CAPÍTULO III

 

UNA MUCHACHA CON NERVIO

 

Cuando dejaron atrás el conglomerado de casas que formaban el poblado, y salieron a terreno abierto, Bauer pudo contemplar un paisaje muy variado, a medida que acortaban camino.

En algunos lugares descubrían parcelas cultivadas y hombres que trabajaban la tierra con el rifle colgado al hombro. En las desigualdades del terreno, a su derecha, descubrieron, también un pequeño rebaño de ovejas, custodiadas por un anciano y un joven, que también presentaban sus armas, en previsión de verse atacados, y en una zona junto a un débil arroyo, un grupo de tipos desastrados, que picaban la tierra en diversos lugares, despreciando el duro resplandor del sol.

Geoffrey los señaló, diciendo:

—Ahí tiene una representación de los reyes del petróleo. Hoy están aquí cavando con locura, pero mañana, cuando fracasen en su búsqueda, se correrán a algún otro lado a seguir probando fortuna. Lo mismo pueden intentarlo en un terreno estéril o sin ocupar como ése, que asaltar unos sembrados, si su «inspiración», les dice que puede ser allí donde brote ese maná apestante. Y si así lo hacen, habrá lucha, alguien pagará con su vida la defensa o el despojo, y la existencia continuará como si nada sucediese.

—Yo no me explico cómo el Gobierno, cuando reagrupó todas estas tierras para formar un nuevo Estado con ellas, y fijó a su albedrío la fecha de tomarlas en posesión, no pensó en lo que iba a suceder y no tomó precauciones para evitarlo, al menos en su mayor parte. Asusta pensar la de sangre que se habrá vertido, cuando esto se convierta en un verdadero Estado, con todas las garantías que se le pueden ofrecer a un ciudadano deseoso de trabajar y contribuir al engrandecimiento de nuestra nación.

—¿Es que esto podía constituir una excepción? ¿Acaso olvida cómo se han colonizado otros estados como Oregón, la misma California y otros más? La tierra ha necesitado la sangre de los pioneros para fructificar, y los pioneros la vertieron generosamente, en favor de los que habían de llegar tras ellos. Estudie la historia de las rutas que fueron abiertas hacia las costas, y no se sienta extrañado de lo que sucede aquí.

—Las conozco, Bauer, pero precisamente porque las conozco, pienso que los gobernantes deben conocerlas también, y haber puesto de su parte mucho para evitar esta vergüenza. Posiblemente, hay gente que estima que las grandes ciudades han debido levantarse entre escombros de huesos humanos, mezclados con sangre,pero yo no opino lo mismo.

—Pero hay que admitirlo. Si toda la humanidad fuese buena y decente, no sucedería eso, pero no podemos olvidar que una parte desciende de Caín, y lleva en sus venas su legendaria sangre.

—Siempre hubo malos y buenos, la cuestión es que los buenos sepan organizarse para acabar con los malos. La pareja siguió caminando, enzarzada en esta, medio filosófica conversación, hasta que, por fin, cuando los caballos empezaban a acusar el cansancio de la larga jornada, Geoffrey extendió el brazo y, señalando hacia el Este, indicó:

—Vea allí, Bauer. Aquellas pequeñas manchas que se mueven, son mis reses. Allí están mis pastos, y más a la izquierda, pronto descubriremos la hacienda.

Bauer fijó su mirada en el sitio indicado. En efecto,una masa de puntos oscuros se movía perezosamente, y sobre esta masa, sobresalían otros puntos más altos;eran los peones que, a caballo, vigilaban el ganado.

El rancho no se veía aún porque, para descubrirlo,había que coronar una pequeña cuesta y, antes de lograrlo, el ranchero añadió:

—Como apreciará más tarde, gozo de una situación privilegiada. El rancho está a poca distancia de un pequeño poblado de colonos, llamado Crescent, y, próximo a él, corre el curso del Cimarrón. La proximidad del río hace que este sector, al recibir la humedad, sea rico en pastos y en tierras de labor.

Bauer hizo una pregunta:

—Siendo tan rica esta tierra, ¿cómo es que los colonos de ese pequeño pueblo han podido conservarlas contra la rapiña?

