1 La lectura atenta
¿SE PUEDE ENSEÑAR A ESCRIBIR DE FORMA CREATIVA?
Aunque parezca una pregunta sensata, por más que me la han formulado, nunca he sabido exactamente qué responder. Si con ella se quiere aludir a si se puede enseñar el amor por el lenguaje o el don de contar historias de ficción, la respuesta es no. La cuestión podría ser por qué esta pregunta se formula tan a menudo con cierto tono escéptico, como si, a diferencia de la tabla de multiplicar o los principios de la mecánica del automóvil, la creatividad no pudiera ser algo que el profesor transmitiera al estudiante. Imaginad a Milton matriculándose en un curso de posgrado a fin de encontrar ayuda para escribir su Paraíso perdido o a Kafka soportando un seminario donde sus compañeros de clase le confesaran que, francamente, no les parece creíble el personaje del joven que se levanta un buen día por la mañana y se encuentra convertido en una enorme cucaracha.
Lo que me desconcierta no es la mayor o menor pertinencia de la pregunta, sino el hecho de que se formule a una escritora o a un escritor que, aunque a intervalos, se ha dedicado a la enseñanza de la escritura creativa durante casi veinte años. ¿Qué se podría decir de mis alumnos, de mí misma y de las horas que hemos empleado en las clases si yo afirmara que todo intento de enseñar escritura de ficción ha sido una completa pérdida de tiempo? Si así fuera, probablemente debería dar un paso al frente y admitir que he cometido una estafa.
Sin embargo, intentaré responder a dicha pregunta rescatando de la memoria mi propia y valiosa experiencia, no como profesora, sino como alumna de uno de los pocos talleres literarios que cursé. En 1970, durante mi breve período como estudiante de posgrado de literatura medieval inglesa, asistí a uno de esos cursos de escritura. El profesor era muy generoso, y me enseñó, entre otras cosas, cómo corregir mis propios textos. Para todo escritor que examina y revisa su obra, la habilidad de detectar lo superfluo y lo que puede cambiarse, corregirse, ampliarse y, especialmente, eliminarse, resulta esencial. Es una satisfacción ver cómo las oraciones se simplifican, cómo encajan de repente y cómo, finalmente, aparecen en su forma más pulida: claras, escuetas, precisas y nítidas.
Por entonces, mis compañeros de clase se convirtieron en mi primer público lector o, mejor dicho, en mis primeros oyentes. En aquella prehistórica época, antes de que el uso de las fotocopias se extendiera facilitando a los estudiantes divulgar sus textos de antemano, lo que hacíamos era leerlos en voz alta para grupos. Aquel año, yo estaba empezando lo que acabaría siendo mi primera novela y para mí fue muy alentador sentir cómo los demás escuchaban atentamente mi lectura. Me animó mucho su impaciencia por querer seguir escuchando lo que les leía.
Éstas son la experiencia que puedo describir y la respuesta que puedo ofrecer cuando me preguntan sobre la enseñanza de la escritura creativa; es decir, que un taller de escritura puede ser útil, que un buen profesor puede enseñarte a corregir tu texto, que unos compañeros de clase adecuados pueden constituir la base de una comunidad de personas afines que te ayudarán y apoyarán.
Pero, por muy provechosas que fueran aquellas clases, no fue en ellas donde verdaderamente aprendí a escribir.
Al igual que la mayoría de los escritores (quizá todos), yo aprendí a escribir escribiendo y, sin duda también, leyendo libros.
Mucho antes de que los congresos de escritores empezaran a vislumbrarse, los escritores aprendían de la obra de sus predecesores. Estudiaban métrica con Ovidio, construcción de argumentos con Homero y comedia con Aristófanes; afilaban el estilo de su prosa asimilando las lúcidas máximas de Montaigne y Samuel Johnson. ¿Quién podría haber pedido mejores profesores: generosos, tolerantes, bendecidos con la sabiduría y el talento, tan infinitamente misericordiosos como sólo pueden serlo los muertos?
