CAPÍTULO 10
EL PALACIO MALDITO
1
Tú fuiste la única que nació en el Alcázar, Isabel.
Parece mentira que aquel embarazo llegara a su fin. Te llevaba dentro de mí cuando tuve que salir huyendo de París. Recuerdo el exilio, la cara de mi hermana Isabel cuando me dijo que teníamos que marcharnos de Madrid, la llegada a Sevilla, el intento de secuestro en el Teatro San Fernando, otra vez la huida, el vapor a San Juan de Aznalfarache...
Parece mentira que no te perdiera, que en uno de aquellos síncopes no hubiera sangrado, que un médico no me hubiera dicho que había perdido lo que más esperaba en este mundo.
Después de aquellos terribles días en Sevilla, el Ayuntamiento quiso quitarnos el mal sabor de boca, y organizó la procesión del Corpus de una forma muy especial. ¡Qué diferencia con el trato que nos habían dado en Inglaterra! El corregidor Cavestany procuró por todos los medios que aquella mañana de junio fuéramos los protagonistas, siempre después del Santísimo que sale a la calle en la magnificente custodia de Arfe que conoces. A tu padre, tan mirado siempre con el dinero, le llamó la atención que se gastaran cerca de ocho mil reales, recuerdo la cifra porque se la escuché muchas veces.
Delante de la fachada del Ayuntamiento instalaron una marquesina para nosotros, tú también estabas allí, dentro de mi vientre. Cavestany había dispuesto un gabinete en la planta baja de ese edificio tan hermoso para mi uso. Yo iba vestida de blanco, radiante, contigo en el seno, con la curva abultada del vientre, con diadema y collar, con brazalete de brillantes, lo discutí con tu padre y él me dijo que debía lucirme, que el pueblo de Sevilla iba a sacar a la calle lo mejor que tenía y que yo, la infanta, no podía irle en zaga.
Recuerdo las guirnaldas de flores que se enredaban en las barandas, el brillo dorado de las columnas, nuestros escudos de armas, que a partir de entonces estarían ligados a la ciudad, la luz que caía desde un cielo tan azul que daba vértigo mirarlo, parecía que la bóveda celeste te iba a absorber con su infinitud. Los niños seises bailaron ante nosotros, y no exagero si te digo que me entraron unas ganas terribles de coger unas castañuelas y seguir el ritmo que los llevaba a danzar con esa gracia.
Tu padre reseñó todo aquello en las cartas que escribía a Madrid. Los ministros estaban al tanto del cariño que nos profesaban y de lo a gusto que yo me sentía en Sevilla. Y era cierto, Isabel. En Madrid había celos. Llegaban hasta aquí. Ese sentimiento traspasa llanuras y cordilleras. Es como una aguja que avanza allí donde se clava. Mi hermana llevaba dos años sin parir y sin quedarse encinta. La esterilidad se abatía sobre su reinado. Para colmo, el pueblo se burlaba de su marido. Paquito no era precisamente la imagen viva de la virilidad, sino todo lo contrario.
Ella sin descendencia y yo a punto de parir.
Eso provocó un nuevo enfado soterrado entre las dos. La reina no vino a Sevilla para asistir al parto. Las excusas que pusieron para no movilizar a la corte se cayeron por su propio peso. La nobleza sí vino a Sevilla. Narváez no quería. Tu padre se puso furioso. El mismo general que había apoyado nuestro casamiento se oponía ahora a darle el más mínimo protagonismo al duque de Montpensier.
Tu nacimiento era un peligro para los que esperaban que la Corona pasara de Isabel a ese hijo que aún no había engendrado. Te situabas en el segundo puesto de la sucesión, justo detrás de mí. Pero eso no me importaba tanto en aquellos días como el desarrollo del embarazo. Después de tantos sustos y de algún síncope, la gestación seguía su curso.
Cuando llegó septiembre empecé a sentirme pesada y cansada. Cualquier actividad me provocaba fatiga. Don Antonio Serrano, que fue el médico que me atendía, intentaba tranquilizarme como podía, y don Juan Drumen, mi médico de cámara, me daba conversación para que no pensara en el embarazo. El día 21 de septiembre me desperté intranquila. Acudieron don Antonio y don Juan al momento.
Estaba de parto, Isabel.
