Capítulo III

 

SOL LANZA UNA AMENAZA

 

Así, apenas su padre recibió sepultura, Sol se apresuró a poner en práctica la idea que llevaba acariciando tanto tiempo.

Se encaminé a Jefferson City, donde puesto al habla con un prestigioso escultor, le encargó un impresionante mausoleo, en el que reposarían definitivamente los restos mortales de su madre.

Como no escatimo dinero el artista dejó desbordar su fantasía y, tras diseñar un gran bloque de granito, en cuyo fondo reposaría la difunta, proyecto una serie de figuras decorativas que, aunque demasiado recargadas, formaban un conjunto armónico e impresionante.

En la cabecera del mausoleo, sobre un artístico pedestal, se erguía un ángel con las alas desplegadas sosteniendo en una mano una amplia corona. A sus pies, otros ángeles, de rodillas, rezaban por el alma de la difunta y en letras grandes, doradas, figuraba sobre la losa el nombre de la muerta y la fecha del óbito

Cuando quedó instalado aquel enorme artilugio que hubo que trasladar al poblado en varias carretas, cerró el lugar del enterramiento con una hermosa reja que lo aislaba completamente. También instaló en las cuatro esquinas unas columnas con jarrones para colocar en ellos flores, mientras esta ofrenda fuese posible.

Aún más, al fondo, levantó una pequeña capilla muy bien ornamentada, con un valioso Cristo en el diminuto altar y a los pies, a ras del suelo, el retrato de su madre.

Luego, ordenó allanar todo el terreno para prepararla tierra y convertirla en un frondoso jardín. Sería éste el que ofrendase en todo tiempo las flores que adornarían los jarrones esquinados y los ramos que de vez en cuando depositaría ante el altar a los pies del retrato de su madre.

Cuando concluyó tan aparatosa y costosa obra, cercó el terreno. Aquellas cien yardas en el cuadro, serian intangibles. Nadie no siendo él, podría penetrar en el sagrado recinto del improvisado cementerio.

Y resultaba absurdo que un hombre de la dureza y el egoísmo de Sol, tuviese aquellas explosiones de catolicismo, cuando se le sabía incapaz de dar cumplimiento a ninguna de las virtudes teologales.

Su exaltación por rendir culto a la memoria de su madre le llevó a extremos insospechados. Un día, advirtió a sus peones que el que quisiera continuar trabajando en su hacienda, estaba obligado a acudir al pequeño cementerio todos los primeros domingos de mes, cuando el cura del poblado acudía a la pequeña capilla del improvisado cementerio, a celebrar una misa por el alma de la difunta.

Esta exigencia de Sol, fue acatada con más o menos entusiasmo por todo el peonaje, pero un día uno se cansó de aquella imposición absurda y, encarándose con Sol, le dijo:

—Escuche, patrón; yo he venido aquí a trabajar en la tierra o en los pastos, pero mi compromiso no va más lejos. A mí me parece muy bien que usted rinda culto a la memoria de su madre y la diga misas todos los meses, pero ese es un asunto suyo no mío. Yo también perdí a mi madre y, cuando voy al poblado, la rezo. No creo que usted aceptaría la imposición mía, pidiéndole que viniese al poblado a rezar por el alma de ella.

Sol, fríamente, repuso:

—Nadie te obliga, solamente que si quieres continuar trabajando aquí, habrás de cumplir esa imposición y si no te agrada, tienes el camino libre para marcharte.

El peón rabioso, repuso:

—¡Oh! Claro que me iré. A mí nadie me avasalla sometiéndome a sus caprichos tontos. Presume usted de piadoso y monta esa mascarada, mientras dejó que su padre  fuese enterrado como un vulgar pordiosero y para el no hay misas, sepulcros ni flores.

La reacción de Sol ante las palabras del peón fue salvaje. Como una fiera, se lanzó sobre él golpeándole con furor, mientras el peón, reaccionando, replicaba al ataque enzarzándose ambos en una lucha salvaje, que amenazaba con dejar a alguno destrozado.