—Simplemente, porque han puesto el corazón y el coraje en defender lo que es muy suyo. Forman una comunidad de unos veinte propietarios que, desde el primer día de su asentamiento, se juramentaron para defender la totalidad de la tierra, sin distinguir a quién pertenece. Atacar a uno ha sido como atacar a todos, y todos a una, se han expuesto por defender la comunidad. Si todos los que se asentaron al producirse la invasión hubiesen hecho lo propio, permaneciendo unidos en un área común, muchas de las expoliaciones cometidas no hubiesen podido ser.

—Esa gente llegó aquí horas después que yo, cuando yo ya había balizado lo que consideraba que me era preciso para mi hacienda, y no hubo discrepancias. Ellos acotaron el terreno más allá y más próximo al río, y lo rodearon con sus carretas para mejor defenderlo. Todos procedían de Texas, no eran gente torpe, y debieron comprender lo que iba a ser la lucha por conquistar los mejores terrenos. Por eso, se agruparon y buscaron una zona que brindase tierra para todos. Y no crea que por eso dejaron de intentar desalojarlos de allí. Tuvieron que pelear duramente varias veces para no ceder un palmo de terreno, y en su pequeño cementerio hay varias cruces, que señalan el lugar donde reposan los que cayeron defendiendo lo suyo. Ahora llevan una temporada tranquilos, pero mucho me temo que, lo mismo que han intentado hacer dentro de mis pastos para buscar petróleo, lo intenten con sus parcelas, y tengan que volver a exponer sus vidas por defender lo que tanto les ha costado mantener.

La cuesta había sido remontada y, abajo, en un terreno hondo pero llano, se erguía el rancho de Geoffrey, próximo a sus pastos.

—Esa es mi hacienda, Bauer —afirmó con orgullo el ranchero.

Bauer la examinó, atentamente. El rancho era grande, espacioso, bien construido y alegre. Poseía tres cuerpos, el de en medio más bajo que los laterales. Estos tenían techos pizarrosos a dos vertientes, y el central, una terraza volada, que sobresalía casi dos yardas sobre el cuerpo del edificio, sostenida por un porche que se corría a los lados del mismo.

La terraza estaba protegida del sol por un amplísimo toldo de lona y había muchos tiestos con flores de todos los tonos del arco iris.

Aquello daba la sensación de ser un oasis de paz, y el aventurero se dijo que nunca hubiese pensado que en un infierno tan revuelto como aquél, pudiese existir algo que diese sensación de paz, de orden y de independencia.

—¿Le gusta mi hacienda?

—Es un bonito rancho, señor Fishman, y la verdad es que no creí poder contemplar algo parecido aquí.

—Tiene razón. Es algo que parece despegarse del ambiente, pero me ha costado mantenerlo así, muchos desvelos y la ayuda valiosa de mis hombres. Por eso les pago mejor que les pagaría cualquier otro, porque yo sé tasar el esfuerzo y la ayuda que me prestan los demás.

La conversación quedó cortada, cuando del vano que se abría delante del porche, surgió un jinete que, lanzando el caballo a todo galope, tomó la dirección que le llevaría a enfrentarse con los dos hombres.

Pronto Bauer pudo comprobar que el jinete era una mujer. Aún no podía apreciar sus rasgos, pero sí su bolero ajustado a la cintura, su falda hasta la rodilla, sus botas con altos leguis y su sombrero vaquero, sujeto por debajo de la barbilla con una ancha cinta para no perderlo en el ímpetu de la carrera.

—Mi hija Elsa, Bauer. Ahora se la presentaré. No es vanidad de padre, pero creo que es una mujercita encantadora, muy linda y de un carácter tan decidido como el de su padre. En más de una ocasión, ha empuñado un rifle como cualquiera de nosotros para defender la propiedad, y puedo asegurar que sabe manejarlo con eficacia.

El jinete, a pleno galope, se acercaba a ellos raudamente. Bauer tuvo tiempo de apreciar su rostro moreno, de facciones correctas, de ojos negros, grandes y brillantes, de pelo negro lustroso y de cuerpo muy bien formado.

Bauer creyó que la joven se detendría al llegar frente a ellos, pero, con gran asombro suyo, ejecutó una maniobra, que le sobresaltó por unos momentos.

Cuando llegó a la altura de su padre, sacó los pies de los estribos se abrazó a la cintura del ranchero, y se desprendió de la silla, quedando colgada en los brazos vigorosos del autor de sus días.

—¡Oh, papá, cuánto has tardado!

