47

Cirios, cera para muebles y aquel incienso; los aromas que poblaban la catedral no habían cambiado en nada. Cardinal se sentó en un banco del fondo y dejó que lo invadieran los recuerdos. Allí estaban el altar donde había hecho de monaguillo, disfrazado con la sobrepelliz y la sotana, y los confesionarios donde había revelado algunos de sus primeros devaneos sexuales, pero no todos. Allá se encontraba el comulgatorio donde velaron el ataúd de su madre, y más allá la fuente donde bautizaron a Kelly, un duendecillo con cara de muñeca cuyos berridos habían turbado a los invitados, especialmente al joven sacerdote que debía ungirla.

Pero a los veintitantos Cardinal había perdido la fe y nunca la había recuperado. Durante toda la infancia de su hija siguió yendo a misa porque su esposa se lo había pedido. Al contrario que McLeod, que sentía una profunda aversión por Roma y sus maquinaciones, él no albergaba desprecio alguno por la Iglesia, aunque tampoco veneración. Así que en realidad no estaba muy seguro de por qué había acudido a la catedral aquella tarde. Había ido a D’Anunzio’s a comer un sándwich de jamón cocido y queso suizo, y un segundo más tarde estaba allí, ocupando un banco al fondo de la iglesia.

«¿Lo habré hecho por gratitud?», se preguntó. En efecto, estaba feliz de que Delorme hubiese puesto fin a la investigación. En cuanto a Dyson, Cardinal sentía una gran tristeza, aquello casi le había partido el corazón. McLeod había hecho leña del jefe caído. «Mejor así —gritaba a quien quisiera escucharlo en la sala de la jefatura. ¿No le bastaba con ser un capullo arrogante? ¿Tenía que ser un capullo corrupto, además? Hay gente que no tiene límites». Pero Cardinal no sentía ninguna superioridad moral; podía haber sido él quien hubiera acabado esposado y encerrado en la cárcel del distrito.

Un gigantesco medallón enmarcado en oro de la Virgen María ascendiendo a los cielos colgaba en lo alto, sobre el altar. Siendo un niño, Cardinal le había rezado para que lo ayudara a ser un buen estudiante, un buen jugador de hockey y una buena persona; pero hacía tiempo que no rezaba. Sentarse en la amplia y fragante catedral era razón suficiente para rememorar aquella sensación de pertenencia que había experimentado durante su infancia. Cardinal sabía el momento preciso y hasta la hora exacta en que había perdido la fe. Que Delorme hubiese dado por concluida la investigación no significaba que a Cardinal su conciencia fuera a concederle una tregua.

—Disculpe —dijo un hombre voluminoso.

Había avanzado por entre los bancos, pasó por delante del policía y se sentó junto a él. Aquello molestó a Cardinal, pues la iglesia estaba vacía. Pero los practicantes tenían sus bancos preferidos, y después de todo el intruso era él.

—Bonita iglesia —añadió.

El hombre tenía un físico cuadrangular. Se alzaba como un cubo de carne perfecto, una masa compacta de músculo carente de cuello, cintura o caderas. El cubo señaló el medallón de la Asunción de la Virgen.

—Qué medalla más chula. Me chiflan las iglesias, ¿a usted no?

El hombre se volvió hacia Cardinal y le sonrió, si es que se podía llamar sonrisa a aquel acre despliegue. Durante un instante relucieron dos incisivos de oro y un segundo más tarde desaparecieron. Su cara, redonda y plana como la de un inuit, estaba marcada por cuatro cicatrices simétricas, unas rajas blancas e intensas que le surcaban la frente, el mentón y ambas mejillas. La nariz contrahecha tenía el aspecto invaginado de un pimiento. El recién llegado llevaba un ojo cubierto, y para mirar a Cardinal tuvo que girarse noventa grados completos. Sobre el parche negro de cuero, algún intelecto superior había bordado: «Cerrado por reformas».

¿Se trataba de un maleante al que había metido preso?, dudó el policía. Seguramente recordaría a semejante criatura, moldeada con el barro con que se hacen los peores criminales.

—Para ser febrero hace calor.

El cubo se quitó una capucha negra y dejó a la vista su cráneo afeitado. Y después, con una delicadeza sorprendente, se quitó primero un guante y luego el otro, y apoyó ambas manos sobre las rodillas; en los nudillos de una llevaba tatuadas las palabras «Que te» y en los de la otra «Den».

—¿Kiki? —arriesgó Cardinal, incrédulo.

Los incisivos dorados relucieron una vez más.

—Creí que no me recordaría. Cuánto tiempo ha pasado desde la última vez…

—Siento no haber ido a visitarte a Kingston. Ya sabes, el trabajo, las obligaciones.

—¿Diez años de obligaciones? Pues yo también he estado trabajando.

—Decorando, ya veo. Muy bonito, lo del parche.

—No, he estado trabajando los músculos. Ya levanto más de ciento cincuenta, ¿y usted?

—No sé, la última vez que probé serían unos noventa.

