CAPÍTULO 15
CONVERSACIÓN EN LA CARROZA
1
Antes de que fuera demasiado tarde. Llevaba esa frase metida en la cabeza. Tenía que llegar a Madrid antes de que fuera demasiado tarde. Tenía que ver a aquel hombre antes de que partiera. No le dije nada a Montpensier hasta el último momento. No quería que me acompañara. La cita sería a solas. Él y yo. Nadie más. Me senté y dejé que los pensamientos fluyeran como el tren que me llevaría hasta la capital de aquella España que había perdido seis años en revoluciones inútiles y que ahora se enfrentaba a otro reto. El annus horribilis no cerró ningún tiempo. Lo supe después de que terminara aquel funesto año 70. Yo creía, ingenua de mí, que tras las desgracias viene la felicidad. Después de la tempestad no llega la calma. Después de la tempestad aparece el lodo en el que nos hundimos. Así fue.
El rey que vino de Italia y que se encontró el cadáver de Prim, se fue a los dos años de llegar. No soportaba la inestabilidad de un país que sólo pensaba en hacerse daño. Montpensier tuvo que exiliarse. Lo perseguía la sombra de la muerte de Prim. Todos los enemigos que había ido coleccionando a su pesar salieron del escondrijo. Todos.
Lo señalaron con el dedo acusador de la infamia. El duque que había financiado la Gorda, ahora la Gloriosa, se había encargado de pagar el asesinato de Prim. Nuestro secretario huyó de España. Solís salió como alma que lleva al diablo en sus entrañas. Montpensier lo negó todo, pero eso daba igual. Le tendieron una trampa. Tenía que jurar lealtad a Amadeo de Saboya. A un simple príncipe italiano que no era ni siquiera el sucesor natural de Víctor Manuel. Por ahí no podía pasar. Y no pasó.
Entonces pasó lo que tenía que pasar. El destierro a Mahón. Se dedicó a hacer turismo en aquel viaje que lo llevó hasta la isla. Y yo, en San Telmo. Callada. Aguantando el desprecio de una ciudad que ya no era la misma que nos recibió veinte años antes. Todo había cambiado. Las murallas caían y las puertas desaparecían. Sevilla ya no era la ciudad amurallada que conocí. Se había abierto por fuera. Pero por dentro seguía siendo igual de cerrada. De envidiosa. Ambivalente hasta el extremo de provocar angustia en quien pretende comprenderla.
La sonrisa y la reverencia por delante, el besamanos reverencial. Por detrás, el puñal que hiende el acero oxidado del rencor y de la venganza. Los republicanos agitaron a las masas para ponerlas en contra de los duques. San Telmo, decían, sería ocupado por el socialismo cuando la libertad llegara a España, cuando el sufragio universal nos igualara. Daban miedo. No quiero recordar aquellos años. No puedo. Pero es inevitable que lleguen los recuerdos en oleadas.
Aquella mañana de noviembre de 1885 me senté en mi vagón y dejé que mi imaginación volara hacia el pasado. Habían transcurrido quince años desde aquel 1870, el annus horribilis que se llevó a mi primo Enrique, a mi pobre niña Amalia, al poeta que estudió en San Telmo, al general Prim. Aquel año se llevó las ilusiones de Montpensier y mis ganas de vivir. Pero había que seguir adelante. Me refugié en los rezos. La vida pasaba por mí como mis dedos por las cuentas del rosario. Era lo único que me daba algo de paz interior. El resto no me importaba.
Se sucedían los gobiernos en medio del desgobierno. Montpensier se enfurecía. Él había alentado y había pagado aquella revolución que trajo el caos. Cuando Amadeo se fue, Castelar lo despidió otorgándole un título que, según él, era superior al de rey: lo despidió como ciudadano de la República que se proclamó sola. Montpensier bramaba, el vacío de poder genera estas consecuencias desastrosas. Había que hacer algo por traer de nuevo la monarquía a España.
El tren silba, se desplaza cada vez más rápido, atrás han quedado las casitas de las afueras, la Sevilla humilde que tan bien conozco porque he pisado los suelos de la pobreza, he repartido hogazas de pan y consuelo para los pobres. Me he mojado los pies en las riadas por socorrerlos, yo en una barca y Montpensier a caballo. Pero jamás nos lo agradecerán. Nunca. Tuvieron su república, y los republicanos se pelearon entre ellos. Los unionistas contra los federales. Se proclamaron cantones, ciudades independientes. Algo ridículo. Un desastre.
Y nosotros fuera de España. Otra vez exiliados. Otra vez en París, donde las Tullerías eran ceniza y olvido, la pesadilla de aquella revolución que trajo lo mismo que ésta. Salimos huyendo de allí y de aquí. Siempre huyendo. Siempre hacia delante para no mirar atrás.
El campo respira. Es noviembre. A lo lejos se ve la bruma gris de la campiña. Figuras leves se inclinan sobre la tierra mientras el tren devora los raíles. Recuerdo que cuando empezamos a viajar en tren había miedo a dejarse el alma atrás, a que el cuerpo se desintegrara si se sobrepasaba cierta velocidad. Ahora todo es distinto. Más rápido. Ésa es la clave de estos años. La rapidez. Ya no se vive con esa lentitud de antes. Todo cambia. Sevilla pierde sus murallas, su encanto. España perdió en aquellos su esencia. Su Historia con mayúscula. Desligarse de la monarquía era olvidar el ser, las entrañas de una nación. Había que hacer algo. Y Montpensier se puso, otra vez, manos a la obra.
En París vivíamos como burgueses. En una casa del Faubourg Saint Honoré. Dos pisos para todos. Yo tenía sólo un cuarto. El cuarto amarillo. ¡Qué diferencia con el gabinete amarillo de San Telmo! Este noviembre que pasa al otro lado de los cristales es infinitamente más luminoso que el verano gris de París. No soportaba aquella falta de luz, aquella lluvia que no cesaba y que no era impedimento para que los parisinos de la buena sociedad salieran a las fiestas, los bailes, las cenas, los teatros, el ballet, la ópera... Todas las noches había que acudir a alguna cita. Algunas noches, hasta tres compromisos. De un lado para otro. Yo no podía hacer otra cosa. Mi hija Cristina me lo exigía sin decirme nada. No podía tenerla aburrida y mustia como una flor que se seca.
