CAPÍTULO ÚLTIMO

 

LA GRAN SORPRESA

 

Al siguiente día, muy de mañana, el ranchero y Jack emprendieron el viaje a Guithrie, llevando con ellos al rufián que habían capturado vivo. Sus heridas estaban en vías de cicatrización, y podría soportar las molestias del viaje.

Una vez en el poblado, dejarían los caballos en uno de los corrales, y tomarían la diligencia que les condujese a la capital, pues el viaje a caballo era largo y molesto.

El sheriff de Guithrie se hizo cargo del preso, prometiendo tenerle encerrado hasta que ellos regresasen de Oklahoma, y supiese a qué atenerse respecto a las acusaciones del ranchero.

Le mostraron la confesión del preso, pero no se la dejaron, pues la iban a necesitar en la capital, cuando acusasen a Leslie de ser el organizador de aquellas bandas de salteadores y asesinos.

El ranchero aprovechó su breve estancia en el poblado para ultimar la venta de doscientas cabezas de ganado, con uno de sus clientes. La entrega se verificaría cuando Geoffrey y Jack regresasen de Oklahoma, donde dijeron tener que resolver un asunto urgente.

No quisieron revelar el motivo del viaje, por si se corría la voz, y esto podía dar origen a que alguien intentase un nuevo ataque al rancho.

La distancia hasta la capital del nuevo Estado era de algo más de cuarenta millas y, como la seguridad en los caminos no era muy recomendable, y el servicio tampoco era una maravilla, el viaje se realizaba en dos etapas.

Se salía a las doce para llegar al atardecer a un poblado intermedio de la ruta, donde hacían noche, y al día siguiente, por la mañana, emprendían rumbo a la capital para llegar alrededor de las tres de la tarde. Así, el trayecto se hacía menos pesado, aunque más largo que intentándolo de un solo tirón.

Cuando llegaron a Oklahoma, ambos se asombraron del auge que la capital había adquirido. El petróleo había sido un revulsivo enorme para la gente, y allí se habían establecido las oficinas de diversas compañías explotadoras del oro negro, donde afluían no sólo los agiotistas del nuevo tesoro, sino una enorme cantidad de aventureros, cuyas actividades nada claras nadie se cuidaba de indagar.

Como en los populosos poblados donde anteriormente se descubrieran filones de oro, aquello era una Babel sin freno. El poblado resultaba insuficiente para albergar la masa de gente que se debatía en sus calles, siempre atestadas de hombres de aspecto inquietante, con sendos revólveres a la cintura y en las calles más céntricas, los garitos, las tabernas, todos los locales destinados a rendir culto al vicio y al desenfreno, proliferaban tanto como las moscas.

Se levantaban casuchas como se fabrican churros, se construían hoteles que, sin terminar, ya estaban alquilados, aunque careciesen de las más elementales necesidades y, como la competencia era terrible, los precios alcanzaban cifras astronómicas.

La primera preocupación de la pareja fue encontrar un restaurante o figón donde saciar su apetito, y más tarde, un techo dónde cobijarse.

La mayoría de los hoteles, aún no organizados para atender a los huéspedes con un completo servicio, sólo ofrecían habitaciones para dormir, faltas de toda comodidad, por lo que los huéspedes tenían la necesidad de buscar dónde les diesen de comer.

Quizá porque llegaron bastante tarde, y la hora del pleno almuerzo ya había transcurrido, encontraron un restaurante un poco decente, donde almorzar.

No lo hicieron mal del todo, pero, a la hora de pagar, la cuenta resultó escandalosa.

Jack quería protestar del abuso, pero el ranchero le contuvo, diciendo:

—Déjalo, Jack. No merece la pena exponerse a discusiones peligrosas, cuando sólo vamos a estar aquí un día o dos. Yo corro con el gasto.

—Ahora hay que buscar hotel, o fonda, o algo donde poder dormir bajo techo. No me parece que va a ser fácil, pero hay que encontrarlo.

Fue una peregrinación, que duró hasta el anochecer. A esta hora, tuvieron la suerte de llegar a uno de los hoteles, donde una pareja de marchantes se estaba despidiendo, y no pudieron negarles las habitaciones que dejaban desocupadas.

