10 Aprendiendo de Chéjov
A finales de la década de los ochenta, yo enseñaba en un instituto que estaba a dos horas y media de mi casa. Iba una vez a la semana, hacía noche allí y regresaba al día siguiente. Durante la mayor parte del invierno iba en autobús. Lo peor era la espera en la estación de New Rochelle. El autobús casi siempre iba con retraso, y yo terminaba perdiendo en la estación un promedio de cuarenta minutos.
Aunque la estación de autobuses tenía una pared acristalada, ninguna de las ventanas se podía abrir, de modo que las únicas ocasiones en que se colaba algo de aire fresco era cuando alguien entraba o salía por la puerta. Había una ventanilla para expender los billetes, un expositor de revistas para hombres, un teléfono público y un polvoriento dispensador de dulces y caramelos. La estación nunca estaba atestada, lo que tampoco era un consuelo, ya que la mitad de los tipos que había allí parecían alegremente dispuestos a volarme la tapa de los sesos con tal de poder encontrar un par de Valium en mi bolso.
Solía comprarme una gaseosa y una pasta grasienta para animarme y leía People porque tenía miedo de perder contacto con mi entorno si me concentraba demasiado en algo más que la simple lectura de un artículo de revista. Tras la ventanilla trabajaba un hombre de unos sesenta años y una mujer de unos cincuenta; durante el tiempo que pasé allí nunca los vi intercambiar una palabra que no fuera sobre su trabajo. Detrás de ellos había un televisor constantemente encendido; pueden hacerse una idea del invierno que me tocó pasar allí si les digo que las primeras diez veces que vi explotar el Challenger fue en ese televisor de la estación. Realmente, estaba atravesando un mal momento en mi vida, y cada minuto que me separaba de mi familia resultaba doloroso.
Por fin llegó el autobús, y sus dos conductores: el joven antipático que parecía alcanzar algún tipo de trance cuando conducía entre Newburgh y New Paltz y hacía que fuéramos lentos y más lentos por la autopista, y el mayor, más amable, que tenía una mirada como de malo de melodrama y que era aficionado a un ambientador que mezclaba el caramelo de cereza con el repelente para insectos. El autobús hacía su parada habitual en Westchester durante media hora, antes de retomar la autopista.
En cuanto me senté y acabé con mi gaseosa, mi pasta y mi revista, comenzaba a leer los relatos cortos de Antón Chéjov. Era mi ritual, y mi recompensa. Empecé a leer por donde lo había dejado la semana anterior, siguiendo la obra completa, volumen a volumen en la traducción inglesa de Constance Garnett. Y nunca pasaban más de una o dos páginas antes de que comenzara a pensar que las cosas tampoco iban tan mal. Los relatos no sólo eran profundos y hermosos, sino también cautivadores, de tal modo que para cuando acababa uno me encontraba, milagrosamente, media hora más cerca de casa. Y más que la distracción, sentía el tiempo transcurrido de forma tan poco dolorosa, tan sumamente grata. Me invadía una sensación de confort, como si, durante aquellos treinta minutos, hubiera viajado en una nave espacial y contemplado el mundo entero desde allí, lleno de pesadumbres, a la vez distintas y semejantes a las mías, pero también de promesas. Era como si se me hubiera concedido una suerte de inteligencia que me hacía capaz de abrazar a los conductores del autobús y a los yonquis de la estación, en una visión tan penetrante que me hacía seguir recordando a aquellos astronautas mucho después de que el fogoso trance acabara. Empecé a pensar que quizá no estaba todo perdido, que algún día podría servirme de lo que me estaba ocurriendo, incluso utilizar en alguna de mis obras aquella estación de autobús de New Rochelle.
Leyendo a Chéjov no es que me sintiera feliz, exactamente, pero sí tan cerca de la felicidad como sabía que podría estar. Y se me ocurrió pensar que en eso radicaba el placer y el misterio de la lectura, así como la respuesta a quienes dicen que los libros desaparecerán. Por ahora, los libros son todavía la mejor manera de llevar con nosotros el gran arte y su consuelo en un autobús.
