CAPÍTULO 14

EL INFORME ROQUERO

La infanta se incorporó levemente cuando entró el doctor Roquero. Ha rezado el rosario como de costumbre. El almanaque marca el día 17 de enero de 1897. Un día más que le ha ganado a la vida terrenal. El gabinete está en penumbra, caldeado por un brasero que luce los rescoldos del cisco picón.

—Es usted un hombre de otra época, doctor. Es un usted un verdadero caballero. Digo más: aunque su familia no pertenezca a la nobleza que nos distingue del vulgo, es usted todo un señor.

El doctor Roquero, atildado y planchadísimo, con la camisa transparente de blancura, inclina la cabeza mientras su sonrisa curva el decimonónico bigote que llevaba a juego con su galantería. El doctor Roquero es una de las mentes más lúcidas de la ciudad. Su corazón es una fuente incesante de la que manan las límpidas aguas de la bondad interior. El doctor Roquero habla con la misma sintaxis que sirve para definirlo. Aficionado a la pluma casi tanto o más que al escalpelo, bruñe sus textos científicos y humanísticos hasta dotarlos de un brillo literario.

—Serenísima Alteza, no sabe cuánto agradezco sus más que inmerecidos halagos. Y me siento muy honrado por la cita que me habéis concedido. Su petición ha sido un honor para mí.

—Siéntese, doctor. ¿Prefiere una taza de café o un buen chocolate caliente?

—En ese caso, y agradeciendo de antemano su amabilidad, me inclinaré por el chocolate, bebida que guarda en la espesura indiana de su sabor las esencias patrias. Nunca he sido amigo del café por las connotaciones liberales, tirando a revolucionarias, que ese bebedizo trae consigo. Por eso prefiero el chocolate, tan español y tan clerical, tan nuestro y tan rancio...

Servido el chocolate en una taza blanca con las inevitables flores de lis dibujadas en azul, el doctor Roquero abre una carpeta y se coloca sus lentes. Ahora parece un poco más viejo. Conserva cierto atractivo físico que ha ido menguando con los años. Espigado, de voz engolada y gestos de actor, es una verdadera delicia para la infanta. Hombres así quedan muy pocos.

—En confianza le diré, Serenísima Alteza, que su encargo supuso un dilema ético y deontológico para este modesto médico. Llegar a una conclusión predeterminada casa mal con el método científico. Empero, en este asunto nos encontramos con el feliz ensamblaje que se produce entre lo que deseamos y lo que ha sucedido. Todo cuadra. Todo encaja.

El médico le da un sorbo a la taza de chocolate mientras la infanta sorbe lentamente su tacita de té. La salud ha volado de sus rasgos femeninos. Los labios resecos, los ojos caídos, la tez macilenta. El doctor Roquero no hace la más mínima alusión al estado físico de doña María Luisa Fernanda, y prosigue con su exposición.

—Vayamos al grano, Serenísima Alteza. He escrito un amplio artículo científico que verá la luz en la Revista Médica en dos entregas sucesivas, ya que la amplitud y minuciosidad del texto impiden que se publique íntegro en un solo número. En este artículo científico expongo las causas que motivaron el inevitable desenlace. El título es directo y elocuente. «¿Por qué se mató Susillo?». No me he limitado a quedarme en la carcasa de lo científico, en el lenguaje mate que emplean mis colegas para fijar un diagnóstico o para aventurar un pronóstico. He querido llegar más hondo. Por eso inicio el texto con frases de este tenor que me atrevo a leerle en privado antes de darlas a la imprenta.

«¡Pobre Antonio! ¡Descanse en paz! Bajo el peso abrumador de la desgracia, todo el mundo sintió la pérdida del artista y del amigo, mas la dulce memoria del siempre pacífico y querido pareció amargada...».

La duquesa de Montpensier sigue como puede aquel caudal de palabras henchidas por el viento retardatario del Romanticismo. «Las sombras de tristeza de su tumba fueron mezcladas con las sombras de la horrible duda». Le llama la atención el párrafo donde se alude al paralelismo de la mano de Susillo. «Aquella mano armada que un día trasladó al barro las hermosas fantasías de Bécquer y acabó a un tiempo con el hombre y el artista». Tras ello viene, triunfal y sonora, la inevitable hipérbole. Las frases se deshilvanan en la memoria frágil de la infanta. Aun así, es capaz de atrapar algunas expresiones al vuelo. «La humanidad se conmovió ante la sangre, sintió el horror del crimen, retrocedió espantada, se sintió herida... Las almas piadosas experimentaron una desconsoladora decepción...».

