Segunda parte
El día 3 de marzo de 1958 es una fecha importante en mi vida. Ése fue un día como otro hasta casi las seis de la tarde y no recuerdo por qué me quedé hasta tan tarde en Carteles: tal vez escribiera mi crónica. Lo cierto es que alrededor de las seis estaba esperando el ómnibus en la esquina y también me sorprende que no cogiera un taxi. Todo lo hice para coger la ruta 10 que esperé ese día como un día cualquiera, pero en cuanto subí al ómnibus todo cambió: la vi a Ella: entonces ella no era Ella todavía y no lo sería en mucho tiempo, pero fue ahí, de pie en el ómnibus, que la vi por primera vez. No sé si vi primero sus ojos amarillos o si noté antes que nada su tez pálida o su esbeltez o su elevada estatura. Este último detalle, el de la estatura, no lo noté hasta más tarde. Lo que hice fue quedarme de pie mirándola y vi que ella miraba una o dos veces hacia mí. En Carlos III se desocupó un asiento lateral y ella se sentó. Yo me moví hasta pararme justo a su lado. Luego se desocupó un asiento detrás de ella y me senté y entonces observé que me miraba con el rabo del ojo, mientras hacía como que miraba a la calle. Seguimos viajando juntos hasta que el ómnibus estuvo en la calle 23 y siguió más allá de la avenida de los Presidentes y todavía más allá de Paseo. De pronto se puso de pie para apearse en la esquina de la calle 4 y yo, como movido por un muelle, me puse de pie también y me preparé a bajarme junto con ella. Tal vez yo tenía la intuición de adonde iba ella, tal vez no lo supiera todavía, pero cuando el ómnibus pasó y ella atravesó la calle 4, la seguí. Se detuvo a esperar el tránsito en la calle 23 y yo me detuve a su lado. Echó a andar para cruzar la calle, nerviosa, y yo crucé tras ella, impulsivamente cogiéndola del brazo en medio de la calle.
—Tenga cuidado -le dije-, que aquí el tránsito es muy peligroso.
Ella me miró y fue entonces que me di cuenta de que era más alta que yo porque me miró de arriba abajo y al mirarme se soltó de mi mano. Cruzó la calle por entre el tránsito sin esperar la luz (ésta era una señal de nerviosismo extremo, como supe después, pues ella, siempre temerosa de los automóviles, es la más cuidadosa de ios peatones) y caminó por la acera del frente hasta un edificio que en nada se diferenciaba de los otros de la calle pero que yo sabía que era diferente, era la Academia Municipal de Arte Dramático. La seguí hasta el edificio y entré en él; cuando la vi perderse escaleras arriba, subí detrás de ella. Hasta mí vino una muchacha que en un principio creí que era una recepcionista, pero luego supe que era otra joven aspirante a actriz que se llamaba Sigrid González, en una suave mezcla de exotismo y cubanía aunque ella era toda cubana, con su belleza en flor.
—¿Desea algo? -me preguntó.
—Sí, quisiera ver a René de la Nuez.
—El profesor René de la Nuez está en clase en estos momentos.
—¿Puedo esperarlo?
—Sí, si quiere pasar a la dirección...
—¿No hay otro lugar? -menos respetable iba a añadir, pero dejé la pregunta en su sitio formal.
—Puede pasar a la terraza, si quiere. Es por ahí, por esa puerta.
Afortunadamente la muchacha señalaba la puerta por donde había desaparecido mi fugaz compañía. Me pareció una excelente idea y seguí ese camino. La encontré en la terraza (evidentemente había llegado tarde a clase) con otros alumnos, pero no me acerqué a hablarle sino que contemplé su largo cuerpo delgado y su belleza de largo pelo negro, recogido hacia atrás, aunque a la distancia no podía detallar sus facciones. Esperé un rato y mientras esperaba se hizo de noche (aunque eran los días finales del invierno, el sol se ponía temprano todavía) y podía verla en la terraza, charlando con sus compañeros, mientras de vez en cuando miraba hacia donde yo estaba. Era evidente que debía preguntarse quién era yo, pero no qué hacía allí, en el extremo de la terraza, mirándola insistente.
—Eh, ¿qué haces por aquí?
Era René, quien evidentemente debía preguntarse qué hacía yo por allí (nunca, creo, había visitado la Academia de Arte Dramático), buscándolo, cuando podía haberlo visto, debía haberlo visto en la revista no hacía siquiera una hora o tal vez dos. Aunque ya no vivíamos en el mismo edificio ni trabajábamos en el mismo departamento nos veíamos a diario: fue él, de hecho, quien más hizo por ayudarme a olvidar las tormentosas relaciones con Elena, por disipar mis culpas, tirando, medio en serio, medio en broma, todo el malogrado asunto a una suerte de relajo criollo que él dominaba bastante bien. Era obvio que se sorprendiera.
—Nada. Pasaba y quise hacer una visita a la academia.
Pero él no se iba a dejar convencer por tan pobre excusa.
—No, tú buscas otra cosa.
—Palabra.
—¿Quieres ver a Mario?
Se refería a Mario García Mendoza, el director de la academia y mutuo amigo.
—No. ¿Para qué?
—No sé. Se me ocurrió.
De pronto ella se movió en la terraza, de un grupo de alumnos a otro.
—¿Quién es ella? -pregunté señalando con la cabeza.
—Ah, yo sabía -dijo René-, yo sabía que algo buscabas.
—Venía en la guagua conmigo y se bajó aquí en la esquina. No sé por qué me bajé detrás de ella.
Era así que por primera vez relataba aquel encuentro tan importante, con palabras triviales, aunque es cierto que el encuentro, en vez de anunciarse con bombo y platillo, a juzgar por sus futuras implicaciones, había sido bien sencillo. No había por qué, en ese momento, juzgarlo de otro modo.
—Es una alumna.
—Eso parece. Quiero decir que me des detalles.
—Es alumna mía. Pero no hay nada que hacer. Aquí todos han tratado de tumbarla, pero no han conseguido nada. Te lo digo para que no te lances.
Entonces yo pronuncié unas palabras que fueron fatales.
—¿Qué te quieres apostar si es todo lo contrario?
—Me apuesto lo que quieras, pero te advierto de nuevo que no te lances: te vas a llevar un chasco.
—Cien pesos contra un cabo de tabaco. -René se rió, se sonrió al oír mi apuesta que era común entre nosotros por esos días.
—Va -dijo René, que era tan tacaño como amigo y al mismo tiempo amigo de obtener algo por nada.
—¿Cómo se llama?
Me dijo su nombre que jamás olvidé.
—¿Me la quieres presentar?
—Está bien. Ven conmigo.
Caminamos hasta el borde de la terraza. René la llamó a ella a un lado aprovechando un aparte que ella hizo, intencionado o casual: eso nunca lo sabré. Nos presentó. Ella me tendió la mano y por primera vez sentí sus dedos largos, delgados y perfectos entre los míos que, como siempre, fueron torpes: apenas pude agarrarle la mano y la estreché casi en la punta de los dedos. Traté de comenzar a hablar pero no me salía ninguna palabra capaz de iniciar la conversación. Sigrid apareció en la terraza.
—Y ésta es Sigrid González -me dijo René, como indicando, muy levemente, que era un coto reservado: así al menos lo entendí y no me equivoqué.
—Encantado.
—Ya nos conocimos abajo -dijo ella, demostrando buena memoria.
—Él trabaja donde mismo trabajo yo: en Carteles -dijo René a las dos. Las dos sonrieron, como entendiendo.
—Los dos trabajamos en Carteles -dije yo. Las sonrisas se hicieron más amplias porque yo había sonreído al decirlo, indicando que era una broma particular.
—Ah, sí -dijo ella y pude apreciar plenamente y por primera vez su voz: baja, acariciante, cultivada, voz que un poeta picúo iba a llamar un día «voz de nardo», imitando no sé qué García Lorca en decadencia, pero en ese momento me gustó su voz, mucho, tanto como me gusta todavía. -¿Por qué no salimos todos juntos? -dijo René.
—Lo siento, pero yo no puedo -dijo ella.
—Yo creo que yo tampoco -dijo Sigrid.
—Bueno, en ese caso... -dijo René, como despidiéndose. Yo lo observaba porque me gustaba verlo en su papel de profesor: no lo hacía del todo mal. Era el profesor joven y moderno pero al mismo tiempo se daba su lugar. Si había propuesto la salida era, sin duda, en mi favor. Sigrid se iba y la miré: no estaba del todo mal, con sus picaros ojos negros y su linda boquita. Además, aunque su cuerpo era cubano, era todavía bien joven y eso mismo le daba un encanto animal a su figura más bien llena, de grandes senos y futuras caderas gordas pero aún por llenar. Ella se fue o entró al edificio. Por debajo de la conversación había algo más que yo había sentido pero no entendido: la rivalidad entre ella y Sigrid. Era más bien proveniente de parte de Sigrid (me gustaba su nombre, sacado de su madre sabe Dios de dónde, con su exotismo sueco) que se creía la mejor actriz de su año y su posición peligraba por la presencia de ella. (Esto lo supe mucho después: me hubiera ayudado saberlo entonces, cuando entendí la negativa a salir en grupo de Sigrid como dirigida a mi persona exclusivamente.) René se fue también y sólo quedamos en la terraza ella y yo junto al muro que daba a la calle y el otro grupo de alumnos, entre los que destacaba uno muy largo y muy delgado, a quien pronto conocí como El Flaco y a quien vi más en el futuro de ese grupo, sobre todo por el tiempo en que fue expendedor de café en 12 y 23 tarde y en la noche y por la madrugada, conocido de todos los concurrentes noctámbulos a esa esquina por haberse traído un tocadiscos al puesto de café y haber completado los ruidos nocturnos con música de la llamada clásica que quiere en realidad decir europea. El Flaco, un melómano que alegraba (o entristecía: para mucha gente ésa era música fúnebre) la noche de los tomadores de café de 12 y 23 junto a Fraga y Vázquez. Pero no lo destaqué más que por su estatura esa tarde en que lo conocí.
—¿Por qué no salimos tú y yo? -le pregunté a ella, insistente.
—¿Adonde? -dijo ella, mirando al tránsito de la calle abajo.
—No sé. Tú escoge. -Fue entonces que me di cuenta de que la estaba tuteando de la manera más natural del mundo: así sucedió todo entre ella y yo, espontáneamente.
—No sé. Tengo que regresar a casa.
—Pero regresas más tarde. ¿No puedes regresar un poco más tarde?
—Poder sí puedo, pero no sé si quiero.
—Quiérelo, por favor.
—¿Para qué?
—Quiero hablar contigo, estar en un lugar donde podamos hablar tú y yo.
Ella no respondió de inmediato y yo vi que lo pensaba: supe que tenía ganada la partida. Pude hasta haberle dicho a René, antes de irse: «¡Y va la apuesta!». Iba la apuesta, de seguro: me sentía confiado de ganarme su confianza y algo más.
—¿Dónde vamos?
—No sé. Mira, aquí cerca está El Atelier, que es un night club. Podemos ir allí, si tú quieres.
Lo pensó un poco más.
—Bueno, está bien. Vamos.
Me llené de alegría: era mi primer triunfo y yo esperaba que no sería el último. Antes de salir noté que efectivamente me llevaba una o dos pulgadas de estatura, aun con los zapatos bajos que ella llevaba. Nos escurrimos de la azotea por entre el grupo de alumnos (al menos, ésa fue la sensación que tuve, temiendo a cada momento que fuéramos detenidos por alguien del grupo o que se nos añadiera alguno). Una voz del grupo la llamó pero era para decirle hasta mañana. Bajamos las escaleras y salimos sin otro contratiempo, cruzamos la calle, esta vez por el semáforo, y pronto me decidí a abandonar la calle 23 (temía encontrarme con alguien, bien conocido de ella o, lo que es peor, conocido mío) y seguimos por 21 hasta El Atelier. Entramos.