Y con una flexión de cuerpo, suave pero vigoroso, se izó hasta sentarse en el caballo.

Geoffrey protestó, indignado:

—Elsa, te ruego, que no vuelvas a cometer una locura de esta clase. Has estado expuesta tontamente a caer y ser pisoteada por el caballo.

—¿Y para qué tienes tú esos brazos de acero, si no es para sujetar bien a .tu hija?

Y para desenojarle, le besó ruidosamente.

El ranchero desarrugó el ceño exclamó:

—Bájate y recoge tu caballo. Cuando estemos en el rancho, quiero presentarte a ti y a tu madre, un amigo que se va a quedar con nosotros. Será un buen elemento para evitar que, dadas como están las cosas, puedan causarnos alguna sorpresa desagradable.

La joven obedeció y, tomando su caballo, que se había detenido a poca distancia, saltó a la silla elegantemente y, al trote, se encaminó al rancho.

Geoffrey comentó:

—¡Es una chiquilla deliciosa!

—Y demasiado impulsiva, señor Fishman. Habrá de sujetar un poco sus nervios o le dará un disgusto.

—Ya lo intento, pero es algo rebelde. Creo que le sobra vitalidad, y no sabe cómo desgastarla.

La pareja avanzó hacia el rancho. Elsa se había apeado del caballo, avisando a su madre, y en el porche apareció la figura de la mujer del ranchero.

Era alta, flexible, conservando una cintura breve y un seno ampuloso. Debía tener menos de cincuenta años, pero representaba no más de cuarenta, y era de facciones agradables, de unos ojos suaves y castaños, y de una abundante mata de pelo negro. En conjunto, era una mujer todavía muy atractiva.

La pareja frenó sus monturas, y se apearon. El ranchero se adelantó, diciendo:

—Rosa..., Elsa..., éste es Jack Bauer, un hombre cabal, valiente y leal, que ha aceptado la misión de velar porque nadie pueda causarnos sorpresas desagradables.

Y, señalando a ambas, añadió:

—Y como ve, ésta es mi esposa Rosa, y ésta mi hija Elsa.

—Tengo sumo placer en conocerlas, y en agradecerla confianza que ha depositado en mí, respecto al asunto que ha indicado. Espero no defraudarles.

—Yo también, pero quiero añadir algo, por ser de justicia. Nunca he ocultado a los míos nada, sea bueno o malo, y en esta ocasión tampoco quiero hacerlo.

—Deseo explicar a los míos el motivo de traerle aquí y ofrecerle ese puesto, toda vez que se lo ha ganado con creces.

—Quiero deciros que esa gentuza del petróleo debió seguirme, o acaso descubrirme en Guithrie y, cuando salía del hotel, cuatro rufianes, apostados enfrente, pretendieron asesinarme. Eran cuatro, atrincherados tras unos barriles, contra mí, y hubiesen acabado conmigo, si este hombre, al darse cuenta de lo que sucedía, no hubiese lanzado su caballo al galope, cruzando por la zona de tiro, y acabando con los cuatro, cuando yo ya me consideraba perdido. Le debo la vida, y lo menos que podía hacer era corresponderle de alguna manera.

—Ha venido a Oklahoma en busca de trabajo, y yo le he ofrecido uno decente y el mejor que podía encontrar aquí. Esto es todo, y quería que lo supieseis para que podáis apreciar la clase de persona que es.

La mujer del ranchero, muy emocionada, comentó:

—No debiste ir, o al menos ir acompañado. ¿Te das cuenta de lo que hubiese sucedido, si esos rufianes te hubiesen asesinado?

—Sí, querida. Os hubiese dejado en mala postura, pero esto no sucederá más. Me doy cuenta de que las cosas vuelven a empeorar como cuando se verificó el reparto de tierras, y habrá que pelear mucho y seriamente, para seguir manteniendo esto intacto. Confío en lograrlo mientras cuente con la adhesión del equipo y con la colaboración de Bauer.

—Y nosotras le estamos muy agradecidas por haberte salvado la vida. Que Dios se lo pague.

—Bien, queridas, como ya va a ser de noche, y traemos a cuestas una dura jornada, que preparen la cena pronto y, al tiempo, que pongan en condiciones una habitación para Jack.

Este protestó:

—¿Para qué molestarse? Yo puedo dormir perfectamente donde duermen los peones.

