2 Las palabras
CUANDO ERA NIÑA, TUVE UN profesor de piano que intentaba incentivar a sus estudiantes mediante un sistema de recompensas. Memorizar una sonatina de Clementini o acabar las lecciones de un libro de teoría nos hacía ganar cierto número de estrellas que se iban sumando hasta alcanzar el gran premio: un pequeño busto de escayola en crudo de algún compositor famoso, como Bach, Beethoven o Mozart.
La idea, supongo, era que, una vez obtenidas, pusiéramos aquellas estatuillas sobre el piano a modo de altar al que ofrendaríamos nuestros ejercicios de dedos con la vaga esperanza de ganarnos la aprobación de aquellos hombres muertos. Yo estaba fascinada con sus emperifolladas pelucas y su severa expresión (en el caso de Chopin, más bien soñadora). Eran como calcáreas muñecas sin cuerpo a las que no podía imaginarme vistiendo y desvistiendo.
Desgraciadamente para mi profesor de piano y para mí misma, no me importaba demasiado obtener la aprobación de aquellos compositores muertos, quizá porque sabía de antemano que nunca lo conseguiría.
Mi panteón privado no estaba hecho de compositores, sino de escritores: P. L. Travers, Astrid Lindgren, E. Nesbit..., los ídolos de mi infancia. Fue su aprobación la que siempre deseé, fueron ellos la compañía que siempre quise tener flotando a mi alrededor, ofreciéndome algo en qué pensar durante aquellas aburridas clases prácticas de piano. Con el paso del tiempo, los miembros de mi panteón literario han ido cambiando. Pero nunca he dejado de tener presente la imagen de un Tólstoi o una George Eliot asintiendo o frunciendo el ceño ante mi obra, volteando sus pulgares hacia arriba o hacia abajo.
He escuchado a otros escritores hablar de esa sensación de estar escribiendo para un público lector compuesto en parte por personas ya desaparecidas. En su libro de memorias Contra toda esperanza: memorias, Nadezda Mandelstam describe cómo su marido, Osip Mandelstam, y su amiga y colega, la poeta Anna Andreevna Ajmátova participaron en una suerte de comunión cósmica con sus predecesores:
Tanto Ajmátova como Mandelstam tenían la sorprendente habilidad de salvar, en cierto modo, las barreras del tiempo y el espacio al leer la obra de poetas ya muertos. Por su naturaleza, semejante lectura es generalmente anacrónica, pero a ellos les permitía entablar relaciones personales con el poeta en cuestión. Equivalía a conversar con los desaparecidos hacía tiempo. Por el modo en que saludaba a sus colegas los poetas de la Antigüedad en el Inferno, Mandelstam sospechaba que también Dante poseía esa habilidad. En su artículo «Sobre la naturaleza de la palabra», menciona a Bergson, que busca el vínculo entre fenómenos similares separados únicamente por el tiempo (del mismo modo, pensaba él, uno puede buscar amigos y aliados a través de las barreras de tiempo y espacio). Eso lo había comprendido probablemente Keats: también él quería encontrar en una taberna a todos sus amigos vivos y muertos.
Al resucitar a figuras del pasado, Ajmátova se interesaba por el modo en que vivían, por sus relaciones con los demás. Recuerdo cómo ella trajo a la vida a Shelley para mí (éste fue, por así decirlo, su primer experimento de esta índole). Luego empezó un período de relación con Pushkin. Con la meticulosidad de un detective o de una mujer celosa, descubría todo sobre cuantos estaban en torno de él; indagaba en sus motivos psicológicos y le daba la vuelta como a un guante a toda mujer a la que él hubiera simplemente sonreído.
Así que, ¿con qué escritores querríamos nosotros tener ese tipo de comunión intemporal? Las hermanas Brontë, Dickens, Turguenev, Woolf... (la lista sería lo bastante larga como para alimentar una vida entera de sólidas lecturas). Hay que asumir que si la obra de un escritor ha sobrevivido durante siglos es por alguna razón y que esos motivos no tienen nada que ver con una conspiración urdida por los académicos a fin de resucitar a un ejército zombi formado por muertos varones y blancos. Por supuesto, en eso intervienen las preferencias personales. No todos los grandes escritores nos deben parecer grandes a cada uno de nosotros, aunque hayamos intentando descubrir sus virtudes en incontables ocasiones y con gran empeño. Sé, por ejemplo, que Trollope es considerado un brillante novelista, pero yo nunca he comprendido muy bien qué tienen sus obras como para granjearse admiradores tan fervientes. Además, nuestros gustos cambian a medida que cambiamos y envejecemos nosotros mismos, así fue quién sabe si, quizá en unos pocos meses más o menos, yo también podría llegar a tener a Trollope entre mis escritores favoritos.
Parte de la tarea del lector es descubrir por qué ciertos escritores perduran. Esto puede requerir algún tipo de reinstalación en el sentido de desenchufar esa conexión que nos hace pensar que hemos de tener una opinión acerca de determinado libro y reconectar ese otro cable que, sencillamente, nos permite entender la lectura como algo capaz de conmovernos y deleitarnos. Nos estaríamos haciendo un flaco servicio a nosotros mismos si limitásemos nuestras lecturas a aquellas prometedoras estrellas cuyos contratos de seis cifras y dos volúmenes parecieran indicarnos hacia dónde se debería dirigir nuestra propia obra. No digo que no se deba leer a tales escritores, algunos de los cuales son excelentes y merecen su fama. Sólo apunto aquí que ellos representan un punto al final de la larga, gloriosa y compleja oración con que se ha escrito la literatura.