Fue precisa la intervención de los peones presentes, para separar a ambos contendiente, los cuales presentaban arañazos, rozaduras, señales de golpes contundentes y desgarrones en la ropa.

Sol, pugnando porque le dejasen libre, bramó:

—¡Vete, vete antes de que pueda cogerte de nuevo porque si te cojo, te destrozo!

—Eso habría que verlo.  ¿O es que cree usted qué yo soy manco? Ha venido usted con muchos humos del frente y se ha creído que está aún mandando soldados. Aquí somos libres y nadie nos impone su voluntad a la fuerza.

"Sí le ha dolido lo que dije, es porque tengo razón. Para un hijo sus padres deben ser iguales y no hacer esas distinciones idiotas que dicen muy poco en favor de quien las realiza.

Gracias a que los que sujetaban a ambos lograron separarlos para evitar que volviesen a lanzarse a la lucha. Pero Sol, exasperado hasta el límite, bramó:

—Vete, pero no sólo de mi hacienda, sino del poblado, porque si tropiezo contigo en algún sitio te voy a convertir en un despojo humano.

—Inténtelo si puede, a ver si sucede lo contrario.

El peón fue sacado de allí, vigilándole para que no se reprodujese la pelea, y Sol quedó presa de una rabia que tardaría mucho en disipársele.

No quería reconocer las razones aducidas por el peón, porque creía que tenía motivos suficientes para aquella distinción llevada más allá de los límites humanos. Su padre había sido un tirano para él y su madre una santa y su espíritu rencoroso llevaba este rencor hasta más allá de la tumba.

Ya no volvieron a producirse incidentes tan desagradables como aquel. Los peones, resignados, aceptaban perder la mañana de un domingo al mes y acudían a la misa, más que por devoción por obligación, pues entendían que en asuntos espirituales no había razón alguna para imponer el criterio particular de cada cual, en asuntos que a él solo le afectaban.

El incidente no quedó oculto. Todo el pueblo se enteró de él y cada cual interpretó a su modo lo sucedido, pero como Sol era mirado con recelo y antipatía por muchos, los comentarios que hicieron no resultaron muy agradables para el irascible hacendado.

A la que más había llamado la atención aquel aparato funerario había sido a Jane, por la razón de que el solitario y ostentoso cementerio había sido levantado en el ángulo nordeste de los pastos de Sol, pegando justamente con el ángulo noroeste de su hacienda.

A la joven le bastaba recorrer su terreno rozando la alambraba que separaba ambas propiedades, para poder contemplar con todo detalle la obra escultórica ideada por Sol y el cuadro que se ofrecía a sus ojos cada primer domingo de mes, cuando el cura del poblado acudía a decir la misa y más de tres docenas de peones hacían acto de presencia en la diminuta capilla.

A veces, sorprendía a Sol llevando brazadas de fibras para colocarlas personalmente en los jarrones de los cuatro pilares que marcaban los límites del recinto y la muchacha, si bien no censuraba aquel fervor funerario de su vecino, se preguntaba cómo un hombre como él, tan áspero, tan duro, tan falto de sentimientos piadosos para con los demás, podía sentirse tan místico en aquel aspecto de su vida.

Pero como esto era algo que no le afectaba, se encogía de hombros. Si todo el mal que Sol pudiese hacer era como aquel, se le podían admitir y perdonar sus excentricidades.

Pero fuera de estos ritos cristianos del ranchero, su modo de comportarse con los demás era despiadado y egoísta. Sol perseguía una idea inculcada por su padre y alimentada por su odio político hacia los que habían peleado en el campo contrario y parecía gozar lo indecible tratando de hacerles la vida imposible.

Un día, cuando ya toda su preocupación por acondicionar el cementerio donde reposaban los restos de su madre se había quedado atrás, fijó su atención en cosas más mundanas y más egoístas para su espíritu.