Y Jack estuvo a punto de sacar el revólver y liarse a tiros con el dueño, cuando les pidieron veinte dólares por día, sin comida, aunque con cuadra para unos caballos que no llevaban.

El ranchero cortó la discusión abonando el hospedaje por dos días, advirtiendo que, si necesitaban quedarse más tiempo, retendrían las habitaciones.

Y así, cuando dejaron resuelto aquello tan elemental, la noche se había echado encima.

—Ahora hay que buscar las oficinas de ese buitre —afirmó Jaca—. Este asunto hay que resolverlo cuanto antes, o se va a dejar aquí las ganancias de un año.

—Me temo que todo lo que podremos hacer hoy es cenar dentro de un rato, y luego, irnos a dormir. Ya es de noche, y no irá a suponer que ese tipo se pasa la vida encerrado en sus oficinas. Si las cosas se le dan bien, tratará de sacar a la vida todo el jugo que pueda.

—Bueno, pero ese jugo se le va a acabar. Vamos cuando menos a conocer su guarida, y a ver si averiguamos algo de él.

Siguiendo las indicaciones que les había hecho el rufián, localizaron la plaza y el edificio donde Leslie tenía montado su artilugio. El edificio, de un solo piso, de ladrillo rojo, ostentaba, sobre la parte superior de la entrada, el pomposo rótulo, como si en realidad se tratase de una oficina seria y legal, abierta a toda clase de negocios lícitos.

La puerta estaba cerrada, y fue inútil llamar.

—Ya le dije que no le encontraríamos —afirmó el ranchero—. Tendremos que volver mañana por la mañana.

—Sí, pero... veamos si podemos recoger algún informe que nos sea útil. Aquí en la casa del lado hay una taberna; entremos a beber algo, y quizá el tabernero nos pueda informar.

Pidieron dos whiskys, y Jack interrogó al tabernero:

—¿Podría decirnos a qué horas funciona la oficina de Leslie Bignier?

—Sólo por las mañanas, de nueve a una.

—Una oficina muy elegante y de poco trabajo. ¿Sabe si Leslie vive en ellas?

—No señor, no vive aquí.

—¿Y no sabría usted dónde vive?

—Pues no. Sé que se hospeda en algún hotel, pero no sé más. Si les urge ofrecerle algún pozo de petróleo, tendrán que esperar a mañana.

—No, no venimos a ofrecerle nada. Tenemos para él un mensaje urgente de un pariente suyo, y quisiéramos dárselo, ya que llevamos prisa.

—¡Hum!... Si acaso, podrían buscarle en El Oro Negro, un garito que hay en la calle principal. Creo que tiene relaciones con una de las muchachas que actúan en el garito, y suele visitarle con frecuencia.

—El caso es que no le conocemos personalmente.

—Entonces... aunque les dé sus señas personales, no adelantarían mucho. Es alto, bien plantado, moreno, de unos cuarenta y ocho años, y viste con la elegancia de un tahúr. Claro que hay muchos que visten así, pero es un dato. Quizá lo mejor será que pregunten por él. Allí tienen que conocerle bien, y les guiarán.

—Muchas gracias.

Abandonaron la taberna, y Jack comentó:

—Es muy temprano para que funcione el garito, así es que lo mejor que podemos hacer es cenar, y, después de las diez, darnos una vuelta por El Oro Negro.

—Conforme. Siento viva curiosidad por conocer a ese tipo.

—Bueno, pero pongámonos de acuerdo. No pensará provocar el escándalo en pleno garito. Si le tenemos localizado, es preferible acorralarle en su propia guarida.

—De acuerdo, no me gusta la intervención de la gente, en asuntos que no les va nada personal. Le acogotaremos en sus oficinas, y ya veremos qué sale de allí.

Tras aquella charla, volvieron al mismo restaurante donde comieron, y, tras fumar una pipa y dar un paseo por las atestadas calles, llenas de público, se encaminaron al garito.

Con ser el mejor de la ciudad, no era nada del otro mundo, pero resultaba amplio, capaz para acoger muchos clientes, y poseía un elenco de descocadas y atractivas muchachas, que eran el principal incentivo para los marchantes.

Cuando penetraron en el local, ya había bastante gente. La barra estaba abarrotada de bebedores, y las mesas, ocupadas en su casi totalidad.