En primavera, al final del mencionado curso, mis alumnos me preguntaron: Si tuviera una última cosa que decirles a propósito de la escritura, ¿qué diría? Estaban medio de broma, en parte porque para entonces ya sabían que siempre que les decía algo sobre la escritura —y a menudo cuando nos habíamos puesto a hablar de otro tema cualquiera— me las arreglaba para proponer salvedades e incluso contraejemplos que demostraban que lo contrario de lo expuesto también podía ser válido. Y sin embargo también estaban hablando medio en serio. Habíamos llegado lejos en aquella clase. De tanto en tanto, pareció como si, cada miércoles a las nueve de la mañana, todos estuviéramos naufragando juntos en una isla. Ahora querían un souvenir, un fragmento de concha marina que llevarse a casa.
Me parecía casi imposible sacar a relucir el más mínimo consejo. A menudo he querido mantenerme en contacto con los ex alumnos para decirles: «¿Recordáis tal y tal cosa que os dije? Bien, lo retiro, ¡estaba equivocada!». Teniendo en cuenta lo difícil que resulta sostener una declaración que sea verdadera, decidí que diría lo primero que se me pasara por la cabeza. Fue esto: «Lo más importante», les dije, «es la observación y la conciencia. Mantened los ojos abiertos, mirad con claridad, reflexionad sobre lo que veis, preguntaros a vosotros mismos lo que eso significa».
Después vinieron las salvedades y contraejemplos: no sugería que el arte deba ser necesariamente descriptivo, literal, autobiográfico o confesional. Tampoco debe descuidarse la imaginación como herramienta de investigación. «Las cosmicómicas», el relato de Italo Calvino sobre un tiempo imaginario en que la Luna podía alcanzarse con sólo usar una escalera desde la Tierra, siempre me ha parecido una obra de aguda observación y precisión. Aunque, si la «visión clara», literalmente hablando, fuera el único índice de la genialidad, ¿qué sería de Milton? De todas maneras, en muchos casos hay un hecho común: cuanto más amplia y profunda sea la capacidad de observación, mejor y más interesante y sincero será lo que uno escriba.
Mis alumnos me miraron y bostezaron. Era primera hora de la mañana; ya habían oído eso antes. Quizá no lo habría repetido, o repetido con semejante convicción si no hubiera estado leyendo todo el año a Chéjov, todas esas historias iluminadas por la observación profunda y amplia (a la vez compasiva y desapasionada) de la vida que conozco.
Ya he expuesto lo que los relatos de Chéjov habían supuesto para mí, sobre todo lo que me recordaban lo que me aportaban. Lo que quería añadir ahora es que, al cabo de un rato, empecé a presentir algo extraño. Acababa de explicar a un alumno del curso de escritura creativa que una de las razones por las que sus compañeros tenían problemas para distinguir a sus dos personajes era que se llamaban Miguel y Miquel. No era que los dos amigos del relato no pudieran tener nombres similares. Era que, sin otros rasgos distintivos, resultaba preferible (o más claro) utilizar otro nombre, como Pablo o Luis. El estudiante pareció satisfecho con esta simple solución a un problema difícil. Yo estaba contenta de haberle ayudado. Después, de nuevo en mi autobús de New Rochelle, empecé a leer «Los dos Volodias» de Chéjov.
En esta historia, una joven mujer llamada Sofía se convence a sí misma de que está enamorada de su anciano marido, Volodia, y luego se convence igualmente de que está enamorada de un amigo de la infancia, también llamado Volodia. Al final, la vemos consolada por una pseudo-hermana monja. Ésta le dice: «todo eso no tiene trascendencia, todo pasará y Dios lo olvidará todo». Que los dos hombres tengan el mismo nombre no es lo esencial de la historia. Aquí, como en toda la obra de Chéjov, no se da nunca un «propósito» exactamente. Estamos viendo, más bien, el interior del corazón de esta mujer y lo que ella considera «insoportable desgracia». Que estuviera enamorada (o no) de dos hombres llamados Volodia es una anécdota más en su vida.