—No, y le diré por qué. El equipo está a las órdenes de Dick Barrymore, un hombre de plena confianza, a quien he facultado para proceder como si fuese yo mismo, pero usted no forma parte del equipo, y no tiene que estar a las órdenes de nadie, sino en contacto conmigo, y si la necesidad lo impone, tendrá facultades para usar de mis peones en algún momento. Por lo tanto, quiero que cada uno ocupe su puesto, y no existan malos entendidos. Usted no es un peón vulgar, queda fuera de la jurisdicción de Dick, y su misión consistirá en vigilar fuera de los pastos, o acompañarme cuando le necesite. Espero que esta explicación deje aclaradas las cosas.

—Muy bien. Usted manda y yo obedezco.

—Pero no a estilo de cuartel, sino amigablemente.

Un peón se hizo cargo de los caballos, trasladándolos a un galpón y, mientras preparaban la cena, el ranchero le fue mostrando el interior de la hacienda.

Más tarde, la criada negra que les servía indicó cuál sería su dormitorio.

Bauer lo examinó atentamente. Poseía una gran ventana que daba a una de las fachadas laterales del rancho, y se asomó para medir la altura, y comprobar si era factible de escalar desde abajo.

Cuando quedó convencido de que no era fácil llegar hasta el dormitorio desde el suelo, se sintió satisfecho.

Por fin, fueron llamados a cenar. El comedor era bastante suntuoso para aquellos lugares, y el ranchero debió gastar bastante dinero y muchos esfuerzos para llevar hasta allí el bonito mobiliario de la hacienda.

Rosa, elegante, airosa de movimientos, como mujer que debía proceder de familia bien educada, sirvió la mesa e hizo los honores, y Bauer se sentía un tanto confundido, al verse rodeado de tantas atenciones.

Se había sentado frente a Elsa, teniendo a la derecha a su madre y a la izquierda a su padre, y esta postura en la mesa le obligaba, aun sin querer, a mirar constantemente a Elsa, aunque trataba de disimularlo para no llamar la atención.

Pero la belleza briosa y hasta agresiva de la muchacha le fascinaba. Había en ella, como declarara su padre, un exceso de vitalidad tan acentuado, que no podía disimularlo de ninguna manera. Era vehemente en sus movimientos, inquieta en la silla y, a veces, parecía dar la sensación de que iba a saltar sobre el asiento, como si éste tuviese poderosos muelles que la impulsaran hacia arriba.

La cena fue excelente, rociada con buen vino de California y, al final, Geoffrey ofreció a su huésped un cigarro de Virginia.

Como aún era temprano, salieron al vano a fumar y a tomar el fresco. La época era de calor y, por las noches, debido a la influencia del río, soplaba un aire un poco húmedo, que agradaba.

Bauer, que parecía preocupado con su nueva y forzada misión, preguntó:

—¿Quiere exponerme al detalle cómo está la situación en este momento para usted?

—Creo habérselo dicho. Se ha intentado por varias veces allanar mi rancho, con la intención, o eso al menos aparentaban, de buscar petróleo en mis pastos, y como no estoy dispuesto a que nadie viole mi propiedad, he rechazado los intentos, según las circunstancias. No creo que pueda haber petróleo en ellos, pero, aunque lo hubiese, prefiero mi ganado a otra cosa.

—¿Desdeña la enorme ganancia que significaría un buen pozo de petróleo?

—Sí, la desdeño. Primero, porque para encontrarlo habría necesidad de destrozar los pastos y exponer mis reses a morir de hambre, y segundo, porque tras ese destrozo, lo más normal es que no se encontrase nada, o a lo peor, algo tan insignificante, que no sirviese en uno o en otro sentido.

—No ignoro que se han descubierto yacimientos importantes en algunos lugares más al interior, pero eso no quiere decir que todo el suelo de Oklahoma sea un océano de nafta, que tenga que brotar allí donde se clave un pico o se introduzca una sonda. Yo no cambiaría lo seguro por lo incierto, y estoy muy satisfecho con mis reses y con la utilidad que me empiezan a rendir. Comprenda mis puntos de vista.

—Los comprendo, y no voy contra ellos. No se puede exponer lo que tanto trabajo costó levantar, por la hipotética esperanza de que, trastocándolo, pueda ofrecer un mejor negocio.