Con tantas lecturas por delante, la tentación podría ser la de acelerarse. Pero, de hecho, resulta esencial ir despacio y leer cada palabra. Porque una de las cosas importantes que pueden aprenderse de la lectura pausada es el hecho, aparentemente obvio pero curiosamente infravalorado, de que el lenguaje es el material que usamos los escritores para crear, de la misma manera que los músicos usan las notas y los pintores emplean las pinturas. Acepto que esto pueda parecer demasiado evidente, pero llega a sorprender lo fácilmente que perdemos de vista que las palabras son la materia prima con que se confecciona la literatura.
Todas las páginas fueron alguna vez páginas en blanco y, consecuentemente, cada palabra que hay ahora en ellas no siempre estuvo allí; además, cada una de esas palabras refleja el resultado final de incontables deliberaciones, grandes y pequeñas. Todos los elementos de una buena escritura dependen de la habilidad del escritor a la hora de escoger unas palabras y no otras. Lo que capta y mantiene nuestro interés tiene que ver en gran medida con esas elecciones.
Una manera de obligarse uno mismo a ir despacio y detenerse en cada palabra es preguntándose qué clase de información transmite cada una de ellas (así como la elección de cada palabra). Leer con este precepto en mente nos permite considerar la riqueza informativa que proporciona el primer párrafo del relato «Un hombre bueno es difícil de encontrar», de la escritora Flannery O'Connor:
La abuela no quería ir a Florida. Quería visitar a algunos de sus conocidos en el este de Tennessee y no perdía oportunidad para intentar que Bailey cambiase de opinión. Bailey era el hijo con quien vivía, su único muchacho. Estaba sentado en el borde de la silla, a la mesa, reclinado sobre la sección deportiva del Journal.
—Mira esto, Bailey —dijo ella—, mira esto, léelo.
Y se puso en pie, con una mano en la delgada cadera mientras con la otra golpeaba la cabeza calva de su hijo con el periódico.
—Aquí, ese tipo que s'hace llamar el Desequilibrado s'ha escapao de la Penitenciaria Federal y se encamina a Florida, lee aquí lo que hizo a esa gente. Léelo. Yo no llevaría a mis hijos a ninguna parte con un criminal d'esa calaña suelto por ahí. No podría acallar mi conciencia si lo hiciera.
La asertiva primera oración difícilmente podría ser más clara: sujeto, verbo, infinitivo, complemento preposicional. No hay ningún adjetivo ni adverbio que nos distraiga del asunto principal. ¡Pero cuánto contenido hay en estas siete sencillas palabras!
Aquí, como en los inicios de muchos relatos y novelas, se nos enfrenta a una importante elección que el escritor de ficción necesita hacer: la cuestión de cómo bautizar a sus personajes. ¿Juan, Juan Pérez, señor Pérez? O, en este caso, abuelita o abuelita Pérez (aunque nadie en este relato tiene apellidos) o, por decir algo, Irene o Irene Pérez o señorita Pérez, o bien cualquier término entre la miríada de tratamientos susceptibles de establecer un mayor o menor grado de distanciamiento o simpatía entre el lector y la anciana.
Llamarla «la abuela» la reduce de inmediato a su rol familiar, como ocurre con su nuera, a la que O'Connor sólo menciona como «la madre de los niños». Al mismo tiempo, dicho tratamiento le proporciona un arquetipo (como al «Desequilibrado»), un rol mítico que la eleva y que hace que nosotros evitemos una familiaridad excesiva con esta mujer cuyo nombre nunca sabremos, incluso cuando la escritora está preparando nuestros corazones para que se rompan en el momento crítico, al cual el conjunto de su propia vida y los acontecimientos del relato han conducido a la abuela. «La abuela no quería ir a Florida.» La primera oración es una negativa, que, con su extrema simplicidad, enfatiza la fuerza con la que la anciana está ahondando en sus demonios personales. Es un acto concentrado de voluntad negativa, un acto que después entenderemos en todo su trágico desvarío —es decir, la locura de intentar cumplir nuestros propios deseos cuando la fatalidad o el destino (o como O'Connor habría dicho, Dios) tienen otros planes para nosotros—. Finalmente, la pertinente austeridad de la construcción de la oración le proporciona una suerte de autoridad que (como en la primera frase de Moby Dick: «Llamadme Ismael») nos hace sentir que el autor o autora tiene el control de las cosas, una suerte de autoridad que nos arrastra más al fondo del relato.
La primera parte de la segunda oración («Quería visitar a algunos de sus conocidos en el este de Tennessee») nos sitúa geográficamente en el sur de Estados Unidos. Y, entonces, una palabra, «conocidos» (como opuesto a parientes, familia o gente) revela ese concepto de marchita elegancia que la abuela tiene de sí misma, como si su vida hubiera ido a menos, una casi ilusa imagen de sí misma que, como las ilusiones de otros personajes de O'Connor, contribuirá a su perdición.
La segunda parte de la oración («y no perdía oportunidad para intentar que Bailey cambiase de opinión») capta nuestra atención mucho más poderosamente que si O'Connor hubiera escrito, pongamos por caso, «consideraba cada opción». Callada y sucintamente, el verbo nos telegrafía tanto la ferocidad de la abuela como la pasividad de Bailey, «el hijo con quien vivía, su único muchacho», una cláusula que transmite su situación doméstica a la vez que esa mezcla de dominio infantilizador y ternura que experimenta la abuela hacia su hijo. La palabra muchacho tendrá una trágica resonancia después. «¡Muchacho Bailey!»2 gritará la anciana después de que su hijo haya sido asesinado por el Desequilibrado, el cual está ya a punto de aparecer en las páginas del periódico con el que la abuela está «golpeando» sobre la calva de su hijo. Mientras tanto, la paradoja de un muchacho calvo y supuestamente de mediana edad nos conduce a sacar ciertas y precisas conclusiones sobre ese universo familiar.