La semana siguiente, le sugerí a otro estudiante que lo que hacía tan confuso su relato eran los múltiples cambios en el punto de vista. «Es sólo un cuento de cinco páginas», le dije. No el Ulises. Esa tarde leí «Gusev», de Chéjov, sobre un marinero que muere en el mar. La historia se narra al principio desde el punto de vista del marinero, luego cambia e inserta unos extensos diálogos entre éste y un moribundo. Cuando muere Gusev (otra «regla» que estuve encantada de no haber dicho a mis alumnos es que no se puede escribir una historia en la que el narrador o el personaje que ostenta el punto de vista muera), la perspectiva se traslada a los marineros que lo están echando al mar, luego a la del pez piloto que ve el cuerpo y después a la del tiburón que arriba para ver qué pasa, hasta que, finalmente, como me escribió una vez un alumno, nos da la sensación de que estamos mirando a través de los ojos de Dios. Es prácticamente imposible describir o sintetizar el final de este relato. Así que citaré los últimos párrafos para destacar algo que probablemente no necesita destacarse: lo mucho que se habría extraviado Chéjov si hubiera seguido las «reglas».
Desciende hacia el fondo del mar. ¿Llegará? Según los marineros, la profundidad del mar en estos parajes es de cuatro kilómetros.
A los veinte metros comienza a descender con más lentitud. Su cuerpo vacila, como si no se decidiese a continuar viaje. Al fin, arrastrado por la corriente, se encamina más bien hacia adelante que hacia lo hondo.
No tarda en tropezar con todo un rebaño de pececillos que se llaman pilotos. Cuando perciben el gran saco se detienen al punto, asombrados, y, como obedeciendo una orden, se vuelven todos a la vez y se alejan. Pero por poco tiempo; al cabo de algunos instantes reaparecen, caen, veloces como flechas, sobre Gusev y se agitan en torno suyo.
Minutos después se aproxima una enorme masa oscura. Es un tiburón. Lentamente, con flema, como si no se hubiera enterado de la presencia de Gusev, se coloca debajo del saco, de manera que Gusev queda sobre su lomo. Da varias vueltas en el agua con un placer visible y sin apresurarse abre la enorme boca, armada de dos filas de dientes. Los pilotos están encantados. Se mantienen un poco a distancia y contemplan con mirada atenta el espectáculo.
Después de divertirse un rato con el cuerpo de Gusev, el tiburón clava los dientes con suavidad en la tela del saco, que se desgarra en seguida de arriba abajo. Un pedazo de hierro cae sobre el lomo del tiburón, asusta a los pilotos y desciende rápido.
Mientras ocurre todo esto, en lo alto, en el cielo, allá donde se esconde el sol, se acumulan las nubes. Una de ellas parece un arco de triunfo; otra un león; otra, unas tijeras. De detrás de las nubes parte y llega a la mitad del cielo un amplio rayo verde; a poco, junto a él, surge un rayo violeta, y después uno de oro, uno rosa. El cielo se torna de un color de lila muy pálido. Ante este cielo espléndido, el océano se oscurece al principio; pero no tarda en teñirse a su vez de colores suaves, alegres, vivos y tan bellos que no hay nombres para designarlos en nuestra pobre lengua humana.
También por aquel entonces había dicho en clase que lo ideal es tener alguna noción acerca de quién o de qué tratan nuestras historias (en otras palabras, como se dice a menudo en los talleres, de quién o de qué es la historia). «Poner al lector en conocimiento de esto», dije, «no implicaba darle mucho». Un poco de claridad en el punto de vista no cuesta nada al escritor, pero compensa al lector cien veces. También por esa época leí por primera vez «En el barranco», un relato en el que no nos damos cuenta de que la protagonista es una campesina llamada Lipa hasta casi la mitad del texto. Además, la historia arranca con la muerte de un bebé, justo el tipo de incidente que aconsejo a mis alumnos que eviten porque a partir de ahí resulta muy difícil escribir bien y sin sentimentalismos. Aquí (no tengo argumento pedagógico para citar este fragmento; sólo lo incluyo porque me parece admirable) sigue la escena, extraordinariamente encantadora, en que Lipa juega con su hijo.
