CAPÍTULO III

 

UN CANTAN MUY GALANTE

 

Estaba despuntando la aurora cuando el silencioso campamento se pobló súbitamente de voces, gritos, llamadas y todos los ruidos que el nerviosismo prendía en el ánimo de los emigrantes.

Cherry, que ya había dado instrucciones a sus hombres sobre lo que debían hacer, se ocupaba personalmente en organizar la cabeza de la caravana, poniendo por delante sus dos carretas, detrás, las dos que contenían las provisiones para los fuertes y, tras estas, las demás. Poco a poco, la confusión se fue aclarando, los vehículos se alineaban conforme a las indicaciones de los ayudantes de Cherry y, no tardando mucho, todo estaría en orden para emprender la marcha.

Cuando Cherry comprobó que la caravana estaba formada, reclamó silencio y, poniéndose de rodillas, se dispuso a elevar una oración al cielo, para que les protegiese en la peligrosa marcha.

Su acción fue imitada por todos los componentes de la caravana y durante un par de minutos reinó un silencio impresionante, turbado sólo por el murmullo de las plegarias.

Cuando iban a emprender la marcha, el capitán se acercó a la hija de Cherry, que se disponía a montara caballo, pues se dedicaba a recorrer la línea de vehículos para cuidar de la formación, preguntó:

—¿Hay algún inconveniente para que sepa su nombre?

—Ninguno. Me llamo Cristina.

—Un bonito nombre, tan bonito como quien lo ostenta.

—Gracias, pero supongo que se habrá incorporado a la caravana para algo más que para piropear a las mujeres.

—¿He cometido alguna incorrección?

—No, pero creo que hay cosas más interesantes de qué ocuparse.

—¿Puede indicarme alguna?

—Por lo pronto, que suba a su carreta y no pierda el tiempo. Empezamos a rodar.

Richard se mordió un poco el labio inferior ante la indicación de la joven.

Se había mostrado tan áspera como era su papel en la caravana.

Pronto, una espesa nube de polvo enturbió el soleado ambiente de la mañana. El astro rey acababa de hacer su aparición por Oriente, pero el polvo velaba la alegría de su luz.

Lentamente, la inmensa fila de vehículos empezó a desalojar la pradera, sólo en parte, porque alguna otra caravana se estaba formando para seguir la misma ruta.

Cristina, a caballo, en sentido contrario al que llevaban los vehículos, alcanzó la cola de la reata y cuando comprobó que todo marchaba en orden, regresó a la cabeza para ponerse a la altura de su padre.

—¿Todo bien, Cristina? —preguntó.

—Todo bien, padre.

—Mejor así. De momento, no tendremos problemas. Sólo cuando estemos bastante lejos de aquí será el momento de vivir más alerta.

A paso, lento, las carretas siguieron rodando por la pradera de suelo reseco, donde la hierba empezaba a desaparecer.

Mediado el día y cuando llevaban recorridas apenas unas seis millas, Cherry dio la voz de alto. Tenían una hora para preparar el almuerzo y debían aprovecharla.

Casi todas las carretas portaban anafes, estrévedes y sartenes para el condimento, y sólo se imponía recoger leña para encender las fogatas. No había mucha, aunque sí algunos árboles, y Cristina se apresuró a rebuscar el preciado elemento antes de que se le adelantasen e hiciesen más difícil encontrar lo preciso para encender fuego.

El capitán había saltado a tierra y, tras echar un vistazo en torno, fijó su mirada en un pequeño árbol cuyas ramas pendían algo mustias. Sin vacilar, con un gran cuchillo que llevaba en la mano, se dedicó a cortar las ramas más débiles.

Cristina, que buscaba por aquel sector, al verle esforzarse en aquella tarea, exclamó:

—¿Por qué pierde su tiempo, señor Mowery? Un hacha le facilitaría la labor.

—Exacto, pero si regreso a la carreta en su busca, alguien puede apoderarse del árbol y sería peor. ¿Le parece que hagamos un trato?