Tenía en proyecto varias operaciones un tanto espinosas y difíciles, que de poder realizarlas colmarían sus ansias de predominio general y eliminarían en torno a él a todo el que pudiese hacerle sombra en sus ambiciones, aunque la sombra fuese muy débil.

Y como su padre, la preferencia se cifraba en desalojar de su vecindad a Jane.

Primero, porque ambicionaba sus tierras para agrandar su hatajo, ya muy numeroso, y, segundo, porque le molestaba que en el poblado muchos vecinos rindiesen culto a la memoria de Benjamín, acatándole como a un héroe, en tanto que a él le despreciaban cuando se consideraba tan héroe como el muerto.

Había otros puntos más que tocar en su momento si le fallaba el principal, pero prefería atacar la parte más sólida, porque si la derrumbaba, lo demás ya no tendría importancia.

Lo que más le encorajinaba de su vecina era la competencia que le estaba haciendo en la venta de ganado, competencia que ya en vida de su padre le hacia el de la muchacha y esta competencia sólo podría ser eliminada acabando con el rancho y con su dueña.

En muchas millas a la redonda sólo había dos ranchos que pudiesen surtir de carne a bastantes poblados de la cuenca y los traficantes que surtían del preciado alimento a los vecinos de la zona tenían que adquirir sus reses, bien en el rancho de Jane bien en el de Sol.

Y lo que éste ambicionaba era eliminar la competencia para subir el precio de las reses a los compradores. El hecho de que no hubiese más ranchos en bastantes millas a la redonda, obligaría a los adquirientes a pasar por el aro, comprándole los astados al precio que marcase, pues si se negaban, tendrían que desplazarse muy lejos para adquirirlo en otras haciendas y encarecerían la carne a causa del coste de los largos desplazamientos y la carestía de los transportes.

Pero en tanto Jane mantuviese sus precios, él no podía aumentarlos, toda vez que entonces nadie iría a comprarle reses y esto produciría un gran quebranto en sus intereses.

Y un día se decidió a intentar por sí mismo lo que su padre intentara con el difunto Doney, sin conseguirlo. Querían proponer a Jane la adquisición de su hacienda, estando dispuesto a pagarla algo más de lo que valía,con tal de quitarse de en medio aquel escollo.

Y con la decisión que le caracterizaba se encaminó al rancho Doney a tratar con la joven.

Pero, pese a su agresividad y su falta de escrúpulos morales para tratar los asuntos, Jane ejercía sobre él una influencia espiritual que no acertaba a analizar y descifrar.

La seriedad, la decisión, el espíritu de lucha de la joven, le infundía respeto y, por otro lado, ella físicamente también ejercía una atracción extraña, que sin que existiese motivo alguno para dejarse dominar por ella, restaba acometividad a sus acciones.

Cuando llegó al rancho, preguntó al peón que salió a recibirle:

—¿Está tu ama en el rancho?

—Sí, señor.

—Dile que estoy yo aquí y que le agradecería que me recibiese, pues tengo que hablar con ella de algo que juzgo puede interesarle.

El peón se apresuró a dar cuenta a Jane de la visita de Sol, lo que le extrañó mucho, pues sus relaciones con él habían sido frías como el hielo desde que él regresase del frente y no sentía ningún entusiasmo por establecer contacto con él.

Estuvo a punto de negarse a recibirle, pero lo pensó mejor. Hay un refrán que dice, que "no se mueve la hoja en el árbol sin la voluntad del Señor" y adivinaba que algo fuera de lo normal obligaba al orgulloso Sol a dar aquel paso.

—Dile que suba al despacho. Mejor, acompáñale hasta aquí.

El peón le invitó a entrar y le acompañó hasta el despacho, diciendo:

—Ahí dentro está el ama.

El hacendado, con la misma decisión y tono de autoridad que empleaba con su gente, penetró en el despacho con el sobrero puesto y, saludando, dijo:

—bueno días, Jane. Vengo...