Las «artistas» deambulaban en torno a las mesas, cautivando la atención de los clientes, y el local se llenaba de risas, de humo, de palabras mal sonantes, de chocar de vasos y botellas, y de todo ese ruido característico de locales de aquella índole.

Jack examinaba ávidamente a cuantos clientes podía abarcar con la mirada, pero ninguno parecía encajar en la descripción que les hizo el tabernero. Posiblemente,aún no había llegado su presa, o acaso estuviese en algún otro lugar, poco visible.

Pero al echar un vistazo al fondo, descubrió una puerta velada por una cortina de pita, e indicó al ranchero:

—Aquello debe ser la sala de juego. Vamos a echarle un vistazo, por si Leslie se encuentra en ella.

Se adelantó, y movió parte de la cortina, echando un rápido vistazo en torno a la sala, en la que ya había muchos puntos y, de repente, se echó hacia atrás, soltando la cortina, y pisando a Geoffrey al retroceder.

 

—Demonio, Jack, ¿es que ha pisado algún escorpión?

Jack, con la boca contraída, repuso roncamente:

—No lo he pisado, pero le juro que lo pisaré y lo aplastaré. Asómese y eche un vistazo al fondo. Fije su atención en el tipo que cae frente por frente a la puerta, ése que parece un dandy.

El ranchero obedeció, y luego repuso:

—Bueno, por lo que he podido apreciar, su tipo se ajusta a la descripción que el tabernero nos hizo de Leslie. ¿Cree haberle reconocido, por las señas?

—No, señor Fishman, le he reconocido por algo distinto; ese tipo es el mismo que me estafó mi dinero y me mandó a la cárcel por doce años.

—¡Oh! ¿Está seguro?

—No se me despistaría entre millones.

—Yo creí que le identificaba con... ¡Oiga!... ¿No podría suceder que fuese el mismo? Los dos parece que pertenecen a la misma promoción de granujas.

—Sería muy interesante comprobarlo —repuso Jack— porque, de ser el mismo, no me molestaría en provocar el escándalo, y le dejaría libre por esta noche, sabiendo dónde le puedo localizar mañana, pero si no fuesen la misma persona... entonces, no le dejaría escapar de mis manos, por nada del mundo.

—Bien, podemos asegurarnos. Espere.

Un mozo iba a penetrar en la sala de juego, portando unas botellas, y el ranchero le detuvo, preguntando:

—¿Sabe si ha venido ya el señor Bignier?

—Sí, señor. Ahí en la sala de juego le tiene.

—¿Puede indicarme quién es? No le conozco, pero tengo que darle un recado.

—Es aquel tipo elegante, que está frente a la puerta.

—Gracias.

Y entregó un dólar, de propina, al mozo. Comprobado que ambos eran una misma persona, el ranchero preguntó:

—¿Cuál es su decisión, ahora que está aclarado que Leslie y el hombre que buscaba son el mismo?

—Lo que vamos a hacer es presentarnos en las oficinas del sheriff, darle cuenta del motivo que nos trajo aquí, mostrándole la declaración que poseemos, y después, le contaré mi historia y le denunciaré como un estafador y un acusador falso. Podría presentarme mañana en sus oficinas y meterle cinco balas en la cabeza, pero esto no resolvería algo personal que deseo aclarar. Quiero una confesión plena de ese tipo, aclarando la verdad de mi caso, para que con ella sea revisado mi proceso, y se me declare libre de toda culpa. Después... le haría pedazos con mis manos, si me dejaran.

Como no era cosa de perder tiempo, y aún era temprano, ambos se dirigieron a las oficinas del sheriff, el cual aún estaba levantado, a la espera de la llegada de sus comisarios, con las novedades de la noche.

Ambos fueron recibidos cortésmente por el hombre de la estrella, un tipo imponente, grande, ancho, de cabeza casi cuadrada, de pelo rizoso y de amplio bigote negro, que casi le tapaba los labios.

—Ustedes dirán que desean de mí, forasteros.

—Lo sentimos, pero venimos a darle trabajo.

—¿Más que tengo? ¿De qué se trata?

—Haga el favor de leer esta declaración de un rufián que hemos dejado preso en las jaulas del sheriff de Guithrie, y después, le explicaremos el resto.

Tras la lectura, el sheriff exclamó:

—Supongo que vienen a pedirme que detenga a ese tipo, y le acuse de organizador de asaltos.