Tras carraspear y tomar un poco de agua, el doctor Roquero llega, por fin, al preámbulo de lo que debería ser su exposición.

—Todo el mundo sintió, nadie pensó nada concreto ni claro en los primeros días. Hora es ya de pensar, y que la clara luz de la razón evapore las sombras de la sinrazón del hecho sangriento que deploramos. Saborea la humanidad con deleitoso entusiasmo las obras del arte humano, los progresos de la ciencia y de la industria; alaba la velocidad de las comunicaciones; goza de las comodidades de la vida doméstica moderna, y como ya ha pagado el precio, olvida que adquirió todas esas cosas a cambio de sus más hermosos cerebros, que dejaron de ser anegados en un inmenso mar de sangre.

El doctor Roquero se viene arriba. Se levanta del sillón y recompone su figura para darle un carácter oratorio a su artículo científico. Engola aún más la voz mientras la infanta lo mira, indiferente, como si continuara sentado en el sillón que ocupa.

—Di, olvidadiza humanidad, ¿qué tienes de bueno, qué tienes de santo, qué de bello, qué de útil, que no te haya costado ríos de sangre? Tú, hermosa y grande España, que has paseado tu gloria con tus armas y tus letras por el mundo entero, di, ¿dónde hay espacios bastante grandes para encerrar la sangre que tu gloria ha costado y cuesta?

La sirvienta que había dejado en la mesilla la bandeja con el chocolate caliente no se atreve a servirlo. Es menuda, morena, de ojos negros y de una belleza afilada que pronto se marchitará: en cuanto la coja un gañán de su pueblo y la deje preñada al momento de casarse con ella. Entonces se refugiará definitivamente en las novelas románticas, en los folletines que se editan semanalmente para saciar ese afán de amoríos que la vida les niega a estas muchachas. Absorta en la voz histriónica del doctor Roquero, la sirvienta se emociona. Una furtiva lágrima se asoma a su ojo derecho. No entiende muy bien lo que está leyendo aquel hombre atildado que remarca cada palabra como si quisiera aislarla del discurso. No entiende lo que dice, pero es tan bello y tan emocionante ese relato sobre la sangre del artista...

—Noble o plebeya, es, ha sido y será la sangre el precio de nuestras mejores conquistas. ¿Cómo has salido, humanidad, de la esfera del animal sino quemando en tu cerebro la sangre de tus venas? No retrocedas horrorizada porque has pagado en su natural moneda la gloria que te dio un artista.

Aquel discurso dirigido a la humanidad provoca el mismo efecto en el auditorio: las dos mujeres lo escuchaban con la boca abierta. La criada está absorta; la infanta bosteza.

«¡No te admira que un Bécquer (víctima de la tisis) quemara su cerebro escribiendo sus fantasías, y te llama la atención que un Susillo (víctima de un impulso suicida) taladrara el suyo con una bala después de interpretarla en el grosero barro! Variaciones de forma; de esencia, no».

A Pedro Balgañón se le nota la tristeza en los ojos. Fue el íntimo amigo de Antonio Susillo. El único que llegó a asomarse al abismo que llevaba el artista en el interior de su humanidad. Balgañón lee muy despacio el artículo de la Revista Médica que le ha hecho llegar el doctor Roquero. En su expresión se nota que convive mal con el sueño. A pesar de su cansancio, se concentra y aplica el raciocinio para descifrar las metáforas científicas que el doctor va desgranando para justificar el estado de Susillo.

«Mientras más elevado es en jerarquía el trabajo producido, así se quema el hombre con mayor o menor intensidad. Las llamas más grandes gastan más combustibles, en la unidad de tiempo, que las pequeñas».

Pedro Balgañón vive solo en un piso demasiado grande para sus necesidades. Envuelto en un silencio que se parece demasiado a la soledad, enciende una lámpara. Se ha hecho de noche. La ciudad ha desaparecido del cristal que la protege del frío.

«Entremos en el análisis de la vida y carácter de nuestro infortunado amigo y cómo de la mano llevados, surgirán despejadas las supuestas aparentes incógnitas, a las cuales se ha podido atribuir su desgraciado fin. No hay verdaderas incógnitas aquí. El instinto de un amigo cariñoso previó y temió el fatal desenlace. El que suscribe estas consideraciones le admiró y le quiso como artista y como amigo, y nunca pudo sustraerse, desde hace algunos años, al terror de un silencioso presentimiento de desgracia; al contemplar aquel carácter tan hermoso como taciturno».