Íbamos de acá para allá mientras Fernando estudiaba en un internado de Mataró. Tan aplicado. Tan alto. Tan parecido a su padre en los ojos, en la cara, en el porte. Estábamos orgullosos de él. El primer varón, el que heredaría el título de duque de Montpensier.
Cristina tosía. La llevé a tomar las aguas. Hidroterapia. Había que esperar a que los tratamientos hicieran efecto. Salíamos las dos todas las noches. Su tos salía del cuerpo adolescente. Montpensier iba y venía. Como nosotros. Recuerdo vagamente una Nochebuena en una casa de la costa Azul. ¿Niza? ¿Cannes? Habíamos llegado ese día. Habíamos improvisado un altar al final de un pasillo. Compramos unas figuras para el nacimiento en un mercadillo... No. Eso fue en San Amaro, en Lisboa. No nos dio tiempo de comprar nada. Una Nochebuena sin portal mientras en España se armaba el belén. Todo contradictorio. Como la vida misma, que no cesa.
2
El tren sigue avanzando. Mi dama de compañía me da conversación, pero no le sigo el hilo. No quiero hablar ahora. Sólo quiero hablar con el hombre que me espera en Madrid. Tengo que vaciar mi corazón allí. Montpensier sabe algo, pero no está al tanto de lo más importante. El cielo es una grisalla fría. Todavía no hemos llegado a Córdoba. Antes el trayecto se hacía en esos carruajes que ya hemos olvidado. Pesado. Incómodo. Todo crujía, empezando por los huesos, que llegaban molidos. Ahora pasan los pueblos por el cristal como si fuera una pantalla, y el cuerpo no se resiente. ¡Qué diferencia entre el principio y el final del siglo!
Sigo recordando. Estoy en San Telmo, muriéndome, mientras recuerdo lo que recordaba en aquel tren que me llevaba a Madrid. Recuerdo la fecha. En mis cartas siempre hacía alusión a las fechas, los lugares, los sitios donde estaba cada miembro de la familia. Siempre he tenido buena cabeza para eso. Y a pesar de los años la sigo teniendo. No sé para qué sirve recordar estos detalles, si dentro de muy poco me voy a morir. El tren avanza. De vez en cuando se detiene en una estación. Afortunadamente no tengo que salir a saludar a la multitud, no hay bandas de música ni besamanos, ni alcaldes aduladores, ni muchachas vestidas de majas, ni dulces que tendremos que cargar para regalarlos luego a los pobres. Tranquilidad. El tren se detiene, luego se oye el silbato del jefe de estación y la marcha se reanuda.
España también se detuvo. La República no podía seguir adelante. Cantones. Taifas. Insubordinación. Desorden. Caos. La dignidad de Salmerón, o la cobardía de Salmerón, que no quiso o no pudo firmar una sentencia de muerte. Salmerón es un cobarde, repetía Montpensier. El verbo florido de Castelar, que hilvanaba unos discursos literarios, ampulosos. Castelar es un charlatán, repetía Montpensier.
Estamos llegando a Córdoba. La ciudad bajo el capote grisáceo de un cielo que amenaza lluvia. No hay que visitar la Mezquita, con Latour explicándonos cada detalle. No estamos en 1848, cuando nos detuvimos aquí, cuando nos subieron a la sierra, comidas, brindis, gitanos bailando, guitarras, majas, besamanos, adulación. Y aquella gitana que me miró el vientre hinchado y me dijo que no tenía nada que temer por lo que llevaba allí dentro, pero que luego... Sí, luego. Las muertes de mis hijos. La tristeza de la que nunca pude salir, aunque la disimulaba como infanta de España que era. Miro por la ventana y nadie me reconoce. Mejor así. El tren reanuda otra vez la marcha. Arranca con fuerza. Estalla el vapor.
España a punto de estallar otra vez por culpa de aquella República que estuvo a punto de desmembrar la patria. Había que hacer algo. Y Montpensier ya estaba haciéndolo. Como siempre. Conspirando para que la monarquía regresara. Él echó a mi hermana y él quería traer a su hijo. Seis años de revolución, de Topete, de regencia, de Serrano, de búsqueda desesperada de un rey, de Prim, de asesinatos, de república, de cantones, de nada... Seis años para que heredara el trono el hijo de la reina. ¿Puede haber en el mundo un país más inútil? Sí. Francia.
La misma Francia que había confiscado nuestros bienes, por aquel entonces nos los devolvería. De pronto, el dinero. De pronto, Randan, el castillo al que irían a parar los papeles comprometedores que podían relacionar a Montpensier con lo de Prim. El castillo donde se inició, durante nuestro exilio tras la revolución a la que unos llaman la Gloriosa y el público motejó como la Gorda, aquella historia de amor que nunca olvidaré. En Randan se juntaron el amor y el crimen, crimen sin castigo y amor a primera vista. Todo en el mismo castillo. ¿Por qué no los quemó? ¿Por qué no destruyó esos papeles que podían comprometerlo? Tengo que preguntárselo cuando vuelva a Sevilla.
Solís volvió y lo encarcelaron. Había pagado a los asesinos de Prim. Estaba cada vez más claro. Y el dedo acusador señalaba a su jefe, que era Montpensier. Aquello fue muy duro. Aquello provocó, entre otras cosas, aquel nuevo exilio. El tren busca las estribaciones de Despeñaperros. Montpensier lo pasó muy mal. Tal vez fueron sus peores años. Hasta que todo volvió a su ser.
Me ofrecen un bocado. No tengo hambre. Sólo quiero hablar con el hombre que me espera en Madrid. Confesarle lo que siento por él. Nunca he sentido nada por alguien así. Nunca he sentido esto por un hombre. Por ninguno. Sólo por él. Y quiero decírselo antes de que sea demasiado tarde...
—No sabes cuánto agradezco tu visita. —Había envejecido, las canas le daban un aire otoñal, de noviembre ceniciento.
—Tenía que verte, y tú lo sabes.
Yo nunca había visto el amor en los ojos de un hombre, nunca había escuchado esas palabra dulces que encogen el pecho de una mujer, nunca se me había parado el reloj del corazón al sentir esa caricia cálida de una mirada, de un leve beso que apenas roza los dedos de la mano, nunca me había perdido en un paseo por ese jardín donde los senderos se bifurcan como si fueran la alegoría de la propia vida, siempre eligiendo entre un camino y otro.