—¿Sobre qué?

—Usted me proporciona el hacha y yo reparto con usted la leña. Esto le evitará seguir buscando.

—Acepto la proposición. Espere.

Regresó a la carreta y tomó un hacha que entregó al capitán. Este, fuerte y vigoroso, no tardó en abatir leña suficiente para las dos hogueras.

—Puede usted escoger la que necesita —invitó galante.

—No más de la mitad de la que usted ha cortado. El trato ha sido ése.

—Lo dejo a su elección.

Ella hizo dos montones, y dijo:

—Escoja usted, señor Mowery.

—Este... —indicó, y apartó uno de los montones, retirando un par de gruesas ramas que añadió al montón de Cristina.

—Eso no. Hemos quedado...

—Perdone. Puesto que por aquí no hay flores con qué obsequiarla, ¿por qué no admite un par de ramas que carecen de valor?

—¿Por qué motivo?

—Por el trabajo que me ahorró facilitándome el hacha. Sin esa ayuda hubiese tardado mucho en conseguir lo necesario.

—Bien, no tengo tiempo de discutir. Una hora se pasa pronto y tengo que cocinar para cinco personas.

—¿Sin ayuda ninguna?

—Prefiero prescindir de ella: Los hombres son una calamidad en estos menesteres.

—¿Está segura? Algunos lo hacen bastante bien.

—¿Usted, por ejemplo?

—Puedo demostrárselo. Hice mucha vida de campamento en mis incursiones contra los indios y aprendí cosas que las necesidades del momento me obligaban a aprender.

—Le felicito, porque así no le aburrirá comer siempre tocino frito y conservas.

—Tengo una fórmula para los postres que me servirá de placer dársela a probar.

—¿Con opción a envenenarme?

—Nos envenenaríamos juntos y tendrían que enterrarnos juntos también.

—Es demasiado pronto para pensar en cosas tan «agradables». Prefiero esperar.

—Y yo también. La vida es muy agradable cuando apenas se le ha sacado jugo.

—Muy filosófico, señor Mowery. Si añade usted a la receta un poco de esa filosofía, espero que el postre resultará mucho más agradable.

Y sin querer seguir la conversación, se encaminó hacia su carreta donde el joven Alan ya había preparado las piedras para la hoguera y los utensilios de cocinar.

Cherry, que desde lejos había observado cómo su hija conversaba con el capitán, sintió curiosidad por saber sobre qué habían hablado y preguntó:

—¿Qué te decía ese hombre?

—No mucho, padre. Me brindó leña suficiente, a cambio de que le procurase un hacha, y aquí la tengo. Me hizo un favor, porque como verás, algunos miembros de la caravana han tenido que destrozar algunos cajones de su menaje para encender fuego.

—Más adelante encontraremos más combustible. Se ha mostrado muy galante contigo.

—En efecto. Ha presumido de saber cocinar como una mujer y hasta me ha prometido darme a probar un postre que asegura que es una cosa exquisita. A lo mejor es más buen cocinero que militar.

—No lo creas. De no ser hombre de confianza en ese aspecto, no le hubiesen confiado la misión de custodiar esas carretas. Se puede ser galante, buen cocinero y ser fiel cumplidor en el servicio.

Cristina no repuso nada y decidió olvidar lo hablado con Mowery.

Pero al llegar la noche, como les había sobrado leña de la recogida mediado el día, Cristina no tuvo que molestarse en salir en su busca, por lo que no se presentó la ocasión de volver a charlar con el capitán.

En la incipiente noche, las hogueras empezaron a lucir intensamente y el campamento presentaba un aspecto pintoresco.

Pero, pese a todo, como las carretas viajaban casi juntas, Cristina no dejó de observar cómo Mowery se afanaba delante del fuego en preparar su cena.

No había mentido al afirmar que las necesidades en campaña le habían obligado a aprender muchas cosas, entre otras, a guisarse para sí mismo.