Pedro Balgañón detiene por un instante la lectura. Él era el verdadero amigo, el único que lo sabía todo de Antonio Susillo. Su silencio es lo único que le queda al suicida para salvar su honra. De la salvación espiritual ya se encargaron la infanta, el arzobispo Spínola y el resto de sus amigos. Pero hay otra condena tan severa como ésa: la imagen que guardarán las generaciones venideras del hombre y del artista. Balgañón toma un sorbo de coñac. Ha cenado poco y necesita algo de alcohol para calentarse por dentro y para buscar la enredadera del sueño.

«En las manifestaciones del carácter va muchas veces nuestra historia escrita, y en ellas también va el horóscopo de nuestro destino».

El amigo fiel sabía que tarde o temprano tendría que asistir al entierro del hombre que no tenía más remedio que quitarse la vida con sus manos. La infanta sabe que ese destino estaba escrito desde hacía años, y que ella cometió el error de acentuarlo con un encargo que no debería haberle hecho. Junto a ella, la romántica sirvienta sigue embobada mientras el doctor Roquero se regodea con sus tesis y sus hipótesis entre científicas y humanistas. En el despacho donde debería estar redactando una sentencia banal, el juez Fernández Amaya rebusca entre la hojarasca literaria del artículo que le ha publicado la Revista Médica al doctor Roquero para encontrar la causa de la muerte de Susillo.

Escribir no es conversar con una persona. Escribir es lanzar el texto al océano del tiempo y del espacio. Cada uno leerá lo escrito desde su punto de vista con las lentes que siempre nos proporciona la experiencia. Lectores diversos. Distintos lugares y tiempos divergentes que convergen en el mismo texto.

El doctor Roquero lee para sí mismo. Estos párrafos los extrajo de su memoria personal y los escribió como si estuviera redactando el argumento, la trama de una novela.

«No recuerdo en este momento a quién debí el honor de haber conocido a Susillo el año 1889. Su fama despertó mi curiosidad por conocer al hombre, ya que admiraba al artista, y fui presentado a él en su estudio».

La infanta da un respingo. Su marido murió un año más tarde, para ella el año 1890 es la frontera que marca el inicio de su soledad. Pedro Balgañón recuerda el encuentro entre Susillo y el doctor Roquero, aquel saludo cortés que dio paso a una conversación un punto elevada por el afán del médico: quería parecer un experto en escultura cuando lo suyo no iba más allá de la anatomía.

«Confieso ingenuamente que quedé mucho tiempo pensativo y preocupado por la entrevista con aquel hombre tan natural y tan sencillo. Entre las paredes casi tapadas por bocetos y apuntes en barro de sus ya celebradas obras, sus medallones inolvidables, trozos de encantadora poesía pasada de su mente a sus manos, y aquel hombre tan modesto, siendo ya artista elogiado, existía un océano de distancia».

La infanta cae en la cuenta de que en aquel estudio donde se conocieron Susillo y Roquero podría estar colgado algún que otro boceto del último encargo que le hizo el duque de Montpensier al escultor: las estatuas de la fachada norte del palacio de San Telmo. El juez Fernández Amaya siente la tentación de saltarse aquellas partes del texto que no hablen de la causa de la muerte, pero no tiene nada que hacer en su despacho, hoy también está de guardia, como aquella tarde en que lo llamaron para levantar el cadáver del suicida. El juez aprovecha la mañana gris y fría de febrero para leer sin prisas.

«Aquel hombre recordábame el volcán apagado, que no se revelaba su existencia más que de cuando en cuando, por la brillantez en las erupciones de su genial fantasía. Yo quisiera comprender al hombre físico separado del hombre moral, mas no me es fácil describir en sus componentes lo que Dios, en su impenetrable sabiduría, nos ha presentado a los ojos como invisible unidad».

Ha salido de la Catedral y ha sentido el frío que corta el cuerpo en la esquina de Matacanónigos, a los mismos pies de la Giralda. El arzobispo don Marcelo Spínola ha subrayado el artículo que anoche le enviaron de forma discreta y que pronto publicará la Revista Médica. Un doctor piadoso que nunca se pierde la misa dominical en la Catedral es el responsable del envío. No se trata de pedirle el nihil obstat, sino de prevenir. Don Marcelo decidió personalmente que Susillo fuera enterrado en sagrado a pesar del pecado que cometió al final de su vida. En ese artículo puede haber alguna clave que sirva de refuerzo para la decisión arzobispal. Y más que eso: los argumentos del médico pueden servirle de bálsamo al obispo, algo que parece contradictorio, pero no lo es.