—Un momento, señor Delaney. Si tiende usted frío puede cerrar la puerta y por mi parte le autorizo que permanezca cubierto incluso puede fumar si le apetece.

Sol encajó la censura y, despojándose del sombrero, se disculpó:

—perdone. Fue algo involuntario.

—Quiero creerle. Cuando se alcanzan grados distinguidos en el ejército, hay que admitir que en ellos entra la cortesía, sobre todo cuando hay una mujer delante.  ¿No quiere hacerme el honor de sentarse?

—Si usted me lo permite...

—Le invito a hacerlo. Es un deber también de cortesía, aparte de que me gusta hablar con la gente sin violencias. Puestos en pie, pareceríamos dos gallos de pelea dispuestos a lanzarnos el uno sobre el otro.

—Da usted un significado muy quisquilloso a ciertos detalles secundarios, Jane.

—¿Jane?  ¿Quiero esto decir que yo debo llamarle Sol a secas?

—Puede usted llamarme como quiera. Los tratamientos me tienen completamente sin cuidado.

—Yo, en cambio, cuido mucho el detalle. A un amigo le tuteo o le llamo simplemente por su nombre. A un extraño o a un enemigo, le doy el máximo tratamiento para marcar distancias.

—¿Me considera un enemigo?

—No creo que haya hecho usted muchos méritos para que le considere un amigo.

—Bueno, quizá sea así, pero mi carácter se ha inclinado muy poco a las amistades. Los verdaderos amigos son tan escasos, que apenas si se encuentra uno en la vida. Los demás suelen ser conocidos, que se llaman amigos porque casi siempre buscan algo positivo para ellos a cambio de prodigar la palabra amistad.

—Una opinión muy respetable en la que no debo entrar; pero como esto nos aparta, según creo, del motivo de su inesperada visita, le invito a que me exponga el objeto de ella, para no robarle su tiempo, ni usted me lo robe a mí.

—De acuerdo. Yo tampoco soy muy amigo de perder el tiempo en discusiones inútiles y por ello iré derecho al asunto. Vengo a hacerle una pregunta.  ¿Cuánto quiere usted por su rancho?

—¿Quién le ha dicho que quiero venderlo?

—Nadie, pero yo le pregunto cuánto pide por él.

—Cuando piense venderlo, quizá se lo diga.

—No estoy dispuesto a esperar a que usted necesite deshacerse de él, aunque entonces, me resultaría más barato adquirirlo. Lo quiero ahora.

—Es usted muy vehemente, señor Delaney, tanto como lo era su padre, aunque esto no armonice mucho con el refrán que dice que “el que a los suyos se parece honra merece”.

—Déjese de refranes.  ¿Cuánto quiere por él?

—Creo haberle dicho que si alguna vez pienso venderlo quizá se lo diga, aunque no estoy muy segura de que se lo cediese a usted por bien que me lo pagase.

—¿Es decir, que se niega a vendérmelo aunque le ofrezca más de lo que vale?

—El valor de mi hacienda, aunque no pueda competir con el valor de la suya, soy yo la que puedo tasarlo y no usted. Valga mucho o poco, no estoy dispuesta a vendérsela y es inútil que me muestre montones de billetes porque no me deslumbraría con ello.

—Es usted terca. Yo podría pagárselo de manera que con ese dinero se estableciese en otro sitio en mejores condiciones.

—Es posible, pero da la casualidad de que las condiciones de mi rancho son admirables para mí. Quiero mucho a este trozo de tierra adonde vine siendo muy niña y estoy arraigada a ella como las raíces de los grandes árboles. Por otra parte, aquí reposan los restos de mis padres y aunque mi modestia no me haya permitido elevarles una catedral para su reposo, me basta con saber dónde están enterrados, para ir a rezar sobre su tumba, sin alharacas ni exhibiciones teatrales.

Sol apretó los dientes al oír el irónico comentario.

—¿Se permite censurar mis sentimientos íntimos que nada tienen que ver con el asunto que aquí me trae?