Cuando tuvo preparada su cena se sentó en una piedra, teniendo en frente a Cristina, a su padre y a sus tres ayudantes. Todos comían con buen apetito, pues el viento de la pradera, aunque bastante modesto, parecía obrar como estimulante de los estómagos.

Estaban concluyendo su colación, cuando el capitán se levantó y, decidido, avanzó hacia el lugar donde se encontraba Cherry con los suyos. Mowery portaba en la mano una gamella y sonreía alegremente. Al llegar junto a la hoguera, saludó con una inclinación de cabeza y preguntó:

—¿Me da usted su permiso, señor Hardi?

—¿Para qué?

—Para ofrecerles este modesto presente. Su hija pareció poner en duda mis dotes como cocinero, y le prometí ofrecerle un postre de mi invención, que espero sea del agrado de ustedes. No me gusta que nadie ponga en duda mis méritos o virtudes, e incluso mis defectos, sin antes comprobar que existen.

Mowery puso sobre una piedra la gamella y Cherry contestó:

—No tome usted a pecho el comentario de mi hija. Ha creído que ser militar estaba reñido con las sartenes y los potes.

—Cosa muy lógica, pero cuando uno se ha visto reducido a sus propios medios en las campañas contra los indios, se imponía morirse de hambre o aprender a condimentar los alimentos, y esto me sucedió a mí. ¿Quieren probar esos buñuelos y, con toda sinceridad,darme su opinión?

Cristina, un poco nerviosa, tomó uno y empezó a masticarlo. El capitán tenía razón, pues los buñuelos sabían riquísimos.

—Excelentes, señor Mowery. Tendré que pedirle perdón por haber puesto en duda tan excelentes cualidades.

—No merece la pena. Mi madre sabía confeccionar muy bien estos buñuelos y ella me enseñó su confesión. Si le interesa, puedo darle la receta.

—Me agradará poseerla. Yo también sé confeccionar otros postres distintos. Cuando tenga la ocasión de ocuparme de eso, con mucho gusto corresponderá a su atención invitándole a probarlos.

—Y yo tendré que proclamar por anticipado que sabrán mejor que éstos.

—Si entre sus defectos entra el de ser adulador,retiro la oferta.

—¡Oh, no! Eso no. Le juro que seré todo lo sincero que mí seriedad me permita. Si no me gustasen, se lo diría francamente, aunque se enojase.

—Puedo asegurar que no lo haré. Mi vanidad como cocinera no va más allá de confeccionar unos porotos y condimentar tocino o tasajo.

El grupo terminó devorando el contenido de la gamella y como ya no había pretexto para seguir allí, el capitán recogió el recipiente, diciendo:

—Creo que mi deber es retirarme a descansar y dejar que ustedes lo hagan también. Ha sido un día muy movido hasta vernos en la ruta y todos debemos estar cansados.

—Así es —afirmó Cherry—, y espero que no tardando mucho todo el mundo esté recogido en sus carretas.

—¿Me permite una pregunta, señor Hardi?

—Hágala.

—¿Se monta guardia durante la noche?

—Sí, señor. Mis hombres y yo solemos realizar algunos turnos, aunque por el momento no corremos riesgo alguno. Más adelante será otra cosa.

—Gracias. Lo decía para saber qué debo hacer durante la noche. Usted conoce lo que está bajo mi custodia y mi deber es velar por ello. De todas formas, dormiré con un ojo abierto y si en algún momento necesita usted quien le ayude a vigilar, no dude en aceptar mis servicios.

—Muchas gracias. Le prometo hacerlo así, si llega el caso.

Y el capitán se retiró a su carreta, mientras Cristina recogía el menaje.

Poco más tarde, Cherry recorría la larga fila de carretas para comprobar que todo estaba en orden. Al tiempo, advertía que las hogueras fuesen apagadas para evitar que el viento aventase las chispas y ordenó que las luces de las carretas fuesen apagadas. Debían acostumbrarse a no dejar puntos de referencia, por si más adelante estos puntos luminosos podían servir a los indios de orientación para llevar a cabo algún ataque por sorpresa.