Spínola entra en el Palacio Arzobispal, cruza el patio que sirve de apeadero, sube las portentosas y barroquísimas escaleras y se dirige a sus estancias. Aún es pronto para comer, pero su secretario está sobre aviso. Encima de la mesa, la revista abierta por la página cuarenta y cinco, donde aparece, al final, la primera frase del párrafo subrayado. Vuelve a leer una y otra vez esas frases. Es cierto lo que dice el doctor Roquero. Dios es la impenetrable sabiduría, y por esa razón es imposible separar al hombre físico del moral, al que actúa del que piensa. Esa unidad es impenetrable e indivisible. Como el mismo Dios que nos hizo, aunque no lo parezca, a su imagen y semejanza.

«La meta del equilibrio saludable entre las ardientes aspiraciones del espíritu y las fatales necesidades económicas de las materias, sólo la alcanzan los privilegiados individuos de una robustez excepcional de raza y de familia, o la inmensa pléyade de innominados, en los cuales la existencia se desliza en la pacífica vida orgánica, a la cual coadyuva la psiquis sólo facilitando el camino de su conservación. Mas el equilibrio económico en la vida del artista y del pensador, suele ser un sueño fantástico. Susillo, por sus trabajos realizados en pocos años, enfermó no se sabe a punto fijo cuándo, pero ha muerto por propia mano en un incidente de una larga y silenciosa enfermedad. Su historia encierra hechos que han preparado el terreno para su enfermedad y además existen muchos síntomas demostrativos de ella».

El balcón da a la Alameda. Pero no es la Alameda de Sevilla, donde compartió poco más de un año de su vida con el escultor que la dejó por otra: se fue con la muerte. Es la Alameda de Málaga. La casa donde se casaron hace quince meses mal contados. María Luisa Huelin no tiene nada en Sevilla. Tampoco tiene a nadie... que la quiera. Sólo tiene enemigos. O eso ve ella. No ha asistido al funeral de su esposo. Y no ha sido por falta de fuerzas, sino por todo lo contrario. Se encontraba demasiado bien, y no era plan de enfrentarse con los que le achacaban la muerte del artista que era, para ellos, el amigo y el maestro. La luz suave de febrero entra por los cristales del balcón. Es mediodía. En San Telmo es de noche, a mediados de enero, y por las ventanas no entra ni siquiera la oscuridad.

«Un distinguidísimo novelista español. Don José María Pereda, que une a su preclaro tratamiento nativo un conocimiento profundo de los hombres y las cosas, ha expresado en una carta su intuición acerca de las causas de la muerte de Susillo, a quien quería mucho, y ha trazado magistralmente los principales rasgos del carácter del infortunado artista. Completamente autorizado por mi distinguido maestro don Ramón de la Sota, propietario de dicha carta, transcribo los dos párrafos más importantes de ella. Dice así...».

El juez Fernández Amaya recuerda perfectamente que entre las ropas de Susillo se encontraban algunas cartas. Una iba dirigida precisamente al novelista cántabro. Ahora va a leer la respuesta que el destinatario le envía a un amigo suyo: el remitente ya no podría leerla por cuestiones obvias. La sirvienta de la infanta se pone nerviosa, se ha liado ella sola con los destinatarios y remitentes, y le da miedo pensar que algún día pueda recibir la carta de alguien que haya muerto después de escribirla. María Luisa Huelin no siente celos, sino la amarga decepción que le provoca la desigualdad de trato: para ella, una frase; para el novelista amigo, una carta.

«Excuso decir a V. que desde la primera noticia que tuve del suceso, no se ha apartado un instante de mi memoria. No crea usted que Susillo se mató porque real y verdaderamente le apurara la falta de dinero. Ese motivo fue el tema de su enfermedad como pudo ser otro cualquiera y aunque días antes del suceso le hubiera dado Rothschild su fortuna, se hubiera creído igualmente pobre y se hubiera matado lo mismo. Lombroso se quedó corto al achacar el desequilibrio solamente a los genios, es muy frecuente también en los corazones puros, en las almas nobles, en la exaltación de cualquier virtud».