Lipa sólo se ocupaba de jugar con su hijo, que había nacido antes de cuaresma. Era una criatura tan pequeña, enjuta y lamentable, que resultaba sorprendente que gritara, que mirara, e incluso que se le considerara una persona y se le hubiera dado el nombre de Nikífor. Cuando descansaba en la cuna, Lipa se acercaba a la puerta e, inclinándose, le decía:
—¡Hola, Nikífor Anísimich!
Y corría hacia él y le besaba. Luego se apartaba hasta la puerta, volvía a inclinarse y repetía:
—¡Hola, Nikífor Anísimich!
Entonces el niño levantaba sus piernecitas sonrosadas y su llanto se entremezclaba con las risas, como sucedía con el carpintero Elizárov.
Para entonces entendí que había aprendido una lección. Comencé a pedir a mis alumnos que leyeran a Chéjov en lugar de escucharme a mí. Llegué a invocar el nombre de Chéjov tantas veces y tan a menudo que una contrariada alumna me acusó de intentar hacerla escribir como Chéjov. Llegó y me dijo que le ponía enferma, que muchísimos escritores eran mejores que él; y, cuando le pregunté quiénes, me mencionó a Thomas Pynchon. Le respondí que creía que ambos eran muy buenos escritores, ahogando el poderoso deseo de salir corriendo al vestíbulo y hacer una encuesta a toda la facultad sobre quién era mejor, deseo que contuve (o eso querría pensar) porque la lectura de Chéjov no sólo me había iluminado, sino que también me había concedido humildad.
Sin embargo, quedaban algunas cosas más que sí creía saber. Unas semanas después, le sugerí a otro estudiante que debería reconsiderar el final de su relato: exactamente en el último párrafo el personaje cogía un revólver y se volaba la tapa de los sesos sin motivo aparente. No era que algo así no pudiera ocurrir, pero se me antojaba tan inesperado, tan melodramático. Quizá si preparara un poco al lector, aunque sólo fuera levemente, e insinuara que, si no es que estaba pensando en suicidarse, por lo menos su personaje era capaz de llevarlo a cabo. Horas después iba en el autobús y leía el final de «Volodia»:
Volodia se metió el cañón del revólver en la boca, sintió algo así como un gatillo o un muelle que rozaba sus dedos y lo apretó...
Notó que sobresalía aún algo y volvió a apretar. Luego se sacó el cañón de la boca y lo limpió con la chaqueta y examinó el bloqueador con atención.
Era la primera vez en su vida que cogía un revólver...
—Me parece que hay que levantar esto... —reflexionó—. Sí, así debe ser.
Agustín Míhalítch entró en el cuarto general contando entre risotadas algo muy gracioso. Volodia volvió a meterse el cañón en la boca, lo sujetó con los dientes y apretó fuerte el muelle con los dedos...
Sonó un tiro... Sintió un golpe terrible en la cabeza y cayó boca abajo sobre la mesa entre los frascos y las botellas. En aquel momento vio ante sí la imagen de su padre, igual que como estaba en Mentón, con un sombrero alto y una gasa negra alrededor, llevaba luto por una señora desconocida; le agarró por las manos y los dos cayeron de cabeza en el foso oscuro y profundo...
Luego todo se borró confusamente ante sus ojos.
Hasta ese momento no se nos ha dado ninguna señal de que el jovencito Volodia estuviera atormentado por algo distinto que la perspectiva de los exámenes y un adolescente enamoramiento de una mujer mayor que él. Tampoco se nos ha dicho demasiado sobre su padre; sólo que Volodia culpa a su frívola madre de haber derrochado el dinero del progenitor.