—¿Cómo están las cosas por Sevilla? —Su voz conservaba esa música de la juventud, pero se apagaba cuando la frase caía como un telón sobre sus labios.
—Como siempre, o como nunca, no sabría qué decirte, cuando llegamos hace casi cuarenta años todo era cariño, alegría, ahora es diferente, existe una oposición política, y hasta personal, a la figura del duque, es algo que no puedo ocultarme a mí misma...
—No será para tanto, ya sabes cómo es el pueblo, un día te elevan y te alzan sobre un pedestal, y al siguiente quieren derribarte.
—Ojalá no te pase nunca eso.
—No me pasará, ya no me puede pasar... —Dejó la última frase en el aire, como si fuera el ocre de una hoja cayéndose.
—No digas eso. —Apenas pude con tres palabras.
—Háblame de Sevilla, de San Telmo, de esos jardines donde fui tan feliz, aunque fuera a escondidas... —En sus ojos la tristeza coagulada, la melancolía presentida.
San Telmo ya no es lo que fue. Aquel navío con la proa de la fachada de piedra, aquel barco de arena cocida en forma de ladrillos no relumbraba como entonces, cuando él llegó y todas las luces se encendieron. Sus ojos traspasaban la pupila y dejaban en la retina la rosa inmarchitable del amor, la misma rosa que seguirá en mi mano cuando yo me vaya y la piedra o el bronce me recuerden en forma de estatua. Llegó arrasando, como una riada tibia, como un vendaval tierno. Sólo había ojos para él. Su alegría era contagiosa. No quería traer a mi memoria esa palabra. Tampoco quería ver su figura delante de la fachada principal, al lado de esas columnas que sostienen el palacio maldito. En aquel tiempo aún no me había dado cuenta de que la maldición estaba escrita, sin palabras, allí. Desde lejos parecen las piernas arrugadas de una anciana. De cerca se ven los guerreros tallados en relieve que me advertían, desde hacía casi cuarenta años, del peligro que se encerraba en el interior del palacio maldito.
—Sevilla ya no es la misma, o al menos eso me parece a mí. Ya no nos recibe la guardia de honor, ya no se escuchan salvas para celebrar los acontecimientos, ya no vamos a la Feria de Abril para disfrutar de esas casetas que Montpensier montaba para recrearse con su gusto por lo moruno, ya no hay bailes ni recepciones, ya no nos visita la buena sociedad sevillana, que de buena tiene poco, ni nos besan las manos, ni nos aplauden por las calles cuando vamos a comprar, porque ya no salgo apenas del palacio maldito, me llevo los días y las horas allí dentro, rezando y rezando.
—No digas eso, eres una mujer alegre, tienes que vivir, tienes que disfrutar de la vida antes de que se acabe, yo me he venido a El Pardo porque no tenía más remedio, quería estar solo... —Un silencio cayó sobre su rostro como una niebla o un espanto, tomó mi mano y me miró como sólo él sabe mirar a una mujer.
—No debes aislarte, y te lo digo yo, que vivo aislada.
La lluvia amenazaba con mojar la tarde, con empapar los setos y los caminos de tierra, con manchar los cristales y romper ese silencio de cristal que se había instalado entre nosotros. Me miraba como quien busca una tabla de salvación. Como un náufrago mira al horizonte para intuir la vela de un barco. Sostuve su mano y su mirada. En sus labios luchaban la sonrisa y la nostalgia.
—Recuerdo aquellos días luminosos en los jardines de San Telmo, cuando nos perdíamos por aquel laberinto de flores y palmeras, de estanques que reflejaban nuestra alegría, a veces le robábamos un beso a la compostura, pero nadie se daba cuenta, ¿verdad? Fuimos tan felices que me daba miedo pensar en lo que luego sucedió, ese presentimiento me acompañó durante aquellos años que pasaron como un suspiro. —La palabra se hizo soplo, suspiró y luego tosió, intentaba disimular la tos pero no podía, yo no quise ni pude apartar la mirada, no volví la cabeza, seguía embebida con aquellos ojos que lo decían todo sin decir nada, los ojos que reían, chispeantes, durante aquellos días de nieve en Viena o en París, en Randan, donde se quedó prendado de un amor que tuvo que ocultar como pudo, aunque todo el mundo se dio cuenta, empezando por Montpensier.
—Allí me enamoré para siempre, en Randan, cuando vi esos ojos de niña, esa inocencia infantil, esa pureza que sólo tienen los ángeles. —Reía a pesar del dolor que le oprimía el pecho.
—No estamos de acuerdo con esta boda por los motivos expuestos. En cuanto a la futura reina, no tenemos nada que decir en este parlamento por una sencilla razón: los ángeles no se discuten. —Claudio Moyano, el portavoz de los moderados en las Cortes de la Restauración, se oponía a la boda pero ensalzaba a la futura novia.
—Me di cuenta desde el primer momento, sabía que estabas enamorado de Mercedes, y que mi hija bebía los vientos por ti, desde ese día en sus labios sólo callaba un nombre: Alfonso —se lo dije sin dejar de mirarlo a los ojos.
—Cánovas tampoco está de acuerdo con la boda, otro que me traiciona como Prim, cuando nadie creía en Alfonsito yo fui el primero en dar el paso, cuando la República nos sumergió en el caos, ahí estaba yo, en Francia, moviendo los hilos, restaurando la relación que se había roto con tu hermana, convenciéndola para que abdicara la Corona en su hijo, fundando el Partido Alfonsino, gastándome otra vez mi dinero para sacar a España del atolladero en el que la habían metido los españoles, cuando el trabajo principal estaba hecho di un paso atrás para no entorpecer la restauración monárquica, y le cedí el paso a ese joven político que prometía, inteligente y moderado, culto y perspicaz, Antonio como yo, Cánovas del Castillo, y ahora pretende impedir la boda de mi hija con Alfonso, porque no quiere que una Orleans sea reina de España, porque sigue preso de esos prejuicios irracionales, a este país le hace falta racionalismo, ilustración, luces que alumbren los sótanos de tantas creencias y tantas supersticiones, ¿qué hay de malo en que Alfonso se case con su prima por amor?, ¿qué hay de malo en que yo sea su consejero privado en un futuro cercano?, ¿por qué no puedo aportar mi experiencia, aunque sea de una forma discreta? Pues no, una Orleans, no, tiene que ser una extranjera, una protestante que fingiría durante la ceremonia, que se convertiría al catolicismo por conveniencia, él mismo lo ha dicho. —Montpensier se desesperaba ante una nueva traición, como él llamaba a la actitud de Cánovas, pero todo eso ya es el pasado, de aquello hace siete años que parecen siete siglos.