La viuda sonríe. Siempre tuvo razón, pero la leyenda se la negará. Los discípulos, los amigos, los partidarios de su difunto marido tendrían que leer esa carta para convencerse de su error, pero con una leyenda no hay quien pueda. Y menos, la protagonista si ejerce el papel de mala. Sigue leyendo la carta de Pereda y tuerce el gesto ante la primera frase que se encuentra en el siguiente párrafo.

«Susillo era bueno, de excelentes ideas a lo que pude observar en su conversación, generoso, amante de su familia y de honradas costumbres, fervoroso artista, colmado de laureles, recién casado por amor y en los comienzos de una vida gloriosa, ¿cómo mezclarlo con los desesperados que se quitan la vida por haber cometido una acción infame o caído de repente en un atolladero real y sin salida posible? No le queda a V. duda; en este caso, si no ha habido ningún designio providencial, lo ha habido de enfermedad incurable, y bien lo demuestra el proceso de ella que publican los periódicos. ¡Dios haya tenido clemencia de él y la tenga con nosotros!».

¿Amante de la familia? La viuda aparta la vista. Fuera luce el sol. El mar estará azul a pesar de todo. La gente pasa bajo el balcón. Atareados. Cada uno cumple con su menester. Menos ella, que parece un pájaro enjaulado que no tiene fuerzas para cantar. No ha derramado ni una sola lágrima por Susillo, y eso le duele. Quien llora sin disimulo es la sirvienta de la infanta. No puede contener el llanto, aunque disimula como puede y rellena la taza de chocolate y el vaso de agua del doctor Roquero. El juez Fernández Amaya siente una aceleración en el pulso cuando lee la siguiente frase del artículo, que el doctor Roquero pronuncia de forma elevada y categórica ante la mirada un punto desvanecida, pero atenta, de la infanta.

«Después de leer estos dos interesantísimos párrafos, sólo queda el trabajo de aportar los elementos de prueba».

Elementos de prueba. El juez siente cómo se dilatan sus pupilas. Toda atención es poca. Por fin ha llegado el momento del lenguaje jurídico. ¿Esa prueba supondrá la certeza médica que proporcione argumentos tranquilizadores para la conciencia del arzobispo Spínola? La sirvienta se mete en el relato como si fuera un folletín.

«Antonio Susillo había surcado, en sus treinta y nueve años de edad, un inmenso mar erizado de escollos que fueron salvados por su dominante pasión al arte, pero a expensas de su desgaste. En su historia patológica familiar, detenidamente estudiada, no hay antecedentes de importancia. Nuestro infortunado amigo tenía un temperamento nervioso predominante. Todo el mundo conoce la historia de sus primeros años. Su afición a hacer muñecos de barro como desahogo de su pasión y su aptitud, fueron el punto de partida de su vida de artista. Cuando ya de obra lo era, refería con su sencillez, acostumbrada en el seno de la amistad. Sus éxtasis de niño ante aquellos muñecos de la Alcaicería que constituían para él notables ejemplares».

La sirvienta se pone tierna. Ya está en edad de tener un niño propio entre sus brazos, un artista que triunfe pero que no se quite la vida como Susillo. En ese caso es mejor que se dedique a trabajar en el campo, como su padre y sus hermanos. El doctor Roquero tiñe su voz con el cromatismo sonoro de la ternura, algo que provoca un ensimismamiento femenino en la muchacha que ya se ha olvidado de que su misión es retirarse y seguir con las labores propias de su oficio en ese palacio. En Málaga sale un sol tibio que se cuela por los álamos desnudos, como si quisiera adelantarse a la deseada primavera.

«El amor, en todas sus formas, ocupó su corazón toda la vida. Nació amando entrañablemente a una mujer, su madre; y ha muerto amando a otra, su segunda mujer, Dª María Luisa Huelin. Se casó muy joven la primera vez con una mujer tísica. ¿Por qué? Porque era buena mujer, y porque estaba tísica. Sufrió mucho durante un año; pero satisfizo su gran corazón llegando al sacrificio. Amó a su familia entrañablemente toda la vida, y si el desamor pudo lastimar a alguno de los suyos, puede reputarse que esto ha correspondido ya al estado avanzado de su enfermedad».