—En parte, sí, pero hay más. Leslie Bignier es un nombre falso; el verdadero suyo es Cecil Palmer —indicó Jack—, y me tendió una trampa para apoderarse de diez mil dólares que me había pagado por mi granja, quedándose con el dinero, la granja, y acusándome de salteador y homicida. Me condenaron a doce años, de los que he cumplido ocho, y andaba buscándole para darle su merecido. Quisiéramos que nos ayude a detenerle, pero obligándole a confesar su felonía. Para mí es importante quitarme esa mancha de encima, y dejar en claro mi honorabilidad.

—Veníamos dispuestos a visitarle mañana en sus oficinas para pedirle cuentas de los asaltos al rancho del señor Fishman, pero al descubrir que, además de ser el autor de esas organizaciones, es el mismo que me hizo aquella faena, hemos cambiado de plan, acudiendo a usted para que legalmente intervenga. Quiero obligarle a declarar la verdad delante de usted, para que su testimonio sirva para revisar mi proceso, y dejarme en el lugar que me corresponde.

—Yo avalo la acusación de mi compañero, sheriff—afirmó Geoffrey—. Tengo un buen rancho a doce millas de Guithrie, que ha sido asaltado varias veces por los rufianes de ese hombre, y respondo de su integridad.

—Está bien, señores. Leslie es muy conocido aquí, y se sabe de sus extraños negocios, pero también se sospechaba que, bajo la trampa de sus transacciones petrolíferas, que son muy escasas, se le suponía mezclado en otros asuntos menos limpios. Para mí será un placer mandarle a la cárcel, aunque esto resulte una gota de agua en un lago, ya que tipos de su calaña los hay por aquí a docenas.

—Ahora, díganme concretamente cómo quieren que se lleve a cabo la detención, y les complaceré.

—Quisiéramos presentarnos mañana en sus oficinas, y sorprenderle en su despacho. Si pudiera ser, de momento, usted no se daría a ver, quedando a la escucha junto a la puerta y, en el momento preciso, haría acto de presencia, tomando nota de lo que pueda oír.

—Muy bien. Mañana a las once vengan en mi busca, y les acompañaré. Vendrá conmigo un comisario, que se llevará al empleado que tiene, para que no interfiera la entrevista, y celebraré que todo quede aclarado allí mismo.

Tras dar las gracias al sheriff por su ofrecimiento,se retiraron a descansar, pero Jack no durmió en toda la noche, anhelando que llegase el momento de su entrevista con aquel redomado granuja.

A la hora fijada, estaban en las oficinas del sheriffy, con éste y su ayudante, se dirigieron en busca de Leslie.

Cuando llegaron a la puerta, el comisario tomó del brazo al empleado que recibía las visitas, y preguntó:

—¿Está ahí dentro tu jefe?

—Sí, señor.

—Bien. Entonces, ven conmigo a nuestra oficina. Tengo que hacerte unas preguntas.

Y sin permitirle que diese aviso a Leslie, se lo llevó.

 —Adelante —ordenó el sheriff.

El ranchero y Jack avanzaron hasta el despacho del granuja, mientras el de la placa se retrasaba.

Jack empujó la puerta con violencia, y penetró en el despacho, seguido del ranchero, que empuñaba el «Colt».

Leslie estaba sentado tras su sillón, con los pies extendidos sobre la mesa y fumando un puro.

Al verse sorprendido, bajó las piernas e intentó ponerse en pie, pero Jack, amenazador, ordenó:

—No se mueva, Palmer, si no quiere que le abramos doce agujeros en la piel.

Palmer, con los ojos desorbitados, miraba a Jack como si le costase trabajo admitir que fuese el mismo, y balbució:

—Ustedes se equivocan. Yo me llamo Leslie y...

—Escuche, Palmer, si tiene mala memoria para reconocer a la gente, yo, no. Sabe perfectamente quién soy, aunque creía estar seguro de no volverme a ver, después de la granujada que tramó contra mí para quedarse con mi granja, con los diez mil dólares queme dio por su compra, y para mandarme a la cárcel, acusado de salteador y asesino.