La República sucumbió. Se derrumbó. Cuando el general Pavía entró en el Congreso no tuvo que blandir el sable ni ordenar que sus soldados disparasen sus armas de fuego. Los que allí quedaban se fueron corriendo. Ahuecaron el ala. Martínez Campos, otro general, proclamó a Alfonso XII rey de España en Sagunto, como Topete había destronado a su madre en Cádiz. Alfonso se despidió de nosotros en París, cenas y bailes, ilusión y modestia en aquel muchacho que había dejado de ser un niño.
—¿Me vas a esperar, Mercedes? Dímelo. Dime que me vas a esperar.
—He soñado que entrabas en Madrid montado en un caballo. En un caballo blanco. —La voz iba dejando atrás el timbre infantil, pero sus ojos negros seguían siendo inocentes.
—En un caballo blanco, jajajaja... —Reía a carcajadas como quien está bebiéndose la vida de un trago.
Entró en Madrid. Triunfal. Montado en un caballo blanco que nació en el sueño de una muchacha que se quedó en París, esperándolo. Todavía no era el momento de que regresáramos a España. Isabel también se quedó en su casa, llamada Villa Castilla por los españoles que la buscaban para rendirle pleitesía como reina en el exilio, como reina madre, y para provocar esa ira, ese rencor, esos cristales que llevaba en su oronda barriga y que le impedían ser feliz por dentro y por fuera. Rumiaba su derrota, su fracaso, la Corona perdida, la humillación del exilio. Y no se alegraba de lo más próximo: su hijo Alfonso ya era el rey de España.
—¡Viva el rey! ¡Viva el rey don Alfonso! —El tipo quería abrazarse a las patas del caballo, se desgañitaba dando vivas una y otra vez.
—Se va a quedar usted ronco, hombre. —Alfonso sonreía al verlo y al escucharlo.
—¡Ca! Ronco me quedé el día que echamos a su madre...
Los recuerdos van y vienen. Así es el oleaje de la memoria, esa marea que no cesa cuando se llega a la orilla de la muerte presentida. Alfonso se enamoró de Mercedes en Randan, en aquella Navidad helada del exilio, España dividida y desgarrada, como mi familia, como la familia real que estaba fuera de la patria. Mi hermana odiaba a Montpensier, el sentimiento era mutuo, recíproco, Isabel y yo apenas nos hablábamos, pero ya se sabe que el enemigo común une mucho, la reina destronada quería recuperar el poder, pero ya era imposible, en ese caso lo mejor era abdicar la Corona en Alfonso, y eso fue lo que hizo, pero aquello fue el primer paso, había que restaurar la monarquía en aquel país donde los republicanos no necesitaban a los monárquicos para provocar el enfrentamiento fratricida: se bastaban ellos solos, los unionistas por un lado y los federales por el otro.
Después de aquel acercamiento en Randan hubo que esperar a que pasara la República, a que se suavizaran los odios polarizados de Isabel y Montpensier, a que Alfonso fuera mayor de edad para que no hubiera necesidad de volver a buscar un regente, el cargo al que aspiraba mi marido en secreto, aunque fuera un secreto a voces, el cargo que nunca aceptaría Isabel, ver a su malvado cuñado como regente de su hijo, y ella destronada, eso jamás, jamás, jamás, como decía Prim. En Randan, nieve y adolescencia, surgió el amor, esa chispa que salta cuando quiere. Mercedes era una niña, no se lo creía. Cuando pudimos regresar, vivía en una nube. Flotaba. Y a la vez sentía ese miedo, ese peligro de la frustración, ese temor a que Alfonso se casara con otra mujer por razones de Estado. Esa maldición que nos perseguía a los Montpensier, maldición a la que Mercedes no era ajena.
—Estaba buscando unas flores para adornar el comedor y una gitana se asomó a la tapia. —La respiración entrecortada, los ojos muy negros y muy abiertos, como si sólo tuviera dos enormes pupilas para tragarse toda la luz del Aljarafe sevillano.
—¿Qué te ha dicho, hija mía? —Dejé a un lado el libro que estaba leyendo, me lo había regalado Cecilia, eran los versos del poeta que estudió en San Telmo, otra víctima de la maldición del palacio, las Rimas de Bécquer.
—Me cogió la mano y me la leyó, al principio la cerré, me dan mucho miedo los conjuros y las adivinaciones, pero la gitana se empeñó, abrió mucho los ojos, luego los entrecerró, empezó a hablar como si estuviera sola. —Mercedes apenas puede contener los nervios, se mueve sin moverse, su sombra en el suelo vibra.
—Serás reina, está escrito en la palma de tu mano, serás la reina de España. —La voz de la gitana es un arpegio adulador, un trémolo de ojana sin guitarra, los colores chillones de su ropa contrastan con el verdor que la rodea.
—¿Estás segura de que te ha dicho eso? —Ahora la nerviosa soy yo.
—Sí, serás reina aunque no lo creas, te casarás después de bajar de una carroza y vivirás en un palacio. —La voz empezó a ponerse cavernosa, como si sonara más allá de donde se encontraban los volantes del vestido que rozaba el suelo.
—Me miré la mano, pero no vi nada extraño, quise preguntarle cuáles eran las líneas donde estaba escrito mi destino, pero me dio miedo. —Mercedes empezó a temblar.
—Cuando me lo contó me eché a reír, le dije que estaba de acuerdo con la gitana, que por una vez aquella mujer estaba diciéndole la verdad. —Alfonso se acomoda en el sillón, no puede mantenerse erguido, de vez en cuando tose y yo disimulo, como si no lo escuchara.
—Serás reina, pero... —La gitana cerró la cancela de su discurso, un silencio espeso, de cobre o de candela, terminó con la adivinación.
—¿Pero... qué? Dímelo, buena mujer, no me dejes así.
—No te preocupes, hija mía, las gitanas son así, les gusta decirte algo bueno y algo malo para dárselas de adivinas. —Yo empecé a sudar, era un sudor frío que contrastaba con la luz que se proyectaba sobre los jardines de aquella casa de Castilleja, la que fue de Hernán Cortés, la que nos servía para disfrutar de la luminosa primavera del Aljarafe sevillano, esas lomas suaves que sirven para que el aire sea más puro, más transparente.