¿Qué sabrá este médico sobre el amor? La viuda se muerde la lengua por dentro. Quisiera hablar pero no puede. ¿Para qué? En lo único que lleva razón es en el amor por su madre. Pronto comprendió María Luisa Huelin que no tenía nada que hacer ante esa rivalidad imposible: la madre muerta frente a la esposa viva. En cuanto a la primera mujer, estaba claro. Una tísica para disimular. Así se moriría pronto y Susillo no tendría que soportar la pregunta inevitable en aquella pequeña burguesía a la que empezaba a pertenecer su familia. Artista y soltero era algo demasiado sospechoso. Una tísica era lo ideal. En cuanto a su matrimonio, fue un inmenso error, y ahora lo comprende del todo. Enamorarse de un loco es algo que va contra lo convencional, y eso quiso hacer ella. Un loco bohemio, artista, que pudiera triunfar y llevarla directamente al Parnaso. Imaginaciones que van y vienen por la mente calenturienta de la sirvienta mientras la infanta intenta comprender esos matrimonios plebeyos sin reglas escritas de antemano. Ella no tuvo problema alguno. La infanta no se casó: la casaron. Y punto.

«Era ciego su culto por la amistad, y por ella generoso hasta el máximum posible. Jamás podía decir que no a peticiones del amigo, ni de la persona querida, y si alguna vez luchaba en su interior concluía por seguir ampliamente la voluntad ajena. Era un sugestivo dispuesto a complacer a cualquiera, en tanto no contrariase a su madre, que fue para él el ídolo familiar. Después de su madre, todo, antes que ella, nada; éste fue el lema de su conducta mientras ella vivió, y a su muerte se inició para el primer paso de su curva descendente hacia la ruina de su espíritu y su cuerpo».

Ahí estaba la pura verdad que amarga la lectura de María Luisa Huelin, la misma verdad que emociona a Viriato Rull, el discípulo que le sacó la mascarilla en el Depósito Anatómico Forense. Rull lee el artículo y reconoce a su maestro en esa generosidad sin límites de la que hablaron todos los asistentes al entierro.

«Susillo era profundamente religioso, no sólo en manifestaciones externas de culto, sino en el fondo del alma del artista. Tan infundido estaba el espíritu cristiano en su alma serena, que sin la irresistible y tiránica impulsión morbosa, su educación cristiana le hubiese llevado a una resignación, que siempre tuvo, hasta el estoicismo, antes de su ruina moral. Los que pueden creer lo contrario tengan por seguro que no lo conocieron íntimamente».

Spínola vuelve a coger el lápiz que anoche dejó en la bandeja de plata de su escritorio. Subraya el párrafo. Irresistible y tiránica son palabras que le vienen bien. Impulsión morbosa, también. El juez Fernández Amaya sigue decepcionado, buscando argumentos que hagan fructífera la lectura.

«Su educación era sólo efectiva y artística. Su ilustración versaba sobre el terreno afectivo e idealista. Amaba con predilección la poesía soñadora, conocía toda la escuela de este género, sobre todo a Bécquer, del cual, podía afirmarse que era completamente idólatra. Tenía prodigiosa memoria para conservar poesías que recitaba con tanta fatalidad como vehemencia».

Bécquer... El apellido del poeta se le escapó a la pobre muchacha, que a punto estuvo de ser expulsada del gabinete de la infanta. Roquero la miró y sonrió. Bécquer... ¿Qué sabría Susillo de Bécquer?, se pregunta la mujer que mira el tibio sol de febrero entre los álamos desnudos. ¿Qué sabría Susillo del amor de verdad que un hombre siente por una mujer?

Quien lee ahora el informe del doctor Roquero es el inspector Cranio. Cuando se enteró de la existencia de ese informe, el policía se hizo con él. En cuanto lo tuvo en sus manos se dirigió a la taberna. Allí estaban los místicos. En el rincón de El Rinconcillo. Abrió el sobre que contenía una copia del informe y se dispuso a leerlo en voz alta. Gil, Guitard y Leal se concentraron en esa cascada barroca de palabras que brotaban del papel. Al llegar a ese punto, los tres se hicieron la misma pregunta. ¿Acaso se había asomado Susillo a esos párpados cerrados donde late el volcán del deseo, a esa lengua que se apresura, a ese cuerpo que pide lo que aquel hombre nunca le supo dar a mujer alguna? Amargura y rabia atraviesan el pecho de la viuda que no puede escuchar el nombre del poeta asociado a su difunto esposo. Roquero cambia de tercio. Lo poético le cede el paso a lo psicológico.

«Odiaba con toda su alma la filosofía y a los filósofos, y si transigía escuchando a alguno de éstos, era porque su amistad vencía su extrema repugnancia. La filosofía escéptica o materialista o el positivismo actual, pugnaban violentamente con su manera de pensar».

