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Para Cardinal, el resultado de la persecución del vehículo de Woody se tradujo en papeleo y más papeleo. El suplemento por sí solo alcanzaba la extensión de Moby Dick y, como con toda otra operación que involucrara a otro cuerpo policial, como ocurría en este caso con la PPO, el papeleo sólo tendía a multiplicarse. La sola utilización de la sala de guerra ya requería de informes detallados del armamento y equipo utilizado, la munición disparada, etcétera.
Habría preferido interrogar a Lefebvre, pero Freddie el Frenético había perdido el conocimiento poco después de confesar su ebriedad, y ahora se recuperaba en una cama de hospital bien vigilada.
La luz indicadora de mensajes del teléfono de Cardinal no dejaba de titilar. Era Karen Steen, quería averiguar si habían surgido novedades en la investigación y hacerle saber que esperaba una respuesta a su llamada. Cardinal recordó sus ojos azul profundo, el candor sorprendente de sus rasgos. Ojalá tuviese algo que decirle a aquella joven, algunas palabras de aliento, pero no había nada de lo que informar. Los peritos, Arsenault y Collingwood, se habían encerrado en el garaje para trabajar en la furgoneta, y sería inútil pedirles huellas dactilares hasta dentro de unas cuantas horas.
Cardinal extrajo un fajo de papeles de su bandeja de entrada. Entre ellos había varios sobres gruesos enviados por la Corona, los informes, impresos y pedidos de información habituales. También había un sobre interno que contenía un memorándum de Dyson en el que señalaba a todos la necesidad de no quedar como imbéciles ante los tribunales. La palabra «contemporáneo» aparecía subrayada bastantes veces.
Junto al memorándum se había incluido un recorte de papel, al parecer adherido accidentalmente con rastros de alguna sustancia que se asemejaba bastante al azúcar glaseado de un donut. Se trataba de una nota con el remite «Del despacho del sargento detective A. Dyson» e iba dirigida a Paul Arsenault. En la nota se ponía al perito a disposición de los expertos en documentación de la Policía Montada el fin de semana siguiente. La combinación RPMC y expertos en documentación sólo podía referirse al caso de Kyle Corbett. Y que la reunión tuviera lugar en un fin de semana implicaba un volumen de trabajo considerable. Se tramaba algo importante.
—Por el amor de Dios, ¿por qué tengo que volver a testificar? ¡Me estoy empezando a sentir como un muñeco de vudú, todo el mundo quiere clavarme sus agujas! —todo esto gritaba McLeod a su teléfono móvil mientras rebuscaba con la esperanza de desenterrar algo del vertedero que era su escritorio. Colgó profiriendo blasfemias—. Me da la impresión de que a la maldita Corona le encantaría provocarme un ataque al corazón.
—Quizá le apetezca —respondió sosegado Cardinal.
—Mi chico da un recital de piano el jueves. Su último cumpleaños me lo perdí gracias a los hermanos Corriveau. Si falto esta vez, mi mujer, perdón, mi ex mujer, o sea, lady Macbeth con una orden del juez, me dejará fuera de la foto familiar para siempre. Ya tiene a todo el Juzgado de Familia en la palma de la mano, te lo juro. A sus ojos soy un monstruo a medio camino entre Atila y Charles Manson. Y ahora otra vez con los Corriveau: ¿qué sentido tiene desestimarme como testigo para después hacerme ir cada cinco minutos?
Sin previo aviso, la mente de Cardinal se alejó pensando en Catherine. Los aullidos paranoicos de McLeod se fueron desvaneciendo hasta quedar en un segundo plano. Cardinal recordó los pómulos marcados de Catherine y la manera en que levantaba la vista del libro atisbándolo por encima de sus gafas para leer. En esas ocasiones, su mirada era muy intensa, como si temiera que un ser extraterrestre se le hubiese colado en la cama asumiendo la forma de su marido. «¿Te encuentras bien?», solía preguntarle, y la reverberación de aquellas palabras en su memoria era de una dulzura insoportable.
