CAPÍTULO VI
JACK COMETE UNA IMPRUDENCIA
Algo más calmado, regresó cuando empezaba a anochecer. Había llegado a la conclusión de que debía tomar con serenidad su contacto con la muchacha, y alejar de su mente todo lo que pudiese acercarle a ella, en cualquier sentido que no fuese el del cumplimiento de su misión.
Cuando regresó al rancho, Geoffrey estaba aún en los pastos, y Rosa cuidando los quehaceres de la casa; en tanto su hija se había sentado en un banco bajo el corrido porche, y hojeaba una revista antigua que alguien llevara al rancho, mezclada con el menaje.
Al ver a Bauer, se puso en pie, sonriente, y dejó la revista sobre el banco.
—¿Ya de vuelta? —preguntó.
—Así parece.
—¿Nada de particular?
—Nada. Los indeseables debieron abandonar estos lugares, al menos de momento, porque estuve en su campamento, y todo estaba igual que yo lo dejé.
—¿Eso ha sido todo?
—Casi todo. También estuve en los sembrados de Barnett a interesarme por el estado de su hija y, al parecer, ya se le pasó el susto, y se encuentra más sosegada.
—No olvida ningún aspecto galante.
—Si llama galantería a interesarse por la suerte delas personas, tendré que aceptarlo así.
—Cuando hay por medio una mujer, siempre existe galantería... ¿Es linda la chica?
—Mucho.
—¿Y joven?
—Dieciocho años.
—¡Vaya, veo que está usted de suerte!
—¿Por qué?
—Pues... porque en algunas millas a la redonda sólo existen dos muchachas jóvenes y lindas y ambas tienen algo que agradecerle.
—¿Quiere eso decir algo?
—Nada concreto. Es una apreciación vulgar.
—Bueno, siempre es más estético y agradable tratar con muchachas jóvenes y lindas que con vejestorios.
—Pero más peligroso, ¿no le parece?
—Si es que las jóvenes de aquí tratan de seducir a los hombres, quizá.
—No quise decir eso, pero... el trato con muchachas atractivas siempre es un espejuelo para los hombres.
—Para los hombres frívolos, que no tengan cosas más imperiosas que hacer, acaso sea así, pero cuando las circunstancias imponen deberes más duros, eso hay que dejarlo de lado, aparte de que el enamorar mujeres por distracción, no dice mucho en favor de un hombre.
—Pero se las puede enamorar por convencimiento, aparte de que usted es un hombre joven, de buena presencia, y algún día tendrá que pensar en una mujer determinada..., en el caso de que no exista ya alguna otra.
—Es posible que ese momento tenga que llegar, pero Dios sabe cuándo. Por lo demás, en mi agenda de conquistas no hay ningún nombre anotado.
—Eso siempre es una ventaja, pues los obstáculos para escoger no impiden hacerlo.
Bauer, que se sentía un tanto molesto por el giro que Elsa estaba dando a la conversación, cortó bruscamente preguntando:
—¿No ha venido aún su padre?
—No, pero no tardará. Ha ido en busca de los dos peones que deben velar nuestro angelical sueño.
En aquel momento, el ranchero y los peones se dejaron ver, camino del rancho.
—Ahí los tiene usted, general.
Y dio media vuelta bruscamente, introduciéndose en la hacienda.
Jack la miró, un poco sorprendido. Parecía como si no le hubiese gustado que cortase el tema de su charla.
Geoffrey detuvo su montura ante el porche, y los dos peones le imitaron.
—Hola, Jack. ¿Nada nuevo?
—No, señor. Recorrí el paisaje, estuve en la cabaña de Barnett a ver cómo continuaba su hija, y saber si los rufianes habían dado señales de vida, pero todo está en completa calma.
—Sí, pero con nubarrones en el cielo. Seguiremos preparados, por si estalla la tormenta. Aquí están estos dos muchachotes fuertes y decididos. Usted dispondrá qué han de hacer durante la noche.
—No mucho. Uno velará y otro podrá dormir para relevarse. La cuestión es que uno permanezca en vela y vigile por los alrededores. Eso lo arreglarán entre ellos.
—Bien. Como aún no cenaron, daré orden de que les sirvan la cena y, más tarde, que se repartan la velada. ¿Vamos?
Entraron en el rancho. Como aún faltaba tiempo para la hora de cenar, pasaron al gabinete de recibir, donde el ranchero ofreció un whisky.