El Desequilibrado «s'ha escapao» (aquí tenemos una de las expresiones con las que O'Connor transmite el ritmo y el sabor del dialecto local, sin someternos a los molestos apostrofes, etcétera). Las oraciones finales del párrafo comentado («Yo no llevaría a mis hijos a ninguna parte con un criminal d'esa calaña suelto por ahí. No podría acallar mi conciencia si lo hiciera») resumen el cómico aunque exasperante carácter manipulador de la abuela. Hará uso de cualquier argumento, incluso un imaginado encuentro con un criminal fugado, para hacer que las vacaciones familiares previstas en Florida se trasladen al este de Tennessee. Su aparentemente improbable fantasía de encontrarse con el Desequilibrado podría hacer que nos viéramos reflejados en ese peculiar egocentrismo y narcisismo de las personas que siempre están convencidas de que, aunque minúscula, la bala extraviada, perdida, acabará encontrándolas precisamente a ellas de una u otra manera. Mientras tanto, de nuevo en virtud de la elección de las palabras, la oración final está ya aludiendo a cuestiones de conciencia, de moralidad: el espíritu y el alma que revelarán que están, ellos mismos, en el corazón del relato de O'Connor.
Dadas las dimensiones de Estados Unidos, nos da la sensación de que los personajes no tendrán muchas posibilidades de tropezarse con el criminal contra el que tanto los previene la abuela. Y, sin embargo, podemos recordar aquel comentario de Chéjov que decía que ese revólver que vemos sobre la mesa en la primera escena será probablemente disparado al final de la obra. Entonces, ¿qué va a pasar? Este corto pasaje nos ha acomodado ya dentro de un mundo realista, pero, al mismo tiempo, más allá de la lógica común, y nos ha introducido en una narrativa que seguiremos desde su introducción de la misma manera inexorable en que la abuela está destinada a encontrarse con la fatalidad, una fatalidad (lo sospechamos) que involucrará al Desequilibrado. Sintético y elaborado, altamente concentrado, un modelo de concentración del cual sería difícil extirpar una sola palabra, este simple pasaje logra ser todo esto y más, ya que siempre se podrían encontrar en él otras finezas y complejidades obvias sólo para cada lector en particular.
Simplificar el análisis no será suficiente si esperamos extraer alguna enseñanza de lo que las palabras del escritor nos pueden revelar acerca del uso del lenguaje. Además, la lectura rápida (para descubrir las tramas, ideas e incluso las verdades psicológicas que un relato revela) puede constituir incluso una traba en los casos en que las revelaciones más decisivas se encuentran en los espacios situados entre las palabras, en aquello que ha sido omitido. Este caso es evidente ya en el inicio del relato «Las hijas del difunto coronel», de Katherine Mansfield:
La semana siguiente fue una de las más atareadas de su vida. Incluso cuando se acostaban, lo único que permanecía tendido y descansaba eran sus cuerpos; sus mentes continuaban imaginando cosas, hablando de las cosas, interrogándose, decidiendo, intentando recordar dónde...
De nuevo, el relato comienza con una sencilla oración asertiva que transmite una sensación de competencia y control: está a punto de ser narrada una historia por alguien que sabe lo que hace. Pero, si la leemos de corrido podríamos no apercibirnos de un detalle: que falta el complemento para el adverbio «después», equivalente al adjetivo siguiente. Es decir, la semana después... ¿de qué?, la semana siguiente ¿a qué? Nuestras heroínas —dos hermanas (Josephine y Constantia) a las que aún no conocemos y que no han sido nombradas ni aludidas más que como ellas— no pueden facilitarnos las palabras necesarias, después del funeral de su padre, porque ellas todavía no han sido capaces de asumir que haya ocurrido de verdad ese crucial y terrible suceso. Sencillamente, no pueden concebir que su temible y tiránico padre, el difunto coronel, se haya ido para siempre y no pueda ya dictarles exactamente lo que harán, sentirán y pensarán en todo momento día tras día.
Al omitir el complemento u objeto de ese siguiente (o ese «después») en la primera frase del relato, Katherine Mansfield establece las reglas o la falta de reglas que permiten a la historia adoptar un distanciado punto de vista en tercera persona junto a una fluidez que le facilita penetrar en los polvorientos y particulares recovecos de las mentes de estas dos hermanas. La segunda y última oración de este fragmento está repleta de gerundios (imaginando, hablando, interrogándose, decidiendo, intentando recordar) que describen más el pensamiento que la acción, hasta que la oración se agota en sí misma y se va apagando en una elipsis que refleja ese callejón sin salida al que se verán abocadas ambas hermanas en última instancia por intentar dar demasiadas vueltas a las cosas.