Lo que parecía dirimirse aquí era algo mucho más serio que un simple asunto de similitud de nombres propios o de excesiva multiplicación de perspectivas. Como sabe todo aquel que ha asistido a clases de escritura, el punto de partida de todos los trabajos es la motivación: nos quejamos, criticamos, decimos que no entendemos por qué este o aquel personaje dice o hace algo. Como los «actores de método», preguntamos: «¿cuál es el motivo?». Por supuesto, todo esto se apoya en la cómoda suposición de que las cosas, en la ficción como en la vida, se hacen por una razón. Sin embargo, aquí estaba Chéjov diciéndonos que, como podíamos ver, la gente a menudo hace cosas terribles e irrevocables sin tener una buena razón para ello.
Todavía no había asimilado esta crítica cuestión cuando cayó en mis manos «Una historia aburrida», un relato que me convenció de que no sólo había estado sobrevalorando sino también simplificando en exceso la profundidad y complejidad de la motivación. ¿Cómo podía haber exigido un conocimiento exacto de cuáles eran los sentimientos de cierto personaje respecto de otro cuando, como revela el narrador de «Una historia aburrida» en cada página, nuestros propios sentimientos resultan elusivos, cambiantes, contradictorios, ocultos incluso para nosotros mismos bajo los más ingeniosos disfraces?
Chéjov me estaba enseñando a enseñar, y yo todavía era un aprendiz lento. Los errores y las revelaciones prosiguieron. Yo había supuesto siempre, e incluso probablemente había dicho alguna vez, que la demencia no era un estado precisamente feliz. En general, tal vez esto sea cierto, pero, como Chéjov nos recuerda siempre, lo «general» no es «todo».
Para Kovrin, el protagonista de «El monje negro», las imaginarias apariciones de un monje legendario suponen para él los más dulces y gratos momentos de su insatisfactoria vida. Todos asumiríamos que, tanto en la vida como en la ficción, un personaje demente suele «actuar» como un loco o al menos hacer algo que denote cierto grado de desequilibrio. No sucede esto con Kovrin, quien, al margen de sus alucinaciones y de un caso juvenil de «dolor de nervios», es un profesor universitario, un marido, un miembro activo de la sociedad, un hombre cuya conciencia de la propia «mediocridad» sólo encuentra alivio en las conversaciones con el fantasmagórico monje, quien le asegura que es un genio.
Al leer otro relato del maestro ruso, «El marido», recuerdo que me pregunté: ¿a dónde lleva una historia en la que todo está corrompido, todos los personajes son malísimos y no ocurre mucho más ni cambia nada? En «El marido», Shalikov, el recaudador de impuestos, mira a su mujer disfrutando de un placentero momento mientras baila en una fiesta; entonces le sobreviene un ataque de celos y la obliga a dejar el baile y regresar a la prisión de su vida en común. El relato acaba así:
Anna Pavlovna andaba penosamente ... Aún bajo la impresión del baile, de la música, de las conversaciones, del brillo y del ruido, se preguntaba, mientras caminaba, por qué Dios la castigaría.
Amargada, oprimida y dolida por el odio con que escuchaba los pasos de su marido, guardaba silencio esforzándose en encontrar las palabras más mordaces, más venenosas para decírselas, pero reconociendo al mismo tiempo que no habría palabra que le hiriera. ¿Qué eran las palabras para él? ¡Situación más desamparada no hubiera podido inventarle el peor enemigo! Mientras tanto, retumbaba la música, y música y oscuridad estaban llenas de los sonidos más encendidos, más imitadores a la danza.
El motivo final (y, de nuevo, no existe una «finalidad» convencional) es que en sólo unas pocas páginas la cortina que oculta esas vidas compartidas ha sido descorrida, mostrándonos a ambos con toda su impotencia, su rabia y su rencor. Así se nos muestra cómo sus vidas siguen sin cambio alguno, de modo que ¿por qué tendría la ficción que insistir en que las cosas siempre podrían ocurrir al revés?