Aunque los escritores han aprendido de los maestros de manera formal y metódica (Harry Crews ha desmenuzado una novela de Graham Greene para ver cuántos personajes contiene, cuánto tiempo abarca, cómo Greene maneja el ritmo, el tono y el punto de vista), la verdad es que este tipo de aprendizaje implica, muy a menudo, cierta suerte de osmosis. Después de escribir un ensayo en el que cito por extenso a grandes escritores, de tal modo que copio largos pasajes de sus obras, me he dado cuenta de que mi propio libro se ha convertido, aunque sea levemente, en algo más fluido.
En mi proceso de formación como escritora nunca dejé de leer y releer a los autores que más apreciaba. Leía por placer, principalmente, pero también de una manera más analítica, tomando conciencia del estilo, el lenguaje, la construcción de las oraciones, la forma en que se expresaba el contenido y la información, así como observando la manera en que el escritor estructuraba la trama, construía los personajes y usaba los diálogos y la descripción de detalles. Y, a medida que escribía, descubría que escribir, al igual que leer, era algo que se hacía palabra a palabra y signo de puntuación a signo de puntuación. Exigía lo que un amigo mío llama «poner cada palabra a prueba de por vida»: cambiar un adjetivo, cortar una frase, eliminar una coma o rescatarla...
Yo leía atentamente, palabra por palabra, frase por frase, ponderando cada una de las decisiones en apariencia menores que había tomado el autor. Y, aunque es imposible recordar cada fuente de inspiración y cada enseñanza, sí recuerdo las novelas y los relatos que me parecieron verdaderas revelaciones: pozos de belleza y placer que eran a la vez libros de texto, lecciones privadas del arte de la ficción.
En parte, este libro se ha concebido como respuesta a la ineludible cuestión de cómo los escritores llegan a aprender a hacer algo que no se puede enseñar. Lo que sabemos los escritores es que, en última instancia, aprendemos a escribir a partir de la práctica e intensos esfuerzos, repitiendo la prueba del ensayo y el error, del éxito y el fracaso, pero también con la lectura de las obras que más admiramos. Así, este libro representa un esfuerzo por recordar mi propio aprendizaje como novelista y por ayudar a los lectores apasionados y a los escritores en potencia a comprender cómo lee un escritor.
Cuando era una joven estudiante de secundaria, nuestro profesor de lengua inglesa nos propuso un trabajo sobre la ceguera en Edipo rey y El rey Lear. Nuestra tarea era bucear en las dos tragedias, detectar cada referencia que hubiera a la visión, los ojos, la luz y la oscuridad, y, después, esbozar algunas conclusiones sobre las que redactar nuestro trabajo final.
Aquello parecía bastante aburrido, demasiado mecánico. Todos creíamos estar preparados para algo más que eso. Todos sabíamos de antemano, sin necesidad de semejante ejercicio, tedioso e inútil, que la ceguera jugaba un papel esencial en ambas tragedias.
Así y todo, nos gustaba nuestro profesor y quisimos complacerle. Y la búsqueda de cada término relevante tomó el aspecto de una divertida caza del tesoro o la emoción de ¿Dónde está Wally? En cuanto empezamos a buscar «ojos», encontramos ojos por todas partes, centelleando y pestañeando desde cada página.
Mucho antes de llegar al momento en que Edipo y Gloucester se quedan ciegos, el lenguaje y la terminología relativa a la visión y a la ceguera nos iba preparando, consciente o inconscientemente, para aquellas violentas mutilaciones. Aquello nos llevó a preguntarnos qué significaban términos como perspicaz u obtuso, miope o agudo; o qué significaba el hecho de prestar atención a señales y avisos o de ver u obviar lo que está justo delante de los propios ojos. Tiresias, Edipo, Goneril, el conde de Kent, todos estos personajes pueden ser definidos por la sinceridad o falsedad con la que reflexionan o despotrican sobre el tema literal o metafórico de la ceguera.