Enzarzados en una charla encaminada a tratar de adivinar lo que podría suceder, transcurrió el tiempo hasta que fueron llamados a cenar.
Elsa había aprovechado el tiempo para peinarse nuevamente y cambiar de ropa. Ahora, vestía una bonita bata color de rosa, con cordones dorados a la cintura, y su rostro resplandecía de optimismo.
Bauer no pudo por menos de admirarla. Cada vez la encontraba más sugestiva y más peligrosa.
Tras la cena, los dos hombres quedaron en el comedor, tomando café y fumando. El tema de la situación seguía preocupándoles, sobre todo a Geoffrey, quien indicó:
—Dentro de una semana tengo que volver sin demora a Guithrie, para tratar allí con un comprador que necesitará nuevas reses, y me pregunto si debo llevarle conmigo o dejarle aquí y marchar yo solo.
—Solo completamente, no debe hacerlo. No puede olvidar la emboscada del otro día.
—No la olvido, pero presiento que, en mi ausencia, usted hará mucha falta aquí.
—En ese caso, llévese un par de peones de confianza.
—Tendré que hacerlo, aunque me molesta llevar guardaespaldas, como si fuese un famoso pistolero.
—Peor sería que, por un acceso de orgullo mal entendido, le dejasen a usted clavado a tiros contra una pared.
—Tiene razón. El orgullo debe tragárselo uno cuando las circunstancias así lo imponen. En fin, cuando llegue el momento, decidiré lo que debo hacer.
La conversación quedó cortada al llegar hasta el gabinete las notas suaves y cadenciosas de una guitarra, pulsada con sentimiento, y Bauer afinó el oído para captar la suave melodía.
El ranchero, sonriendo, comentó:
—Es mi hija la que toca. A veces, se sienta junto al porche, y desahoga un poco sus nervios, pulsando la guitarra. Creo que lo hace bastante bien.
—No sabía que poseyese esa habilidad.
—Bueno, aprendió en Texas a tocarla. Yo tenía allí un peón mexicano, que más tarde se casó y marchó a México, y él fue quien le enseñó a tocar muchas melodías del Estado vecino. Yo le compré la guitarra y, aunque a veces pasa los días sin acordarse de ella, otros le da por atormentarnos los oídos muchos ratos.
—No diría yo que atormenta los oídos. Toca bien, y lo que toca no es estridente.
—¿Le gusta a usted la guitarra?
—No sé tocarla, pero me gusta oírla.
—Entonces, venga. Estará, como siempre, en el porche, rasgueando el instrumento.
En efecto, cuando salieron al exterior, Elsa, sentada en una silla de tijera y con una pierna apoyada en una regular piedra, estaba desgranando una melodía mexicana.
Al ver aparecer a Bauer, sonrió, preguntando:
—¿Le agrada la melodía de una guitarra, o como ruido sólo prefiere el estampido del «Colt»?
—Eso depende de las circunstancias. Ambas cosas me gustan, pero cada una a su tiempo.
—En ese caso, si no le acucia el sueño, puedo ofrecerle una modesta serenata, y espero que me dé su opinión sobre mis habilidades musicales, aunque me figuro que, dada su galantería para con las mujeres, afirmará que toco como los propios ángeles, suponiendo que los ángeles toquen la guitarra.
—No acostumbro a mentir, señorita Elsa, y, antes de que me pidiese mi opinión, ya se la había dado a su padre. Toca muy bien, sin que tengan que intervenir los ángeles para hacer comparaciones.
—Vaya, lo celebro. Escuche un poco.
Con pulso suave, con dedos delicados, sin apartar sus lindos ojos de las cuerdas de la guitarra, desgranó una melodía mexicana, que Bauer había escuchado bastantes veces, antes de verse en aquella situación.
—Muy linda —afirmó—. Si no me equivoco, se titula Cuando el amor despierta.
—¡Vaya, veo que conoce la música mexicana!
—Sí. ¿Por qué no la canta usted?
—Porque se espantarían los lagartos al oírme. Sólo canto cuando me escucho yo sola, para que nadie me critique.
El ranchero intervino para afirmar:
—No le haga caso. No diré que sea una diva, pero canta con mucho gusto.
Jack, para picarla un poco, comentó:
—Acaso tenga razón, y por eso no quiere exponerse a que tengamos que taparnos los oídos.
El comentario hirió el amor propio de Elsa, la cual repuso:
—Oiga, sepa que no soy una rana cantando.