—Claro que vas a ser reina, Mercedes, pero eso no es por culpa de esa gitana, sino por culpa mía, porque quiero casarme contigo. —Alfonso sonríe, está en la plenitud de su juventud, pasea junto a Mercedes por los jardines de San Telmo mientras yo no los pierdo de vista, el noviazgo discurre de una forma perfecta, parece mentira que la felicidad se haya instalado entre nosotros, después del annus horribilis y del exilio, todo ha vuelto a su cauce, como el río que brilla ahí mismo, justo al lado del paseo de las Delicias, bajo este sol de Sevilla.
—Estoy muy preocupada, no me ha gustado nada lo que ha hecho esa gitana, seguro que habrá visto alguna desgracia y no me la ha querido decir. —Mercedes sigue empeñada en invocar a la maldición, yo le acerco el libro de poemas, le recomiendo algunos, y me callo lo que siento en ese momento, la suerte que ha tenido, así no te querrán nunca más, hija mía, así no me han querido a mí, mi boda no fue por amor, yo no conocía a tu padre, nos presentaron poco antes de casarnos, no podíamos hablar porque no conocíamos la lengua del otro, me lo callé todo para no enturbiar su felicidad, la dejé leyendo bajo un naranjo que estaba estallando, floreciendo, el azahar inundaba el aire con su aroma, al fondo se destacaba la silueta de la Giralda, esa mujer de ladrillo, vertical, y a la derecha la silueta del palacio maldito al que yo no quería volver, prefería las primaveras en Castilleja y los veranos en Sanlúcar.
—Estos versos son bellísimos, seguro que el poeta que los escribió fue un hombre dichoso y feliz. —Mercedes fantaseaba con las Rimas, yo no quise contarle la historia de Bécquer, la que me había contado Cecilia.
—Mercedes no me dijo que la gitana se había quedado callada de pronto, que había sentido miedo ante ese silencio, que no quiso decirle qué más estaba escrito en aquella mano de nieve. —Alfonso sigue tosiendo, un viento mueve los árboles desnudos que rodean el palacio de El Pardo.
3
Todo está muy lejos de aquellos días azules, de aquella juventud que florecía en los labios y en los pechos de Mercedes, de aquel paréntesis que nos dio la vida, de aquella tregua que nos ofreció la maldición para regresar con más fuerza, para herirnos con más crueldad aún, aquel tiempo se quedó en el pasado, han pasado apenas diez años desde aquel noviazgo de ensueño y parece que ha transcurrido un siglo, estoy muriéndome y soy capaz de recordar las fechas, todavía no se han cumplido ocho años desde el día de la boda y cualquiera diría que han sido ochenta, toda mi vida pendiente de los relojes y de los almanaques, miro las canas de Alfonso, su rostro de hombre prematuramente envejecido, aislado en El Pardo, fuera del bullicio de Madrid, alejado del Palacio Real, de su mujer María Cristina, de sus hijas, de la corte, del mundo. Como si la mala suerte lo acompañara.
—No se lo había dicho a nadie, pero el día de mi boda con Mercedes un diplomático francés dijo algo en la puerta de la basílica de Atocha que no le gustó al colega con el que estaba hablando. —Alfonso deja que su mirada se pierda por la trama de la alfombra, como si tirando de esos hilos pudiera llegar al centro del laberinto.
—Sería la primera vez en la historia que una Orleans le diera a España un rey. —El francés sonríe con esa suficiencia de quien se alegra del mal ajeno.
—No sea usted gafe, que estamos de boda. —La marquesa que lo escucha se enfrenta con él.
—Yo no soy gafe, como ustedes dicen. Los gafes serán los Orleans. María Luisa de Orleans, la triste mujer del triste Carlos II no le dio hijos al Hechizado. Luisa Isabel, la jovencísima esposa del Bien Amado, tampoco. —El diplomático francés se hincha como un gallo.
—Y encima se las da de cenizo. Usted lo que tiene no es razón. Lo que tiene usted es una envidia muy grande. Y la novia no es una Orleans de su tierra, así que deje en paz a Francia y a sus franceses. Nació aquí, en Madrid, y se crio en Sevilla bajo un sol que sólo puede traer alegría. —El francés por fin guarda silencio y mira con una mezcla de cobardía y desprecio a la marquesa que lo remata con el brillo de navaja que despiden sus ojos.
Llueve ceniza sobre el palacio de El Pardo. Aquí se refugió el rey Francisco cuando se enemistó con mi hermana. Y aquí se ha refugiado su hijo, el rey Alfonso, para no tener que sacar su pañuelo rojo en el Palacio de Oriente. Lo lleva para disimular el color de su tos. La historia se repite con una insistencia que me desarma. Fue lo que sucedió cuando llegué aquel fatídico día al Palacio Real. Estábamos en Eu. Lejos. Como el día en que Regla se fue al cielo de Sanlúcar. Cada telegrama que abría Montpensier era una punzada que yo sentía en el corazón. Mercedes había sufrido un aborto. El legrado no se había realizado como era debido. En estos asuntos no me engaña nadie. Al poco tiempo empezó a sentirse mal. Los médicos decían que eran los síntomas propios de una noticia feliz.
—Pero yo sabía que Mercedes no estaba embarazada, no me preguntes cómo podía averiguarlo a tantos kilómetros de distancia. Las madres desarrollamos un sentido que no está en los libros de medicina. Cada vez que tu tío abría un telegrama se me estrechaba el pecho por dentro. Daba igual que tú quisieras tranquilizarnos desde Madrid. Las noches se me hacían eternas. Hasta que llegó el telegrama donde nos pedías que viniéramos a Madrid.
—Recuerdo cómo se lo dicté a mi fiel Alcañices, el hombre que nunca me abandonó ni me abandonará.
—Señor, el telegrama se ha enviado conforme a su voluntad. En cuanto tengamos respuesta se lo haré saber. —El marqués de Alcañices no es ajeno al sufrimiento de aquel muchacho de veinte años al que ha visto crecer en el exilio.
—Tenemos que salir ya, no podemos quedarnos aquí ni un minuto más, tengo que despedirme de Mercedes antes de que se vaya. —La angustia me volteó por dentro, le hablaba a Montpensier con una voz tan desabrida que me molestaba a mí misma.