Fue divertido trazar aquellas pautas y encontrar aquellas conexiones. Fue como descifrar un código que la obra tenía incrustado en su texto, como resolver un acertijo que estaba allí sólo para que yo lo desentrañara. Me sentí involucrada en algún tipo de íntima comunicación con el autor, como si los espíritus de Sófocles y Shakespeare hubieran estado esperando pacientemente todos aquellos siglos a que una amante de los libros de dieciséis años llegara y se encontrara con ellos.
Pensé que estaba aprendiendo a leer de una manera completamente nueva. Pero eso era así sólo en parte. De hecho, solamente estaba volviendo a aprender a leer de una manera antigua, de una manera que ya había aprendido antes, pero que había olvidado.
Todos empezamos siendo lectores atentos. Incluso antes de aprender a leer, cuando asistimos a una lectura en voz alta y cuando escuchamos, en realidad, también estamos recibiendo una palabra tras otra y una frase en cada momento, en un proceso por el que prestamos atención a todo lo que esas palabras o frases transmiten. Palabra por palabra es como aprendemos a escuchar y, por consiguiente, a leer, lo cual parece lógico, ya que ésa es también la manera en la que los libros que leemos fueron escritos.
Cuanto más leamos, más deprisa podremos perfeccionar esa mágica destreza para descubrir cómo las letras han construido palabras que significan. Cuanto más leamos, más comprenderemos y más propensos seremos a encontrar nuevas maneras de leer, cada una de ellas acorde con los motivos por los que estamos leyendo determinado libro.
Al principio, el entusiasmo que nos pueda provocar esta habilidad completamente nueva es lo único que le pedimos o esperamos de personajes como Pipo o Teo. Pero pronto empezamos a preguntarnos qué más nos pueden ofrecer aquellos signos y aquellas marcas sobre las páginas. Comenzamos entonces a querer encontrar información, entretenimiento, invención e incluso verdad y belleza. Nos concentramos, leemos por encima, nos saltamos palabras, dejamos el libro y nos entregamos a ensoñaciones, volvemos a empezar y releemos. Acabamos un libro y volvemos a él años después para ver qué podríamos no haber captado en su momento o para descubrir la manera en la que el paso del tiempo puede haber afectado a nuestra comprensión del texto.
De niña, me sentía atraída por las obras de los grandes autores de literatura de evasión infantil y juvenil. Me gustaba cambiar mi mundo familiar por aquel Londres donde vivían cuatro niños cuya niñera aterrizó en sus vidas con un paraguas como paracaídas, una niñera que era capaz de convertir la más rutinaria salida de compras en una mágica excursión. También habría seguido con gusto al Conejo Blanco hasta su madriguera y tomado té con el Sombrerero Loco. Me encantaban las novelas en las que los niños traspasaban umbrales (en un jardín, un armario... ) que los conducían a universos paralelos y de fantasía.
A los niños les encanta entregarse al juego de la imaginación, un juego de caleidoscópicas posibilidades que suele cuestionar en la manera en que los adultos les dicen siempre y exactamente qué es verdadero y qué es falso, qué es realidad y qué es ilusión. Quizá mis preferencias como lectora tienen algo que ver con las limitaciones que fui encontrándome día tras día: los muros de ladrillo del tiempo y el espacio, la ciencia y la probabilidad, por no hablar de cualquiera de los mensajes que iba recogiendo del mundo de la cultura. Me gustaban también las novelas que presentaban a resueltas heroínas como Pippi Calzaslargas, la austera Jane Eyre o las hermanas de Mujercitas, chicas cuyos recursos e inteligencia no impedían automáticamente que también pudieran ser objeto de las reconfortantes atenciones masculinas.