Uno de sus dos conductores debería dormir en la carreta que transportaba los víveres para los fuertes. La peligrosa, la que contenía la pólvora y las armas,estaría exclusivamente al cuidado de Mowery era éste quien debía vigilarla por su cuenta.

Mowery pasó al interior del vehículo donde había acondicionado su petate en la parte posterior, junto a la cortina que cerraba la entrada. Nadie podría pasar al interior sin antes tropezar con él, atravesado en el vehículo; pero para mayor garantía había ideado un sistema de alarma muy pintoresco.

Una vez que bajó el toldo y lo aseguró por dentro con las trabillas que se unían a los palos del cerco que formaban el armazón del toldo, colgó de la pendiente lona varias sartenes y cacerolas de poco tamaño, muy juntas unas de otras. Pendían de unas asas cosidas ala lona, cerradas con ojales y botones, con objeto de poder retirarlas fácilmente y colocarlas con la misma facilidad.

Estos adminículos, si alguien intentaba abrir la lona por alguno de sus lados, se inclinarían de modo inmediato, tropezando unos con otros y el ruido que debían producir sería más que suficiente para despertar a cualquier durmiente, por pesado que tuviese el sueño. Aparte esto, dos pesados revólveres bien cargados le harían compañía. Uno bajo el cabezal del petate y otro a su lado muy a la mano. Con estas medidas tomadas, estaba seguro de que nadie podría penetrar en el interior de la carreta, sin antes tener que vérselas con él y sus contundentes revólveres.

Una vez tomadas estas severas precauciones, se desnudó, conservando puesto el pantalón, por si se veía obligado a levantarse bruscamente, y se tumbó en el petate. Pero, pese a haber confesado que se sentía cansado, el sueño no acudía a él. Su cabeza estaba funcionando a marchas forzadas, ponderando lo espinoso de la misión que le había sido confiada.

No ignoraba los peligros que encerraba aquella difícil ruta, como tampoco ignoraba los asaltos que habían sufrido algunas caravanas que portaban efectos militares y tenía que estar muy atento para evitar en lo posible que lo que le había sido confiado pudiese desaparecer yendo a poder de los indios.

El no ignoraba algunos detalles bastante oscuros de los asaltos sufridos por los convoyes militares. Estudiado el modo empleado para asaltar las caravanas que habían portado anteriormente pertrechos de guerra para los fuertes, había llegado a la conclusión de que los ataques no habían sido hechos casualmente, sino que de algún modo había llegado a conocimiento de El Halcón y los indios, que le secundaban, el transporte de dichos avituallamientos, aunque no podía comprender cómo el enemigo se había podido enterar de las fechas de envió y de las caravanas que se habían hecho cargo del material.

Admitía que hubiese filtrado algún traidor entre los elementos que componían la Intendencia, aunque esto era muy peligroso. Entre tanta gente, cabía admitir que alguno fuese tan insensato que se jugase la vida husmeando los envíos para denunciarlos, pero de ahí no podía pasar.

Una cosa era conocer la salida del aprovisionamiento y otra, muy distinta, poder informar a El Halcón y sus pieles rojas del paso de las caravanas, pues había muchas millas de distancia hasta Fort Laramie y nadie por valiente que fuese podía atravesarlas, en solitario, para dar cuenta a los indios de la llegada de dicho material.

Y, sin embargo, había que admitir que esto era factible y hasta casi seguro. Debían haber inventado algún medio ingenioso para dar el chivatazo y esto era algo que se imponía descubrir.

Era por esta causa por la que el comandante de Independence había escogido a Mowery para custodiar las carretas. Sabía de su sagacidad, de su valor y de su ingenio para llevar adelante aquella espinosa misión, contando como contaba con un jefe de caravana de los más acreditados y de los que solían llevar con el mayor número de personas disponibles para hacer frente a un ataque en masa por muy nutrido de enemigos que éste fuese.