—Las ranas, dentro de su estilo, son agradables croando.
—Y yo, dentro del mío, también.
—Me gustaría comprobarlo. He visto un par de lagartos cruzar por la arena, y sería conveniente espantarlos.
—De acuerdo, pero me tendrá que ayudar a echarlos de aquí. Supongo que su diapasón será más convincente que el mío.
—Yo no he presumido de cantor.
—Pero un hombre que posee tantas habilidades como usted, debe poseer ésa también.
—No soy una enciclopedia pero, por oírla a usted cantar, soy capaz de berrear un poco.
—Pues adelante.
Elsa, enardecida, volvió a desgranar la melodía, acompañándola con la letra de la canción. Su voz era fina, no muy elevada, pero armoniosa y acariciante.
La letra hablaba de una dulce muchacha escondida en un rincón del bosque que, al enfrentarse con un hombre al que no conocía, sintió latir su corazón con más fuerza, y se dio cuenta que el amor despertaba en él.
Elsa puso en la canción un caudal de sentimiento y dulzura que conmovió a Jack, y cuando la joven terminó, miró, desafiante, al aventurero, diciendo:
—Ahora, usted. No pierda el tiempo, que los lagartos se están acercando mucho.
—Será porque les atrajo su dulzura cantando. Hasta los animales poseen el instinto del gusto.
—Bueno, bueno, menos galantería y al avío. Usted prometió cantar, y debe hacer honor a su palabra.
—De acuerdo, pero yo sólo me aprendí, no sé cómo, una canción de ese estilo. Si usted no la conoce, me temo que tendré que dejarlo para cuando tome lecciones.
—¿Qué canción es?
—Una que creo se titula Dios te salve, ranchera.
—¿Es ésta?
Y empezó a desgranar los primeros compases de la melodía.
Jack se vio pillado en su trampa, y tuvo que confesar:
—En efecto; ésa es.
—Pues adelante.
Jack carraspeó un poco, y se dispuso a cantar. Hacía muchos años que no salían de su garganta más que maldiciones y juramentos, pero en su época joven había alternado en muchas reuniones de amigos, y tuvo fama de ser un agradable cantor.
Y puesto que no le quedaba otro remedio que cantar, se dispuso a hacerlo lo mejor posible.
La letra, inspirada en un rezo, decía así:
Dios te salve, ranchera,
llena eres de gracia,
el Señora es contigo
y mi amor lo es también.
Que el Señor ilumine
el amor en tu pecho,
y ese amor, con el mío,
nos transporte a un Edén.
¡Dios te salve, ranchera!
Por morir en tus brazos,
alma y vida te diera.
La voz de Jack era varonil, de tono pastoso, pero agradable al oído, y cuando terminó, Elsa soltó la guitarra, y aplaudió, diciendo:
—¡Bravo, Jack! Veo que no me ha defraudado.
—Lo celebro.
—Tiene una bonita voz y gusto. ¿Dónde aprendió la canción?
Y Jack, en un impulso tonto, repuso bruscamente:
—¡En la cárcel!
—¿Cómo?
Geoffrey miró a Jack con sorpresa, y éste, tratando de suavizar la afirmación, repuso:
—Bueno, fue algo accidental. Me peleé con uno, me tuvieron encerrado quince días y, como tenía un compañero de jaula mexicano, que por lo visto no sabía otra canción que ésa, me vi obligado a aprenderla, de oírsela cantar tantas veces.
Elsa respiró con alivio al oír la explicación, y Geoffrey también.
—Me había asustado —repuso Elsa—. No le concebía a usted un hombre con antecedentes penales. Eso le sucede a cualquiera y no desdora.
Pero el ambiente se había enfriado después de aquellas explicaciones y el ranchero, interviniendo, dijo:
—Bueno, Elsa, por esta noche basta. Es tarde, y debemos ir a dormir.
—Bueno, papá; si así lo deseas, nos iremos a dormir. Pero no me negarás que hemos pasado un rato muy agradable, y estoy pensando que, con uno de tus peones que toca el acordeón, tenemos que organizar una fiesta para romper un poco la monotonía que nos rodea.
—Bueno, lo pensaré. Acaso para tu santo, que no está muy lejano, organizaremos esa velada. Ahora, ala cama.
Elsa tomó su guitarra y, cuando se dirigía al porche, se volvió para decir:
—Que descanse, Jack. Creo que, a partir de ahora,habrá que llamarle a usted «El cantor del rancho».