Y, por último, esta revelación: un día, con un razonable grado de irritación, dije en el aula que los sufrimientos de los pobres son más convincentes y más dignos de nuestra atención que los vagos descontentos de los ricos. Así que me llevé cierto disgusto cuando leí «El reino de una mujer», un sutil y conmovedor relato sobre una mujer rica y solitaria (dueña de una fábrica, nada menos) que se siente atraída por su capataz hasta que un fortuito comentario de un miembro de su clase social la hace despertar y comprender la imposibilidad de la situación. En cuanto acabé de leer el relato, sentí que había sido retada a cuestionarme no sólo mis más inconsistentes explicaciones sobre la ficción, sino también mis más básicas suposiciones sobre la vida. La verdad no era si no lo que Chéjov había visto y lo que, de alguna manera, y a pesar de toda mi fantástica charla sobre la observación, yo había pasado por alto: si uno le hace un corte a una mujer rica, ésta sangra exactamente igual que la pobre. Lo cual no implica que Chéjov no supiera lo que sí sabía bien: siendo el mundo como es, los pobres sufren cortes más profundos y más a menudo.
Y ahora, ya que hablamos de la vida, una breve digresión sobre Chéjov. Para cuando este escritor ruso murió de tuberculosis a la edad de cuarenta y cuatro años, había escrito, además de sus obras teatrales, unos seiscientos relatos cortos. Chéjov fue también médico, supervisó la construcción de hospitales y escuelas, fue miembro activo del Teatro del Arte de Moscú, se casó con la famosa actriz Olga Knipper, visitó también la prisión tristemente célebre de la isla de Sajalín, sobre la que escribió un libro. Una vez, cuando le preguntaron sobre su método de escritura, Chéjov cogió un cenicero: «Éste es mi método de composición», dijo, «Mañana escribiré un relato titulado "El cenicero"».
Su correspondencia está plagada de reflexiones inmensamente reveladoras y útiles sobre la escritura en general y, concretamente, sobre la necesidad de objetividad por parte del escritor: la importancia de observar con claridad, sin juzgar y, ciertamente, sin prejuzgar, la necesidad de que el escritor sea un «observador imparcial».
Que el mundo «está lleno de bribones y bribonas» es un hecho. La naturaleza humana es imperfecta, de modo que sería extraño que sobre la faz de la tierra sólo hubiera hombres justos. Creer que el objetivo de la literatura consiste en separar «el grano» de la paja de los granujas significa negar la literatura misma. La literatura artística se llama así precisamente porque pinta la vida como es en realidad. Su fin es la verdad incondicional y honrada. Reducir su función a una especialidad como la de separar el grano de la paja sería tan perjudicial para ella como obligar a Isaac Levitan a pintar un árbol ordenándole que no reprodujera la corteza embarrada y las hojas marchitas. Sí, estoy de acuerdo, el grano es una cosa excelente, pero el escritor no es un pastelero ni un perfumero ni un juglar; es un hombre comprometido, vinculado al sentimiento de su deber y de su conciencia; una vez que ha empezado, debe llegar hasta el final y, por mucho que le repugne, tiene que vencer su disgusto y manchar su imaginación en el barro de la vida... En definitiva, es como un simple cronista. ¿Qué diría usted de un cronista que por delicadeza o por complacer a los lectores sólo describiese alcaldes honrados, mujeres sublimes y ferroviarios virtuosos?
Para un químico no hay nada sucio en la tierra. El escritor debe ser igual de objetivo.
Me parece que no corresponde a los literatos resolver problemas como el de Dios, el pesimismo, etcétera. La tarea del narrador consiste únicamente en retratar a quienes han hablado o meditado sobre Dios o sobre el pesimismo, así como el modo y las circunstancias en que lo han hecho. El artista no debe convertirse en juez de sus personajes ni de sus palabras, sino en un testigo desapasionado.