Estaba tan oscuro como siempre pero ahora de noche se veía menos oscuro que de día, cuando la entrada era realmente un túnel de carboneros. Pronto nos acompañó un camarero hasta nuestra mesa que para mayor coincidencia (aunque un tanto forzada por mí: yo había elegido venir aquí) era la misma en que nos sentamos Elena y yo un día ya memorable del año pasado. Pedimos dos daiquirís, que, como decía alguien muy cursi entre mis amistades (o entre mis conocidos, más bien), era lo más expedito. (Se trataba de un compañero de trabajo cuando hacía surveys, al que se le quedó, entre el grupo, el sobrenombre del Expedito.) Yo la miré bien y mientras venían los tragos y aun a la escasa luz era bella. Vi sus grandes ojos amarillos, de largas pestañas naturales (apenas si llevaba maquillaje, mejor: creo que no llevaba ninguno) bajo dos cejas negras, espesas y bien formadas, su fina nariz que siempre me asombró (hasta que ella me dijo un día que se había hecho una cirugía plástica, cosa que me negué a creer en un principio) y su boca rosada y bien hecha, de labios protuberantes y más bien grande. Solamente marraba su belleza unos leves puntos de acné.
—¿Qué edad tú tienes? -le pregunté, creyendo que me diría que tenía veinte años o más: no iba a correr más riesgos como los que corrí con Elena.
—Dieciséis. -Algo saltó dentro de mí-. Pero cumplo diecisiete en estos días. ¿Y tú?
—Veintinueve, voy a cumplir treinta. -No sé por qué de pronto había decidido echarme años: tal vez para ganar peso ante ella que se veía mayor de lo que era: yo tenía entonces veintiocho años.
—No lo pareces.
Iba a decirle que ella tampoco, pero entonces tendría que agregar que parecía mayor cosa que tal vez no le gustara.
—No, no lo parezco.
Era verdad: a pesar de mis espejuelos parecía mucho más joven de lo que era en realidad, tal vez de ahí mi necesidad de echarme años ante ella.
Hubo un silencio. ¿De qué podíamos hablar aparte de la edad para hacer conversación? Después de todo no se venía a El Atelier a conversar, pero tenía que empezar de alguna manera: no podía tirar encima de ella de buenas a primeras. Además estaba presente la advertencia de René de que ella era difícil, muy difícil, casi espacial. Afortunadamente llegaron los tragos, si no habría tenido que invitarla tal vez a bailar y aunque nadie mira a nadie en sitios como El Atelier (tal vez de noche sí: yo siempre había venido de día), sería ridículo verme o saberme bailando con una mujer mucho más alta que yo. Tomamos los tragos y o bien ella tenía el estómago demasiado vacío o había bebido algo antes (tiempo después me dijo que esa tarde venía del cumpleaños de su hermana), lo cierto es que el trago le hizo efecto enseguida -o a mí me lo pareció así.
—Yo estoy enamorada -dijo ella a propósito de nada-. De un hombre alto y con el pelo rojo.
No había nadie más disímil a mí que esa imagen de su amor.
—Lo amo, pero él está casado. Creo que está casado. Pero yo lo amo.
Me sentía ridículo allí oyendo su confesión: más valía haber bailado. Para evitar el ridículo pedí otro trago, dos más. Seguimos bebiendo y ella siguió hablando y llegamos a la parte en que me preguntó qué yo hacía y cuando le dije que era periodista, me dijo: «Oh, igual que René, digo el profesor René de la Nuez. Debía haberlo sospechado. Trabajan en el mismo lugar. Sí, claro, debí haberlo sabido». Entonces ella hizo algo que ahora me hace pensar que pasó mucho más tiempo y que bebimos más de lo que he dicho: se sentó en la silla de manera que casi estaba acostada en ella y me puso la cabeza en los muslos.
—Ay -dijo-, yo me quiero morir. Me veo muerta entre cuatro velas y me gusta. Yo me quiero morir.
Era evidente que estaba borracha, pero yo ahora no hacía tanto caso a sus palabras como a sus actos: de lejos bien podía parecer otra cosa, ella con su cabeza en mis muslos, y le pedí por favor que se sentara, antes de que viniera el camarero a requerirnos, que era lo último que yo quería que pasara en este mundo, aunque bien pensado no recuerdo nunca que ningún camarero de El Atelier (o de cualquiera de esos lugares similares) viniera a requerir a ningún cliente.
De todas maneras le pedí que se levantara y se sentara correctamente, ¿cómo iba a poder hacer algo con ella en aquella posición? Y yo había venido a El Atelier con ella a hacer algo, por lo menos a hablar, y ahora todo lo que oía eran sus quejidos, sus lamentos por estar viva y su ansia de estar muerta: buena me había tocado. ¿Sería por esto que la consideraban difícil, casi imposible? Era posible. Recuerdo que en algún momento de la noche dejamos El Atelier, con ella todavía borracha o todavía queriendo morirse, y nos sentamos en el parque que está ahí al lado o que me pareció que estaba ahí al lado aunque en realidad estaba en la calle 15. Nos sentamos un rato allí al fresco de la madrugada (era ya más de la una, si no recuerdo mal) y me asombró que ella no hablara del tiempo, que no se diera cuenta de lo tarde que era. Estuvimos allí sentados un gran rato, hasta que se le pasó la borrachera: lo supe porque dejó de hablar de que quería morirse y hablamos de otra cosa. Yo quería decirle que era casado, para dejar detrás de mí ese expediente, pero decidí dejarlo para la próxima ocasión. Luego, finalmente, nos íbamos: yo la acompañaba hasta su casa, que quedaba en 15 entre 22 y 24, cuando al salir del parque cruzó la calle, siseante pero al mismo tiempo extrañamente silenciosa, una bandada de gansos, blancos, enormes, caminando como marinos en tierra o como borrachos, cruzando la calle con toda la calma -y eso hizo la noche inolvidable. Cuando llegamos a su casa nos despedimos, nos dimos la mano, creo, y le pregunté cuándo podía verla de nuevo. Ella me dijo: «Oh, no sé. Mañana o pasado, supongo. Yo voy todos los días a la academia». Yo me extrañé que en su casa todo estuviera a oscuras y que nadie la estuviera esperando y me pareció una muchacha particularmente libre, cuando podía salir hasta tan tarde sin chaperona y sin que nadie la esperara despierto. Creo que se lo dije y ella me dijo:
—Oh, mi mamá tiene una gran confianza en mí.
Lo que no me dijo esa noche me lo dijo en otra ocasión, ella trabajaba, trabajaba en una fábrica de tabacos y tenía que estar en el trabajo a las siete y media de la mañana, así que era milagroso que trasnochara tanto teniendo que trabajar al otro día tan temprano: cuando me lo dijo, esto me sorprendió tanto como el hecho de que saliera hasta tan tarde, sola, y nadie la esperara en casa -después de todo ella no tenía más que dieciséis años. Deduje que su familia debía ser tremendamente liberal. Pero aquí, como en otras cosas con ella, me llevé una sorpresa.
Por aquellos días terminaba sus días de trabajo en Carteles el profesor Cabezas, que era el archivero mayor (el archivero menor era su ayudante Blanca Mieres, que me caía particularmente simpática, a pesar de su pacatería, porque insistía en que yo me parecía a James Mason, el actor). El profesor Cabezas era un antiguo cura, jesuíta, que ahora, en sus años viejos, era el más radical de los ateos y anticlerical por excelencia. Yo gozaba mucho de sus cuentos de débauches en los conventos y en los monasterios, de los que siempre tenía una buena colección. En la antigua Carteles tenía una sección especial, que consistía en un cuadro con un artículo al lado que casi siempre lo que hacía era describir el cuadro. Cuando vino la nueva regencia esta sección desapareció enseguida, lo que hirió al profesor Cabezas. Creo que lo que más lo hirió fue que quien retirara la sección fuera un republicano exilado como él. Sea como sea, el profesor Cabezas ya no volvió a ser el mismo: ya sus cuentos de curas y de monjas y de frailes no volvieron a ser tan bien contados y era visible que decaía. Poco tiempo después decidió retirarse y era ahora que se hacía factible el retiro. Con su ida quedaba vacante el puesto de archivero mayor (era dudoso que ascendieran a Blanquita: ese puesto nunca lo iba a ocupar una mujer, al menos no en esa época) y yo pensé enseguida en mi amigo Silvio Rigor, que estaba de profesor en la Academia Einstein, que a pesar de su nombre no era precisamente un emporio del saber, y donde ganaba una porquería. Lo propuse al director y le pareció bien (sobre todo cuando yo traje a Silvio para que lo conociera y éste soltó una de sus pedanterías, que ahora no recuerdo, pero que le daban un aire muy culto: cosa que en realidad era, comparado con los periodistas de Carteles y de otras partes) y Silvio consiguió el puesto de archivero mayor, en el cual no había que hacer mucho más que estar sentado de nueve a doce y de dos a cinco y archivar las fotografías que salían reproducidas en la revista (cosa que hacía siempre Blanquita) y guardar la colección de Carteles, encuadernada año por año desde su fundación. Desde mi punto de vista la presencia de Silvio vino a enriquecer la redacción de Carteles (aunque él no escribía): era feliz tener cerca a alguien que sabía que el nombre del fabuloso estafador Stavisky eran Serguéi Alexandre, que la Internacional Verde era el ideal de Aleksandr Stambolisk, gobernante búlgaro hasta 1923 (la especialidad de Silvio Rigor era la historia europea entre las dos guerras mundiales) y si alguien hablaba de Tristan Tzara, él era capaz de añadir, cantando: «For my heart belongs to Dada». Era su sentido del humor lo que yo más apreciaba en Silvio, que se había hecho con los años más pedante pero más cultivado y hasta podría decir más eficaz. Fue, gracias a Silvio que conocí a Adriano de Cárdenas y Espinoza o Spinoza. Adriano estaba interesado en conocerme porque sabía (por Silvio seguramente) que yo había sido amante de Julieta Estévez. Adriano había estado locamente enamorado de Julieta (es más, ella había sido su primer amor: lazo que nos unía, ya que Julieta me había iniciado en los secretos del sexo, en todos. Fue por ella que supe lo que era un cunnilingus, que para mí era tan esotérico como la palabra que lo define, y otros secretos, otras maravillas) y todavía añoraba su compañía, cuando un día que yo caminaba con unos compañeros de la escuela de periodismo (René Jordán, Magaly Hoz y creo que Esperancita Magaz) Calzada arriba y justo en la esquina del Carmelo se detuvo un auto de donde me llamaron. Era Silvio que me llamaba para presentarme a su amigo íntimo que era Adriano, que entonces no era más que un muchacho gordo que manejaba un carro grande. Luego lo vi varias veces más, gracias a Silvio, y así fue que trabé conocimiento con esta personalidad tan influyente en mi vida, de la que no voy a hablar ahora pues apenas hay tiempo para hablar de las ninfas. Solamente quiero añadir que fue también gracias a Silvio que conocí a José Atila, que entonces no se llamaba José Atila sino que ése fue un seudónimo que yo le busqué cuando lo inicié en el periodismo. También inicié a Silvio y de ahí venía el rencor sordo de los viejos colaboradores de Carteles, que veían a la redacción llenarse de gente joven desconocida (René Jordán colaboró en Carteles con uno de sus cuentos, pero venía a visitarme a menudo, cada vez que traía una colaboración para Vanidades, donde escribía regularmente antes de ser el crítico de cine de Bohemia), entre éstos, aunque no escribiendo, no todavía, estaba José Atila.