—He ordenado que nuestro tren tenga preferencia de paso en todas las estaciones, así llegaremos a Madrid antes de lo que imaginas. —El padre de Mercedes tiene el rostro demudado, las noticias son alarmantes.
—Llegasteis a tiempo, al menos puedes vivir con esa tranquilidad, en aquel momento sentía pánico ante la posibilidad de que llegaras cuando Mercedes ya no pudiera despedirse de su madre. —Alfonso me miraba con ojos líquidos, a punto de llorar, vestía de casa, una sencilla chaqueta, unos zapatos cómodos, un pantalón ajustado a su figura, que no había perdido, no era alto pero lucía buena planta.
—Cuando me case ya no podré usar zapatos de tacón, me da vergüenza parecer más alta que el rey. —Mercedes era la ingenuidad hecha mujer.
—Cruzamos Madrid en coche, el pueblo se agolpaba en la plaza de Oriente, todos estaban pendientes de la salud de su reina, estuve a punto de llorar, pero tuve que contenerme, toda mi vida conteniendo las emociones. —Alfonso me escucha atentamente a pesar de que la historia no era nueva para él.
—Cuando vi a Ramona no tuve más remedio que abrazarme a ella, Ramona era más que un aya, más que la criada de Mercedes, aquella mujer la quería como una hija, el telegrama que me mandó cuando todavía estábamos en Eu me desgarró el corazón, entonces supe que lo peor estaba a punto de suceder. Dejé a Ramona y entré en la habitación. Allí estaba Mercedes, mi niña...
—Recuerdo tu grito, me estremeció por dentro, y eso que yo estaba en una nube espantosa de dolor, nunca he escuchado una voz más desgarradora. —Alfonso entrecierra los ojos, como si le doliera el grito que emití en aquel dormitorio.
—¡Como los otros, como los otros!
Montpensier me cogió entre sus brazos, Mercedes quería sonreír pero no podía.
—¡Como los otros, como los otros!
Cristina, mi pobre Cristina, se arrodilló junto al lecho donde su hermana agonizaba, reprimía su tos y lloraba sin descanso.
—Yo no podía soltar su mano. —Alfonso tose, saca su pañuelo rojo.
—Es hora de volver. —Me pongo rígida, vuelvo a mi papel de infanta en este teatro del mundo, me levanto.
La ceniza sigue cayendo. No es lluvia. Es un polvo líquido, húmedo, pegajoso. No hay salida posible. La maldición se instaló entre nosotros y sigue con su labor. Carcoma insaciable.
—No sabes cómo te agradezco tu visita, antes de irte quisiera decirte que yo...
—¡Cállate! —Me sorprendo a mí misma, ¿quién soy yo para decirle al rey de España que se calle, por muy sobrino mío que sea?
Salimos al porche. El coche espera. En uno de esos raptos que definen su personalidad, Alfonso manda que venga otro coche.
—Déjame que te acompañe un tramo del recorrido, regresaré en el otro coche, así podré estar más tiempo contigo. —Alfonso sabe que yo sé lo que él está pensando, callamos para no herirnos, para no destrozarnos por dentro.
—Tienes que venir a Sevilla, te llevaremos a Sanlúcar, seguro que el sol y el mar te sientan bien —mentí con esa piedad que empleo ante los desvalidos, en ese momento Alfonso era más débil que los sevillanos acosados por el hambre y las riadas que tantas veces he socorrido.
Subimos al coche. Alfonso me cede el paso y me ayuda. Lo miro como sólo se puede mirar a un hijo. Nos sentamos. El látigo despierta a las nubes. Estalla en el plomo bajo del cielo. Empieza a llover con más fuerza.
—Ahora no me digas que me calle, ahora déjame que te diga lo que siento, las palabras oprimen mi pecho, no quiero hacerte daño, no quiero que llores, sé que eres mucho más sensible de lo que aparentas, sé que no querías que mi dolor se reprodujera cuando empecé a cortejar a Cristina, era lo más parecido a Mercedes que había en este mundo, tras su muerte perdí el sentido, disimulaba como podía, pero mi mente desvariaba. Cristina estaba enferma, ahora comprendo lo que pasaba, porque yo estoy pasando exactamente lo mismo que ella, esta maldita tos es un veneno que me mata por dentro. Quise casarme con Cristina pero la muerte se adelantó, tú no querías que yo fuera a San Telmo porque sabías lo que iba a suceder, siempre me has querido mucho más de lo que me he merecido, me has querido como una madre, yo sabía que mi tío me quería a su manera, me quería para influir sobre mí, para pedirme el Toisón para mi primo Antonio, para conspirar en la sombra, que siempre ha sido lo suyo, me pidió sutilmente que hiciera todo lo posible por alejar la sombra de la muerte de Prim y empeñé mi palabra, ese asunto se olvidó y ahora puede vivir tranquilo. Montpensier quiso ser el regente que me tutelara hasta que yo pudiera reinar, no se me escapaba nada, fundó el Partido Alfonsino y luego se retiró para influir desde fuera, pero no le guardo ningún tipo de rencor, todo lo contrario, sin embargo, lo tuyo es diferente, tú eres la madre con la que siempre soñé, y para colmo me enamoré perdidamente de tu hija, de mi prima Mercedes, de aquella niña que me rompió el corazón en Randan y me lo sigue rompiendo todos los días. Me da mucha pena de María Cristina, me casé con ella para cumplir con mi obligación de darle un heredero al trono, la quiero y la respeto, pero ella sabe que mi amor sigue encadenado al recuerdo de Mercedes, me lo dijo una vez que me pilló embelesado, mirando su retrato, por eso me he ido de palacio, no quiero que sufra viéndome sufrir. Me ha dado dos hijas y está embarazada, quiera Dios que sea un varón, estoy a punto de entregarle mi alma a Dios, no me engaño y no quiero que te vayas a Sevilla sin despedirte de mí, aquí nadie nos verá llorar, aquí no somos esclavos de nuestra condición, este carruaje guardará nuestro secreto, la maldición que nos persigue no descansa, espero que Mercedes, Cristina y yo seamos los últimos, que mi hijo nazca sano y pueda reinar hasta el fin de sus días, sólo le pido eso a Dios, sólo eso y nada más que eso.