—Eh, ¿adónde vas? —gritó McLeod corriendo detrás de su Compañero—. Todavía no he acabado con mi recital de quejas. Ni siquiera había empezado…
Catherine Cardinal, con los brazos extendidos, recorrió por el pasillo la distancia que la separaba de su marido. Todavía tenía el pelo mojado de la ducha. Se aferró a él con fuerza y el detective aspiró el olor al champú de su mujer.
—¿Cómo está mi chica? —susurró Cardinal—. ¿Cómo está mi chica?
Se sentaron en el sofá del salón acristalado. Catherine se encontraba tan bien que Cardinal sintió un estremecimiento de esperanza. Ella lo miraba a los ojos y sus manos sólo dejaban traslucir temblores esporádicos, no los círculos obsesivos que dibujaban siempre. Abrió los labios para decir algo, pero no salió sonido alguno de su boca. Se dio la vuelta; él esperó a que dejara de llorar, con la mano apoyada en la rodilla de su mujer. Finalmente, Catherine recuperó el aliento y dijo:
—Creí que a estas alturas estarías preparando el divorcio.
Cardinal negó con la cabeza.
—No va a ser tan sencillo librarte de mí.
—Pero lo conseguiré. Si no es esta vez, será la siguiente, o la siguiente. Lo peor es que no hay una sola persona que vaya a culparte por dejarme.
—No me iré a ninguna parte, Catherine. Que eso no te quite el sueño.
—Kelly ya puede cuidar de sí misma, nunca te culparía. Y tú lo sabes. Ni siquiera yo te culparía.
—Déjalo ya. No voy a abandonarte.
—Entonces deberías tener una aventura con alguien. Seguramente conocerás a muchas mujeres jóvenes en el trabajo. Ten una aventura pero no me lo digas, ¿de acuerdo? No quiero saberlo. Con una de tus compañeras quizá, pero no vayas a enamorarte de ella.
Cardinal pensó en Lisa Delorme. Una mujer con las ideas claras, práctica. La misma que podía o no estar investigándolo. La misma del cuerpo bonito, en palabras de Jerry Commanda.
—No me apetece una aventura —aseguró a su esposa—. Te quiero a ti.
—Dios santo, ¿eres tan incorruptible como pareces? Nunca pierdes los estribos, siempre tan paciente. ¿Cómo esperas comprender a alguien que está tan jodida como yo? No sé por qué lo intentas, eres prácticamente un santo.
—Vaya, cariño. Es la primera vez que me acusas de santidad.
Catherine, por supuesto, no sabía nada acerca del dinero. Cardinal lo había aceptado durante la primera depresión de ella, años atrás. La habían internado, estaba a la deriva en un mar de sargazos donde navegan las almas perdidas. Aquello duró dieciocho meses.
Entonces sus padres empezaron a telefonearle cada dos días desde Estados Unidos para interesarse, haciéndolo sentir como un marido insensible e inútil, y Cardinal estalló. Durante algún tiempo se convenció de que la demencia de su mujer le había hecho perder los estribos. Pero el católico que llevaba dentro, por no mencionar al policía, nunca aceptaría semejante excusa. Y nunca se lo perdonó.
—Los maridos dejan a sus mujeres constantemente —lo tranquilizaba Catherine—. Nadie aguantaría lo que tú soportas a diario.
—La gente carga con cosas mucho peores.
«Debería confesarle lo del dinero —pensó Cardinal—. Probarle que es mejor que yo: ella enloquece de vez en cuando pero nunca comete errores a propósito». Pero imaginar la mirada de su mujer al enterarse lo detuvo en seco.
—Mira, te he traído un regalo. Lo podrás estrenar el día que salgas de aquí.
Catherine desplegó el papel de seda con una ternura suprema, la misma que aplicaría a una herida para limpiarla. La boina era de color burdeos claro, un color que a Catherine le encantaba llevar. Se la probó ladeándosela con desenfado.
—¿Qué tal me queda? ¿A que me parezco a una exploradora?