Pero ahora debo hablar de mi nuevo conocimiento: de ella, a la que anoche dejé tarde en la noche en su casa, tan cerca de la mía, y a quien había venido a ver otra vez a la Academia de Arte Dramático. La esperé a la salida y ese día no estaba vestida con su traje ancho, de saya de paradera, que llevaba ayer, sino simplemente con unos pantalones y una camisa. Esta vez era visible que no usaba ajustadores y sus teticas sin sostén se mantenían erguidas, no opulentas como parecieron anoche porque estaban sostenidas hacia arriba y además su amplio pecho las hace parecer grandes cuando ahora se ven más bien pequeñas, pero de todas formas realmente adorables. Ella lleva unos mocasines pero todavía luce alta, quizá demasiado alta para mí, lo que no es óbice (ésa es otra palabra que aprendí de los días en que hacía surveys: la decía también Expedito, por lo que a veces no le llamaban así sino que le decían Óbice) para que salgamos. Esta noche no vamos a El Atelier, lo que es evidente por su atuendo (que, déjenme decirlo, resulta atrevido en este tiempo en Cuba: una muchacha que usa pantalones masculinos y una camisa de hombre para vestir. Luego, con el tiempo, sabría que los pantalones son un regalo de ese muchacho alto y flaco que vive frente a su casa y que será como una futura competencia, aunque le lleve ventaja en años, y que los usaba porque no tenía otra ropa que ponerse de pobre que era, cosa que yo no sabía entonces y achacaba el atuendo masculinizante a una libertad de albedrío y un gusto por lo inconforme que la hacía más atractiva todavía), sino que caminamos por las calles de El Vedado, aquí todo lleno, el barrio, de números, desaparecidas cuadras atrás las calles que se llaman con letras, a partir de la avenida Paseo. Caminamos, atrevido que soy, hasta muy cerca de casa, bordeando el hoyo, lo que para nosotros será siempre El Hoyo, que está entre las calles 23,19 y 22, muy cerca de esa esquina de 26 y 23 donde vivo, pero también camino de su casa en 15 entre 22 y 24. Nos sentamos en el muro de El Hoyo y allí, casi castamente, nos dimos el primer beso. Para mí fue un triunfo pero me pareció observar que para ella era una rutina: un beso dado a un amigo, casi un beso en la cara por el leve roce de los labios suyos, secos, cerrados, contra los míos, todavía no ávidos, sabiendo que este beso no significa nada. La calle, todo el barrio está tranquilo, allí junto al hoyo, frente a la casa en que vive mi amigo el arquitecto Alberto Robayna, que he visitado una vez para maravillarme del uso de viejos elementos sacados de casas en ruinas de La Habana Vieja: arcos de medio punto, cancelas, una puerta-ventana vidriada. Allí, en la suave noche de marzo hablamos de cosas intrascendentes: ella no volvió a mencionar sus ganas de morirse mientras yo me moría de ganas de saber qué había de cierto en la historia del hombre del pelo rojo, pero sin atreverme a preguntar, al mismo tiempo que sin importarme demasiado porque después de todo no estoy enamorado de ella, no todavía, y si salgo con ella, si busco su compañía, no es solamente porque me agrada, sino porque está también presente la apuesta que casi he hecho conmigo mismo: ella será mía. Lo que no sabía en ese tiempo es que buscándola, tratando de que fuera mía, fui yo de ella mucho antes. Pero ahora está la conversación: le pregunto sobre el teatro, sobre la academia y sus estudios de teatro, sobre su teatralidad, tratando de saber si esa voz baja, susurrante, es aprendida, impostada, o es su voz verdadera, no ocurra como con la falsa Bettina Brentano, a quien un día se le perdió su voz radial para salirle por debajo, durante una discusión con sus hermanas (más populares, incultas), la voz de negrita que realmente era la suya. No ocurre así sin embargo con ella y una de las cosas que aprendo pronto es a apreciar su sinceridad: no tiene que recurrir al falsete honesto de Elena para que le salga su voz propia, que no es muy diferente de la voz de conversación en grupo, social, o de la voz, baja, tibia, con que conversa conmigo ahora. Pronto establecemos nuestra geografía en sucesivas salidas, mapeando esa zona de El Vedado en que ella vive y que está entre la academia y su casa. Yo cultivaba su amistad, esperando más después de aquel beso furtivo junto al hoyo, pero no hay más que eso. Tampoco pude enterarme de la naturaleza total de mi rival, el hombre de la cabeza roja (casi parece un personaje de Chesterton en mi fantasía), a quien me represento como alto, no moreno sino pelirrojo y buen mozo. Un día por fin le dije que era casado y me respondió que lo sabía. «¿Cómo?», le pregunté, pensando que se lo había dicho alguien, tal vez René, y me respondió: «Se te ve en la cara». Pero no había en mí la menor señal de casamiento: hasta llegué a perder (o a dejar detrás, que es lo mismo) el anillo de compromiso en el dedo anulan así que solamente saben que soy casado los que me conocen y los que reciben mi confesión. Pero ella insistió en que lo sabía. Por ciencia infusa indudablemente. Con todo, no dejó de pasear conmigo muchas noches y un día, bastante cercano al día que la conocí, me dijo:
—Quiero que vengas a mi casa, a conocer a mi madre. También puedes visitarme, si quieres.
Yo sí quería, quería verla a ella, aunque fuera en su casa, pero temía que su madre adivinara que yo era casado. Pero su madre resultó una señora gorda (no muy gorda, era el cuello corto y el vientre lo que la hacían parecer más gorda), alta, muy entretenida, que me recibió con un cariño como si me hubiera conocido de toda la vida. Pero no olvidé que ella me confesó que fue acompañando a su madre a un juego de pelota que conoció al hombre de la cabeza roja, peligroso pelirrojo.
También conozco en su casa a su hermano menor que se ríe mucho para su edad (tiene 12 o 13 años) y amamanta más que acaricia siempre un perro, un cachorro de perro grande, tal vez un mastín o un gran danés. La visita raía es más bien corta pero sé que le he caído bien a la madre porque sé que nadie puede caerle mal a esta mujer tan cubana y al mismo tiempo tan de campo, pueblerina. Allí me enteré que venían de un pueblo de campo de la provincia de Las Villas pero que hace ya años que viven en La Habana. También conozco a su hermana soltera, que tiene un bar por la calle 28 o 30, cerca del río. Un día pasé un susto grande porque llegó de repente (yo había logrado tocarle los senos en esa ocasión) un hombre alto, fuerte, muy bien parecido -que era su hermano. Estaba todavía más asustado mientras me ponía de pie no fuera a ser que se notara mi excitación sexual, pero su hermano era tan inocente como su madre y solamente me dio la mano y me dijo que tenía mucho gusto en conocerme, a lo que respondí que el gusto era mutuo. Otro día vengo a visitarla de noche y como otras veces nos sentamos en el balcón mientras adentro, en la sala, su hermano y su madre veían televisión. Ella me había pedido que trajera algo de beber y yo compré una botella de vodka, que empezamos a beber del pico en el balcón. Yo temía que ella se emborrachara como en El Atelier y le diera por decir que se quería morir o por añorar al hombre pelirrojo. Pero no. Nos tomamos entre los dos la botella y fui yo quien resultó borracho, pero no tanto como para no poder robarle dos o tres besos (o tal vez más), algunos muy íntimos, y sentirle los pechos (pechitos) por encima de la camisa y después desnudos bajo mi mano. Fue entonces que por primera vez ella mencionó la palabra coco, que a mí me pareció, entre el alcohol, exótica pero que era solamente una forma popular de aludir a la imaginación: «¿A ti no te gusta hacerte coquitos?», me preguntó ella, y como no entendí me explicó que era pensar en cosas sexuales, aunque no lo dijo con todas esas letras: en una palabra, imaginaciones sexuales. Tuve que responderle que no. Lo que era verdad: yo a esa edad tomaba mi sexo straight, sin desviaciones y sin imaginaciones posibles, pero ella sabía, sabía que el sexo está más en la cabeza que entre las piernas, a esa edad ya lo sabía. Fue esto lo que quiso decir esa noche y me sentí muy cerca y muy lejos de ella, como un animal extraño visto de cerca.
Todo esto ocurrió en el transcurso de varios días, por supuesto, aunque la memoria lo telescopie y parezca una sola visita o una sola caminata hasta su casa. Pasaron tantos días que pasó un mes, cuando ella me reveló que cumplía años por esos días, en el mismo mes que yo. Traté de imaginar qué podía regalarle yo pero no se me ocurrió nada: todavía no sabía que era tan pobre como para no tener ropa, ya que podía haberle regalado un vestido. Después de todo yo tenía algún dinero y siempre he sido generoso con las mujeres (y con algunos hombres), como cuando le regalé una estola que me costó 25 pesos a Bettina Brentano, regalo que ella luego lució con otro, sin duda con mi amigo Adriano de Cárdenas y Espinoza o Spinoza. Pensaba qué regalarle y cada vez se me ocurría menos qué regalarle, cuando se lo mencioné a ella y me dijo redondamente que no quería ningún regalo, que si le hacía un regalo se pondría brava conmigo, es decir, quizás hasta me dejaría de hablar o de ver: así era ella de orgullosa entonces. (No que no lo fuera luego, pero las expresiones de su orgullo cambiaron sensiblemente con el tiempo.) El día de su cumpleaños me enseñó unas fotos que acababan de hacerle: fotografías profesionales, como de publicidad de una actriz.
—Es un regalo -me dijo, y yo sentí unos celos tan grandes de aquel que podía regalarle algo que comencé a pensar que me estaba enamorando en serio de ella, que ella comenzaba a dejar de ser ella para ser Ella -aunque no había ocurrido del todo todavía-. El fotógrafo me vio mirando su colección. -Era un fotógrafo de la calle Galiano-. Y me preguntó si me gustaría tener una igual que las que exhibía de... -y aquí mencionó el nombre de una actriz conocida, que no recuerdo ahora-. Yo le dije que sí y me hizo pasar al estudio para hacerme las fotografías. ¿Qué te parecen?
Me dieron ganas de decirle que no estaban bien, que ésa no era ella, que ella no era así, pero estaba sonriendo en la vida como en la fotografía, encantadoramente, por lo que no pude decirle más que la verdad: estaban muy bien. Creo que esas fotos las utilizó luego como publicidad -y ahora que hablo de la publicidad tengo que hablar de mi intención de regalarle una nota en una columna de alguno de los periódicos populares, donde yo tenía amigos, pero ella se negaba a utilizar mis conexiones, aunque esa negativa sucedió mucho después. Ahora, por el momento, todavía estábamos en fintas y todavía no estaba yo enamorado de ella -o al menos eso creía.
Un día se apareció Ramón Raudol por la revista con su nuevo carro: un auto enorme, un Pontiac era, que parecía un infinito ataúd negro, que llegaba de aquí allá, cogiéndose casi media cuadra para él solo en la acera de Carteles. Le había puesto aire acondicionado, gomas de bandas blancas y un radio Blaupunkt.
—Es de onda larga y corta -explicaba él y adoptando un tono confidencial añadía-: Puedo coger la Sierra con él.
La Sierra ahora era la Radio Rebelde de la guerrilla, que había comenzado a transmitir por esos días, dando noticias que eran mucho más creíbles que los partes de guerra oficiales, donde siempre ganaba el ejército «produciéndole múltiples bajas a los insurrectos». Por supuesto esta radio ya era conocida de toda la clandestinidad y muy pronto lo sería de toda Cuba, hasta la madre de ella se escapaba por las noches de su casa a casa de una vecina para oír, las puertas y las ventanas cerradas, la Radio Rebelde, que se convertía en una suerte de BBC en la Europa dominada por los nazis. Raudol volvía a contar (para regocijo nuestro, aunque no de Pepe, José-Hernández-que-no-escribirá-el-Martín-Fierro, que era el único que no mostraba entusiasmo por este contacto clandestino) que de noche se iba por la carretera central o por la carretera del Mariel afuera, parqueaba su carro y encendía el radio, conectando enseguida la Radio Rebelde. Esto era, por supuesto, peligroso, pero Raudol era atrevido y audaz. ¿No había ido con un grupo de periodistas clandestinamente a la Sierra y había sido testigo de un combate, según contaba a su regreso? Además, él había sido quien tomó o al menos pasó de contrabando las fotos de los muertos asaltantes al cuartel Goicuría, de Matanzas, dos años atrás, un testimonio gráfico (como les gustaba decir a los fotógrafos en su jerga retórico-periodística) que sacudió al gobierno, haciendo más patente su falta de veracidad y la impunidad con que cometía sus crímenes.
