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Malcolm Musgrave y su equipo habían montado su cuartel general en el Motel Pinegrove. La estancia era el típico cuartucho frío e impersonal de rigor, con muebles coloniales de imitación y cortinas de un naranja que desquiciaría a cualquiera. Entre grabadoras de bobina, monitores de vídeo y aparatos de radio se erigían, cual pirámides precarias, montañas de cajas de pizza y pilas de bandejas de comida china. Al parecer, se había suspendido el servicio de habitaciones.
El sitio apestaba a sudor y a hamburguesas apelmazadas.
Ver que Musgrave se había involucrado personalmente en las tareas de vigilancia sorprendió a Delorme, y se lo hizo saber.
—¿Cree que me perdería todo esto? —Realizó un gesto amplio con el brazo extendido y la sobaquera de cuero emitió un crujido leve—. Claro que podía haberme dedicado a otra cosa. De hecho, mi implicación directa ya ha molestado a números más sensibles. Pero ¿sabe una cosa? Me la suda. Puede pensar que soy un vengativo, pero Corbett me ha jodido olímpicamente y quiero ser yo quien lo coja. —Y añadió con cortesía fingida—: Contando con su inestimable ayuda, por supuesto.
Musgrave levantó una silla horrorosa por encima de la cama y se la ofreció. Él se sentó en la cama, hundiéndola hasta el suelo, y acto seguido gritó a un hombre con cascos y de rostro grisáceo que hasta entonces había hecho caso omiso de toda la conversación:
—¡Eh, Larry, hazle escuchar el bit a nuestra invitada, la hermana Delorme! El espectáculo va a comenzar.
Larry cambió la bobina de la grabadora que tenía delante y la avanzo a tanta velocidad que a Delorme le sorprendió no ver elevarse un hilillo de humo. El operador presionó una tecla, giró un par de diales y extrajo la conexión de los cascos para que todos pudieran escuchar.
—Llegó hace un par de horas —explicó Musgrave—. ¿No responde usted a las llamadas?
—Estaba trabajando con Cardinal y no podía ausentarme. Por si no lo sabe, intentamos atrapar a un asesino en serie.
—No intente ponerme en mi sitio, señorita Delorme. Mi sitio está por encima del suyo.
Musgrave hizo una seña a su compañero y comenzó a sonar el final de una conversación.
—«… porque así es como hacemos negocios nosotros, por eso. Di a Snider que se ponga las pilas. No es más que un capullo cabrón».
—Ése es Corbett —dijo Musgrave—. Todo cortesía y buena educación.
—«¿Cuántas veces más tenemos que aguantar esas gilipolleces? Díselo. La próxima vez lo mandaremos a criar malv…».
—«Ya, Kyle. Entendido».
—El otro es Peter Fyfe. Lleva mucho tiempo de marinero en la Corbetta. Fue poli en Windsor, duró dos semanas aunque de eso hace siglos. Lo ficharon por lesiones en 1989. Desde entonces es mas bueno que un monaguillo. Igual que Corbett.
—«Dile que lamentará haberse aprendido mi nombre. Díselo».
—«Lo haré».
—«Y dile que esta vez va en serio. La única razón por la que esto no paso antes es Sheila. Pero esta vez ni ella evitará la que se le vendrá encima».
—«Se lo haré saber».
—«Hazlo».
Se oyó un clic cuando Corbett y Fyfe colgaron. Puesto que la grabadora se activaba con el sonido de la voz, la siguiente conversación empezó exactamente diez segundos después.
—«Dime».
—«Kyle, ¿hay alguna manera de sacarnos de encima al Gordo?».
—«El Gordo no es un pringao cualquiera, Pete. No me lo puedo ventilar así como así».
—Ya sabemos quién es el Gordo —explicó Musgrave—: Gary Grundy, jefe de los Lobos, una pandilla de Aylmer. Pesa unos ciento setenta en ayunas.
—«Ah, también tengo noticias de nuestro poli preferido. Tiene un dato que no puede comentar por teléfono».
—«Vale. Dile que se pase por la disco Crystal».
—«Ha propuesto la Biblioteca».
—«Genial, ¿quién coño va a reconocerme en la biblioteca?».
—«No se refería a la biblioteca pública, Kyle. La Biblioteca es una taberna, está encima del Motel Birches. Es el lugar más aburrido del universo. Oye, ni siquiera quiere que te lo comente por teléfono. Dice que probablemente la Policía Montada nos ha pinchado los teléfonos».
—«No han pinchado nada. ¿Por qué crees que pago una fortuna a mi maestro en piratería informática? Estamos limpios».
—«Pues él dice que sí y que por teléfono no digamos ni mu. Pero estás majara, Kyle, si crees que conduciré hasta Sudbury para hacer de mensajero de los cojones».
—«Dile que me reuniré con él en el New York, a las dos de la mañana. Estaré en la barra».
—«A las dos, vale. Le avisaré».
—«Pero no hoy, joder. Te dije que tengo que hablar con el Gordo».
—«Vale, vale, me hago cargo».
—«Que sea mañana por la noche, a las dos. Y dile que quiero que me lo cuente todo. Hace un puto siglo que no se deja ver».
—No hace falta que le diga que el maestro en piratería informática mentado es uno de los nuestros, ¿verdad, hermanita? El tipo es un as del ratón.
—Muy bien —respondió Delorme.
Y era cierto, lo habían hecho muy bien. Ella sabía que, salvo excepciones, la Policía Montada hacía bien su trabajo. Lamentablemente, la profesionalidad nunca salía en los periódicos.
«Mañana a las dos de la madrugada», reflexionó la detective Delorme.
—¿Podremos ocultar un equipo de grabación dentro del restaurante en tan poco tiempo?
Musgrave se puso de pie. Verlo incorporarse era como ver crecer un abeto gigante a cámara rápida.
—¿Ha perdido la fe, hermana Delorme? No se inquiete, nuestros monjecillos se están encargando de eso en este preciso instante.