CAPÍTULO XI

 

LA GRAN TORMENTA DE ARENA

 

Abril estaba a punto de terminar. Ahora, al calor apretaba durante el día y los emigrantes acusaban su fuerza.

El paisaje camino de Pic Fremont era abierto, áspero, poco grato a las caricias del verano. Mucha parte del paisaje, pedregoso y estéril a la flora, daba la impresión de ser un disimulado desierto.

Desde la salida del fuerte, no se había producido ningún incidente. Los emigrantes parecían haber aceptado la jefatura de Cristina, la cual, dinámica y consciente de su responsabilidad, suplía la falta de su padre actuando con la energía que él lo hiciera.

Mowery, convertido tácitamente en su ayudante, no se separaba de su lado y vigilaba todos los movimientos de la joven, estudiándolos por si encontraba algún fallo en ellos.

Pero de momento todo marchaba bien y no había señales de complicaciones.

Pero se estaban acercando a las montañas Rocosas, cuyas primeras avanzadas estaban a la vista, y atravesarlas, una vez rebasado Pic Fremont, iba a supone runa prueba muy dura para carretas, animales de tiro y tripulantes de los vehículos.

El cielo se mantenía eternamente azul, sin una sola nube, y Cristina lo escrutaba con ansia, como si temiese algo de él.

Un día, Mowery preguntó:

—¿Que le preocupa que mira tanto a lo alto?

—Algo que me alarma, señor Mowery. Llevamos cinco meses de sequía y esto es terrible. Nos hemos separado ya del curso del rio y hemos de estar pendientes de los pozos de la ruta. Si no ha caído agua y el calor sigue apretando, corremos el riesgo de encontrarlos secos, y esto sería terrible para todos. Habrá bastantes millas hasta encontrar algún arroyo o río poco importante que lleve agua, y si no lo encontrarnos, no sé qué va a suceder.

—¿Cree usted que, en vista de eso, se deben tomar algunas medidas preventivas?

—Debería tomarlas. Lo lógico es restringir el uso del agua a lo más necesario, pero, ¿Quien confía en que harán caso de una orden así? La gente es inconsciente, carecen de espíritu de sacrificio, aunque sea en beneficio común, y hace falta mucha fuerza de voluntad para, padeciendo sed, no saciarla, teniendo el elemento a mano. Temo que adelantaría muy poco recomendando la abstinencia.

—Se les puede hacer saber el peligro que corren.

—Algunos dudarán de ello. Creerán que exagero, que los pozos no podrán secarse, y harán lo que mejor les parezca. No se están poniendo muy bien las cosas en este viaje.

—Eso tiene una solución. Una de mis carretas viaja vacía, podemos exigir que todos los barriles de agua sean depositados en ella y organizar una entrega por igual a cada uno, según las reservas que queden.

—¿Ha pensado en lo que podría suceder si diese esa orden? Hay muchos que viajan a disgusto sabiendo que soy yo la responsable de la caravana. Dudan de mí en ese sentido y cualquier contratiempo lo cargarían en mi haber. Podrían producirse incidentes graves y quisiera adelantarlos.

—Eso es absurdo;si falta agua, usted no se la ha bebido antes de llegar a los pozos.

—Cierto, pero si no falta y les hacemos pasar un período de sed, no me perdonarán los malos ratos sufridos.

—¿Y con todos estos problemas aún sigue usted firme en llegar con la caravana a Oregón?

—¿Qué podía hacer? Alguien tenía que llevarlos adelante y la que mejor conoce la ruta soy yo.

—De acuerdo, pero muerto su padre, usted ya no era responsable de nada. Ahora, sí lo es por haber asumido el mando y se verá expuesta a muchas dificultades.

—Pechare con ellas como pueda.

—Yo en su lugar, cuando llegase a Pic Fremont renunciaría a seguir y les dejaría que hiciesen el resto de la ruta como pudiesen.

—¿Usted lo haría así?—preguntó ella, mirándole fijamente.

Él bajó los ojos y repuso:

—Bueno, yo no lo haría, porque entiendo que no sería humano, pero si me presentasen conflictos tontos innecesarios, sí que tomaría esa resolución.