Cada palabra de estas novelas fue un adoquín amarillo más en el camino de Oz. Había capítulos que leía y releía para repetir aquella experiencia, segura y extracorporal, de sentirme en alguna otra parte. Y leía de manera adictiva, sin descanso. Durante unas vacaciones familiares, hubo un momento en que mi padre tuvo que rogarme que cerrara mi libro aunque sólo fuera un rato para poder admirar el Gran Cañón del Colorado. Sacaba montones de libros en préstamo de la biblioteca pública: novelas, biografías, historia..., cualquier cosa que pareciera, aun remotamente, atractiva.
Con la adolescencia llegó un deseo aún más intenso de evasión. Mis lecturas se hicieron entonces más amplias e indiscriminadas; principalmente, lo que más me interesaba era lo lejos de mi vida real que podía llevarme un libro y cuánto tiempo podía retenerme allí; me refiero a libros como Lo que el viento se llevó, las obras de Pearl S. Buck y Edna Ferber y los gruesos best sellers de James Michener, libros que estaban espolvoreados con una pizca de historia para enfriar los tórridos pasajes de amor entre las muchachas hawaianas y los misioneros o entre las geishas y los soldados estadounidenses de la segunda guerra mundial.
También apreciaba estos libros por las a menudo desorientadoras briznas de información que ofrecían sobre el sexo en aquella inocente década de los cincuenta. Pasaba las páginas de estos page-turner1 tan rápido como podía. Leer era como comer a solas, con el mismo componente de atracón.
Tuve la fortuna de tener excelentes profesores y también de contar con amigos que eran buenos lectores. Después, los libros que leía comenzaron a ser más exigentes, mejor escritos, de más consistencia: Steinbeck, Camus, Hemingway, Fitzgerald, Twain, Salinger, Anne Frank. Mis amigos y yo, un poco beatniks, éramos ardientes admiradores de Jack Kerouac, Allen Ginsberg, Lawrence Ferlinghetti... Leímos a Truman Capote, Carson McCullers y los clásicos protohippies de Herman Hesse, Carlos Castañeda... (los Mary Poppins de aquellos que pensaban que el cuento de la niñera voladora les había quedado pequeño). Por entonces, debí de ser vagamente consciente del poder del lenguaje, pero sólo de manera sutil y sólo en lo que se refería al efecto que cada libro estaba teniendo en mí.
Y todo eso es lo que cambió con cada marca que realicé sobre las páginas de El rey Lear y Edipo rey. Todavía tengo mi viejo ejemplar de Sófocles, subrayado por todas partes, repleto de dulces aunque desconcertantes notas personales («¿ironía?, «¿reconocimiento de la fatalidad?»), caligrafiadas con mi redondeada y conmovedoramente pulcra caligrafía de estudiante. Igual que cuando nos vemos en una vieja fotografía de la infancia, encontrarnos con notas manuscritas que una vez fueron nuestras y que ahora se nos antojan sólo confusamente familiares es algo que puede enfrentarnos cara a cara con el misterio del tiempo.
Centrar la atención en el lenguaje demostró ser una técnica muy práctica, tan útil como una relajada ejecución musical a primera vista puede venirle bien a un músico. Mi profesor de lengua inglesa de la escuela secundaria se había licenciado en una universidad donde, desde hacía poco, los profesores de lengua inglesa enseñaban lo que se dio en llamar New Criticism (nueva crítica anglosajona), escuela de pensamiento partidaria de leer lo que está escrito en la página, relegando las consideraciones biográficas sobre el autor o el período en el que fue escrito el texto a una mera referencia secundaria. Afortunadamente para mí, esta manera de acercarse a la literatura todavía estaba de moda cuando me gradué en la escuela secundaria y pasé a la facultad. En mi universidad había un conocido profesor y crítico cuyas opiniones sobre la lectura atenta fueron filtrándose hasta calar en el programa completo de los estudios de humanidades. En clase de francés, empleábamos una hora cada viernes por la tarde para trabajar a nuestra manera libros que iban desde El cantar de Roldán hasta las obras de Sartre, y lo hacíamos párrafo por párrafo, centrándonos en fragmentos breves para desarrollar lo que llamábamos explication de texte.