Tu padre avisó inmediatamente a las autoridades de Madrid. Sartorius era ministro de algo, creo que de Gobernación. Le llamaban el Polaco por su ascendencia eslava. El pueblo tiene estas cosas. La gente lo decía en Sevilla. Que viene el Polaco... A los seguidores de su partido también los llamaban los polacos. Siempre me hizo gracia ese término. Tu padre era el Franchute, y el ministro que registraría tu nacimiento como notario mayor del reino sería el Polaco.
Todo se precipitó y al final naciste en el Alcázar cuando el otoño estaba a punto de llegar.
El arzobispo Romo mandó que repicaran todas las campanas de la ciudad. Los artilleros llenaron el aire con el estruendo de los cañones y el olor de la pólvora. Como fuiste una niña, en el balcón del Alcázar y en lo alto de la Giralda se izó la bandera blanca. Si hubieras sido un niño se habría izado la de España. Así el pueblo supo al momento que mi niña estaba en el mundo.
Tu padre entró en la habitación y te cogió en brazos. Iba con la condesa de Malpica y con el conde de Santa Coloma. Lo recuerdo todo. Te llevaron para que el Polaco te mostrara a las autoridades presentes como hija de la infanta de España y del duque de Montpensier. La ciudad era un puro regocijo.
Al día siguiente te bautizó el arzobispo en la capilla del Alcázar. El Ayuntamiento le puso tu nombre a la nueva plaza que había quedado detrás de su edificio, en el solar que quedó después de que derribaran el inmenso convento de San Francisco. Aquello me dio una gran alegría que con el tiempo se trocó en un dolor que me sigue y me persigue: después de la Revolución que llaman Gloriosa, le quitaron tu nombre a la plaza y le pusieron Libertad. El pueblo no quería eso.
El pueblo nos vitoreaba a los tres, a tu padre vestido de maestrante, a ti que ibas en mis brazos, y a mí misma, vestida de rosa, el día en que fuimos a la Catedral para la misa de parida. Iba con nosotros tu nodriza, aquella moza rolliza de La Algaba que se vistió para la ocasión con el traje típico de las santanderinas, porque ya sabes que las mujeres cántabras tienen fama de dar la mejor leche del país. En el suelo, la juncia y el romero que sirven para alfombrar y perfumar las calles cuando sale el Corpus. La ciudad estaba con nosotros, y nosotros con la ciudad que nos había acogido con los brazos abiertos.
El regreso al Alcázar fue apoteósico, y aunque estaba cansada, tu madre lucía fresca y alegre en el Patio de la Montería. Aquel besamanos congregó a lo más granado de Sevilla. Todo el que era algo o alguien en la ciudad quiso acudir. Pasado el mediodía seguimos recibiendo a los sevillanos que acudieron a rendirnos más cariño que pleitesía. Las calores ya habían pasado, pero yo no las sentí. Me habían metido cierto miedo. Un verano en Sevilla... Pues no fue para tanto. ¡Qué razón tuvo quien dijo que los inviernos había que pasarlos en Burgos y los veranos en Sevilla! ¿Fue Isabel de Castilla?
Allí mismo parió la Reina Católica al infante don Juan. Muy cerca de la estancia donde viniste al mundo. Aquel infante nació débil, los médicos le aconsejaron que no hiciera el menor esfuerzo, pasó una niñez entre mimos y algodones, pero no pudo resistirse ante el fuego del amor y cayó en la hoguera, murió del corazón en los dos sentidos del término, y así cambió la historia de España. Si hubiera sobrevivido, Carlos no habría sido emperador, ni hubiera acondicionado el Palacio Mudéjar del Alcázar para su boda, ni hubiera sido rey el pobre del Carlos II, el último Austria, ni los Borbones hubiéramos llegado a España, ni yo a Sevilla, ni tú hubieras nacido en aquella habitación que daba a un jardín recoleto, típico de los árabes, como le gustaba a tu padre, que en el Alcázar se sentía un rey moro o un sultán, estaba encantado de vivir entre aquellos arcos, entre aquellas yeserías finamente adornadas, con tantas columnas creando perspectivas inverosímiles, aquello no tenía nada que ver con la frialdad de Vincennes, donde te concebimos, absolutamente nada que ver, aunque recuerdo aquella capilla gótica, era bellísima, armónica, estaba exenta y todas las tardes iba a rezar para disfrutar de la luz, te parecerá mentira pero dentro de la iglesia había más luz que fuera, sería por las vidrieras, no me lo preguntes porque no lo sé, pero allí dentro no se estancaba la tarde en la penumbra típica de París, allí había esa luz que aquí en Sevilla se derrama y se regala.