Ramón hablaba a raudales de sus proezas periodísticas. A veces olvidaba, con la facilidad con que aventaba sus aventuras amorosas, que se quería un hombre de acción que relataba su odisea escapando de Madrid, buscado por la policía de Franco, perseguido por la guardia civil, cruzando los Pirineos, que hacía parecer como si fuera Napoleón cruzando los Alpes buscando a caballo el paso abierto, o Stevenson en su burro fiel atravesando la campiña. Pero, con todo, Ramón era un héroe de papel periódico, capaz de las más arriesgadas aventuras en busca de noticias que muchas veces ni se podían publicar. Había subido a la Sierra con otros periodistas y, según él, había llegado, al cuartel general y hablado con Fidel Castro. Dejado detrás por su cuenta, había participado en un raid a un cuartel del ejército. Contó cómo había caminado toda una noche de la Sierra a las estribaciones, cómo habían atacado el cuartel (¿había participado él?, es posible pero nunca lo supe) y había tenido que hacer el trayecto de regreso corriendo primero, luego a marcha forzada, para escapar al cerco de una columna del ejército. Esta hazaña se había quedado en mero relato oral, en tópico de conversación, porque nunca se publicó. Su otra hazaña fue más riesgosa. Enterado de que atacaban el cuartel del ejército en Matanzas, corrió hasta allá en su carro y llegó a tiempo para presenciar no la caída del cuartel, sino la cuenta de los atacantes muertos. Contra la orden militar, tomó fotografías del patio del cuartel lleno de cadáveres y las pasó de contrabando. De regreso a los laboratorios del noticiero en que también trabajaba, las reveló y, como ningún periódico o revista cubano podría publicarlas, decidió venderlas en el extranjero. Pero un fenómeno curioso ocurrió en el revelado, que se hizo una revelación. El parte oficial declaraba que habían muerto trece de los atacantes (entre ellos, por supuesto, su jefe, el patético Reynol García, repudiado por su partido, vilipendiado por Fidel Castro, dejado a un lado por la historia, olvidado por todos y por supuesto asesinado por el ejército batistiano), pero Ramón escrutó la foto y contó doce cadáveres. Volvió a mirar aquella visión de varios hombres tumbados por tierra, como durmiendo al sol tropical, con el camión militar al lado y rodeados de soldados, y contó de nuevo doce. Enseguida se dio cuenta de lo que pasaba: el cadáver trece anunciado por la radio (y, peor aún, mostrado más tarde en una foto oficial publicada al día siguiente) no había muerto en el ataque sino después: Reynol García había sido capturado vivo y ejecutado sumariamente, con un disparo en la nuca. La foto era una huella delatora, la prueba visual del crimen. Ramón comprendió que tenía en sus manos no la fotografía extraordinaria que sabía que había tomado con riesgo de su vida, sino un documento sensacional. Con la misma astucia con que penetró en el cuartel atacado, hizo contacto con el corresponsal de Life en La Habana y juntos prepararon un reportaje que era una especie de «yo acuso» visual. Se veía la foto de Ramón, no muy nítida, algo borrosa, tal vez fuera de foco, y a su lado la versión oficial, nítida, impecable, mostrando los muertos al sol. El título del reportaje decía: «El Misterio del Cadáver Trece». Durante varios días Ramón tuvo que dormir en casa de amigos -o tal vez de amigas. Curioso de nacimiento, osado de profesión, era también indiscreto por naturaleza -ya había contado a demasiada gente cómo él había sido el autor de la foto que denunciaba más que mil editoriales.
Ahora nos contaba su encuentro con Hemingway. Sé que ocurrió de lejos pero lo relataba como si compartiera la misma banqueta ante el bar o un asiento vecino en el avión -porque todo comenzó en un avión. Hemingway aterrizó en Rancho Boyeros. Es decir, tocó tierra el avión en que viajaba, porque conocido el miedo que le tenía a los aviones era dudoso que Hemingway mismo piloteara el DC3 que lo trajo desde Nueva York, punto intermedio entre Estocolmo y La Habana. Venía por supuesto de recibir el premio Nobel pero bajó la escalerilla primero que Mary Hemingway. Había algunos fotógrafos en la pista pero en el salón de los que se podían llamar VIF, Very Important Foreigners, habida cuenta que hay tan poca gente importante en Cuba (aquí le sugerí a Ramón que el salón debía rebautizarse como para Very Important Folks o tal vez Very Impotent Fuckers, pero él siguió con su cuento, haciéndome una historia corta, larga), había dos banderas, una americana y otra cubana. Hemingway, rápido, se acercó a la bandera cubana y la besó. Lo hizo con tal celeridad para su bulto que los fotógrafos no tuvieron tiempo de tomar fotos de aquel momento trascendental. Todos gritaron a Hemingway que repitiera su acto, algunos fotógrafos llegaban a hablar en español, idioma que habían aprendido en su niñez, con una o dos ayas de Sevilla. Hemingway cambió de cara a pesar de su barba y dijo, entre humillado y ofendido:
—Señores, yo no soy un actor. Ese gesto ha sido voluntario, me ha salido del corazón y no puedo ni debo repetirlo.
Y el autor, nunca un actor. Ese salió furioso del aeropuerto. Ramón ahora me contaba el incidente como prueba de integridad. Pero lo que ocurrió después mostraba a Hemingway como un irracional absoluto. Le dieron un almuerzo marinero en el comedor del International Yacht Club, al extremo del muelle de yatistas, en plena bahía habanera, cerca del Templete (monumento y restaurant del mismo nombre), frente al castillo de La Fuerza, todavía Biblioteca Nacional, donde los libros compartían con las piedras el moho de los siglos, el paso del tiempo y el pasado de la historia. El club además tenía vista a la fortaleza de La Cabaña, el pueblo marino de Casablanca y, si el día era claro, al Morro, contador de barcos y veleros. El almuerzo transcurrió sin otros incidentes que los muchos mojitos que le servían a Hemingway, entre bocado y bocado del inevitable arroz con mariscos que él apropiadamente llamaba paella, aunque siempre lo pronunciara mal y la paella terminara sonando a pala. To call a Spanish dish a spade. Una vez que Hemingway hubo rechazado el postre, declarando una vez más «I never eat sweets», el presidente del club se puso de pie y comenzó un discurso en inglés con tal acento que era español por otros medios. Al terminal; anunció que nuestro Conrado Massaguer, genial caricaturista criollo, presentaría a nuestro huésped de honor una caricatura personal (¿es posible una caricatura impersonal?), en conmemoración del acto, como recuerdo del club y en honor al premio Nobel de literatura. Jamás fue un galardón más merecido (aplausos, mientras Hemingway tomaba otro mojito, perdida la cuenta pero no el sentido) y ahora es su turno, querido Conrado. Massaguer, corto pero no perezoso, se levantó, dando el efecto de que se había sentado (mera ilusión óptica), y se dirigió a Hemingway cargando un cuadro, evidentemente la caricatura. Al doblar la T de la presidencia, Massaguer levantó el cuadro (era la caricatura) y con una frase de rigor le hizo entrega al escritor del objeto homenaje del caricaturista. Hemingway se había levantado para aceptar el regalo, por lo que Massaguer se empequeñeció. Hemingway no llevaba espejuelos pero pareció calarse un par para mirarse, es decir, contemplarse en su espejo distorsionado. Pero no hizo más que ver la caricatura y su sonrisa se hizo una mueca (cosa nada difícil ya que la sonrisa de Hemingway se había convertido hacía años en una mueca) y ai instante la mirada se hizo acción. Dijo una mala palabra en inglés y levantando más el cuadro lo estrelló contra la mesa, con tal fuerza que el marco se partió y el cristal se hizo pedazos ante el impacto. Ya no había mueca de risa en su boca sino que toda su cara se torcía, mientras retorcía el marco, lograba sacar de entre los cristales partidos el papel en que estaba dibujada la caricatura, lo tomaba entre sus manos que se habían hecho enormes y lo rompía en dos primero, luego en cuatro y finalmente en incontables pedazos -aunque la lógica numérica indica que fueron ocho los pedazos últimos. Con un puñado de papeles (lo que quedaba de su caricatura) se volvió hacia las ventanas y arrojó a ellas lo que parecía ahora confeti. Así terminó la obra maestra desconocida. Ars brevis, ira longa. Digo desconocida porque nadie pudo saber qué contenía exactamente la caricatura de Massaguer, cuánto Hemingway ignorado representaba aquella caricatura del artista adolecido, aquel retrato de Dorian graying, la cantidad de desgracia bajo presión que contenía latente. Hemingway volvió su torso enorme bajo la guayabera todavía blanca y anunció casi con un grito:
—Gentlemen, I can swear that l’ve never been so insulted in my life!
Declaración después de la cual arrancó a caminar rumbo a la puerta, no sin tener que pasar junto a sus huéspedes atónitos, muchos de los cuales musitaban excusas en perfecto inglés. En cuanto al caricaturista culpable (para el que se pidió una expulsión del club, moción que resultó derrotada cuando un miembro advirtió que el culpable no era, gracias a Dios, socio del club), se había levantado por encima de su desgracia al derrumbarse en una silla y musitar una y otra vez:
—¡No lo entiendo! ¡No lo entiendo!
Massaguer, veterano de la caricatura criolla, elogiado en todas partes, con exposiciones internacionales, nunca había sufrido una crítica tan despiadada y, cómo decirlo, tan negativa. ¿Dónde refugiarse después de esta derrota by the Waterloo? Entre los maestros, sin duda. Pero Goya es un perfume ahora. ¡Daumierda! Hogarth, dulce Hogarth. Sí, irse a casa, a casa: el último refugio del artista en su derrota.
Esta anécdota de Hemingway me hace recordar otra, la del día que vino Ramón y me preguntó:
—¿Quieres venir?
—¿Adonde?
—¿Cómo que adonde? A El Cotorro.
—¿A hacer qué?
—A ver a Hemingway, por supuesto.
—Pero Hemingway no vive en El Cotorro, vive en Santa María del Rosario.
—Ya sé dónde vive Hemingway. He estado allí.
—¿Tú has estado en su finca?
—He estado hasta en su casa. Muchas veces.
Ramón siempre parecía estar en todas partes. No me asombraría que hubiera estado en Palacio y entrevistado a Batista.
—¿Qué vamos a hacer en El Cotorro?
—Hemingway va a hacer entrega de la medalla del premio Nobel a la Virgen de la Caridad.
—¿En El Cotorro?
—Sí, en la cervecería Hatuey.
—¿En la cervecería Hatuey? -Me daba cuenta de que resultaba un eco.
—Allí hay un santuario a la Virgen de la Caridad. Es una réplica de El Cobre. Hemingway quiere rendir homenaje a todos los cubanos. Por eso escogió a la Virgen de la Caridad.
—¿Por qué no va a El Cobre?
—¿Y quién va a pagar el traslado de todos esos periodistas hasta Santiago?
No se me ocurrió más que un evidente mecenas.
—Bacardí por supuesto.
—Pero Bacardí no tiene una cervecería en El Cobre y sí tiene un santuario en la cervecería de El Cotorro.
—Razón comercial que convence.
Ramón se sonrió.
—¿Vamos entonces? Tengo que hacer un reportaje.