Por supuesto, hubo muchas ocasiones en que tuve que leer tan deprisa como pude para poder completar aquellos cursos de investigación, en los que nos daban sólo dos semanas para acabar El Quijote o diez días para Guerra y paz. Eran cursos concebidos para producir licenciados que pudieran decir que habían leído a los clásicos. Por entonces, yo sabía lo suficiente como para tener remordimientos por leer aquellos libros de esa manera. Y me prometí que los volvería a leer en cuanto pudiera dedicarles el tiempo y la atención que merecían.
Sólo una vez me condujo mi pasión por la lectura en la dirección equivocada: cuando permití que dicha pasión me persuadiera de realizar los estudios de posgrado. Entonces, pronto me di cuenta de que mi amor por los libros no era compartido por muchos de mis compañeros y profesores. Para mí era difícil comprender qué era lo que ellos amaban realmente, lo que me produjo un escalofrío de ansiedad que, tiempo después, se me antojaría como una premonición de lo que ocurriría con la enseñanza de literatura una década más o menos después de que abandonara mi doctorado. Esto ocurrió cuando el cuerpo académico de literatura se escindió en grupos rivales de deconstruccionistas, marxistas, feministas y demás, todos batallando por el derecho a decir a los estudiantes que estaban leyendo «textos» en los que las ideas y la política jugaban una baza decisiva en el análisis de lo que realmente había escrito el autor.
Dejé mis cursos de posgrado y me convertí en escritora. Mi primera novela la escribí en Bombay, donde leí tan omnívoramente como cuando era niña; allí volví a los clásicos que tomaba en préstamo de la anticuada, mohosa y bella biblioteca de la universidad que parecía no haber adquirido casi ningún libro después de 1920. Temerosa de acabar con todos los libros de la biblioteca, decidí frenarme leyendo a Proust en francés.
Leer una obra maestra en una lengua para la que necesitas un diccionario es, en sí mismo, un curso de lectura palabra por palabra. Desentrañar aquellas maravillosas y laberínticas oraciones fue una de las razones que me hizo descubrir cómo la lectura de un libro puede hacerte desear escribir uno.
Una obra de arte puede predisponer a uno a pensar en algunos problemas de orden estético o filosófico; puede sugerirle algún nuevo método o alguna aproximación a la ficción literaria, pero la relación entre lectura y escritura raramente está tan bien definida; de hecho, mi primera novela difícilmente podría haber sido menos proustiana.
Lo más habitual es que el estímulo de escribir pueda surgir de cualquier misterioso impulso. Es como si mirases a alguien bailar y, entonces, a escondidas, en tu propia habitación, intentaras dar unos pocos pasos. Con frecuencia asocio este aprendizaje de la escritura por medio de la lectura con la manera en que comencé a leer por primera vez. Tenía algunos libros ilustrados que había memorizado y que fingía saber leer, como un truco que yo misma repetía para mis padres, los cuales siempre fingían creer también que yo estaba leyendo de verdad (en su caso, para divertirse con aquello). Nunca supe exactamente cuándo crucé la línea entre el fingimiento y la verdadera capacidad de leer, pero eso fue lo que ocurrió.
No hace mucho, un amigo me dijo que sus alumnos se habían quejado de que leer obras maestras los hacía sentir estúpidos. Bien... Yo sólo puedo decir que siempre me ha parecido que cuanto mejor es el libro que estoy leyendo, más lista me siento o, al menos, más capaz me siento de imaginar que debería, algún día, llegar a ser más inteligente y sagaz. También he escuchado decir a algunos colegas escritores que no pueden leer mientras trabajan en sus propios libros por miedo a que Tólstoi o Shakespeare pudieran influenciarlos. Bien... Yo sólo puedo decir que siempre espero que ese tipo de autores llegue a influirme y me pregunto si me habría tomado tan alegremente eso de ser escritora si hubiera tenido que privarme de leer durante todo el tiempo que lleva escribir una novela.