Estas dos discretas oraciones nos han metido ya en el reino paradójicamente rico y claustrofóbico (el del mundo interior y exterior de las hermanas) en el que tiene lugar la historia. Esas frases nos permiten ver su mundo desde una perspectiva tan objetiva y, a la vez, tan estrechamente identificada con estos dos personajes (¿niñas o mujeres?) que cualquier cosa relacionada con sus actos (reírse tontamente, agitarse en sus camas, preguntarse por el pequeño ratón que corretea por su habitación) nos hace pensar que podrían en efecto ser unas niñas, hasta que, casi cinco páginas después, la criada, Kate, entra en el comedor y, sólo con dos palabras, nos deslumbra con un violento destello que revela la verdadera edad de esos dos «vejestorios»:
Y la joven y orgullosa Kate, la princesita encantada, entró a ver qué querían ahora aquellos vejestorios. Les retiró descaradamente los platos en
los que les había servido no se sabía qué y plantó ante ellas un mejunje pastoso y blanquecino.
(Nótese también con qué ingenio y economía de medios ese «mejunje pastoso y blanquecino» hace que el estado mental de los «vejestorios» se refleje en él.)
Mansfield es una de esas estilistas cuyos libros puede uno abrir en cualquier página para descubrir alguna inspirada elección de palabras. Aquí, las hermanas escuchan una música de organillo que llega de afuera, desde la calle, y por vez primera se dan cuenta de que no tendrán ya que pagar al organillero para que se vaya, como otras veces, puesto que su música no podrá ya molestar a Padre. «Una perfecta cascada de notas burbujeantes brotó del organillo, notas redondas, relucientes, que se esparcían despreocupadamente.» Y cuán precisas e imaginativas son las palabras con las que se habla de la antigua enfermera de Padre, la cual se ha quedado en la casa tras su muerte. Los modales de la enfermera Andrews en la mesa preocupan y molestan a las hermanas, que de repente caen en la cuenta de que no tienen la menor idea de cómo van a sobrevivir, económicamente, sin su padre:
La enfermera era terrible con la mantequilla. La verdad es que debían reconocer que, por lo menos en lo de la mantequilla, se aprovechaba de su amabilidad. Y, además, tenía esa costumbre absolutamente extravagante de pedir una pizca más de pan para terminar de rebañar el plato, y luego, cuando ya daba el último bocado, servirse de nuevo distraídamente, aunque por supuesto no lo hacía distraídamente. Cuando esto ocurría, Josephine se ruborizaba y clavaba sus ojillos pequeños, diminutos, en el mantel, como si hubiese descubierto que algún insecto extraño y microscópico avanzaba entre aquella tela de araña que era el tejido.
De nuevo, hemos de detenernos palabra por palabra (esta vez, adjetivos y adverbios). Aunque seguimos con la tercera persona, ese algo terrible y extravagante muestra los términos en que hablan las hermanas. Apenas podemos evitar percibir la rabia y desesperación que les provoca esa «pizca más de pan», ese «distraídamente, aunque por supuesto no lo hacía distraídamente». Y podemos ver con absoluta claridad una expresión de espanto, concentración y disgusto contenido en el rostro de Josephine cuando «clavaba sus ojillos pequeños, diminutos» sobre el «insecto extraño y microscópico» que ella imagina avanzando lentamente a través de esa tela de araña que es el mantel. De paso, la tela de araña nos informa de que el mantel está hecho de encaje.
«Las hijas del difunto coronel» es una narración que vale la pena releer en diferentes momentos de nuestras vidas. Durante años, supuse que había comprendido este relato. Creí que la incapacidad de las hermanas para proporcionar un complemento a aquel «después», para comprender la misteriosa marcha de su padre, tenía que ver con sus excéntricas personalidades, con su incapacidad infantil para afrontar (o rehuir) las complejidades de la vida adulta. Y un día lo releí no mucho después de la muerte de un familiar y, por primera vez, comprendí que la perplejidad de las hermanas no es tan distinta al asombro y al desconcierto que todos (sea cual sea el grado de madurez o sofisticación que creamos tener) sentimos ante la experiencia de la ausencia, ante la consternación y el misterio que rodea la muerte.
Aunque sus asuntos, sus personajes y sus enfoques de la ficción no pueden resultar más diferentes, Flannery O'Connor y Katherine Mansfield comparten un cierto rasgo pirotécnico común, ya que ambas despliegan metáforas, símiles y agudos giros que vendrían a ser el equivalente literario de los fuegos artificiales. Pero hay también escritores cuyo vocabulario y acercamiento al lenguaje es sencillo, seco e incluso espartano.
Alice Munro escribe con la sencillez y la belleza de un arreglo floral japonés. Todo en su estilo tiene la intención de no llamar la atención, de hacer que el lector no preste atención. Pero, al leer sus libros atentamente, cada palabra reta a uno a pensar una manera más directa y menos adornada o maquillada de decir lo mismo que ella está diciendo.
He aquí un estilo que aparentemente no exige esfuerzo y que representa otro tipo de reto: el de imaginar los borradores y las correcciones, los cálculos que han sido necesarios para llegar a un texto en apariencia tan poco calculado. Esto no es escritura espontánea o automática, sino de nuevo el producto final de numerosas decisiones, de un proceso en que se han escogido ciertas palabras y se han desechadas o suprimido otras para ser sustituidas por términos mejores. Así, en el inicio del relato «Alga marina roja», llegamos a tener una condensada, completa y terriblemente honesta interpretación de las complejidades de la vida entera de una mujer, de sus circunstancias profesionales y amorosas y de su estado psicológico, así como de la manera en que ella resiste a lo largo del continuo de su vida, de principio a fin.