—Aún no los han presentado. Confiemos en encontrar agua en los pozos y todo marchará lo mejor posible.

—¿Con más indios en el camino?

Eso no se puede asegurar, pero creo que si encontramos algunos no serán tan numerosos como los que nos atacaron y no se atreverán con nosotros, Temo más a los elementos que a los pieles rojas.

De todas maneras, si la necesidad impusiese tomar esa medida tan drástica, cuente conmigo para hacer lo que sea Preciso. No la dejaría sola a merced del mal humor de algunos, porque sería una cobardía.

—Gracias, pero no tiene obligación alguna de exponerse por mí. Para esa gente, es usted uno más en la caravana.

—Que piensen como quieran. En este momento, soy su ayudante y comparto con usted la responsabilidad de lo que pueda suceder.

—Pero usted se quedará en Pic Fremont.

—Eso está por ver. Aún no he decidido lo que haré una vez cumpla mi misión.

—¿Sería usted capaz de seguir la ruta, desobedeciendo las órdenes recibidas?

—Las órdenes eran hacer entrega de eso en los fuertes. Una vez cumplida la misión, es cuenta mía resolver el problema del regreso. El mando sabe que en estas latitudes, los planes están a merced de las circunstancias. Entregado el material, mi simple persona no es tan importante como para tener que estar devuelta a fecha fija.

—Sin embargo, tendría que justificar una tardanza de lo menos seis meses en volver. ¿Se da cuenta de ello?

—A eso le contestaré lo que usted ha dicho, respecto a encontrar o no encontrar agua en los pozos. Los elementos y las circunstancias son las que mandan.

—No lo haga por mí, aunque se lo agradezco. Cada cual tenemos un camino trazado y no debemos desviarnos de él.

—Nuestros caminos son una incógnita. A veces, creemos que lo seguimos rectamente y el destino lo desvía cruzándolo con otro con el que no habíamos contado y estamos obligados a seguirlo, desviándonos del primitivo. No hablemos de lo que no sabemos cómo se va a desarrollar.

Después de aquella conversación, no se volvió a hablar de la ruta y las carretas siguieron rodando perezosamente a través de un terreno ya difícil, pues estaban rebasando las avanzadas de las Montañas Rocosas. Noches después, en medio de un calor agobiante que no presagiaba nada bueno, empezó a soplar un viento cálido, pero recio, que por momentos adquiría mayor velocidad. Las ráfagas de aire arrastraban grandes partículas de tierra reseca, que chocaba con fuerza sobre la dura lona de los toldos de las carretas produciendo un fragor insistente y molesto a los oídos. Parecía como si docenas y docenas de pequeños tambores estuviesen desarrollando un infernal concierto, cuyo contrapunto era el silbido agudo del viento.

Tuvieron que acampar antes de la hora prevista y aquella noche nadie pudo encender una hoguera para condimentar la cena, pues el huracán impedía encenderlas, aparte de que la espesa capa de polvo que flotaba en el vacío hubiese estropeado toda la comida.

Refugiados en las carretas, con las cortinas bien ajustadas, esperaban que aquella furiosa tormenta de aire cediese, pero a pesar de las precauciones tomadas, el polvo se filtraba por todas partes, inundaba los interiores de las carretas, se aferraba a las gargantas, resecándolas y produciendo una áspera tos que obligaba a los caravaneros a abusar del agua de reserva para recibir un momentáneo alivio a la fuerte carraspera.

Y, contra lo que se suponía, al amanecer no cesó el huracán, sino que se hizo más violento. Su terrible fuerza arrastraba no sólo arena, sino piedras de pequeño tamaño, pero lanzadas con tal ímpetu que algunos toldos fueron horadados por ellas.

Asomarse al exterior era peligroso y si alguno lo hacía, todo lo que alcanzaba a ver era un espeso velo oscuro que flotaba en el vacío de modo insistente, como si se tratase de una extraña lluvia.