Para ser sinceros, es cierto que leer a algunos escritores es algo que te puede dejar en vía muerta, ya que su gran calidad te puede hacer mirar tu propio trabajo bajo la más desfavorecedora de las luces. Cada uno de nosotros es libre de encontrar su particular heraldo del fracaso personal o a alguno de esos inocentes duendecillos que cada uno escoge por razones que sólo tienen que ver con las incapacidades e inseguridades que creemos nuestras. El único remedio que encuentro para evitarlo es leer a un escritor cuya obra sea totalmente diferente de cualquier otra obra, aunque no necesariamente más parecida a la nuestra (darse cuenta de esa diversidad hace que uno se acuerde de cuántas habitaciones hay en la casa del arte).
Cuando ya tenía publicadas algunas novelas, empecé a dar clases como profesora asociada, en calidad de escritora, en diferentes escuelas y universidades. Normalmente, me encargaba de impartir un curso o taller de escritura creativa cada semestre, además de unas clases que se llamaban algo así como «El relato corto moderno» (era un curso ideado para estudiantes universitarios que no tenían previsto especializarse en literatura ni hacer un curso de posgrado, de modo que poco podía perjudicarles mi posible impericia como docente de teoría literaria). Alternando con estos cursos, tenía que dirigir también un seminario de lectura en un máster en bellas artes cuyos estudiantes preferían ser escritores antes que insertarse en el mundo académico, lo cual suponía que les parecía bien emplear el tiempo hablando de libros y no de política o de ideas.
Yo disfruté mucho de aquellas clases de lectura y también de la posibilidad de convertirme en una suerte de «animadora deportiva» de la literatura. Me gustaban mis estudiantes, quienes a menudo se mostraban tan deseosos, brillantes y entusiastas que me llevó años darme cuenta de los problemas que de verdad tenían para leer siquiera un relato corto sin apenas complejidad. Al mismo tiempo, me sentí abatida por la poca atención que se les había enseñado a prestar al lenguaje, a las palabras, frases y oraciones concretas que conforman un texto literario y que son fruto de la elección de cada escritor. En cambio, parecía que sí les habían animado a formarse una opinión firme, crítica y, a menudo, negativa de los genios literarios que han sido leídos con deleite durante siglos, mucho antes de que ellos nacieran. Habían sido instruidos para defender o acusar a esos autores como si estuvieran en unos tribunales que juzgaran a los escritores por sus orígenes, raza, cultura y clase social. Se les había animado a «reescribir» los clásicos transformándolos en textos más aceptables y adecuados, como si estas pretendidas reescrituras tuvieran la ambición de ser los textos que habrían escrito los autores originales de haber compartido el grado de perspicacia, tolerancia y conciencia de que gozaban sus jóvenes críticos.
¡Con razón mis estudiantes encontraban tan estresante leer! Realmente, daba la sensación de que no les gustaba leer, y pensé que quizá era debido a aquellos severos juicios que se sentían obligados a emitir sobre los personajes de ficción y sus creadores, lo cual me hizo preocuparme por ellos y hasta extrañarme de que quisieran ser escritores. Me pregunté cómo pensaban aprender a escribir, ya que siempre creí que la gente aprende a escribir, como hice yo misma, leyendo.