No tenía cosa más importante que hacer que cumplir con mi deber en la revista, pero el deber siempre se puede posponer: es el placer que demanda inmediata aplicación. Sería grato ir en la máquina de Ramón hasta El Cotorro y ver al laureado escritor, católico converso, o tal vez con prosa, ir a rendirle homenaje a nuestra santa patrona, virgen pero mulata o por lo menos a una de sus versiones, reproducción comercial. Dejamos detrás La Habana con la promesa de regresar pronto, como en los travelogues, promesa que cumplía rigurosamente, como un verbo votivo. Cogimos la carretera central rumbo a El Cotorro, Ramón manejando con su acostumbrada mezcla de pericia y peligrosidad, yendo a demasiada velocidad fácilmente. Cuando llegamos a El Cotorro se dirigió recto a la cervecería Hatuey (Ramón parecía conocerse todos los caminos) y parqueó entre tantos automóviles que deduje que o bien todos los obreros estaban tan motorizados como la cervecería mecanizada o había centenares de visitantes. Ramón me explicó: «Pertenecen al Cuarto Poder». Nos dirigimos a la entrada, donde había más gente que autos afuera. Había muchos periodistas que Ramón conocía (yo no conocía a ninguno) y Ramón supo que Hemingway no había hecho acto de presencia todavía. (Era indudable que los periodistas hablaban como escribían o viceversa.) Nos adentramos por entre la masa enguayaberada, que convertía mi camisa beige y mi chaqueta carmelita en una suerte de verdadera guayaba entre quesos blancos. Pero no pudimos avanzar mucho. Ramón, alto, me describía de vez en cuando lo que veía -que no era mucho: decenas de periodistas en guayabera frente a unos funcionarios oficiales de la cervecería, en guayabera, que rodeaban un nicho en el que estaba la imagen de la Virgen, a la que imaginé también en guayabera en vez de con su manto azul y oro con que se la representaba en todos los cromos y postales devotas. Hubo un movimiento de la masa en guayabera y hacia el lado de los jardines vi avanzando una figura que me era conocida, un escritor que nunca recibiría el Nobel, vestido de dril cien y que llevaba un jipijapa. Era Lando quien hacía cosa de un año me había traído un cuento a Carteles, tan malo que hacía parecer los que había publicado antes obras maestras absolutas. Al decirle que no podía publicarlo le di una excusa misericordiosa: -El director lo considera demasiado fuerte para publicarlo. ¿Por qué no pruebas en Bohemia?
Pero él adivinó la verdad debajo de mi excusa y me dijo: -Creo que es demasiado bueno para Bohemia.
Le dije que sin duda lo era, pero desde entonces, antes de abandonar la redacción, concibió un odio contra mí que simulaba ser mero desprecio. Sin embargo siempre nos saludábamos cuando nos veíamos, como si mi veredicto sobre su cuento nunca hubiera sido pronunciado, como si su condena a mi persona nunca se hubiera ejecutado. Ahora venía acompañado de otra persona, también vestida de dril cien, fumando un tabaco, y ambos parecían un par de hacendados que se apresuran a llegar a una reunión de su asociación. A su acompañante lo había visto varias veces y hasta me lo habían presentado. Era un poeta de Pinar del Río que vivía ahora en La Habana y trabajaba en la Academia Biarritz, enseñando inglés a habaneros. Todos sus alumnos debían hablar con acento pinareño. No sé si era tan escaso dril cien entre tantas guayaberas o el enorme tabaco que fumaba el poeta (se llamaba Heberto Padilla, con esa rara combinación de un nombre cómico y el apellido de un galán del cine mexicano), pero consiguieron lo que Ramón, con su mucha maña, no pudo: se abrieron paso por entre la concurrencia como una doble versión de Moisés a través del mar de guayaberas, llegando de noche, impidiéndoles adorar la Virgen más de cerca la barrera de directores, gerentes y contables de la cervecería. Esta descripción de acción tan efectiva la debo a Ramón, aunque, claro, los adjetivos son míos y casi dejo fuera la expresión de Ramón que era tan apta para describir aquella invasión de la prosa viborina (Lando vivía en La Víbora) y la poesía pinareña, que me dijo:
—¿Y quién carajo son esos tipos?
Hijos de Hemingway, le iba a proponer, pero antes de decirlo supe que no iba a aceptar esa hipótesis. Por lo que dije, mintiendo:
—No tengo la menor idea.
De pronto hubo un tumulto en el mitin y las guayaberas comenzaron a hacer olas blancas, desmintiendo que hubieran sido nunca una versión del mar Rojo. Supuse que estarían repartiendo cerveza a la concurrencia, por lo que hice resistencia al movimiento de marea que avanzaba. Pero era incontenible. Debían de estar repartiendo ambrosía y néctar en la cervecería. Ramón denunció lo que ocurría con un anuncio:
—Viene Hemingway.
Traté de ver al ilustre peregrino, poniéndome en punta de pies. Me imaginé que vendría vestido para la ocasión, algún traje de sharkskin o tal vez seersucker, pero no vi a nadie vestido así. Es más: no vi a nadie. El corro de guayaberas se movía de un lado a otro, como olas rítmicas, y no podía ver más que una guayabera repetida hasta el horizonte visual. Oí unas palabras en indescriptible español y supuse que serían pronunciadas por el decano de los corresponsales extranjeros, todos vestidos de guayabera. Silencio y luego aplausos y antes y después relámpagos de los flashes de los fotógrafos, que me parecieron inútiles en aquel sol cegador: Pero tal vez las fotos fueran tomadas en la cripta. Hubo otro murmullo, esta vez alguien hablaba en un inglés inaudible por el muro de acento cubano que debían atravesar los sonidos anglosajones básicos, rompiendo la barrera fonética. Debía ser un alumno de Padilla que aprovechaba para practicar su dominio de lo que fuera aquella lengua que hablaba. Hubo más aplausos y de pronto se hizo el silencio, roto inmediatamente por las luces violentas de los flashes. Ahora el movimiento de la masa en guayabera se manifestaba en sentido contrario.
—¿Qué pasa? -le pregunté a Ramón.
—Que nos vamos -dijo Ramón, dándome la cara por primera vez en la tarde última.
—¿Se acabó? ¿Se acabó todo?
—Sí -dijo Ramón.
—¿Y qué fue lo que hizo?
—Bueno -explicó Ramón-, dijo dos o tres palabras que no entendí y luego alguien que no conozco dijo otras dos o tres palabras, que tampoco entendí, y Hemingway se fue directamente a la estatua y le colgó una cinta con una medalla del cuello.
Sospeché que Ramón no creía mucho en la Virgen de la Caridad, patrona de Cuba, autora de innúmeros milagros, entre otros el de convertir a un escritor que nació en Chicago, escribía en inglés y no sabía construir una oración en español, en un escritor cubano. Entre estas reflexiones estaba cuando Ramón me anunció:
—Ahí están otra vez esos tipos.
Me volví y pude ver a Lando y a Padilla moviéndose diestros y distinguidos entre las guayaberas en diáspora.
—Se pasaron todo el tiempo -me dijo Ramón- halando leva.
—¿Cómo halando leva? -quise saber.
—Sí -me dijo-, no dejaron a Hemingway tranquilo ni un momento. Hasta se atrevieron a cogerlo de la manga.
Iba a preguntarle a Ramón si era la manga del saco de Hemingway o de la chaqueta. Pero no lo hice. Me temí que me dijera que era de una guayabera.
Pero ahora estaba Raudol en uno de sus días eróticos (que eran de confesiones y bastantes: un día llegó a hacerme la confidencia que para acostarse con su mujer -la actriz de televisión que había sido, en su primera juventud, intérprete de más de una fantasía masturbatoria ajena y propia-, que estaba muy bien para el común de los cubanos: muy buena, tenía que imaginarse que se estaba acostando con otra mujer cualquiera, lo que me pareció entonces una herejía erótica) y nos dijo a todos (por lo menos a Pepe, a René y a Silvio, que participaba de la tertulia por primera vez o una de sus primeras veces) que había descubierto una nueva posada, recién inaugurada, que era una maravilla. Era para ir a ella en automóvil y hacía uno así: entraba en su carro con su ninfa al lado, llegaba hasta un garaje, se bajaba y cerraba la puerta de corredera del garaje y, socio (que Ramón pronunciaba a veces sozio: se había cubanizado mucho pero le quedaban algunas zetas de su pasado español), sacabas a la ninfa del carro y subías una escalenta y estabas en un cuarto de lo mejorcito, muy bien amueblado, y al poco rato te llamaban por teléfono por si quieres tomar algo y vienen y por una puertecita te traen las bebidas. Por ahí mismo pagas la cuenta y, luego que acabas, bajas la escalerita, metes a la ninfa en el carro, subes la puerta del garaje, sales y no ves a nadie.
—¡Es la ultimitilla!
Raudol nos dejaba siempre con la boca abierta. Ahora prometía llevarnos al lugar, por la tarde, ya que tenía que volver allá a recoger un paraguas que había dejado olvidado. Uno de los misterios de este cuento es cómo dejó un paraguas olvidado en un sitio que estaba protegido no sólo de las miradas humanas sino de la intemperie. La posible solución es que hubiera utilizado el paraguas en prácticas contra natura. Pero nadie pensó en ese espeso misterio entonces, sino que todos, a las cinco, hora de salida de Carteles, nos fuimos con Ramón Raudol a conocer la nueva posada que sólo los privilegiados usufructuarios de carro podían visitar con asiduidad -o aun por primera vez. Salimos, cogimos la Calzada de Rancho Boyeros y llegamos al Huevo, doblamos a la derecha por una carretera secundaria y después de una o dos dobladas más estuvimos frente a la fábrica de Avon y justo detrás quedaba la nueva posada, toda adornada con buganvilias en seto y en trepaderas y con arecas y otras plantas haciendo un nido vegetal a aquel altar del amor: omnia vincit amor cuando uno tiene dinero para facilitar la victoria. Esperamos en el carro, parqueado justo en medio del patio de la posada, viendo algunos garajes vacíos y otros ya ocupados, a que Ramón se llegara a la oficina y regresara con su paraguas rescatado. Y en la satisfacción de su sonrisa por el pasmo que nos causaba a todos con este nuevo hábitat erótico hubo una revelación: el paraguas no había sido olvidado, simplemente lo había traído y dejado allí para tener un pretexto y venir a buscarlo rodeado de todas esas bocas abiertas, inocentes, casi imberbes, que se depravaban del todo ante la magnificencia de este nuevo templo del amor. ¡Este Ramón Raudol!
Mientras, yo completaba, por las noches, mi topografía sentimental con Ella. Ahora nos llegábamos a menudo a la emisora CMOX, en 19 y 8, donde en los bajos había una discoteca, una tienda de discos, abierta hasta las doce de la noche y dedicada, cosa inaudita, a vender nada más que discos de jazz. Allí me encontré por primera vez con ese man de esos tiempos, Django Reinhardt, y su disco Nuages, que no me cansaba de oír en la caseta individual que yo convertía en dúplex, instalándola a ella a mi lado, aunque no le gustara el jazz, aunque no entendiera nada de música, aunque fuera sorda como una tapia para cualquier sonido organizado, oyendo los arpegios jazzdebussysticos de Nuages que se convirtió en un himno a la noche de ese tiempo -hasta que lo compré: todavía lo tengo, en otro disco, tal vez en otra versión, y cada vez que lo oigo vuelven para mí estos días idos, estas noches que debían estar olvidadas por el tiempo que ha pasado pero que permanecen indelebles en mi memoria. Allí también descubrí, para mi placer, a Jimmy Giuffre y su clarinete de sonoridades tan inusitadas, con su trío, y a Chico Hamilton y su quinteto, y a su antiguo maestro y verdadero artífice del saxofón barítono Gerry Mulligan, con Chet Baker, cuya versión de «My heart belongs to Daddy» (pese a Silvio Rigor y su parodia dadaísta) tengo a menudo todavía en la memoria, tarareando mentalmente sus primeros compases, tan llenos de sabio ritmo y encontrándome, esta vez físicamente (al menos la apariencia física de su sonido), con Thelonious Monk, a veces solo, con sus acordes invertidos, y otras con su conjunto o tocando con algún otro maestro ya descubierto, como Charlie Parker o Dizzy Gillespie, y de nuevo encontré al Modern Jazz Quartet en otras combinaciones inolvidables de sus cuatro maestros -y tantos y tantos otros, advertidos unos, otros inadvertidos, como el todavía inapreciado pero más adelante descubierto con estupor John Coltrane, ahora envuelto en la sonoridad de Miles Davis todavía. Y ella siempre me acompañaba en estas excursiones, de las que a veces salía un disco que compraba, pero las más veces solamente venía a oír las novedades, con Remigio, el gordito vendedor, mulato de ojos amarillos, tan amable, que siempre me ofrecía «la última novedad acabada de llegar: calentica, como aquel que dice», diciéndolo con su voz un poco aguda, estridente ante tanta música baja (gracias al descubrimiento de Charlie Mingus y Ray Brown, ambos inmortales: y aquí termino para no hacer una lista homérica de estos melodiosos pasadores de tiempo, descubrimientos culturales, continuadores de la tristeza en la alegría de vivir que da el jazz).