Más bien habían sido setenta kilos. Pero estaba de charla con un visigodo; la sinceridad absoluta no era indispensable.

—¿No lo pongo un poco nervioso?

—Supongo que me sentiría nervioso si me estuvieras amenazando. Espero que no lo estés haciendo, porque eres un ex presidiario y estás en libertad condicional.

Los dientes de oro húmedos brillaron. Kiki Baldassaro, conocido entre sus íntimos como Kiki B. o Kiki Babe, era hijo de un mafioso de serie B que durante décadas protegió tenazmente los intereses de la industria de la construcción frente a las demandas de los sindicalistas de Toronto. Una de sus técnicas consistía en meter a su hijo romboidal en nómina como soldador. Teniendo en cuenta que Kiki B. ni siquiera tenía que aparecer por la obra, el oficio de soldador se pagaba de maravilla. Dios no quisiera que tuviese que trabajar.

A pesar del ingreso garantizado, a Kiki B. no le gustaba perder el tiempo. Las labores manuales le encantaban, y cuando los deudores necesitaban un aliciente para completar un pago, él acudía diligente a darle al susodicho un empujoncito en la dirección correcta.

De hecho, Cardinal comenzó a recordar cómo Kiki B. había conocido a su consejero espiritual y actual patrón, Rick Bouchard. Durante una diligencia de rutina en nombre de Baldassaro padre, Kiki B. había ido a dar una vuelta en coche con un guardaespaldas de Bouchard atado al parachoques. Bouchard se personó en la casa de Kiki B. para exponerle su visión del asunto, armado de una palanca. A partir de aquel día, los dos hombres fueron uña y carne.

—Habrá hecho falta una grúa para subir ese chisme —dijo Kiki, volviendo su atención a Nuestra Señora de la Asunción, que observaba desde lo alto.

—¿No conoces la historia? Te la contaré. —Cardinal se desabrochó el abrigo. Quizá fuera el miedo o tal vez la calefacción de la iglesia, pero el sudor frío le corría a raudales por las costillas—. La noche antes de colocar el medallón de Nuestra Señora allí arriba, el operador de la grúa derrapa en la autopista, cerca de Burk’s Falls, y se rompe un brazo. Esto sucede en la víspera de pascuas, hará unos treinta años o así. Cunde la desesperación porque las pascuas se celebrarán al día siguiente y el obispo acudirá desde la región del Soo a celebrar una misa. Es una gran ocasión, pero parece que a Nuestra Señora no la van a poder sacar de su embalaje. Así comienza la búsqueda de un operador de grúa. Esto no es Toronto, por aquí no abundan los especialistas. Pero al final dan con uno y el tipo promete que al día siguiente, a las cinco de la mañana, vendrá a colgar el medallón.

—¿Y quién no? Antes de las ocho, el sindicato paga triple.

—Volviendo a la historia, Kiki, sucede que el operador no llega a colgarlo.

—Ya. Otro accidente, ¿no?

—Nada de accidentes. A las cinco, cuando el operador aparece, el resto de obreros ya ha llegado. Pero están todos de rodillas en la primera fila de bancos. No son católicos, al menos no todos ellos, ¿me entiendes? Pero ahí están, arrodillados en primera fila y con la boca abierta de par en par. Entonces, el operador de la grúa levanta la vista y comprende por qué todos se comportan como memos.

—La Virgen ya estaba colgada.

Cardinal asintió.

—Ya estaba colgada. ¿Cómo y cuándo ocurrió? Nadie lo sabe. Queda claro que se transgredieron varias leyes. Para empezar, la de la gravedad.

—O sea, que por la noche vino alguien y la colgó.

—Eso es lo que todo el mundo quiso creer, pero nunca supieron a ciencia cierta quién lo había hecho. La iglesia había estado cerrada toda la noche y la grúa seguía aparcada fuera. Nadie tenía llaves: se las había llevado el capataz. Fue escalofriante. Acordaron no mencionarlo, ya sabes. Mejor será que no siga…

—¿Qué pasa, Cardinal? Venga, cuénteme lo que pasó. No se puede empezar una historia y dejarla a medias.

—De esto hace mucho tiempo ya, así que imagino que no hago mal en contártelo. El Vaticano envió a uno de sus investigadores, un sacerdote que además era científico. La única razón por la que nos avisaron fue por una cuestión de cortesía entre profesionales.

—¿Así que el Vaticano? ¿Y qué encontraron?

—Nada. Es un misterio, dijeron. Por eso a la Virgen la llaman Nuestra Señora de los Misterios.

—Es cierto, se me había olvidado. Es una historia cojonuda, Cardinal. Aunque me parece que se la ha inventado.

—¿Por qué iba a hacer eso?, estoy en la casa de Dios, no voy a ponerme a blasfemar. Quién sabe lo que podría pasar.

—Es una historia cojonuda. Debería contársela a Peter Gzowski. Él sabe escuchar. Por eso le dieron ese programa de radio. Hace años que se lo quitaron, Kiki. Imagino que cuando uno está preso no se entera de ese tipo de cosas. ¿Estás al corriente de las consecuencias legales del acoso, verdad?