—Te pareces a alguien con quien querría casarme.
El comentario la hizo llorar de nuevo.
—Iré a traer unas coca-colas —anunció Cardinal, y se encaminó hacia la máquina.
Era un modelo antiguo, de las que expendían aparte el sirope y el agua gasificada en un vaso de papel; allí no se permitía el manejo de ningún tipo de metal por parte de los pacientes. Durante unos breves instantes se quedó en el pasillo contemplando las blancas ondulaciones del terreno, los pinos circundantes y sus ramas vencidas bajo el peso de la nieve. Fuera del despacho del forense, protegidos bajo un pórtico, dos camilleros fumaban el pitillo de descanso mientras flexionaban las piernas para combatir el frío.
Al regresar al solarium, vio a Catherine hecha un ovillo en un extremo del sofá con el ceño fruncido. No había bebido, el vaso de cartón con coca-cola aún seguía intacto sobre la mesa. Cardinal esperó quince minutos pero ella permanecía indiferente, como una estatua de madera. Nada que él dijera obtenía respuesta. Cuando por fin decidió irse, ella seguía acurrucada en la misma posición, con sus ojos feroces clavados en las baldosas del suelo.
Dyson hizo pasar a Delorme a su despacho e inmediatamente se dispuso a ningunearla: contestaba llamadas, buscaba fichas o le daba la lata a Mary Flower por el interfono. Finalmente volvió el cuerpo hacia ella y cogió el abrecartas, sosteniéndolo entre las palmas de sus manos. Por un instante, Delorme creyó que se lo pondría en la boca y lo mordería como supuestamente hacen los guerreros.
—Póngame al día, Lise. ¿Qué tal va la investigación a Cardinal?
Ella odiaba que la llamaran por su nombre de pila; además, le daba a su superior un aire de productor cinematográfico de serie B.
—El repaso de las fichas no ha revelado mucho. Al menos nada que pueda interesar a la Corona.
Dyson inclinó el abrecartas. En el exterior, la misma luz crepuscular que lo hacía brillar como una Excalibur en miniatura iluminaba un carámbano mientras lo derretía.
—Quizás haya llegado el momento de someterlo a escuchas.
—Ese es exactamente el plan de Musgrave, pero no lo conseguirá en un futuro próximo.
—¿Ah, no? —Dyson depuso el abrecartas visiblemente molesto—. ¿Y por qué no?
—Porque planean una operación contra Corbett para el 24.
—¿Para el 24? Pero ¿qué les pasa a esos tipos? ¿No pueden hacer las cosas de una en una? ¿No se contentan con hacerlas mal, encima tienen que hacerlas todas a la vez? ¿Por qué quieren ir a por Corbett antes de que usted termine su investigación, por el amor de Dios? ¿A qué viene tanta prisa?
—Corbett tiene planeado cargarse al jefe de los Black Diamond, una pandilla de motoristas que controlan parte de la zona sur.
—¿Así que pondrán en peligro una investigación en curso para salvar la vida de un motero que probablemente también es un asesino? Los caminos de la Policía Montada son inescrutables. ¿Quién es la fuente?
—No me lo han dicho. Y no me sorprende, dadas las circunstancias.
—No, a mí tampoco —suspiró Dyson.
Delorme no estaba segura de compartir lo que realmente le preocupaba, pero al notar a Dyson inusitadamente receptivo se arriesgó.
—Tal vez no seria tan mala idea darle un respiro a Cardinal por el momento. ¿Se imagina lo perjudicial que sería para la investigación del caso Pine-Curry, sargento?
—Le he estado dando vueltas al asunto. Será mucho peor si sale a la luz luego.
Poco después, Delorme estaba en su escritorio rellenando suplementos cuando apareció Cardinal seguido de una ráfaga de aire frío. Daba la impresión de haber llegado del mismo Averno. Las arrugas de su cara se habían profundizado. Todo ello hacía que Delorme sospechara que su compañero había ido a visitar a su esposa.