Vino a verme Alfredo Villas, muy misteriosamente, a la revista, un día casi a la salida y nos fuimos a la azotea, que es a veces una continuación de la redacción por otros medios.
—Se anuncia la huelga para abril -me dijo-. Está aquí en La Habana, enviado de la Sierra, Faustino Pérez que va a ser su coordinador. Esta vez va a ir todo el mundo.
¿Quién era todo el mundo? ¿Qué organizaciones irán a la huelga? ¿Se incluirá al partido comunista y al Directorio? Esto es algo que Alfredo no sabe, pero me promete investigar. Lo que me viene a decir es que el comité de huelga de los periodistas me ha escogido a mí para que lo represente en Carteles; cuando ellos digan va la huelga, yo tengo que decir también va la huelga y procurar que todo el personal abandone la revista. Para eso tengo que entrevistarme con Blanco, que muestra una clara preferencia por el Movimiento 26 de Julio pero que actúa por libre, aunque es él quien manda a los obreros de los talleres «de abajo», como se les llama, porque trabajan abajo con respecto a la redacción, administración, linotipos y fotograbados, donde tienen cierta prevalencia sobre otros dos tipos, Barata y Onofrio, el dúo. Sin embargo todos están de acuerdo en ir a la huelga cuando llegue la orden. Villas me ha recomendado que busque un lugar donde esconderme, ya que sin duda la policía irá a buscar a los responsables de la huelga a su casa. No tengo dónde esconderme y mis conocimientos de los grupos clandestinos (aun con el 26 de Julio) están determinados por ser yo quien facilita en su casa un lugar para esconderse. Pero de pronto me acuerdo que Vicente Erre tiene un apartamento en El Vedado, muy cerca de donde vive ella (ya había pensado en esconderme en su casa, pero deseché la idea por poco práctica y demasiado romántica, aun en el sentido sexual), allí Erre da sus ciases de actuación: puede ser un buen lugar para esconderse. Nadie me va a conectar a mí con el grupo de actores que visitan el apartamento, además no estarán ellos de visita ese día. No crean que mientras pienso en un lugar para esconderme no se me oculta que será un lugar bueno para llevarla a ella y tratar de hacer el amor, cosa que no ha podido pasar de las escaramuzas en el balcón y no me ha pasado siquiera por la cabeza invitarla a una posada porque sé que se negaría de piano: así que el lugar donde esconderme políticamente será (podrá ser) el lugar para reunirme eróticamente. A Vicente Erre (que tiene unas francas simpatías por los comunistas: ya hemos tenido más de una discusión con respecto a Bertolt Brecht, a quien quiere montar «tan pronto como lo permitan las circunstancias»), le explico lo del plan de huelga y la necesidad de tener un sitio donde esconderme y enseguida me ofrece su apartamento, donde él ya no vive, y me da una llave para que entre y salga cuando estime conveniente.
Todo está arreglado: no falta más que la señal de Villas para dar la orden de huelga y perderme. Mientras, sigo saliendo con ella, cuando ella puede. Un sábado por la tarde nos vamos al Turf.
Allí, entre tanta oscuridad propicia, la invito a bailar. Me lleva más de la cabeza pero nadie se dará cuenta de ello en el Turf y bailamos un bolerón lento, haciéndolo más lento con nuestros pasillos: ella tampoco baila muy bien, de manera que estamos hechos el uno para el otro, moviéndonos lentamente en nuestro pequeño espacio de baile, uniéndonos la música y la noche artificial del club y el momento. Allí me da ella uno de sus besos más memorables, que casi parece el primero -y aunque ella no ha admitido jamás sentir ninguna clase de afecto por mí, sé que este beso se parece al amor más que ninguno otro recibido (y dado) hasta ahora. Cuando termina el bolero volvemos a beber, en nuestra mesita. Le cojo la mano larga y blanca y suave (todavía no sé el trabajo que ella hace: luego, un día, ella me lo dirá, trabaja en una fábrica de tabacos, separando las hojas buenas de las malas, y odia el olor que el tabaco en rama deja en sus manos, en sus brazos, en todo su cuerpo, pero ahora cuando yo le beso la palma de las manos no siento ningún olor a tabaco excepto la fragancia de alcohol, humo de cigarrillo dulce y aire acondicionado que nos rodea) entre mis manos y sus manos son también más largas que las mías: en todo me lleva ventaja de pulgadas o de centímetros esta muchacha larga y febril y vertiginosa como se está haciendo para mí.
—Te quiero -le digo. Creo que es la primera vez que se lo digo claramente: he combatido su reticencia con la mía. Además el amor ha tardado en llegar: es ahora, a más de un mes de haberla conocido, que me siento enamorado, que puedo decir te quiero sintiéndolo, que el amor presta su halo prístino a mis palabras. Pero ella no dice nada, se deja besar la palma de la mano como se deja besar la boca, pero no responde, excepto por ciertos momentos como aquel en el balcón de su casa, y ahora quiero que el alcohol suelte su atada afectividad y se deje llevar por el momento y por mis sentimientos. ¿Lo conseguiré? Ella sonríe: ésa es su mejor arma porque su risa deja ver una de sus imperfecciones: un pedazo de encía sobre los dientes nada parejos, pero su sonrisa es elocuente y grácil y bella: así ella sonríe a menudo. Ahora me sonríe por toda respuesta. Hace rato que estamos aquí en el Turf bebiendo y bailando pero ella sigue aferrada a su aura protectora. ¿Cómo conseguiré soltarla?
—Yo no te quiero -me dice por toda respuesta-. No estoy enamorada de ti. Ni siquiera creo que me gustes.
Pero estas palabras no me detienen.
—¿Amas al pelirrojo?
—¿A quién? -dice ella como extrañada.
Desde la primera noche no habíamos vuelto a hablar de ese personaje, ahora decididamente mítico.
—Al hombre pelirrojo del que me dijiste que estabas enamorada.
—¿Te dije yo eso?
—Sí, el primer día.
—Pues te dije mentira. Yo no amo a nadie. Él me anda detrás, o andaba detrás de mí mejor dicho, pero yo tampoco lo quiero a él.
—¿Es entonces a Pepín?
Éste es el vecino de enfrente que ella me presentó un día y me saludó desde sus seis pies y pico con un gran respeto: éste hasta ha llegado a hacer tensión dinámica, ejercicios de Charles Atlas para dejar de ser ñaco y así impresionarla más.
—Por favor.
—¿Entonces no amas a nadie?
—A nadie. Ni siquiera a mí misma.
¿Será verdad? Cómo saberlo, este interrogatorio en este lugar no sirve. Quiero decir que éste no es el lugar adecuado para un interrogatorio, lo único que me alegra es su oscuridad, su intimidad, su aire acondicionado tan bien controlado y el hecho de que estamos sentados frente á frente y no uno al lado del otro como en El Atelier: me prevengo para una posible reacción alcohólica en que ella se me acueste en las piernas y diga y repita que se quiere morir. Pero hoy no lo hace. Tampoco lo hizo el día que nos emborrachamos en el balcón de su casa: ai contrario, allí estuvo muy alegre. ¿Sería el efecto de los daiquirís de El Atelier? En el balcón bebimos vodka, vodka, y ahora aquí tomamos cubalibres. Así no hay reacción mórbida. Le propongo que salgamos a bailar de nuevo, a dar los dos o tres pasos que yo quiero creer pasillos y a movernos en imitación del ritmo de bolero, sin hacer caso del pedazo de cabeza que ella me lleva. Salimos. Nos pegamos el uno al otro y ella consiente en lo que vulgarmente se llama mi repello: frotar mi pene enhiesto, mi pantalón túrgido, mi bragueta enardecida contra sus muslos y su bajo vientre. ¿Será una calientapollas? No lo creo, no me ha dado esa impresión y yo conozco bien a las mujeres: quiero decir a las cubanas. Aunque sé que no pasaremos de ahí: no hay un lugar apropiado al que podamos ir. Otra cosa sería si yo tuviera un apartamento de soltero, pero ni siquiera soy soltero. Es mi voz alcohólica, alcohólica, la que susurra dentro de mí. Debo encontrar un lugar limpio y mal alumbrado adonde llevarla, que no sea un sitio público, por lo que no puede ser de ninguna manera, una posada, también llamada hotelito. Por otra parte ella no está nunca sola en su casa y sería demasiado arriesgado intentar algo más allá del mate en su casa. Queda, como última alternativa, el apartamento de Vicente Erre.
Lo que me saca del Turf y me recuerda la huelga, los días de huelga, que se hacían, se hacía porque sería un día único: una fecha escogida, se hacía cada vez más inminente, eminente también en la vox pópuli, pero mi santo y seña no llegaba. De hecho no llegó nunca: vino una comunicación casi infusa que mencionaba el día 9 como el momento para aclarar la huelga, el 9 por la mañana, pero Villas no apareció por ninguna parte. Después me explicó que sus instrucciones no habían llegado tampoco. Así las cosas no convoqué a ninguno de los miembros sindicales de Carteles y solamente me dediqué a dejar el trabajo temprano (aunque la demás gente en la revista siguió trabajando: unos porque simpatizaban con los comunistas, que fueron separados de la huelga, otros porque no recibieron ninguna consigna, los más porque tenían miedo de dejar el trabajo) y me llegué en una máquina de alquiler (había instrucciones vagas, dadas antes por Villas, de no coger ómnibus ni autobuses ese día) al laboratorio en que trabajaba mi mujer y la hice llamar y allí mismo le comuniqué que dejaba de trabajar desde ese momento. No sé qué excusa ella presentó en su trabajo, pero vino conmigo hasta casa, donde le dije que se quedara encerrada. De allí me encaminé hasta el apartamento de Vicente Erre, donde me instalé. Ahí pasé la mayor parte del día, sin comer, sin noticias. Pero ya por la noche me decidí a salir: en la calle todo seguía normal, la gente iba para arriba y para abajo, los vehículos circulaban iluminados, la vida seguía su curso. Así las cosas volví a casa, donde me encontré a Olga Andreu y a Titón aparentemente de visita pero esperándome: me venían a contar el cuento de lo que pasó en la esquina de su casa, que había sido la mía también, calle 25 y avenida de los Presidentes, más conocida como G y 2.5: habían matado a un miembro importante del 26 de Julio en esa esquina. Aparentemente había sido interceptado por una perseguidora y acribillado a balazos allí mismo. Después nos enteramos que era Marcelo Salado, muy conocido miembro del Grupo de Acción y Sabotaje del 26 de Julio. Esa noche, tarde ya, Olga y Titón se llevaron un gran susto, ya que tocaban violentamente en su puerta -o así parecía. Cuando se levantaron comprobaron que tocaban, casi tumbaban, a la puerta de al lado, el tercer apartamento de ese piso. Oyeron claramente que era la policía y que se metían en el apartamento a la fuerza, luego siguieron ruidos de búsqueda y finalmente se llevaban a alguien arrestado. Todo esto lo oyeron pegados a la puerta, temblando de miedo, no fuera que la policía siguiera buscando en otros apartamentos (aparentemente Titón conservaba algunas Cartas semanales en su casa), pero se hizo el silencio. Por la mañana se enteraron de que en ese apartamento había vivido Marcelo Salado y que a quien se habían llevado preso era a su mujer o a alguien muy cercano al difunto.
Eso fue todo lo que pasó el día de la huelga: un fiasco absoluto y más aún por los muertos (se decía que en La Habana habían matado como a cien miembros del 26 de Julio), que confirmaban el desastre con su presencia fúnebre. Fue un duro golpe para el 26 de Julio, que quedaba, al menos en el concepto popular liquidado en la ciudad de La Habana. Pero esa noche del día 9 no pude evitar llegarme a verla a ella y dije en casa que iba a dar una vuelta.