En respuesta a aquello que mis estudiantes parecían necesitar, decidí empezar a cambiar mi método docente. Se acabaron los abiertos debates sobre este o aquel personaje o argumento. Se acabaron los intentos de charlar sobre cómo les hacía sentir la lectura de Borges o Poe o las tentativas de describir la experiencia de navegar por los fantásticos mundos de ficción que crearon dichos autores. Fue una lástima, porque yo solía disfrutar de aquellos coloquios abiertos, en los que mis alumnos decían cosas que yo siempre recordaría. Me acuerdo de un estudiante que dijo que leer relatos de Bruno Schulz era como volver a ser un niño, escondido tras la puerta, escuchando a hurtadillas a los adultos, comprendiendo sólo una parte de lo que decían e inventando el resto. En cualquier caso, supuse que podría seguir escuchando ese tipo de cosas incluso si organizase las clases bajo el más prosaico y minucioso método de empezar por el principio y recrearse en cada palabra, cada frase, cada imagen, observando cómo esos elementos van intensificándose y contribuyendo a crear el relato como un todo. Con este método, los alumnos y yo misma abordaríamos tanta cantidad de texto como nos fuera posible en una clase de dos horas (a veces sólo tres o cuatro páginas, otras veces hasta diez).
Y ésta es la manera en que todavía prefiero enseñar, en parte porque es un método del que yo me beneficio casi tanto como mis alumnos. Hay muchas narraciones que he usado como base de estudio durante mis años de enseñanza, pero continúo aprendiendo algo más al releerlas palabra a palabra.
Siempre he pensado que un curso de «lectura atenta» debería, al menos, constituir una práctica habitual, si no una alternativa de enseñanza en los talleres de escritura. Aunque también conceden alabanzas, estos talleres suelen centrarse en lo que el escritor ha hecho erróneamente, lo que precisa ser arreglado, cortado o aumentado. En cambio, leer atentamente una obra maestra nos puede inspirar al enseñarnos cómo determinado escritor resuelve brillantemente un problema.
A veces, mientras daba cursos de lectura y, al mismo tiempo, me encontraba en un punto muerto en alguna de mis novelas, comenzaba a notar que el libro sobre el que estaba enseñando esa semana, fuera el que fuese, me ayudaba de alguna manera a superar el obstáculo que se había presentado en mi camino. Por ejemplo, en una ocasión en que me encontraba peleando con un pasaje que describía una fiesta, estaba empleando en las clases el relato «Los muertos», de James Joyce, del cual aprendí a orquestar las voces de los invitados de la fiesta a modo de coro desde el que los principales vocalistas daban un paso adelante, por turnos, para ofrecer sus solos.
En otra ocasión estaba escribiendo una historia que se dirigía hacia un final con un estallido de horrible violencia y tenía problemas para conseguir que aquello sonara verosímil e inevitable y no forzado y melodramático. Afortunadamente, estábamos trabajando en clase los relatos de Isaak Babel, cuya obra explora frecuentemente la naturaleza, las causas y las secuelas de la violencia. Leyendo atentamente junto a mis alumnos, me di cuenta de que, en las ficciones de Babel, los momentos de violencia a menudo van directamente precedidos por pasajes de intenso lirismo. Es característico de Babel ofrecernos una apacible estampa de luna creciente justo antes de que se arme la de Dios es Cristo. Tomé nota, lo intenté yo misma (primero lo poético y después el horror) y, de repente, todo encajó, el ritmo parecía correcto y el pasaje con el que había estado batallando se convirtió, al menos para mí, en algo plausible y convincente.
Tal y como esperaba que hiciera con mis alumnos, la lectura atenta me había ayudado a contar con una manera de abordar un aspecto dificultoso de la escritura, y escribir es casi siempre un trabajo difícil. Los lectores de este libro percibirán que hay algunos escritores a los que recurro una y otra vez: Chéjov, Joyce, Austen, George Eliot, Kafka, Tólstoi, Flannery O'Connor, Katherine Mansfield, Nabokov, Heinrich von Kleist, Raymond Carver, Jane Bowles, James Baldwin, Alice Munro, Mavis Gallant... (la lista sigue y sigue). Ellos son los profesores a los que visito, las autoridades que consulto, los modelos que todavía me ayudan a infundirme la energía y los ánimos que se requieren para sentarse cada día a la mesa y retomar el proceso de aprender, de nuevo, a escribir.