—No. Sólo he querido hacerle ver que yo también siento esos sentimientos hacia mis deudos desaparecidos y que no quiero separarme de sus restos, para así poder rendirles el culto que merecieron.

—En ese caso,  ¿cómo no decide también vivir próxima al lugar donde esté enterrado su hermano? Él no lo está aquí y, sin embargo, usted vive lejos de él.

Jane, fríamente, repuso:

—La sepultura de mi hermano sólo deben conocerla los que recogieron los muertos en el campo de batalla y les dieron tierra. Nadie podría señalar con exactitud el lugar donde reposa.

"Pero éste es un asunto personal, como lo es para usted el lugar donde reposan los suyos. He aducido un motivo entre otros muchos, para no querer deshacerme del rancho. Con ello rindo tributo a la memoria de mi padre, que trabajó mucho para levantarlo y debo seguir su ejemplo.

"Pero, puesto que me hace la proposición, me gustaría saber para qué quiere usted mi modesto rancho, cuando le sobra terreno en el suyo, e incluso en caso de necesidad podría usted agrandar sus pastos rescatando algunas de las tierras que tienen en arriendo los colonos.

—Podría darle muchas razones, algunas retorcidas, pero soy lo suficientemente franco y orgulloso para no disfrazar la verdad y exponer mis ideas al desnudo. Quiero el rancho para terminar con la desleal competencia que me está haciendo usted con la venta del ganado.

—¿Desleal competencia? Demuéstremelo.

—Puedo demostrárselo. En muchas millas a la redonda no hay más ranchos que el suyo y el mío. Si solo existiese uno, las reses se podrían vender a mejor precio que se venden, porque los compradores tendrían que aceptarlo como mal menor, toda vez que de rechazarlo, tendrían que adquirirlas en lugares mucho más lejanos,  ¿o que acarrearía un aumento de precio a causa de los gastos que supondría traerlas hasta aquí. Pero usted se obstina en mantener un precio bajo y los compradores no adquirirían mis reses si las tasase más alto que las suyas.

—¡Ya! Es usted tan egoísta que pretende estafar a los clientes.

—Quiero sacar producto a mi ganado.

—Yo también, pero como soy más honrada y menos egoísta que usted las taso a un precio razonable, con lo cual gano lo justo y los traficantes pueden vender más barato a sus clientes.

—Es usted tonta. Podríamos sacar más producto a nuestro trabajo.

—Es posible, pero prefiero que me llamen tonta en ese sentido que no explotadora y egoísta.

—Vive usted muy atrasada. En estos tiempos, cada cual mira por sus intereses, porque si así no lo hace, nadie le va a tener en cuenta esos pujos de desprendida.

—No lo discuto, pero desde niña me educaron de esta manera y estoy muy conforme con ser así.

—Yo no y no quisiera perjudicar a nadie, pero si usted se obstina en no venderme el rancho o no se aviene a que subamos los precios de las reses, siento decirla que tomaré medidas especiales que no habrán de gustarla mucho.

—Me convencen más las razones que las amenazas.

—No estoy yo muy seguro de que así sea. Tengo diversas medidas a tomar para hacerla entrar a usted en razón y, cuando toque sus efectos, veremos si piensa lo mismo.

—¿Llama usted entrar en razón a sojuzgar a la gente por la violencia? Sus razones son muy peregrinas.

—Hasta ahora no he empleado la violencia con nadie. Sólo si me obligasen a ello la emplearía, pero hay muchas maneras de vencer la resistencia de la gente y sabré hacerlo adecuadamente.

—Mientras no se salga usted de la Ley...

—Hablar aquí de Ley es como pensar que en el mes de agosto puede helar. Usted lo sabe.

—Yo sé muchas cosas, entre otras, que me está robando usted un tiempo precioso.  ¿No lo comprende?

—Entendido. Cuando lo piense mejor, avíseme y podremos entendernos.

Y, dando media vuelta, abandonó el despacho furioso.