—Ten cuidado, muchacho -dijo mi abuela desde su cuarto junto a la cocina, donde oía todo lo que pasaba en la casa por alejado que estuviera de ella.
—Sí, ten cuidado con lo que haces y con quién te juntas -repitió mi madre, que siempre veía una mala compañía posible, pero al mismo tiempo era de lo más amistosa con mis amigos y hasta con mis conocidos.
—Por favor -fue todo lo que dijo mi mujer, antes de añadir-: Cuídate -como si yo partiera desarmado para el Congo Belga.
Tanto me dijeron que me cuidara (vi la misma intención de decirme que me cuidara en mi padre, cuando levantó la vista del periódico que leía) que me sentí culpable: yo sabía bien adonde iba y con quién me iba a reunir. Cuando llegué a su casa estaba ella mirando la televisión con su hermano, su madre estaba oyendo la radio clandestina, con mayor atención esa noche toda llena de presagios y de malos agüeros (para los nuestros, quiero decir: una vez más las fuerzas del mal habían triunfado), pero mi alegría fue grande de encontrarla a ella y de encontrarla sola. Pronto salimos al balcón y me dijo que no había ido ese día a la academia: no por razones políticas (no había criatura más apolítica que ella: o por lo menos, si la había, yo no la había conocido), sino por insistencia de su madre que temía que le ocurriera algo por el camino. Le dije que lo más probable es que no hubiera habido clases, aunque yo sabía que esos centros oficiales, como su academia, debían haber tenido clases obligatorias. Estuvimos conversando en el balcón hasta que regresó su madre, que venía muy excitada. Nuestra conversación no fue particularmente importante como para destacarla, pero sí lo que comentaba su madre:
—Muchacho -dijo ella, sin dirigirse a nadie: era un comentario general-, la cosa está que arde. Han dado partes de guerra de lucha en todos los frentes.
Su madre estaba evidentemente contagiada por la retórica del noticiero rebelde, cuando añadía:
—Han causado muchísimas bajas al ejército.
El ejército era uno solo: el de Batista, las fuerzas revolucionarias eran los rebeldes. Cada día me gustaba más su madre, con su evidente locura y su pasión, compartida, por el béisbol y la Radio Rebelde: teníamos todo eso en común.
Y había que añadir ahora otra cosa: ella había nacido en mi pueblo, aunque la familia viniera de Las Villas, había nacido donde mismo nací yo.
—Tal vez hasta seamos parientes -añadió ella un día, cuando conversábamos.
Por su parte ella (mi Ella) me contó una vez cómo su madre tenía dos nombres: el nombre con que había nacido y otro que le pusieron cuando tenía dos años. Sucedió que se perdió un día, siendo casi un bebé que apenas si sabía caminar, y la familia empezó a buscarla y, como no la encontraban por ninguna parte, hicieron una promesa de ponerle el nombre del santo del día si aparecía: la encontraron, milagrosamente a salvo pero inexplicablemente al otro lado del río. Era a principios de siglo y todavía había cocodrilos por aquella zona y nadie pudo explicar no sólo cómo se salvó de los saurios sino cómo había podido ella cruzar el río: ninguna de las explicaciones familiares pudo desentrañar el misterio. Su madre, por otra parte, cuando murió su marido, el padre de ella (entonces ella no tenía más que dos años), se quedó viuda con ocho hijos (afortunadamente, algunos de los hijos eran hijas y ya mujeres cuando murió su padre en un accidente de construcción, en Nicaro, Oriente, como a mil kilómetros de donde vivían) y los tuvo que criar ella sola, negándose a casarse de nuevo para consagrarse a la familia: no era así raro que todos los hijos (los que yo conocía y los que no conocía todavía) estuvieran locos por su madre, a la que veneraban. Pero su madre no quedó bien después de recibir la noticia de la muerte súbita de su marido y a menudo era presa de ataques (por lo que ella me contó es evidente que se trataba de ataques de histeria), en cuyas convulsiones caía a cada rato cuando ella era niña (tendría entonces unos seis años) y para escapar a la terrible realidad se iba de la casa hacia el campo cercano y se sentaba debajo de un árbol particular («una mata de maravilla», me dijo ella, que lo recordaba todo vividamente) y allí, temblando por la impresión, se quedaba dormida y cuando regresaba al cabo de un rato a la casa, ya la madre se había recobrado de su ataque y todo estaba de nuevo en calma. Estas narraciones que me hizo al hablar de su madre (me hablaba más de su familia que de ella misma: siempre era reticente a hablar de ella) me acercaron mucho a ella, al tener una niñez compartida no por la infelicidad (yo fui un niño feliz) sino por la vida casi en común en pequeños pueblos y el amor por la naturaleza cercana: el campo era nuestra comunión. Pero esa noche no hablamos de nosotros dos, es decir, no hablé yo con ella de ella, sino que conversamos trivialidades hasta que vino su madre y nos sumergió de nuevo en la política de la que yo quería salir con la visita a su casa.
—Un día te van a llevar presa -le dijo ella a su madre-.
Como te cojan, ya verás lo que te pasa.
—Muchacha -dijo su madre-, qué me van a coger, si oímos el radio todos encerrados en la casa. Había una calor que por poco me asfixio.
Y su madre siempre tenía un tono particularmente juvenil, casi infantil, cuando hablaba de sus aventuras con la radio clandestina: ahora que había censura de prensa la oía más que nunca (otra de las características de su madre, que era una mujer extremadamente popular, me la confesó ella un día: su madre no sabía escribir pero había aprendido a leer sola leyendo periódicos y compraba periódicos por la mañana y por la tarde para leerse la crónica roja ya que era una apasionada de los crímenes y asesinatos, cuyos detalles se leía hasta la letra más menuda). Su madre era un personaje hasta en su aspecto, pues parecía un cruce de una vieja gitana con una vieja india aunque interiormente era todavía una niña. Pasé con ella un buen rato para terminar un día que había sido, de cierta manera, terrible.
Al otro día Carteles siguió business as usual: con todo el mundo en su puesto. No vi a Blanco ni a Onofrio y a Barata, el dúo del departamento de invertidos en el que curiosamente eran los únicos heterosexuales, aunque por supuesto el departamento no se llamaba así por los invertidos que trabajaban allí sino porque allí se hacía la inversión de los fotograbados.
—¿Qué le dije? -me dijo Wangüemert, aprovechando que el censor no había llegado todavía-. No ocurrió nada más que el derramamiento de sangre de siempre. En Cuba la sangre es generosa.
Wangüemert fue uno de los pocos con autoridad en la revista a quienes dije mi resolución de ir a la huelga. Él, por supuesto, se opuso. Había heredado de su hijo muerto una aversión a todo lo que tuviera que ver con Fidel Castro. Wangüemert tenía un hijo (tenía dos, pero este que murió era su hijo favorito) que militaba en el Directorio, a quien apodaban Peligro por su valentía. Yo lo había conocido bastante en los días en que la Cinemateca proyectaba películas en el Palacio de Bellas Artes, donde trabajaba en un puesto importante. Por alguna razón desconocida nos caímos mutuamente mal y ahora lo siento pues me hubiera gustado conocerlo: siempre el héroe ha atraído mi curiosidad. Como un héroe murió efectivamente en el asalto al Palacio Presidencial el 13 de marzo de 195.7. Peligro (su verdadero nombre creo que era José Luis) aborrecía a Fidel Castro desde sus días estudiantiles, pero parecía que ahora que Fidel Castro estaba en la Sierra lo odiaba todavía más. Este odio, como es natural, se le pegó a su padre, que detestaba a Castro, como él decía, mientras que todos los simpatizantes de su causa decíamos Fidel. Wangüemert quedó destrozado cuando murió su hijo en Palacio. Al poco tiempo se marchó de vacaciones a Europa, con el dinero de su querida, Sara Hernández Catá, que había heredado una pequeña fortuna hacía poco y se la gastó con él viajando por Europa. De aquel tiempo guardo una tarjeta enviada desde Brujas y el consejo de que si algún día iba a Amsterdam (¡jamás sospeché entonces que iba a ir a Amsterdam casi todos los fines de semana por tres años!) no dejara de comer en De Schwartze Boek, lo que hice la primera vez que fui a Amsterdam en 1962: comí allí faisán, pero lo servían a la manera germánica (con salchichas y coles agrias) y lo detesté. En Carteles todos (o casi todos) vieron mal que Wangüemert se fuera de vacaciones con su amante tan poco tiempo después de haber muerto su hijo, pero yo no lo vi mal: pensé entonces que nada de lo que hiciera iba a devolverle la vida a su hijo y que las vacaciones le evitarían pensar en la tragedia tan cercana. (Verdad que también confiaba en la salida de Wangüemert para llevar a cabo mi frustrado proyecto de cambiar la revista, pero ésa es otra historia.) Por otra parte no me parecía mal que si su querida tenía dinero y se lo quería gastar con él lo hiciera: después de todo bastante aguantaba Wangüemert de Sara Hernández Catá, con su tendencia a la borrachera y a la pendencia, y creo que almorzaban todos los días juntos y siempre pagaba Wangüemert: era, pues, una reciprocidad simple y llanamente.
Ahora, un año después de la muerte de su hijo, el odio de Wangüemert por Fidel Castro seguía inmarchitado -y después de todo, tenía razón: no había ocurrido nada. Wangüemert añadió que habiendo dejado al partido (el partido era el partido comunista, del que él era un simpatizante muy cercano) lo más natural era que la huelga fracasara. No quise añadir nada, sobre todo después que él habló de la generosidad de la sangre, pues ¿qué derecho tenía yo de refutar a este hombre que en su vejez se había visto visitado por la tragedia debido a la sangre generosa de los cubanos? Así, me callé la boca y al poco rato llegó el censor y todos nos callamos la boca. Hablando del censor me había venido a ver a casa especialmente Héctor Pedreira, mi amigo comunista que trabajaba de camarero en el Mes Amis, para advertirme que bajara el tono de mis críticas. Ahora que todas las publicaciones estaban censuradas, aquellas columnas que se publicaban todavía eran pura papilla, voces inaudibles, y yo aprovechaba, a veces, para poner banderillas al censor, hablando de lugares remotos como Bali o Italia, a propósito de las películas que tenían tales sitios como escenario. Pedreira venía por su cuenta pero no sé por qué me imaginé que lo mandaba alguien del partido, su superior inmediato o alguien parecido, tal vez alguno de la comisión cultural: lo cierto es que él me dijo que me estaba buscando que me clausuraran la columna y después, éstas fueron sus palabras, «nos quedaremos sin nada». Le prometí que lo haría, atendiendo a la palabra del partido, sobre todo ahora que, aparentemente deshecho el 26 de Julio en La Habana, era la única voz política autorizada de la clandestinidad. Por lo demás la vida en Carteles siguió como siempre y al sábado siguiente salimos, después de cobrar, Silvio Rigor, René de la Nuez, tal vez Pepe, el José-Hernández-que-no-escribirá-el-Martín-Fierro, Cardoso y Ernesto el fotógrafo. Lo recuerdo muy bien porque era un día nublado pero de mucho calor y Silvio salía con su capa de agua en la mano o tal vez tirada sobre un hombro, no recuerdo bien. Lo cierto fue que avanzábamos en grupo por la calle Pajarito tal vez a comer en la plaza de Carlos III, cuando Silvio advirtió:
—¡Qué olor! ¿No lo sienten ustedes? Es como mariguana.
—Alguien estará fumando de la maligna -dijo Cardoso, que siempre se refería a la mariguana por el nombre que le daban las crónicas rojas de los periódicos: la maligna yerba.
—Debe de ser -dijo René de la Nuez, y ya íbamos a acordar todos que en algún lugar cercano alguien le «daba a la manteca» cuando Ernesto o tal vez Carlitos el Maldito advirtieron que salía humo de entre Rigor (como ellos llamaban a Silvio) pero no como de costumbre de su boca o por las dos fosas nasales, sino de su cuerpo: la capa echaba humo. Cuando lo advirtió era demasiado tarde: ya la combustión había hecho un hueco en su capa, sobre el bolsillo. Fue después que descubrió que había guardado su pipa en el bolsillo, era evidente que todavía encendida. Hubo un coro general de carcajadas, a las que se unió Silvio de mala gana con su sonrisa de dientes perfectos.