Alfonso ordena que se detenga el coche. Al fondo se ve, bajo la gasa cenicienta del aire y de la lluvia, el Palacio Real, los tejados de Madrid. El rey baja del coche después de darme ese abrazo que sigo llevando en mi pecho. Era 23 de noviembre. Día de San Clemente. El día que Fernando III conquistó Sevilla. Montpensier ya no porta la espada del Rey Santo en la procesión que se celebra en la Catedral de Sevilla. Mercedes quería que su primogénito se llamara Fernando, como el hermano que se le murió. Nada es como queremos. Regresé a Madrid en aquel coche, envuelta en un silencio que me sirvió para aislarme de este mundo. A los dos días de haberme despedido de él, España lloraba la muerte del rey. Mercedes murió dos días antes de cumplir dieciocho años. El amor de su vida entregó su alma a Dios tres días antes de cumplir los veintiocho. Yo estoy a punto de morir. No he podido celebrar mi cumpleaños como estaba previsto. La maldición nos persigue, implacable. Cuando me comunicaron la noticia que yo estaba esperando, se me vino a la memoria el cante que le escuché a aquel cantaor de Triana que decía verdades como puños, y que por eso mismo dolían tanto.
Como a un hijo lo quería,
y ahora que no lo tengo
lo quiero más todavía.
4
La segunda parte del artículo no la pudo escuchar aquella sirvienta fantasiosa y enamoradiza en la voz engolada del doctor Roquero. El autor le envió una copia a la infanta en cuanto terminó de corregirla. La recibió y se lo calló. Como tantas cosas se había callado a lo largo de su existencia. Con dificultad leyó aquella continuación del artículo del doctor Roquero que aparecería en el número de la Revista Médica que saldría el 15 de febrero. A partir de entonces lo leerían los discípulos de Susillo, su viuda en la lejanía de Málaga, Pedro Balgañón en la soledad de su piso deshabitado. El arzobispo, el juez y el inspector Cranio buscarían más claves para la condena o la absolución. Los místicos tendrían más temas para conversar en su rincón de El Rinconcillo.
La infanta ordenó que nadie la molestara. Abrió el sobre que le había enviado Roquero y empezó a descifrar el último texto que leería en su vida:
«Trece años de ver autopsias de suicidas me convencieron de que no podían considerarse, en vida sanos, los que desgraciadamente presentan lesiones en su cerebro y en otros órganos. Cuando veo ante mis ojos el cadáver de un suicida, siento el peso abrumador de las consideraciones sobre la fragilidad de la fábrica humana. Jamás se me ocurrió la mínima protesta contra el autor y víctima de tanta desdicha. La justificación de este hecho infortunado de todos los siglos, y muy principalmente del nuestro, no hay que buscarla en las obscuras discusiones sobre la existencia o no existencia de la libertad del hombre, sino en las páginas de los libros que se ocupan de su patología. No se entiende de ningún modo que Susillo padecía una verdadera locura, que se caracteriza por la inconsciencia de las impulsiones homicidas o suicidas, no, las impulsiones del asténico no quitan la conciencia, sino que sólo anulan la voluntad, después de varios accesos anteriores en los cuales aún ha podido salir vencedora.
»La muerte de su madre, que era su idolatría, y la de su hermana, también fallecida después de un cruel padecer de una afección de orden quirúrgico, influyeron muy desfavorablemente en el carácter apocado de Susillo.
»Cuando, hace dos años, lo encontré en Madrid almorzamos juntos, y entonces me contó su última pasión amorosa y sus proyectos de nuevo matrimonio. Le hice objeciones en contra, no por la elección de persona que me era y me ha sido completamente desconocida, sino porque la descripción de sus sentimientos amorosos me pareció verdaderamente patológica. No comprendía aquella pasión en su edad, y la animación exagerada de su semblante, chocaba con la manera corriente de expresarse, que me era conocida. No me opuse en concreto, opuse mis objeciones en absoluto a ese matrimonio, como cualquier otro, en sus circunstancias entonces actuales. Sospeché la existencia de una pasión ruinosa por todo lo que le rodeaba en aquellos momentos.
»Supe luego que su amor había nacido súbitamente como amor de niño o de loco, y que antes de conocer ningún antecedente de la persona amada, la idea de este amor le perseguía como una verdadera obsesión. Temí por él, y en efecto, la desgracia ha confirmado aquellos sospechosos temores.
»Cambió de costumbres y de género de vida, la cual, de trabajadora y pacífica, tornose en vida de movimiento y agitación; vivía siempre viajando con una sola idea fija, una pasión extemporánea por lo fantástica y ruinosa, tanto financieramente, como ruinosa para su debilitada y avasalladora voluntad. Esta pasión y el género de vida que imponía, no podían menos que dar desastrosas consecuencias en su salud. Las impulsiones suicidas que anteriormente habían sido dominadas por el resto de voluntad que quedaba, tenían que ganar fácilmente terreno hasta conseguir por último la victoria.
»El público ha visto y deplorado el drama final, y ha creído a Susillo verdaderamente pobre, cuando la pobreza sólo existía en el apocamiento de su espíritu. Susillo no estaba apurado en realidad, ha dejado excedentes sesenta mil duros, y para resolver sus atrasos momentáneos tenía sobrado dinero en la caja de muchos amigos que se lo ofrecieron constantemente. Tenía razón D. José María Pereda, cuando en su linda carta expresa que Susillo se habría matado aun disponiendo de la fortuna de Rothschild. La víspera de su muerte, su amigo íntimo Tena le había abierto sus brazos y su caja.
»Pero pasemos al estudio de sus impulsiones suicidas. Fueron cuatro veces muy conocidas, una sospechada, de las cuales dos tuvieron lugar antes de su matrimonio, otras dos después.
»Susillo, pundonoroso y honrado, sintió lastimada su reputación por una calumnia, que tenía relación con sus amores, y contaba su disgusto a su amigo íntimo D. Pedro Balgañón; de repente, al ver pasar un tranvía intentó tirarse sobre los raíles. Su amigo Balgañón le sujetó, pasó el tranvía, y ambos cayeron al suelo unidos en estrecho abrazo. Esto tuvo lugar en Madrid en la calle de Serrano el mes de septiembre de 1894.