Gil asiente en el rincón de la taberna, Susillo lo odiaba por sus aspiraciones filosóficas, y Leal lo corrobora con un gesto cómplice. Cranio sigue leyendo en voz alta. La infanta se reconoce en ese párrafo. Su pietismo, su manera de enfocar la vida desde el prisma de lo religioso le impide comulgar con el positivismo que todo lo reduce a lo material. En eso Susillo era lo contrario a su difunto esposo, el duque de Montpensier. La muchacha sigue pensando en Bécquer y el juez se sumerge, por fin, en la personalidad del suicida.

«Vivía sumido en una semisomnolencia fantástica, de la cual, a veces, no era fácil sacarlo más que por breves momentos. Odiaba instintivamente los números y las cuestiones financieras, que confiaba, cuando podía, al cuidado de sus amigos íntimos. Mentalmente considerado, había en él un desequilibrio extraordinario entre sus facultades afectivas e intelectuales, siendo de las primeras, esclava su voluntad. Susillo era tipo de irregularidad en sus aficiones artísticas: le molestaba la música, no la sintió nunca, ridiculizaba el arte musical y a los apasionados de él, sin que yo pudiera comprobar si esto era defecto anatómico de su cerebro, de educación, o una de sus manifestaciones morbosas. Tenía ciertas supersticiones muy vulgares y frecuentes del carácter de este pueblo; le preocupaba el número 13, y le eran sospechosos los martes y los viernes. La menor contrariedad le trastornaba y creía que nada podía salir bien después de ella y le llamaba a esta situación tener pata».

Una extraña coincidencia puso de acuerdo a los que leían el artículo en tiempos y lugares diferentes: Susillo estaba loco de remate. Pero el único que lo dijo en voz alta fue el inspector Cranio. Las síntesis son así de crueles.

«Era un trabajador incansable durante meses enteros, día y noche, con la irregularidad natural de los trabajos artísticos. Sentía su cerebro en condiciones de producir, y ya no había descanso posible hasta la terminación del trabajo necesario o del capricho. En esto, en nada difería de los verdaderos amantes del arte a que están dedicados. Como todos, desarreglo en las comidas y en el sueño».

La viuda asiente: ella lo sabe mejor que nadie por haberlo padecido. El juez empieza a ver atenuantes. Lo del desarreglo es algo que se pasan por alto los místicos. Ellos son el puro desarreglo en la comida y en el sueño. El obispo busca desesperadamente la eximente. El discípulo ve al maestro como el genio que no puede entregarse a los horarios del vulgo. El doctor Roquero hace una pausa. Quiere captar la atención de su reducido auditorio. La voz se envuelve en el celofán del misterio.

«¿Cuándo empieza su enfermedad? Cualquiera lo sabe».

Pues estamos bien, masculla la viuda despechada. Los místicos interrumpen a Cranio, está claro que su trastorno se materializa cuando se marcha a París con el ruso. Lo anterior, lo que sentía por dentro, estaba oculto.

«No intento entrar en un análisis médico detallado de este estudio, porque iría muy lejos y esto tendría un valor puramente técnico, cuya lectura sería insufrible para el público en general, a quien van dedicadas estas consideraciones».

Menos rodeos y vamos al grano de una vez, exclama en silencio el juez. Cranio, fiel a su condición, se impacienta.

«Respecto a causas, me limito sólo a recordar que nuestro desgraciado amigo experimentó la pobreza y el rudo trabajo de un oficio, y de él salió con titánico esfuerzo, teniendo su pasión como estímulo y su entonces fuerte voluntad como apoyo. Después... toda una serie de obstáculos y de contrariedades. Más tarde, decaimientos físicos y morales que terminan por un episodio sangriento, que ha defraudado nuestras esperanzas y causado la admiración general. A destruir esta extrañeza y a convertir en diáfano el cielo nebuloso, se dirigen mis actuales razonamientos.

»Respetando contrarias opiniones del mundo médico, si las hubiera, y no entrando en justificaciones puramente especulativas patológicas, que corresponden a una discusión estrictamente médica, en la cual no es necesario ni oportuno entrar, sólo consignaré aquí que Susillo era un asténico de escasísima voluntad, con extravagancias características de esta clase de enfermos. Tenía infundadas antipatías a los perros y a los pavos, horror supersticioso a un pobre hombre que tenía la nariz hinchada y roja y que estaba frecuentemente en la puerta de una casa por cuya calle no quería pasar nunca, como pudiera evitarlo; profesaba un odio impropio de su natural y dulce carácter a varias personas, a quienes no conocía ni había tratado en su vida».