—Ahora, lo que quisiera saber con más detalles es eso que me insinuó de un negocio montado para lanzar prospectores a diestro y siniestro, con objeto de forzar la situación y descubrir yacimientos como el que descubre hormigueros.

—De eso no puedo darle muchos datos, porque sólo sé lo que me han contado.

—Parece ser que en Oklahoma, ciudad, existe un individuo llamado Leslie Bignier que ha logrado reunir un contingente de fracasados, a los cuales les asigna un pequeño sueldo para que subsistan y les hace un ofrecimiento adecuado al valor de cualquier pozo de petróleo que puedan descubrir.

—Tengo entendido que han logrado aflorar petróleo en algunos lugares de la región, y que han recibido una cantidad por el descubrimiento, pasando el pozo descubierto a propiedad de Leslie, el cual en seguida se lo ha vendido a las compañías que empiezan a florecer en estas latitudes.

—Como comprenderá, la parte del león se la queda Leslie, y a los demás les llegan las migajas.

—Pero hay más. Como le digo, les ofrece un sueldo para que puedan comer, pero con una limitación. El que no consigue descubrir algo que merezca la pena en un tiempo determinado, deja de percibir esa paga, y queda sin empleo.

—Esto obliga a esa chusma a excederse en sus ansias de descubrir algo, pues, de lo contrario, se quedan sin ingresos y, como contrapartida, ha sucedido que grupos de buscadores fracasados, al no descubrir nada en el período de tiempo que Leslie les marca, se han convertido en cuadrillas de salteadores para poder salir adelante, y a él se le debe que la expoliación haya resurgido con más virulencia que cuando se dio principio a la invasión y al reparto.

—Y esto hace que mi miedo haya crecido, pues temo que, aparte de no permitir prospeccionar en mi propiedad, algunas de esas cuadrillas traten de apoderarse de mi ganado para venderlo de cualquier manera y hacer negocio en este sentido, ya que no pueden hacerlo en otro.

—Me doy cuenta de la situación, y no desdeño su gravedad. ¿Cuántos peones tiene?

—Catorce. Hasta ahora, han sido suficientes.

—¿Qué clase de gente?

—Leal, y así lo han demostrado.

—Pregunto sobre su temperamento y acometividad.

—Yo diría que excelente, aunque, en realidad, las situaciones en que intervinieron no fueran agobiantes.

—Necesitaba saber hasta dónde se puede contar con ellos. Si los ataques arrecian, en algún momento tendrán que exponer mucho, aunque no quieran.

—Espero que así lo hagan.

—Bien, señor Fishman. Mañana empezaré a justificar mi presencia aquí, realizando una descubierta para darme cuenta de la situación, conocer el terreno y comprobar si tenemos próximos tipos de esa calaña.

—Muy bien. Mañana le presentaré a Barrymore y a mis peones, y les haré saber su misión, así como la obligación que tendrán de obedecer sus órdenes, si en algún momento necesita de su ayuda.

—De acuerdo. Ahora, dígame una cosa. ¿No duerme ningún peón aquí en el rancho?

—No. Salvo el que cuida el patio, los demás están al cuidado del ganado y de los pastos. Es allí donde los necesito.

—Hasta cierto punto, señor Fishman. ¿Ha pensado en que, en algún momento, esa gente pueda atacar el rancho, en lugar de hacerlo contra los pastos? Les sería fácil eliminarle a usted y a los suyos y, de esta manera, soslayar el mayor obstáculo para sus planes. El rancho y el ganado quedarían sin dueño y a saber lo que haría esa chusma, o lo que harían sus hombres, si supiesen que ya no tenían patrón a quien servir.

El ranchero quedó tenso al oír la advertencia.

—No había pensado en eso, ésta es la verdad. Les creo más interesados en sus proyectos de invadir los pastos y llevar adelante sus planes.

—Pues piense también en que usted y los suyos forman parte de tales planes. Si creen que eliminándole a usted y a su familia pueden conseguir más fácilmente lo que se proponen, no dudarán en cambiar de plan.

—Por esto, entiendo que por las noches debe tener aquí cuando menos un par de peones. Entre ellos, su guardián, usted y yo, creo que nos bastaríamos para frustrar cualquier intento de ataque.

—Bien, Bauer, si cree que se deben tomar tales precauciones, a partir de mañana tendremos aquí un par de peones por la noche.