Al final del verano, Lydia cogió una barca para ir a una isla de la costa sur de Nueva Brunswick, donde iba a quedarse a pasar la noche. Le quedaban sólo unos días para tener que volver a Ontario. Trabajaba como directora para un editor de Toronto. También era poeta, pero ella no lo mencionaba a menos que fuese algo que la gente ya supiera. Durante los pasados dieciocho meses había estado viviendo con un hombre en Kingston. Por lo que ella creía, aquello se había terminado.
Se había dado cuenta de algo acerca de ella misma en aquel viaje a las Marítimas: la gente ya no estaba tan interesada en conocerla. No era que hubiese causado mucho revuelo anteriormente, pero había habido algo con lo que ella podía contar. Tenía cuarenta y cinco años y hacía nueve que estaba divorciada. Sus dos hijos habían iniciado sus propias vidas, aunque todavía había vueltas atrás y confusiones. No había engordado ni adelgazado, su aspecto no se había deteriorado de forma alarmante pero, no obstante, había dejado de ser una clase de mujer para convertirse en otra, y se había dado cuenta en el viaje.
Obsérvese la relativa intimidad que resulta de que la escritora elija llamar a nuestra protagonista por su nombre de pila; obsérvese la rápida y hábil pincelada (en un lenguaje casi tan directo como el de los periódicos) con la que nos dirige a las cuestiones esenciales (quién, qué, cuándo, dónde y, quizá, por qué). Lydia tiene recursos para tomar un barco a algún lugar sólo para pasar la noche, pero no suficiente tiempo libre ni libertad para prolongar sus vacaciones más allá de los pocos días que ya ha tenido. Oímos algo no sólo acerca de su trabajo como directora sino también acerca de su vocación, así como el hecho de que podría haber gente de su entorno que ya supiera, o no, que ella es también poeta. En una frase se nos ha informado sobre su vida amorosa y sobre su desdramatizada resignación («Por lo que ella creía, aquello se había terminado») con la que la protagonista recuerda los dieciocho meses que pasó viviendo con un amante a quien escoge rememorar no por su nombre, sino sólo como «un hombre en Kingston».
Descubrimos su edad, su estado civil y que tiene dos hijos. Podría haberse despilfarrado mucha palabrería para describir resumidamente esas periódicas «vueltas atrás y confusiones» que han atascado el crecimiento de los hijos de Lydia en su camino hacia la edad adulta. Y vemos lo mucho menos convincente y emotiva que podría ser la última parte del fragmento si Munro hubiese escogido formular el juicio de su protagonista sobre lo misteriosamente que ha cambiado el efecto que ella causa en los demás («la gente ya no estaba tan interesada en conocerla») con palabras que fueran más emocionales, más cargadas de sentido y más dotadas de autocompasión, pena o remordimiento.
Finalmente, habría que señalar que este fragmento contradice cierto mal consejo que se les da a menudo a los jóvenes escritores; a saber, que el trabajo del autor es mostrar, no decir. Como es sabido, muchos grandes novelistas combinan ambas cosas, es decir, lo dramático con largos fragmentos de contundente narración de autor que se corresponden, si no me equivoco, con lo que significa ese «decir». Las prevenciones y advertencias contra ese «decir» conducen a cierta confusión a los escritores noveles, quienes pueden llegar a pensar que todo debe ser «representado» (no decirnos que un personaje es feliz, sino mostrarnos sus gritos de alegría y sus saltos de contento), cuando, de hecho, el peso de ese «mostrar» debería recaer en un uso preciso y enérgico del lenguaje (en ese «decir»). Hay muchos casos en la literatura en que «decir» es mucho más efectivo y rico que «mostrar». Qué gran cantidad de tiempo habría perdido Alice Munro si hubiera creído que no podría comenzar su relato hasta que nos hubiera mostrado a Lydia trabajando como directora, escribiendo poesía, rompiendo con su amante, ocupándose de sus hijos, divorciándose, haciéndose mayor y dando cada paso que la ha conducido al preciso momento en el que arranca la historia.
Richard Yates fue igualmente directo en su estilo, así como arrollador, y adepto de manera semejante a hacer que todo girase en torno a la elección de la palabra apropiada y se ajustara a ello. Aquí, en el párrafo inicial de Vía revolucionaria, el autor nos advierte de que la representación de teatro amateur que tiene lugar en el primer capítulo de la novela podría acabar no siendo ese éxito que espera la compañía Laurel Players:
Los sonidos finales del ensayo general dejaron a los Laurel Players allí plantados, sin nada que hacer, callados e indefensos, parpadeando ante las candilejas de un auditorio vacío. Apenas se atrevieron a respirar cuando la figura solemne y menuda del director salió de las butacas desnudas para reunirse con ellos en el escenario, mientras sacaba de bastidores sin contemplaciones una escalera de mano y trepaba a la mitad de la misma y les decía, tras aclararse varias veces la garganta, que eran gente con muchísimo talento, gente con la que era maravilloso trabajar.
Cuando nos preguntamos cómo llegamos a saber tanto como sabemos de la situación (es decir, que la representación es probable que sea más bien bochornosa), notamos que algunas palabras concretas nos han dado toda la información necesaria. Los sonidos finales del ensayo ... callados e indefensos, parpadeando ... Apenas se atrevieron a respirar... asientos desnudos... sin contemplaciones. Incluso el nombre del grupo de teatro (los Laurel Players) se nos antoja insustancial. ¿Es este laurel esa planta para dormirse en ella o el laurel de las coronas con que los antiguos griegos honraban a los victoriosos? ¿O quizá es una impensada conjunción de ambas cosas en una suerte de seudoartística terminología teatral? Entonces llegan los carraspeos del director y, en un diálogo indirecto, el equivalente de la primera mala crítica para la compañía. El fingido entusiasmo y la bravuconería de ese «muchísimo talento» (como opuesto al mero «talento»), el inmediato refugio en el evasivo «maravilloso» y la repetición de «gente» nos indican, tristemente, todo lo que necesitamos saber sobre los dones de estos actores y sobre las posibilidades de que sus sueños se hagan o no realidad. Mientras tanto, somos muy conscientes de lo que no dice el director: que la representación ha sido brillante o incluso medianamente buena.