Pero la tormenta era sólo de aire. Ni una sola gota de agua consoladora caía del cielo, mientras el calor subía de punto, dado que los emigrantes se veían obligados a no abandonar el estrecho recinto de las carretas, donde el calor se acumulaba por momentos.

Mowery se había visto confinado en su carreta ya que de noche no era ético permanecer al lado de la joven, y tantas veces como había tratado de salir al exterior para comprobar el estado de la joven, se había visto obligado a desistir, pues el ventarrón no sólo le cegaba, sino que amenazaba con arrastrarle como si fuese una débil pluma.

Pero mediado el día nervioso por no saber nada de Cristina, decidió arriesgarse a abandonar su vehículo para alcanzar el de la joven. Podía necesitarle, aunque ignoraba para qué.

Y empapando un pañuelo con agua, cubrió con él su rostro y se lanzó fuera de la carreta.

Sabía dónde se encontraba la de Cristina. En línea, recta debía dar con ella avanzando unos cien pasos y calculó que, no perdiendo el sentido de la orientación, llegaría a alcanzarla.

Pero apenas se separó de su vehículo unos diez pasos, se vio a merced del huracán. Éste, de cara para más entorpecimiento, le azotaba con ira, le obligaba a retroceder, a realizar esfuerzos enormes para ganar algún terreno y empezaba a arrepentirse de su osadía. Pero era testarudo y no cejaría en su empeño.

Contrayendo sus músculos aguantaba el tormento de la arena y piedras golpeándole de un modo salvaje y, gracias al pañuelo mojado, podía respirar con cierto desahogo.

Pero el calor lo iba resecando rápidamente y no tardando mucho se convertiría en una tela áspera, sin ningún alivio húmedo para su boca.

Hasta que de un modo inopinado, una arrolladora corriente de viento le tomó desprevenido al avanzar y le hizo caer a tierra, dando vueltas como una pelota.

Rabioso y dolorido, se puso en pie con trabajo y por un momento quedó tenso, sin saber qué hacer. Con la caída había perdido el sentido de la orientación. Ahora no sabía cuál era la dirección de la carreta de Cristina ni la suya, ni sabía dónde se encontraba.

Moviéndose con furia, al tiempo que se mordía los labios, empezó a avanzar al albur. Confiaba en encontrar por lo menos alguna carreta donde refugiarse hasta que cesase aquel maldito tornado.

Pero por más que se movía en diversas direcciones, no Lograba tropezar con vehículo alguno y sentía la extraña sensación de verse trasladado a un inmenso desierto de arena movediza donde la vida humana no existía. Y pese a su dominio de nervios y, a su valor probado, empezó a sentirse vencido por aquel infernal tornado. Le dolía el rostro, la cabeza y las manos debido al golpeteo incesante de la tierra que le azotaba sin piedad y una extraña fiebre empezaba a apoderarse de él nublando sus sentidos.

Y como un autómata, con los brazos extendidos y mordiendo la tela del pañuelo, mientras apretaba sus parpados para evitar que la arena le cegase, empezó a moverse de un lado para otro, buscando un punto de apoyo, algo que le diese la sensación de que no se encontraba perdido en el vacío.

En sus reacciones sentía la tentación de empezar a dar gritos pidiendo ayuda, pero su orgullo de hombre le impedía hacerlo. Sería una señal de debilidad que él no debía poner de manifiesto.

Hasta que al cabo de mucho tiempo, en un instante en que inclinaba violentamente la cabeza hacia adelante para evitar que el choque de una nueva ráfaga de aire le arrojase a tierra, chocó con algo agudo, y fue tal la violencia del golpe recibido en la frente que cayó a tierra semiinconsciente.

Por suerte suya había ido a chocar contra la plataforma de acceso a la carreta de Cristina. Esta, que se encontraba recluida con Alan en el interior del vehículo, captó el golpe y, envarándose, exclamó:

—¿Que ha sido eso, Alan?

—No lo sé Cristina. Parece como si alguien hubiese chocado contra la carreta,

—Hay Que comprobarlo. Temo que algún imprudente haya abandonado su refugio y se haya perdido en la tormenta. Encendió una lámpara, protegida con cristal especial para usarla cuando el viento hacía inútil toda otra clase de alumbrado, y ordenó—: Quita la correa de las cortinas y veamos si hay alguien junto a la carreta o cerca de ella.