Todos volvieron a coincidir. La locura habitaba en el artista. La criada no puede reprimir la risa cuando se imagina la nariz hinchada y roja, o el miedo que Susillo sentía por los pavos. La viuda podría ampliar la lista de las manías que tuvo que soportar, pero sabe que todo se ha terminado para siempre, y que su mejor aliado es el silencio.

«Era víctima de violenta irascibilidad, motivada por la menor contrariedad; hasta el extremo de romper una preciosa obra que le había costado días y noches de trabajo, sólo por el hecho de que no pudo enviarla en fecha 10 de un mes, pudiendo enviarla el 20. Varias veces, al atravesar el puente de Triana, luchó con el deseo de tirarse al río. Padeció impulsiones repentinas de suicidio cuatro veces, en dos de ellas fue evitada la realización de su muerte por la presencia de un amigo; otra, se ha entrevisto por el contenido de una carta encontrada recientemente entre sus papeles, y la última pasó a hecho desgraciadamente».

Pedro Balgañón necesita otro trago de coñac. Un escalofrío recorre su espalda y electriza su cuerpo. Recuerda perfectamente esas situaciones, esos intentos de suicidio que crearon en su conciencia el dilema contrario al que siente el obispo Spínola. Después de salvarlo, Balgañón sentía que prolongaba la tortura de Susillo, que no lo dejaba descansar allí donde su voluntad lo empujaba. Para el arzobispo, esos intentos frustrados eran la prueba de que Susillo estaba condenado a morir de esa manera: lo que pasó el 22 de diciembre no fue un capricho ni una forma de enfrentarse con la voluntad de Dios anticipando ese final que está en manos del Creador y que es la muerte. El juez está a punto de recomponer la personalidad del reo que se dio la muerte a sí mismo, y que podría conseguir la absolución en caso de un juicio que no podría celebrarse por incomparecencia del acusado, pero que sirve para hacer cábalas en la mente. ¿La condena a muerte de Susillo fue justa o no? ¿Su acción es punible o debe ser declarado inocente por haber obrado fuera de sí?

«Sobre este fondo patológico adicionad una nueva y potente causa conmovedora del espíritu, y tendréis explicada la agravación que determinó el incidente final. Susillo tan virtuoso como tímido, tan honrado como supersticioso, tan grande para el arte como pequeño para comprender y sufrir las miserias de la vida real, sucumbió a su manera de ser un neurótico patológico envuelto entre los soles y estrellas de su soñado cielo, levemente rozado por el contacto de la pobre tierra en que vivimos. Ni admití antes, ni admito hoy, ni creo que en adelante admitiré, que el hombre sano se suicide. Sólo el hombre dotado de la brillante luz de la inteligencia puede sufrir en ella esas momentáneas debilitaciones de su claridad, y apagada ésta, sumirse tan voluntaria como patológicamente en los abismos de la muerte. ¡Qué desgracia compensadora! Sólo el hombre en la naturaleza atenta frecuentemente contra su existencia, y si el hecho se realiza en algún animal es siempre por causa de enfermedad, que le es común con el hombre, la locura ya momentánea, ya continua; en resumen, por estado enfermo».

El doctor Roquero deja la última palabra en el aire. La infanta se ha quedado pensativa, como si faltara algo en los razonamientos y en las causalidades que ha expuesto el médico. La sirvienta no sabe qué hacer, de pronto recoge la bandeja y pide permiso para retirarse. La infanta se lo concede con un gesto. El artículo verá la luz en la Revista de Medicina que se publicará el 31 de enero. A partir de esa fecha lo leerán la viuda y el arzobispo, el amigo y el juez. La segunda parte del artículo saldrá el 15 de febrero, pero Roquero ya lo tiene escrito, sólo le falta corregirlo. Le pregunta a la infanta si quiere que le haga llegar una copia.

—Déjelo, doctor, yo también tengo mi teoría sobre la muerte del pobre Susillo, pero no puedo decírsela a nadie. Cosas mías... En cuanto a lo que me propone, haga lo que mejor le parezca. Estoy muy cansada, sé que me queda muy poco tiempo en este mundo. ¡Quién sabe dónde estaré yo dentro de quince días o de un mes!

El doctor Roquero capta el mensaje. Al cabo de cinco minutos está sintiendo el aire frío de enero en su rostro.