explotará todo esto por arte de magia. Si así fuese, yo tampoco tripularía este vehículo.
—Por arte de magia, no, pero puede explotar de alguna otra manera. ¿Acaso desconoce usted los peligros de la ruta y las varias veces que las caravanas fueron atacadas cuando conducían algo para los fuertes? Nadie sabe si es coincidencia o información secreta, pero los envíos de esta naturaleza son siempre una atracción para los indios.
—Esperemos que en esta ocasión no huelan la mercancía. No tenemos sospecha de que alguien sepa lo que transportarnos.
—Mejor será, en bien de todos.
Como ya nada había que hablar, los componentes de la nutrida caravana se dispusieron a dormir unas cuantas horas, hasta el amanecer que emprenderían la marcha.