Algunos escritores pueden escribir tanto meticulosa como descuidadamente, a veces en una misma página. En sus momentos de pereza, F. Scott Fitzgerald podía recurrir a muchos clichés, pero en el párrafo siguiente lograba dar a una palabra corriente esa suerte de nuevo sesgo que reinventa completamente el lenguaje. Esa reinvención se detecta, empezando por su uso de la palabra amables, en la descripción del gran hotel rosado con que se abre Suave es la noche.
Unas amables palmeras refrescan su fachada ruborosa y ante él se extiende una playa corta y deslumbrante... Hoy día se amontonan los chalés en los alrededores, pero en la época en que comienza esta historia sólo se podían ver las cúpulas de una docena de villas vetustas pudriéndose como nenúfares entre los frondosos pinares que se extienden desde el Hotel des Étrangers, propiedad de Gausse, hasta Cannes, a ocho kilómetros de distancia.
Cada adjetivo (ruborosa, deslumbrante) se nos antoja acertado y pertinente. Y el símil «pudriéndose como nenúfares» nos llegará a parecer cada vez más aplicable a gran parte de lo que sucede en una novela que trata, en su mayoría, de la disolución y la descomposición de los amores y la belleza.
Los estudiantes instruidos en escudriñar El gran Gatsby por la poca fiabilidad de su narrador, por ser un retrato histórico de un mundo de otro tiempo o por ser un debate sobre una clase social y sobre el poder del amor perdido podrían perderse el asombroso texto en que, palabra por palabra, el autor describe la primera vez que Nick Carraway ve a Daisy y a su amigo Jordan. Aquí, cada palabra ayuda a recobrar un momento concreto dentro o fuera de la línea temporal, así como a captar la superposición de la belleza, la juventud, la confianza, el dinero y los privilegios. Fitzgerald no sólo describe, sino que nos hace experimentar lo que percibiríamos al estar en esa hermosa habitación cerca del mar:
Los ventanales, entornados, aparecían relucientemente blancos, y recortaban el césped fresco en el exterior, que parecía crecer un poco dentro de la casa. Sopló la brisa en la habitación, y las cortinas volaron hacia fuera y hacia adentro como pálidas bañeras, enroscándose en dirección al escarchado pastel de bodas del techo; por fin se rizaron encima de la alfombra color de vino, proyectando una sombra como el viento en el mar.
El único objeto completamente estacionario era un enorme diván en el que dos jóvenes flotaban como en un globo anclado. Ambas vestían de blanco, y sus trajes se agitaban y revoloteaban como si, tras un corto vuelo alrededor de la casa, hubieran entrado de repente. Permanecí unos segundos escuchando el chasquido y golpeteo de las cortinas, y el crujido de un cuadro en la pared. Se oyó un estruendo; Tom cerraba los balcones traseros, el viento, cautivo, se extinguió en el cuarto. Las cortinas, las alfombras y las dos muchachas parecieron descender lentamente al suelo.
Casi podríamos captar el sentido de este fragmento si clasificásemos las palabras según a qué partes de la oración corresponden: los verbos (enroscándose, agitaban, extinguió, descender), los adjetivos y proposiciones adjetivas (las blancas ventanas y faldas, el fresco césped, las pálidas banderas de las cortinas, el escarchado pastel de bodas de un techo), los sustantivos (el chasquido y golpeteo de las cortinas, el crujido del cuadro, el viento cautivo). Sin embargo, es posible imaginar las mismas palabras agrupadas en combinaciones mucho menos felices. Al igual que ocurría con las «amables palmeras», hay aquí al menos dos ocasiones en las que las palabras son usadas en maneras aparentemente sorprendentes, e incluso erróneas, pero, sin embargo, absolutamente correctas. No es exactamente sombra lo que el viento proyecta sobre el mar, ni la brisa sobre la alfombra, pero sabemos lo que quiere decir el escritor; no hay mejor manera de describirlo. Tampoco hay una manera más gráfica de crear la imagen que mediante la aparente improbabilidad de las dos mujeres tomando tierra lentamente, como en un globo, sin haber abandonado nunca su diván.
Este audaz empleo de la palabra incorrecta también lo vemos en la primera frase del relato «Los muertos», de James Joyce, en el que se nos dice que Lily, la hija del encargado, «tenía los pies literalmente muertos». Sabemos que esto no sucede literalmente. Ese error podría cometerlo la misma Lily, lo cual nos sitúa momentáneamente en su punto de vista y nos prepara para el modo en que el relato jugará con el punto de vista, las nociones de verdad y mentira y la manera en que la educación y la clase social afectan a nuestro modo de usar el lenguaje. Tales palabras «equivocadas» no son ni errores ni el fruto de una supuesta pereza del escritor que le habría llevado a considerar cualquier palabra tan buena como otra. Tampoco son la consecuencia del insensato empeño de meter con calzador una palabra inadecuada en una frase. Más bien son el resultado de decisiones conscientes y cuidadosas que toman los escritores que se lo piensan mil veces antes de emplear una palabra intencionadamente mal o de darle una nueva significación.