—Pero no me costará trabajo hacer que le lleven al lugar donde fui juzgado, y allí no podrá negar su personalidad. Y le llevaré de la mano del sheriff, acusado además de organizar aquí asaltos a ranchos y granjas, contratando partidas de pistoleros para que hagan el trabajo por usted a cuenta de un mísero puñado de dólares. Tengo aquí una declaración firmada por uno de sus rufianes, el cual le acusa de haberle comprado, en unión de otros varios, para asaltar el rancho del señor Fishman y quedarse con él, como se quedó con mi granja.

—Pero su carrera de latrocinios ha terminado. Yo no recuperaré el dinero perdido, pero sí mi honorabilidad, poniendo en claro la verdad del suceso.

Leslie, viéndose perdido, repuso:

—Usted podrá acusarme de lo que quiera, pero si yo no firmo una declaración, admitiendo que aquello fue una trampa, usted seguirá siendo un ex presidiario.

—Ahora bien, cuando unos ganan, otros pierden, y viceversa. Yo le vendo esa rehabilitación, y le ofrezco devolverle el dinero, con una condición.

—¿Cuál?

—Yo firmo esa confesión, y le entrego el dinero, y usted a cambio, se abstiene de presentar ninguna acusación contra mí, y me dejan marchar de aquí de modo inmediato. Si no acepta, correrá mi suerte, pero no le daré ese gusto.

Jack quedó meditando la proposición. No estaba dispuesto a dejar escapar al granuja, pero necesitaba aquella confesión para verse rehabilitado.

Y guiñando imperceptiblemente el ojo al ranchero,repuso:

—Está bien. Como, a fin de cuentas, lo que a mí me importa es mi situación, acepto. Firmará la declaración, tal y como yo se la dicte, y me entregará mi dinero. Después, le permitiré que recoja lo más elemental y salga de aquí a uña de caballo, antes de que le detengan. Escriba.

En medio de una tensión de nervios tremante, Jack dictó la declaración que le serviría para revisar el proceso, ayudado del testimonio del sheriff, y, después de firmada, agregó:

—Ahora, mi dinero. Cuide mucho cómo mueve las manos, no sea que le deje clavado a tiros ahí mismo. Leslie abrió su regular caja de caudales, bien vigilado por Jack, y le entregó el dinero.

—Bien. Ahora, recoja el resto y lo que juzgue más preciso, y salga por delante. Cuando lleguemos a la puerta, desaparezca lo antes posible.

—No —replicó roncamente—. No quiero que, después,me asesinen por la espalda.

—¿Cómo usted sabe hacerlo? No tema, que no somos asesinos. Le he dado mi palabra de no impedirle que se vaya, y la cumpliré.

El rufián recogió su dinero y algunas cosas, y se dispuso a salir, pero cuando abrió la puerta, se enfrentó con la maciza silueta del sheriff, quien, sonriente,dijo:

—¡Cuánto gusto en verle, Leslie!... Espero que sea tan amable que me acompañe a mis oficinas.

—¿Por qué razón?

—Tengo una denuncia en regla contra usted, por organizar una cuadrilla de salteadores contra un rancho próximo a Guithrie, y habrá de responder a esos cargos.

Leslie, acometido de un terrible impulso de rabia, se volvió hacia Jack, rugiendo:

—¿Qué clase de trampa es la que me han tendido?

—Una parecida a las que usted sabe organizar, pero en favor de la ley y la decencia. Amor con amor se paga.

Leslie se vio perdido, e, impulsado por la ira que le dominaba, saltó como un puma contra el de la placa para eliminarle de la salida, y le lanzó a tierra, emprendiendo veloz carrera por el pasillo.

Pero el sheriff, desde el suelo, dando media vuelta, enfiló su revólver contra Leslie cuando estaba a punto de ganar la salida, y disparó por dos veces. Las balas fueron eficaces, y el rufián cayó muerto de modo fulminante.

El de la placa, furioso, se puso en pie, bramando:

—¡Ningún granuja me había hecho morder el polvo en mi vida, y no iba a ser éste .el primero!

Más tarde, el cadáver de Leslie fue trasladado al cementerio, y el sheriff daba por cerrado el asunto. Pero Jack, merced a su ingenio, no sólo se había vengado de la canallada que le hiciera, sino que había recobrado su dinero y, además, un precioso documento, que le serviría para su rehabilitación, ya que el sheriff avalaba la validez de la declaración, firmando cómo testigo.