Viniste al mundo cuando la luz era más bella, más aquilatada, más nítida, más dorada.
Éramos tres exiliados, tu padre, tú y yo, pero la gente de Sevilla nos trataba como si fuéramos reyes, pronto empezó a emplearse esa expresión que quedó para la historia: la Corte Chica. Era verdad, Isabel. Fuimos capaces de formar una verdadera corte. Para ello hacía falta un palacio como Dios manda, y no unas habitaciones en un edificio prestado por la reina, por muy hermoso que fuera el Alcázar.
Una tarde gris paseábamos por las Delicias, esos jardines tan hermosos que siguen estando ahí fuera y que llevaré en la memoria hasta que muera, que será dentro de muy poco, no pongas esa cara, hay que resignarse ante los designios de Dios, Isabel. Íbamos tu padre y yo paseando por las Delicias cuando de pronto empezó a llover. En Sevilla ocurre eso más de lo que se creen los viajeros, que piensan que aquí siempre luce el sol, menos mal que nuestro querido Latour aprendió pronto que esta ciudad es más peligrosa, incluido el tiempo, de lo que algunos creen. Se puso a llover y buscamos refugio en aquel edificio que alguna vez nos había llamado la curiosidad porque desentonaba en aquel lugar.
Una mole tan enorme no tenía sentido en una ciudad donde las casas estaban medidas, donde sólo destacaba por su tamaño la montaña hueca de la Catedral. Salimos corriendo y entramos por la puerta principal, que estaba entreabierta. La fachada era imponente, y el interior estaba lleno de polvo y de muebles viejos y desvencijados. No se sabía muy bien a qué se dedicaba aquel edificio que había sido escuela de mareantes. Un joven aprendiz que miraba la lluvia desde la puerta nos dijo que habían abierto un tramo de la reja que protegía el palacio para que pudieran entrar y salir los carros llenos de corcho.
Un palacio destinado a almacén de corcho. Tu padre no se lo podía creer.
Sin pedir permiso, sin encomendarse a Dios ni al diablo, se puso a recorrer el interior de aquel edificio que en algunos techos amenazaba ruina, o eso parecía. Cruzó un bellísimo patio de columnas finamente medidas y empujó una pesada puerta de madera que rechinó ante el giro.
No puedes imaginar lo que sentí cuando vi por primera vez nuestra capilla, cuando descubrí la belleza infinita de la Virgen del Buen Aire, a la que me he encomendado tantas veces y a la que pido que me ayude con su brisa purísima cuando tenga que cruzar el mar que me espera, que no es otro que el océano de la muerte. ¿Cómo era posible que aquella capilla, decorada con los más exquisitos retablos donde aparecían imágenes de un altísimo valor devocional y artístico, estuviera abandonada? Le recé una salve a la Virgen mientras tu padre recorría la capilla con ojos de tasador, ya sabes que en eso siempre fuimos la noche y el día.
Yo rezaba y él calculaba cuánto podía costar aquello.
Subimos una escalera formidable, nos perdimos por unos salones que tu padre fue amueblando y alhajando con la mirada y con los dineros de mi herencia, todo estaba en su cabeza, y ya sabes que cuando se le metía algo entre las sienes era imposible sacárselo. De pronto un rayo de sol entró por unos de los ventanales. Acariciando el suelo lleno de polvo. Nos asomamos y contemplamos el río en toda su grandeza. Atardecía sobre los tejados del barrio de Triana y la visión era sobrecogedora. Entonces tu padre me miró. No hizo falta que me dijera nada. Desde aquel momento supe que aquel palacio sería la sede de la Corte Chica de los Montpensier.
2
Al cabo de los años, la infanta le encargó al escultor Antonio Susillo varias estatuas para decorar la fachada de los coches del palacio de San Telmo. El tiempo no es una línea recta. La compra de ese palacio influyó de manera decisiva en el destino de Susillo. Aquel día, cuando el escultor aún no había nacido, ya estaba escrito lo que iba a pasarle. Lo piensa y lo mantiene el barbudo Gil.