A algunos escritores, simplemente, no se les puede comprender si no se les lee con mucha atención, y no sólo aquellos como Faulkner, que requieren que analicemos sus maravillosamente enrevesadas frases, o como Joyce, a quien Picasso llamó «el incomprensible que todos pueden comprender», o como Thomas Pynchon, que exige resignarse a largos pasajes en los que puede que no tengamos ni idea de lo que está pasando, incluso en su nivel narrativo más sencillo. Estoy hablando de escritores que son los más engañosamente honestos estilistas, quienes resulta que son también maestros del subtexto, de ese lugar entre líneas donde gran parte de la acción tiene lugar.
Uno de estos escritores es Paul Bowles, cuyas historias podrían ser fácilmente malinterpretadas si se leen sólo por el interés de su trama, que es rica, o el de su verdad psicológica, que es, la mayoría de las veces, algo en lo que sería mejor no pensar demasiado o no hacerlo en absoluto. Siempre siento un ápice de culpabilidad al pedir a mis alumnos que lean el relato «Un episodio distante», de Bowles, que es el equivalente literario de un mazazo en la cabeza. Me justifico a mí misma diciendo que esa narración versa sobre el lenguaje como instrumento que nos ayuda a predecir cuándo llegará dicho mazazo, sobre el lenguaje como esencia del yo que registra el hecho de que la cabeza de uno va a recibir sin duda un mazazo.
El relato trata de un lingüista al que se alude sólo como «el Profesor», que viaja al desierto del norte de África en busca de lenguas exóticas armado con el arsenal de un turista cauto. El contenido de los «dos pequeños bolsos de viaje llenos de mapas, protectores solares y medicinas» que porta el Profesor nos proporciona ya una brevísima lección rápida sobre la importancia de la lectura atenta: la ansiedad y prudencia del protagonista, su entero maquillaje psicológico, ha sido comunicado con cinco palabras («mapas, protectores solares y medicinas») y sin necesidad de emplear un solo adjetivo o una sola frase descriptiva. (Era un hombre ansioso y obsesionado con la posibilidad de extraviarse, de quemarse por el sol, de enfermarse, etcétera.) Qué diferentes conclusiones podríamos sacar de un hombre que llevara una bolsa llena de dados, jeringuillas y un revólver.
Al final del relato, el Profesor habrá sido capturado y mutilado por los reguibat, una tribu de bandidos que lo convertirán en un bufón mudo y acabarán vendiéndolo a un grupo de fundamentalistas revolucionarios (o al menos relacionados con dicha facción en algún sentido). Una lectura despreocupada del relato sugiere que el infortunio del Profesor es el resultado accidental de hallarse en el lugar equivocado en el momento erróneo, la consecuencia de haber dejado la "civilización". Hay algunos lugares a donde, sencillamente, uno no debería ir o sólo bajo su propia responsabilidad; allí ocurren cosas espantosas: en dichos lugares las reglas establecidas no rigen. Sin embargo, una lectura más atenta nos revela que el Profesor no está del todo libre de culpa, aunque la gravedad de su delito difícilmente se adecúe a la del castigo que recibe.
Desde el principio, al Profesor se le ve cometiendo plácidamente una escalada de sucesivos errores culturales que son a la vez inocentes y arrogantes. Coge la habitación más oscura y lúgubre de las dos que le ofrecen en el hotel sólo porque es unos céntimos más barata y porque quiere ir de nativo y no ser tomado por el turista que en realidad es (por el temor a ser posiblemente estafado). Después, el Profesor insulta al camarero de un café al insinuar que podría estar dispuesto a negociar con los bandidos y ayudar al Profesor a comprar algunas cajitas de ubre de camella, las cuales sabe que se venden en la región. E insiste en ello incluso después de que el camarero le deje bien claro que tratar con esa tribu marginal sería tan impropio de su dignidad que constituiría una degradación personal. Hay incluso un momento en que el Profesor deja de ofrecer un cigarillo a su guía: una grave falta de decoro. Son los errores de cálculo del Profesor los que provocan (o al menos contribuyen a ello) que sea entregado directamente a los mismos forajidos. Ninguno (o pocos) de estos serios errores de trato social serían aparentes a menos que nos parásemos en cada palabra y nos preguntásemos qué se está comunicando, entendiendo y malinterpretando, qué se está y qué no se está diciendo.
Leer de esta manera requiere un cierto acopio de resistencia, concentración y paciencia. Pero también encierra grandes recompensas, entre ellas la excitación de aproximarnos todo lo cerca que podríamos desear a la mano y la mente del artista. Es parecido al modo en que disfrutamos de la contemplación de una obra maestra de la pintura, un Rembrandt o un Velázquez, mirándola desde cierta distancia pero también muy de cerca, para ver incluso sus pinceladas.
En alguna ocasión, he oído describir la manera en que lee un escritor como «lectura depredadora». Siempre he supuesto que eso no significa, como parece sugerir la expresión, leer en busca de todo lo que pueda ser ingerido, robado o tomado prestado, sino más bien de todo lo que pueda ser admirado, asimilado y aprendido. Ello implica leer por puro placer, pero también con la vista y la memoria puestas en aquello que el autor hace particularmente bien. Imaginemos que estamos afrontando el reto de poblar una habitación con un numeroso elenco de personajes que hablan todos al mismo tiempo. Si uno ha leído la escena del salón de baile en Anna Karenina o la desenfrenada fiesta que serpentea a lo largo de tantas páginas en Los reconocimientos, de William Gaddis, posee fuentes a las que acudir no sólo en busca de inspiración, sino también de asistencia técnica.