Tiene usted razón cuando exige del artista la conciencia de la propia labor, pero confunde usted dos conceptos: la solución del problema y su planteamiento justo. Para el artista sólo este último es obligatorio.
Me reprocha usted mi objetividad y la llama indiferencia ante el bien y el mal, me acusa de falta de ideales y de ideas, etcétera. Querría que yo, al describir los ladrones de caballos, dijera: «Robar caballos está mal». Pero eso ya se sabe desde hace mucho tiempo, sin necesidad de que yo lo diga. Que los juzguen los jurados, a mí sólo me compete mostrarlos como son. Escribo: «Tiene que vérselas con ladrones de caballos; sepa que no son mendigos, sino gente acomodada, gente de iglesia, y que robar caballos no es un simple hurto, sino una pasión». Cierto, sería agradable conciliar el arte con la predicación, pero en mi caso es bastante difícil, si no imposible, por motivos técnicos. En realidad, para describir en setecientas líneas a los ladrones de caballos, debo hablar, pensar y sentir a su modo todo el tiempo; si además recurro a la subjetividad, las imágenes perderán su nitidez y el cuento no saldrá compacto, cualidad indispensable de cualquier cuento más bien breve. Cuando escribo, confío plenamente en que el lector añadirá por su cuenta los elementos subjetivos que faltan en el cuento.
Y, ahora, una última cita, con la que, dada mi demostrada tendencia a hacer declaraciones de las que tengo que retractarme una semana después, me afecta con particular intensidad:
Las personas que escriben, y los artistas en particular, deben reconocer que en este mundo no hay modo de entender nada... La gente cree saberlo y comprenderlo todo; y cuanto más tonta es, más vasto parece su horizonte. Pero si el artista, al que la gente cree, tuviese el valor de afirmar que no comprende nada de lo que ve, demostraría un gran conocimiento y daría un gran paso en el campo del pensamiento.
Cada gran escritor es un misterio, si bien sólo algunos aspectos de su talento permanecen para siempre inefables, inexplicables y asombrosos. El transparente conjunto humano de la imaginación de Dickens, la fantástica arquitectura que despliega Proust a partir de una pequeñísima y minuciosa observación momentánea. Todos podríamos preguntarnos: «¿cómo se hace eso?». Desde luego también hay que considerar que los distintos rasgos de una obra pueden desconcertar o entusiasmar por igual a diferentes personas. Para mí, el misterio de Chéjov radica sobre todo en el conocimiento: ¿cómo llega a saber tanto? Conoce todo aquello que nosotros nos enorgullecemos de haber aprendido, y mucho más. «La onomástica», un relato sobre una mujer preñada, está lleno de observaciones sobre el embarazo que yo tenía por secretos sólo accesibles a las mujeres embarazadas.
El segundo misterio es cómo, sin ser nunca directo, Chéjov es capaz de comunicar el hecho de que no describe el mundo, ni cómo debería ver la gente el mundo, ni cómo ve él el mundo, sino sólo aquél que unos y otros personajes habitan en cierto momento. Cuando los personajes son poco atractivos, nunca entrevemos al autor ocultándose detrás de ellos, mirándolos furtivamente como si dijera: «¡éste no soy yo, no soy yo!». Nunca nos da la sensación de que Gurov, el protagonista de «La señora del perro», sea Chéjov, aunque, por lo que sabemos, podría haberlo sido. Más bien percibimos que estamos viendo la vida de Gurov, y su transformación. Como escribió en sus cartas, Chéjov está siempre trabajando de lo particular a lo general.