—¿No le parece más adecuado llamarme «El espantalagartos»? Como verá, todos huyeron.
—Será porque les adormeció con su voz.
Y desapareció del vano.
El ranchero se acercó a Jack, preguntando:
—¿Por qué dijo eso?
—No lo sé. La verdad es que la aprendí en la cárcel.
—Pero no debía decirlo. Cuando llegue el momento, podrá contar toda la verdad; ahora, no.
—¿Por qué?
—Porque es temprano para ciertas explicaciones. Mi hija aún no le conoce bien, y podría desconfiar de usted.
—Lo lamentaría.
—Por eso mismo. Sin embargo, cuando le conozca mejor, cuando esté convencida de que en efecto es el hombre que yo creo que es, la historia le parecerá tan normal como a mí, y no habrá recelos contra usted. Deseo que todo se desarrolle en la mejor armonía, y no hay por qué levantar dudas, sin necesidad.
—Lo siento, señor Fishman.
—No tiene importancia, pero comprenda que es mejor así. Acaba de incorporarse al rancho y, aunque ya ha dado pruebas de lo que vale, es mejor dejar correr el tiempo. Usted mismo se alegrará de la demora, porque cuando llegue la hora de poner sobre el tapete su pasado, nadie dudará de que lo que usted declare sea la verdad.
—Lo comprendo. Ese es el sambenito que lleva uno a la espalda, cuando no ha tenido ocasión de poner en claro la verdad. Créame que daría media vida por echarme a la cara al granuja que me jugó aquella mala pasada, para arrancarle la lengua, obligándole a confesar su felonía.
—Lo comprendo, Jack, pero no creo que pueda hacerse muchas ilusiones sobre eso. Ocho años son muchos años para seguir la pista a nadie, y sólo un capricho del destino podría ponerle frente a aquel tipo obligándole a declarar la verdad.
—Olvídelo, porque ya no tiene remedio, y limítese a seguir el curso de su vida. Cuando se tiene la conciencia tranquila de haber procedido bien, situaciones como la suya no deben quitar el sueño a nadie.
—A mí me lo han quitado muchas noches, porque mi deseo es caminar por el mundo con la cabeza muy alta, y no tener que bajarla con rubor, aunque ese rubor no tenga raíz alguna.
—Le comprendo. Márchese a dormir, y déjese de recuerdos desagradables. Hemos pasado un rato muy agradable, y es una pena amargarlo sin necesidad.
Jack asintió con un movimiento de cabeza, y penetró en el rancho para dirigirse a su dormitorio, pero no podía desechar la amargura que le había producido aquella situación extraña, provocada por él, en un impulso que no venía a cuento.
Y esto le llevaba a analizar el efecto que había causado en Elsa, cuando confesó haber aprendido la canción en la cárcel. Pareció sentir un tremendo sobresalto, que apagó el optimismo que sentía en aquellos momentos.
Y bien pensado, su padre había tenido razón al decir que la historia de su vida debía dejarla para más adelante, cuando Elsa, como los demás, estuviese plenamente convencidos de que todo era cierto, y que él era un hombre de honor.
Pero, por otra parte, le molestaba tener guardado un secreto que, cuando se supiese, podía despertar muchos comentarios, cada cual a gusto del opinante. Algunos lo admitirían como lógico y otros abrigarían sus dudas, pues cuando no se pueden probar las cosas existen antecedentes más sólidos en su contra, cabe dudar entre las dos versiones.
Pero esto ya no tenía remedio. Los sucesos se habían desarrollado así, y así había que admitirlos, por mucho enojo que produjesen.
Y era tal su desorientación, que se preguntó si no sería más eficaz revelar toda la verdad, sin paliativos. A Elsa le había producido un efecto amargo oírle decir que la canción la había aprendido en la cárcel, y si así era, acaso fuese mejor para él que lo supiese todo, pues de aquella manera, la atracción que Elsa estaba produciendo en él se apagaría fatalmente, y se evitaría el tormento de seguir dejándose inclinar hacia ella, sin posibilidades ciertas de llegar a un entendimiento mutuo, que en condiciones normales ya lo consideraba difícil.
Tendría que pensarlo bien y, si se decidía, en cualquier momento aprovecharía la oportunidad para contarlo todo y terminar de una vez con aquella zozobra que le estaba produciendo la sugestiva belleza de Elsa.