Del mismo modo, imaginemos que uno quiere escribir una escena en la que alguien está contando una mentira y resulta que ese personaje es un excelente embustero, alguien que prevé las dudas de sus oyentes y sabe cómo protegerse a sí mismo de cualquiera que quiera cuestionar su historia. La dificultad de poner este tipo de situación por escrito podría conducirnos al relato de Tatiana Tolstaia «Llamas en el cielo». La historia está ambientada en una dacha veraniega a las afueras de Moscú, en los años posteriores a la glásnost. Un escultor llamado Dimitri Ilich, que ha pasado dos años en un campo de prisioneros soviético, difama a un desventurado inválido llamado Korobéinikov, a quien Dimitri tacha de estar compitiendo con él por ganarse la atención y el afecto de los demás invitados de la dacha:
Habían estudiado juntos, dicho sea de paso, pero en distintos cursos. Korobéinikov, claro está, se ha olvidado de Dmitri Ilich (bueno, ya han pasado desde entonces cuarenta años, es natural). Pero Dmitri Ilich no lo ha olvidado, no señor, porque este Korobéinikov le hizo una canallada. Mire usted, Dmitri Ilich de joven escribía poemas, pecado que sigue cometiendo hoy día. Eran malos poemas, él lo sabe, nada que pudiera haberle dado un nombre, tan sólo pequeños ejercicios en el bello arte de las letras, ya sabe, para el espíritu. Eso no importa. Pero cuando a Dmitri Ilich le ocurrió aquel pequeño percance jurídico y se fue de acampada por dos años, los manuscritos de esos inmaduros poemas suyos cayeron en manos del tal Korobéinikov. El tipo los publicó bajo su firma. Eso fue lo que pasó. El destino, claro está, lo puso todo en su sitio. Dmitri Ilich incluso se alegró de que los poemas hubieran aparecido bajo el nombre de otro; hoy día le daría vergüenza enseñar incluso a un perro semejante porquería, no necesita una gloría así. Tampoco Korobéinikov tuvo suerte: lo publicado no mereció ni críticas ni alabanzas, cayó en el vacío. Korobéinikov no llegó siquiera a ser artista, cambió de profesión y ahora, según parece, hace algún tipo de trabajo técnico. Así es la vida.
Hasta este punto de la historia, el lector puede haber estado albergando algunas dudas acerca del escultor, personaje un tanto escurridizo. Pero este pasaje, escrito con una voz en tercera persona, que es en realidad una suerte de diálogo indirecto, nos convence, justo como se supone que ha de convencer a los oyentes de Dimitri, de que él está diciendo la verdad.
Los locuaces y aparentemente fortuitos coloquialismos conversacionales («bueno», «mire usted», «no señor», «es natural»), así como el cliché final («así es la vida»), dan a la mentira de Dimitri un cierto aire de autenticidad campechana. Todos tenemos la impresión de que una historia así contada, de manera tan espontánea y sencilla, tan en apariencia salida del corazón, tiene que ser auténtica. Las despreciativas referencias a sus propios poemas (como un «pecado», una «porquería», «pequeños ejercicios en el bello arte de las letras») sugieren que Dimitri, que no parece apostar de verdad por sus escritos, posiblemente podría no ocultar ningún rencor serio contra Korobéinikov por haber plagiado algo tan poco importante. Ciertamente, Dimitri tiene (como él mismo dirá antes que nadie) un alma demasiado grande, demasiado indulgente y generosa como para albergar algún tipo de emoción tan mezquina como el rencor o el resentimiento.
A diferencia de Korobéinikov, él es un artista y, en consecuencia, según sugiere, alguien superior al supuesto plagiador, que «hace algún tipo de trabajo técnico» (de hecho, es ingeniero). Pero, lo más digno de mención del pasaje, lo que en efecto es el gozne sobre el que pivota el relato entero, es la (también aparentemente) poco seria y eufemística referencia al «pequeño percance jurídico» tras el cual «se fue de acampada por dos años», lo cual, por supuesto, es una alusión al período que pasó en el campo de trabajos forzosos soviético: una sombría realidad de su biografía reciente sobre la cual esa pandilla de la dacha, todos amantes de los placeres y casi histéricamente hedonistas, no podría soportar oír nada más directo. Finalmente, cuando se revela que la historia de Dimitri es falsa, el lector queda impresionado, pero de manera diferente a los personajes, quienes (de nuevo debido a sus propias biografías) están tan acostumbrados a la ocultación, a ser engañados y verse obligados a engañar, que tratan el incidente como si fuera sólo una broma más, aunque esa broma tenga trágicas consecuencias para el pobre Korobéinikov.
Antes de pasar del tema de las palabras al de las frases y párrafos, déjenme decir algo más acerca de aquellos bustos de compositores que presidieron el piano de prácticas en mi escuela primaria. Cuando le dije a mi marido que estaba escribiendo este ensayo, él me hizo saber que, de hecho, aún teníamos uno de aquellos bustos de músicos en nuestra casa. Resulta que, tras haber ido a parar al sótano y sobrevivido a posibles extravíos y pérdidas, la estatuilla había vuelto a aparecer en una habitación de la planta superior, donde permanece hasta hoy. Forma parte de una especie de pequeño montaje decorativo, casi como un altar, que hay en la habitación infantil de nuestro hijo menor, quien ha crecido para convertirse en músico y compositor.