Pero, para mí, el mayor misterio es esa cuestión a la que también alude en su correspondencia: la necesidad de escribir sin juzgar. Evitar decir «Robar caballos está mal». No erigirse en juez de los personajes de uno mismo y de sus conversaciones, sino convertirse más bien en su observador imparcial. Probablemente Chéjov no vivió sin juzgar. No sé si existe alguien así, o incluso si es posible que exista, fuera de las personas psicóticas y los monjes zen, que se han entrenado para mantenerse ajenos a toda reflexión, moral o de otro tipo. Mi impresión es que vivir sin juzgar quizá no sea una buena idea. Tampoco al escritor se le exige nada de esto. Balzac juzgaba a todo el mundo y casi todo el mundo le decepcionó; la insignificancia de ellos y la indignación de sí mismo forman parte de la grandeza de su obra. Pero en lo que Chéjov creyó e investigó más allá que otro escritor cualquiera en quien yo pueda pensar es en que el juicio y prejuicio no tenían cabida en cierto tipo de arte literario. De aquí que, por razones que todavía no puedo explicarme muy bien, su obra me conforte de un modo imposible en Balzac.
Antes de acabar este capítulo, me gustaría citar un resumen de la lectura que hizo Vladimir Nabokov del relato «La señora del perro»:
Todas las reglas tradicionales de la narrativa han sido quebrantadas en esta maravillosa historia de veintitantos páginas. No hay un problema, no hay un verdadero clímax, no hay un punto final. Es una de las más grandes historias que se han escrito jamás.
Vamos a repetir los distintos elementos que son típicos de este y otros cuentos de Chéjov.
Primero: La historia está contada con la mayor naturalidad, no de sobremesa y junto a la chimenea como en el caso de Turguenev o de Maupassant, sino como cuando una persona le va contando a otra las cosas más importantes de su vida, despacio pero sin interrupción, en voz más bien baja.
Segundo: La caracterización, exacta y rica, está lograda mediante la selección cuidadosa y la distribución atenta de algunos rasgos mínimos pero sorprendentes con un absoluto desdén de la descripción sostenida, la repetición y el marcado énfasis de los autores corrientes...
Tercero: No hay una moraleja ni un mensaje particulares.
Cuarto: La historia está basada en un sistema de olas, en las tonalidades de tal o cual estado de ánimo... En Chéjov lo que tenemos es un mundo de ondas en vez de partículas de materia.
Sexto: En realidad la historia no termina, porque mientras las personas sigan vivas no hay conclusión posible y definida de sus conflictos, sus esperanzas o sus sueños.
Séptimo: El narrador parece poner mucho empeño en aludir a minucias, que en otro tipo de relato funcionarían como postes indicadores que denotasen giros de la acción... Pero precisamente porque estas minucias carecen de contenido son importantísimas para reflejar el ambiente real de la historia.
Permítaseme que añada aquí una frase que me parece particularmente significativa (y que Nabokov incluye en su punto quinto): «En realidad sentimos ... que, para Chéjov, lo elevado y lo bajo no son distintos, que la tajada de sandía, el mar color lila y las manos del gobernador son puntos esenciales de "la belleza más compasión" del mundo». Y lo que yo añadiría es que cuanto más leemos a Chéjov, más intensamente percibimos esto. Muchas veces he pensado que los relatos de Chéjov no deberían leerse por separado, sino como piezas independientes que forman un todo, porque, como la vida misma, ofrecen visiones contradictorias y puntos de vista opuestos. Leyéndolos, pensamos: ¡qué amplitud tiene la vida!, ¡cuántas formas de vivirla! En este mundo, en que todo puede suceder, ¡cuánto puede ocurrir! Nuestra vida entera puede cambiar en un sólo momento. O bien: nada cambiará nunca (especialmente el hecho de que el mundo y el corazón humano serán siempre más anchos y profundos que cualquier cosa que podamos desentrañar).
Y esto es lo que he llegado a pensar sobre lo que aprendí, lo que enseñé y lo que tendría que haber enseñado. «¡Esperad!», podría haberles dicho a aquellos alumnos. «¡Volved! Me he equivocado. Olvidad la observación, la conciencia, la visión clara. Olvidad la vida. Leed a Chéjov, leed sus historias. Admitid que no comprendéis nada de la vida, nada de lo que veis. Después, salid y contempladlo.»