»Entre sus papeles se ha encontrado una carta, no enviada a su destino, fechada el 10 de septiembre de 1895 y dirigida a su íntimo D. Pedro Balgañón. Por esta carta se induce que cruzó por su mente otra nueva tentativa de suicidio, pero fue dominada aún por su voluntad. En dicha carta autoriza a su amigo Balgañón, para que se entienda con sus hermanos, le suplica arroje al fuego un paquete de cartas amorosas, que él no tiene valor para quemar, y al escribir el nombre de la persona amada, su mano tiembla convulsivamente, como lo indica la escritura; le ordena arreglar algunos asuntos e invita a su amigo para que tome en su estudio lo que más le guste, y lo guarde como recuerdo suyo. Se despide enviándole un abrazo estrechísimo, llamándole hermano, y firma. Esta carta no tiene sello de franqueo ni vestigio de que hubiese intentado inutilizarla. Indudablemente quedó completamente olvidada. Diez y nueve días más tarde se casa.
»Después... el paraíso terrenal sin reminiscencia del pecado... sueños encantados de romántico poeta, el amor en todo su esplendor sin remordimientos, sin dolores, legítimo, expansivo, santificado y hermoso, el constante idilio, la esperanza de una vida dichosa, el olvido de las miserias terrestres... un día claro sin una sola nube.
»Las ideas de pobreza y de muerte quedan veladas y obscurecidas. Los rayos de la luna llena no iluminan en su cerebro más cuadros que los que pinta el amor. Esto no lo supongo yo; lo cuenta el pobre Antonio al amigo más íntimo, el que conocía todos los secretos y resortes de su alma. Este intervalo no lo ocupa la lucidez de una locura real y triste, no, es el periodo expansivo de descanso de un cerebro asténico en el que la débil voluntad no tuvo que luchar. Nada provoca el tema, la razón clara sin pesadumbre alguna, vuelve a imperar... La ilusión lo llena todo. Pero el placer, ese insidioso enemigo tan derrochador de fuerzas como el dolor, prepara el terreno para nueva caída.
»En el mes de febrero de 1896 un asunto financiero le obliga a descender del cielo a la tierra, se encuentra en contacto con la prosa y en pacífica conversación con su íntimo D. Pedro Balgañón, vuelve a sentirse pobre, arruinado y perseguido; cae dentro del malvado tema y monta el revólver para dispararle sobre su cabeza. Su amigo le desvía la mano y la bala atraviesa el ala del sombrero de éste último. Ésta es la tercera impulsión al suicidio.
»Llega la cuarta impulsión y sin tener ya voluntad hábil que le defienda, ni amigo que lo proteja contra sí mismo, el drama se realiza en las circunstancias que todos conocen, el 22 de Diciembre del pasado año. El vulgo, ese ente inclinado a lo maravilloso, que se complace en llenar de sombras fatídicas lo que no comprende, que eleva a muchos porque sí, y abate y calumnia también porque no, que no ve más que la apariencia de las cosas y no las cosas mismas, crea e inventa trozos de novelas de Montépin, donde no hay más que una página sangrienta y dolorosa del padecer humano.
»Susillo, con la razón clara para pensar, pero vencida su voluntad por la idea de la pobreza, su tema patológico, confiesa por su mano su obsesión y expresa su última disposición testamentaria a favor de su única heredera, y dedica su pensamiento de despedida al último ídolo de sus ensueños de amor... ¡A las puertas de la muerte, donde ya no hay valor para mentir ni disimular, en medio de la última ruina de su voluntad, aún conserva un resto para afirmar su pasión!
»Las ruinas que no son reales, los desengaños que no se prueban, las desilusiones que no se confirman, sólo pueden matar en esta forma al degenerado, al enfermo, al que lleva constantemente arrastrando la cuerda de atracción al seno de la muerte. Los incidentes, los episodios vulgares de la vida prosaica, obran como aceleradores de la velocidad en el camino que se ha de recorrer indefectiblemente.
»Yo presentí en nuestro malogrado artista la existencia de un proceso de vejez prematura en su primer periodo de astenia simple. Ya he dejado consignados muchos síntomas muy expresivos. Quise afirmar mi juicio, comprobar si había lesiones, y presencié su autopsia.
»No me podía resignar a que la memoria de hombre tan bueno, tan delicado y cariñoso amigo, quedase envuelta en la nebulosa de un drama misterioso y vulgar. Quería cerciorarme de su estado enfermo y me cercioré. Conteniendo los latidos tumultuosos de mi corazón, enjugando lágrimas y recordando que allí sólo podía estar el médico, presencíé con serena apariencia su autopsia. No había en su cuerpo ninguna marca clara de degeneración en la piel. Representaba su cadáver lo que representaba su persona, en su triste y apático semblante, más edad de la que realmente tenía. No era oportunidad, por la naturaleza del cadáver, de hacer delicadas observaciones antropométricas que adicionaran tal vez, algún nuevo dato. Tampoco lo necesitaba. Su historia clínica era suficiente.
»Su cráneo era duro, resistiendo al corte como el de un sexagenario y su textura tan compacta como en los de esta avanzada edad. Tenía también gran dilatación en los senos frontales. Yo recordaba entre sus padecimientos una cefalalgia que frecuentemente le atacaba bajo la forma de hemicránea derecha y empezaba en un punto fijo del parietal. Quise ver este punto y en él encontramos una gruesa placa de tejido condensado en las membranas cubiertas del cerebro y fuerte adhesión de estas membranas al cerebro. Esta placa, seguramente, tenía tanta antigüedad como la jaqueca intensísima que sufría por el menor motivo.
»Había, pues, una alteración anatómica que se encuentra en la mayor parte de las autopsias de hombres de avanzada edad. La masa cerebral estaba destrozada sobre la parte central del hemisferio izquierdo, sitio donde terminó el curso del proyectil desde su entrada por debajo de la barba. Su piel y sus vísceras estaban sobradamente engrasadas, incluso el corazón, presentando la grasa el color amarillo canario intenso de las infiltraciones de un anciano. Los demás órganos se encontraban en estado normal. No necesitaba ver más.
»De allí salí con dolorosas enseñanzas, mas con sobrado consuelo para mi espíritu. Había visto la autopsia de un pobre enfermo, tenía valor adquirido para defender su grato recuerdo contra la maledicencia vulgar.
»¡Desgraciado Susillo! ¡Descanse en paz! ¡Sea para todos su memoria tan limpia y pura como lo es para mí!
»Sevilla, 18 de enero de 1897».