Alan obedeció, al correr la cortina, una ráfaga de aire introdujo una oleada de arena dentro.

Pero Alan saltó a tierra y fue a caer sobre el cuerpo de Mowery que se movía de un modo inconsciente.

—Aquí hay alguien, Cristina. Ha debido caer y le he pisado sin saberlo.

—Súbele a la carreta, pronto.

El muchacho, en un gran esfuerzo, tomó el cuerpo del capitán y lo izó al borde de la plataforma, para saltar dentro rápidamente y tirar de la cortina, evitando que les inundase más la arena.

Cristina levantó la lámpara para examinar el rostro del rescatado y lanzó una exclamación de asombro.

—¡Mowery...! Pero si es el capitán Mowery.

Este había sufrido una herida en la frente por la que manaba algo de sangre.

—¡Oh, está herido! —afirmó ella, nerviosa—. Trae un odre de agua y un pañuelo.

Alan cumplió la orden, y Cristina, inclinada sobre el cuerpo del caído, empezó a lavarle la herida.

La caricia del agua, aunque templada por el calor pareció reanimar al capitán, quien abriendo los ojos exclamo roncamente:

—¿Dónde estoy? ¡Agua, por favor! Tengo la garganta que me arde.

Ella le arrimó el odre a los labios, desciendo:

—Está usted en mi carreta, capitán, y qué diablos hacia rondando al albur en medio de la tormenta.

Él se llevó la mano a la frente, exclamando:

—¿Qué tengo aquí?

—No mucho. Un golpe que se dio contra la carreta y que, gracias a él, hemos podido rescatarle. De haber caído, sin auxilio, a lo peor se habría usted asfixiado con la arena.

—¡Oh, fui un estúpido! Estaba inquieto por si le había sucedido algo a usted, y decidí venir a comprobarlo. Estaba seguro de llegar, a pesar de la oscuridad, pero una ráfaga de aire me tiró al suelo y perdí el sentido de la orientación. Cuando me levanté, no sabía dónde estaba y estuve vagando al azar, hasta tropezar con la carreta. Sin duda un hado me protegió, trayéndome hasta aquí.

—Es posible, pero no se confíe mucho en los hados,que a veces están muy ocupados y no pueden fijar su atención en todo el mundo. Por fortuna, la herida es sólo un raspazo, aunque el golpe le atontó un poco.

—Gracias por su ayuda. No voy a ser yo siempre quien esté al tanto de lo que pueda sucederle a usted.

—No se inquiete y cálmese. Espero que esto termine de un momento a otro y podamos proseguir la marcha.

—¿Cree usted que esto durará mucho?

—Espero que no, al menos, las varias veces que hemos sufrido en algunos otros viajes duraron de veinticuatro a poco más de treinta y dos horas.

—Menos mal, porque nunca había sufrido esta clase de tormentas.

—No se queje, porque no ha sido de las más violentas. Las hay que levantan las carretas como si fuesen bolsas de papel y se llevan toldos, caballerías y cuanto se opone a su fuerza.

Cristina tenía razón, pues dos horas más tarde, el viento empezó a amainar y ya las ráfagas arenosas erais menos frecuentes y violentas.

Y cuando por fin la gente pudo abandonar sus carretas y salir a respirar un poco de aire puro, se notaron algunos destrozos causados por el vendaval. No habían sido muchos e irreparables, pero sí bastantes.

Más, pese a que el viento había calmado, el calor era agobiante. .El cielo seguía límpido de nubes y no se notaban síntomas de que pudiese llover.

Cristina se dispuso a dar la orden de marcha, murmurando junto a Mowery:

—Mucho me temo que este tornado de arena acaba de complicar las cosas.

—¿En qué sentido?

—En el de haber cegado los pozos de agua, inundándolos de tierra. Si a esto se une la evaporación causada por el calor, allí no encontraremos más que lodo o algo parecido.

—y tensa, se dispuso a reanudar la marcha.