—Me duele que pueda pensar que yo sea capaz de algo así. Yo nunca lo amenazaría. Siempre me cayó bien, me cayó bien hasta aquel día en que me llevó esposado. Entiendo que usted se ponga nervioso, sentado junto a alguien que puede arrancarle los brazos y las piernas y ponerlos en una fuente para ver lo bonitos que son.

—Se te olvida que eres mucho más estúpido que yo, Kiki.

Cardinal pudo oír el aire silbar por los orificios nasales aplanados del cubo. El párpado de su único ojo estaba a media asta.

—A Rick Bouchard le cayeron quince por su culpa. Ya cumplió diez y cualquier día de éstos va a salir.

—¿Tú crees? No veo que esté sumando puntos por buen comportamiento.

—Un día de éstos va a salir y cuando lo haga va a querer su pasta. Véalo desde el punto de vista de Rick: le cayeron quince por un par de kilos y quinientos de los grandes sin declarar. Pero eso a Rick le trae sin cuidado.

—Es cierto, todo el mundo dice que es un tío muy ecuánime.

—No le guarda rencor, usted hacía su trabajo. Pero ahí está el meollo del asunto, Rick no tenía quinientos, tenía setecientos mil. No cinco, siete. Así que Rick quiere que le devuelva los doscientos mil que usted se quedó. Si lo piensa bien, Rick tiene razón, coger esos doscientos mil no era parte de su trabajo.

—Rick dice… Rick piensa… Eso es lo que admiro de ti, Kiki, que eres un espíritu libre. Siempre sigues tu propio camino, como un inconformista a ultranza.

Kiki B. le clavó el ojo sano. Tenía el párpado enrojecido. ¿Lo estaba mirando con tristeza? Era difícil saberlo: interpretar la mirada de un solo ojo es mucho más difícil que juzgar la de dos. El cubo se limpió la nariz con el nudillo de la Q y se sorbió los mocos.

—Me ha contado una historia cojonuda, ahora yo le voy a contar otra.

—¿Va de cómo te sacaron el ojo?

—No, se trata de un tío. Un tío de mi módulo, no del módulo de Rick. Este tío estaba en el mío, ¿me entiende? Lo sacaron del de Rick porque, como dice usted, era un espíritu libre, un inconformista a ultranza.

»El tipo había metido la pata, así que lo pasan al módulo donde estoy yo. Imagino que el tío cree que se ha librado, porque empieza a codearse con los peces gordos. Pero eso no se hace, hay que hacer pinitos, ir subiendo poco a poco. Él podría haber acudido a mí, pedirme consejo sobre cómo arreglar sus problemas con Rick, y yo podría haberlo ayudado. No era mucho dinero el que debía, no como usted. Pero se le parecía, porque también era un espíritu libre y un inconformista a ultranza, así que no vino a hablar conmigo. Y en vez de recomponer su amistad con Rick, en vez de cumplir condena sano y salvo, ¿sabe dónde acabó?

—No lo sé, ¿en la Reserva Natural de Banff?

—¿Cómo coño sabe lo de Banff?

—No importa. Dime, ¿dónde acabó?

—Será que después de un tiempo le remordió la conciencia, porque una noche se fue a la cama y murió por combustión espontánea. Es un fenómeno científico muy estudiado. —El ojo con su párpado enrojecido midió la reacción de Cardinal. Era como ser observado por una ostra—. Nunca había oído a nadie gritar de esa manera, créame. En chirona hay metal por todas partes, no sé si lo sabe. Uno se acostumbra a ecos que a otras personas le causarían insomnio. Pero esos gritos, los gritos de este tío, me asustaron. Y el olor a carne humana quemándose, digamos que es bastante desagradable. Y todo un misterio, como lo de la Virgen que me contó usted. O tal vez fue un milagro. Podría ser, el tío que ardió por combustión espontánea y nadie ha logrado averiguar cómo ocurrió.

Cardinal alzó la vista a la Virgen y dijo una plegaria escueta, casi automática: «Ayúdame a hacer lo más adecuado».

—¿Se va a quedar ahí sentado sin decir nada? ¿Qué le pasa, no le ha gustado mi historia?

—No, no es eso. —Cardinal se aproximó a aquella cara aplanada y redonda con su órbita vacía—. Es que nunca antes había hablado con un cíclope.

—Ja, ja.

Kiki se acomodó y las tablas del banco crujieron.

Cardinal se levantó sin despegar la vista de los puños, primero el de «Que te» y después el de «Den». Ya había llegado a la pila bautismal cuando oyó que Kiki lo llamaba.

—Muy gracioso, Cardinal. Me va a hacer reír durante mucho tiempo. Quizá me ría más dentro de un par de años. Yo me estaré tronchando y usted estará fiambre. ¡Qué espíritu más libre tiene usted!

Cardinal empujó la pesada puerta de roble y la blanda luz invernal le hizo entrecerrar los ojos.