—No hay que dejarse llevar por las apariencias. Bajo la superficie de la realidad late un submundo de pulsiones, de bendiciones y maldiciones. Y Susillo estaba predestinado antes de nacer. La infanta le encargó la realización de esas esculturas, y aquello lo marcó con la maldición que anidaba en ese palacio.
—¿Y qué tiene ver eso con lo del príncipe ruso? Me están sacando de quicio y me están mareando más que el tinto que no dejo de trasegar por vuestra culpa. —Cranio desesperado y desafiante.
Leal tercia con su habitual escepticismo.
—Verá, inspector... Una cosa es que alguien esté maldito, y otra muy distinta son las circunstancias que le lleven a materializar esa maldición. Es distinto. Susillo estaba maldito por culpa del palacio donde intervino, y eso no se lo voy a discutir a maese Gil. Pero antes de eso su personalidad estaba sumida en un estado de angustia y desesperación. No podía admitir que era como era. Y no pregunte más. O usted lo deduce, o vamos a seguir aquí hasta el día del juicio final.
—¿Dónde hay que firmar para que eso ocurra? —Gil se entusiasma ante la idea de permanecer en ese asiento de la taberna hasta que el juicio lo mande a su deseado infierno.
Cranio se rasca la cabeza. Está cansado. Sopesa la alternativa: o se marcha a su casa directamente, o vuelve con la Roldanita para retozar otra vez. La tensión dialéctica ha acelerado su deseo. No sabe por qué, pero es así.
—Podríamos decírselo más claro, inspector, pero estaríamos faltando a la verdad. Como periodista no puedo mancillar el nombre de un artista tan glorioso. Sus motivaciones tendría para hacer lo que hizo. Pero creo que todo está claro. Se fue a París con el príncipe ruso. Allí vivió con él. En cuanto pudo, regresó a Sevilla y no volvió a marcharse a la capital del arte europeo. ¿Miedo? Sí. Miedo a aceptarse como era. Miedo a ser quien era. Tal vez por eso se casara otra vez, cuando se quedó sin madre y sin hermana. Sin protección femenina. Creo que me estoy explicando en demasía, inspector.
—Y yo creo que necesito algo más que una explicación. Y como ustedes no se moverán de aquí, seré yo el que lo haga. Dentro de un rato nos vemos, señores. Para asegurarme su presencia y permanencia, les anuncio que no pagaré la cuenta hasta mi regreso. ¿Oído?
3
Necesito contar todo esto antes de entregarle mi alma al Altísimo, y sólo queda una persona en este mundo a la que puedo confiarle mi memoria o mis memorias, que no sé muy bien distinguir lo uno de lo otro.
Y esa persona eres tú, Isabel.
Una vez se lo escuché a un cantaor en Triana. Mi hermana ya había inaugurado el puente que lleva su nombre aunque nadie lo llame así. Fuimos tu padre y yo, con Latour, a una fiesta gitana. Nos recibieron con muchos halagos en una casa vieja pero muy bien adornada, con flores que habían plantado en unos tiestos de barro. El suelo estaba limpio a pesar de que era de tierra, y en el aire flotaba un olor antiguo. Muchachas como juncos bailaron boleros y seguidillas.
Se me iban los pies. Lo que yo habría dado en ese momento por no ser la infanta, por ponerme una de aquellas faldas con volantes y salir a bailar al son de la guitarra que tocaba un hombre mayor con patillas espesas y con la mirada perdida. Un cantaor viejo nos preguntó si queríamos escuchar los cantes de sus ancestros, lo verdadero y puro del cante gitano, y Latour se entusiasmó. Ya sabes cómo son los franceses cuando vienen de viaje a España, y sobre todo a Andalucía. El guitarrista cerró los ojos y empezó a tocar de forma solemne. Aquello se convirtió en un ritual. El cantaor apretó los párpados. Eran dos ciegos en busca de la luz, de la verdad, como me dijo Latour cuando regresamos, ya de noche, a San Telmo por el nuevo puente de hierro que tanto se parecía al puente del Carrousel de París. De lo que cantó aquel hombre me quedé con una letrilla que desde entonces me persigue, y que ahora cobra todo su sentido.
A partir de cierta edad,