—Eso me parece bien. Más vale prevenir que tener que lamentar, sobre todo mientras no tengamos una visión exacta de cómo están las cosas por esta zona. Y ahora queda una incógnita que no sé cómo se podrá aclarar.

—¿Cuál?

—Saber exactamente si el atentado que sufrió esta mañana en el poblado, fue iniciativa personal de aquellos cuatro tipos, o si obedecerían órdenes de ese Leslie de que me habló.

—Es posible que si alguno le ha hecho creer que en sus pastos se puede encontrar petróleo, ante la resistencia a permitirles comprobarlo, haya dado orden de vigilarle para quitarle de en medio y facilitar la comprobación de lo que contienen los pastos, además de hierba para el ganado. Aún más, pudiese suceder que, siendo un buen negocio ahora la venta de reses y no habiendo por aquí más ranchos que proporcionasen carne al mercado, se mostrase interesado en apropiarse del rancho para extender su negocio más allá del petróleo.

—Pues... eso es algo que no podría decirle, aunque no lo descarte.

—Ni yo.

—Pero..., ¿cómo se puede comprobar eso?

—No sé. De momento, habrá que dejarlo en suspenso, pero si en alguna ocasión la calma me lo permitiese, haría una visita a la capital, con objeto de conocer a ese tipo, y averiguar de él más cosas.

—Y como creo que de momento hemos hablado todo lo que se puede hablar de este asunto, opino que lo mejor será que nos vayamos a dormir; yo al menos lo necesito, pues he llevado a la espalda varias jornadas muy pesadas, y preciso de un buen descanso para reponer fuerzas.

—Comprendo, y no le retengo más. Le acompañaré hasta su dormitorio, y mañana por la mañana, después del desayuno, iremos a los pastos. ¡Ah!... Se me olvidaba. No hemos hablado de su sueldo y...

—No me hable ahora de cuestiones económicas. El dinero no me importa en estos momentos, porque no tendría dónde emplearlo. Más adelante lo discutiremos.

—Como quiera. Hasta mañana, Jack, y que descanse.

—Igualmente le deseo.

El aventurero pasó a su dormitorio, cerró la puerta por dentro como medida de precaución, aunque no tenía motivo alguno para ello y, antes de meterse en el lecho, se acercó a la ventana, se acodó en ella y dejó vagar su aguda mirada por el paisaje que, bañado en luz de luna llena, adquiría fantásticos tonos de un azul plateado muy poético.

Y sin querer, repasando mentalmente los acontecimientos del día, su pensamiento quedó fijo en una silueta que parecía flotar vagamente en el velo azul de la noche, adquiriendo contornos muy precisos.

Esta silueta era la de la atractiva y dinámica Elsa, con su espíritu nervioso, sus acciones rápidas e impulsivas, galopando audazmente a caballo y soltándose de los estribos para aferrarse al cuerpo de su padre, en una acción casi suicida.

Le gustaba el carácter acometedor de la muchacha, pero no hasta tal extremo. Cuando las cosas se desorbitan, puede llegar un momento en que se cometa una imprudencia demasiado grave, y las consecuencias que esto puede tener nadie es capaz de calcularlas.

En otro lugar más civilizado, quizá esto no tuviese mucha importancia, pero allí, donde el peligro acechaba en todas partes, había que ser más cauto y no forzar a la suerte, por si ésta fallaba.

Tenía que hacer ver al ranchero que su deber era frenar los nervios de su hija y hacerle ver el peligro que podía surgir en cualquier momento, y si este peligro podía ser fatal para un hombre, lo tenía que ser mucho más para una muchacha joven, linda y sugestiva.

De todas formas, dada la misión que se había echado encima, tendría que ocuparse de Elsa tanto como de las demás cosas, pues si se había comprometido a velar por el rancho y sus moradores, Elsa entraba dentro de este compromiso.

Y adivinaba que no sería cosa fácil frenar sus impulsos, pero habría de intentarlo o sacudirse la responsabilidad de velar por ella, si ella no ponía de su parte lo que le correspondía.

Y tras pensar mucho en este aspecto y en otras varias cosas, terminó por decidirse a meterse en el lecho. Había dicho que se sentía cansado, y así era.

Le costó trabajo dormirse, en parte por los problemas que podían caerle encima y en parte porque, acostumbrado a dormir ocho años sobre el duro petate de una celda, el lecho, por demasiado blando, le resultaba incómodo.