—¡Debe de ser la maligna! -comentó René y de nuevo nos echamos a reír. De estos chistes impensados estaban hechas nuestras reuniones, que después de todo eran bastante inocentes.
Estaba de moda entonces un juego de salón llamado el Juego de la Verdad. Creo que todavía se juega pero no con el ardor por la verdad con que se jugaba entonces. Yo lo detestaba. Creyendo que todo el intercambio social estaba más basado en la mentira que en la verdad, me negaba a jugarlo. Pero una noche se reunió un grupo de gente en casa de ella y propusieron jugar al Juego de la Verdad. Todo el mundo aprobó, casi aplaudiendo, y no me pude negar. Estaban Pepín el largo, su vecino de enfrente que todavía, creo, aspiraba al amor de ella, inútilmente, según mi parecer; unos días, otros con muchas posibilidades. (Fue solamente mucho tiempo después que supe que nunca tuvo, como ella decía, «mucho chance».) Su madre no estaba, como siempre fiel oyente de la Radio Rebelde. Pero estaba su hermana y una amiga de su hermana, apodada La China, que era en realidad una mulata. Ya ella me había confiado que La China era la amiga de su hermana. Pero también me había contado cómo La China había tratado, como decía ella, de levantarla: a escondidas de su hermana le decía que era muy linda, que tenía muy buen cuerpo, cosas dichas no como las dice una mujer sino como podía decírselas un hombre. Así, cuando ella me presentó a La China un día, no pude evitar sentir un cierto desagrado ante su persona, aunque era una mujer sumamente atractiva físicamente, pero no me parecía que le importaran mucho los hombres. Estaban además en la sala de la casa esa noche su hermano, que era demasiado niño para jugar: todo ¹ lo que decía era verdad, unos vecinos de arriba y otra gente que no conocía, lo que hacía el juego todavía más aventurado que si hubiera conocido a todo el mundo. Empezamos a jugar y, como no cabíamos todos en la sala o no había asiento para todos, ella se sentó en el suelo, cerca de mí, que me sentaba en uno de los sillones. El juego, que es bastante aburrido, procedió como de costumbre y a mí solamente me interesaba su verdad y lo que ella tuviera que ver conmigo, por lo que no presté mucha atención a lo que ocurría, hasta que le tocó jugar a La China y yo fui el elegido para responder. Llegamos al momento en que La China me preguntaba:
—¿Cómo me encuentras tú?
—Atractiva -respondí, diciendo la verdad, aunque toda la verdad hubiera sido insoportable, pues habría tenido que decir atractiva físicamente pero repulsiva moralmente.
—¿Qué piensas de mí?
—Que estás interesada en alguien y no debes estarlo. -¿Se puede saber el nombre de esa persona?
—Se puede saber pero no lo voy a decir.
Hubo protestas:
—Hay que jugar bien el juego...
—Tienes que decir lo que piensas...
Pero me mantuve en mis trece.
—No lo voy a decir. Eso es todo.
—Bueno, está bien -concedió La China-. ¿Está esa persona presente?
—Sí, sí está.
—¿Estás tú cerca de ella?
—Bastante.
—¿Puedo preguntarle a ella?
—Así no se juega -dijo alguien-. Tienen que continuar los mismos.
—Sí, puedes.
Entonces La China se dirigió a ella.
—¿Amas a alguien? -le preguntó La China a ella.
—No.
—¿Crees que podrás amar a alguien?
—Tal vez -respondió ella.
—¿Podrías amar a una persona que está muy cerca de ti?
—Tal vez -dijo ella y se recostó en mi pierna. Todavía, con los años que han pasado, recuerdo ese momento en que ella se recostó sobre mi pierna. Después, cuando casi se abrazó a mi rodilla, es un recuerdo imperecedero, que atesoro.
—¿Es un él? -preguntó La China.
—Sí -dijo ella.
Vi que La China no estaba tan contenta con la respuesta.
—¿Te gusta?
—No es mi tipo, pero hay algo en él que me atrae.
—¿Podrás amarlo a él?
—Tal vez -respondió ella y ya el Juego de la Verdad se convirtió en una bendición para mí: ése fue el día, o mejor la noche, en que ella se convirtió en Ella. Me dieron ganas de levantarle la cara y besarla, de apretarla entre mis brazos, de levantarla en vilo -tan larga como era- y subirla hasta mis labios y mi corazón, pero no hice nada más que ponerle una mano en la cabeza, cuando ella la bajó un momento al responder «Tal vez», que era para mí un sí definitivo. Ya no recuerdo más de la noche ni del juego, aunque olvidé decir antes que yo había insultado a La China cuando me preguntó:
—¿Te caigo bien?
Y yo le respondí:
—Usted no me gusta nada.
—¿Por qué? -insistió ella.
—Porque no me gusta el juego que se trae.
Recuerdo que vi que ella supo que los dos sabíamos y fue entonces que ella decidió cambiar de sujeto de preguntas. Pero ya esto está en la periferia del recuerdo, como un borrón al que se ha añadido una cuenta nueva, después que La China, tal vez inadvertidamente, me dejó saber la verdad: ella sentía algo por mí que no era pasajero y que era para mí lo más importante del mundo en ese momento y al preguntarle a ella si me amaría había respondido:
—Tal vez.
Eso era todo lo que quería saber.
Ahora no faltaba más que encontrar un lugar donde pudiéramos reunimos: un sitio para estar solos, una plaza de reunión donde poder decirle mi amor, que no fuera un parque, un club o una reunión del Juego de la Verdad. Hacia ese punto encaminé mis intenciones.
Silvio Rigor y el profesor Carvell se encontraron en Carteles, pero antes habían tenido otro punto de contacto: Bárbara, la hija del profesor Carvell, de quien Silvio estaba enamorado y era, al parecer, correspondido. Silvio, al poco tiempo de trabajar en la revista, heredó un dinero que le correspondía por parte de su difunto padre, cuya familia había vendido unos terrenos donde edificaron, en los años cuarenta, el parque Martí (que yo conocía bien pues era, aunque estaba en el Vedado, el terreno deportivo del Instituto de La Habana, de ahí, del Instituto, además del terreno familiar, debía conocerlo también Silvio), y era ahora, finalizando los años cincuenta, que venía a cobrar su parte de la herencia. Era la primera vez que yo conocía a alguien que hubiera heredado, lo que vino a hacer más precioso el conocimiento de Silvio, aparte de sus cualidades (y defectos) personales que lo hacían casi único entre mis amigos. Lo primero que hizo Silvio fue comprarse un automóvil. El dinero de la herencia no era mucho, por lo que tuvo que contentarse con un carro de uso. Se compró un Dodge de los primeros años cincuenta, verde oscuro, que comenzó a manejar con una sans fagon que daba miedo: le tiraba a los otros autos unos finos que sólo dejaban centímetros, casi milímetros, entre su carro y el carro enemigo (todo otro material rodante era el enemigo), y de la misma manera un día se llevó de cuajo uno de los recién instalados parquímetros frente al parque Central. Silvio no vio otra alternativa que cargar con el artefacto, la columna de hierro con el parquímetro arriba, para una estación de policía. La más cercana era la tercera estación, de Zulueta y Dragones, y allá se apareció Silvio con el parquímetro. El cabo de guardia no lo quería creer y hasta salió el capitán de la estación a ver al extraño individuo: un chofer cargando un parquímetro muerto. Habida cuenta del odio que le tenían choferes y dueños de auto a los artefactos medidores recién instalados, era algo inaudito -y también imprevisto. Nadie sabía qué hacer con el parquímetro en la estación de policía, donde finalmente lo echaron a un rincón, pero el capitán no dejó pasar la oportunidad para echar un discurso y decirle a Silvio que si todos los ciudadanos fueran tan cívicos como él, otro sería el destino del país. Lo cierto -según me contó Silvio- es que él no llevó el parquímetro a la estación de policía por civismo, sino por embarazo: simplemente, después de haber derribado el artefacto, no sabía qué hacer con él. Otras aventuras ocurrieron a Silvio como chofer entre ellas parar en seco, unos cien metros antes de llegar al semáforo de Línea y calle L, para hablar con una rubia despampanante (ése es el adjetivo cubano y así estaba ella de buena, en términos cubanos) con quien estaba saliendo. Pero no salió mucho con ella y a los pocos días me presentó otra rubia, esta vez una rubita natural, ñaca más que delgada, de largos brazos y largas piernas y con una cara mona, que era Bárbara. «Es hija del profesor Carvell, ese cabrón», me dijo Silvio después. No pude notar entonces si le decía cabrón a su futuro suegro (Silvio se llegó a casar con Bárbara: pero ésa es otra historia) en sentido peyorativo o con admiración.
Qué era lo que despertaba en mí el profesor Carvell. Pertenecía (como Jess Losada, otro personaje favorito mío del viejo Carteles) a la antigua redacción de la revista y yo conocía su nombre desde niño, ya que hacía los horóscopos. Pero, además de astrólogo, el profesor Carvell era médico y tenía una cura contra el cáncer que consistía en una fórmula secreta que un día de revelaciones me confió que estaba hecha, mayormente, de cocimiento de hojas de anoncillo o mamoncillo. Aparentemente, el ungüento maravilloso (curaba toda clase de cánceres: ésa es una palabra que nunca he sabido si tiene verdaderamente plural. La moral actuando sobre la gramática: como no quiero verlo reproducirse no sé si el cáncer tiene un plural gramatical o no) había curado a un montón de gente en Caracas, donde se vendía en las farmacias, no así en Cuba, donde no había podido conseguir todavía, pese a su influencia (eran innúmeras las personas influyentes que conocía el profesor Carvell, gracias a sus profecías pero también a su simpatía), una patente médica. Para el director, el profesor Carvell era una suerte de embaucador amable, para Wangüemert era un colaborador asiduo y para mí llegó a ser un personaje folclórico. Yo conocía su barba y sus ojos claros por las fotografías (durante mucho tiempo estuvo su foto expuesta en una tienda del paseo del Prado, además de que el viejo salía en Carteles a menudo), pero no conocía su mirada de hipnotizador que cuando no lograba impresionarte con ella convertía en un guiño cómplice. El profesor Carvell solía fumar en boquilla (es evidente que se aseguraba, mediante filtros, no tener que emplear su cura contra el cáncer en propia persona) y dar charlas sobre lo humano y lo divino. (Tenía un lema astrológico: «Las estrellas inclinan pero no obligan» y otro personal: «Hay que vivir el momento feliz». No sé si el primero era original o no: el segundo lo sacó de un bolero de moda. Tenía un tercer lema: «En el amor la mejor figura es el triángulo, base de la pirámide», que explicaba no por su parte social sino sexual: lo mejor era hacer el amor entre tres personas -de preferencia con dos mujeres-, formar una pirámide y reservarse la parte de la base.) El profesor Carvell era un depravado heterosexual que siempre estaba haciendo revelaciones casi íntimas de sus proezas sexuales: «Anoche me encontré con una chiquita...», «Hay un medio tiempo por el barrio...», «Me encerré en un cuarto con dos niñas...», etc., etc., y yo nunca dudaba que dijera la verdad: aun en la parte referente a las niñas, ya que a veces me dejaba ver su correspondencia (el correo del profesor Carvell era numeroso), y sé que tenía una consulta astrológica privada. Pero uno de los temas de conversación del profesor Carvell no era el sexo a mares sino el mar: había adoptado la pesca submarina como entretenimiento deportivo en sus años más que mozos (el profesor, como lo llamábamos todos: «Eh, profesor...», era el comienzo de una pregunta de parte de Cardoso, ahora el emplanador oficial de Carvell: éste, por supuesto, no era su nombre, sino Carballido. De cómo vino a convertirlo en Carvell es toda una historia que no voy a contar ahora, el profesor Carvell era ya algo más que cincuentón cuando lo conocí en los años cincuenta) y ahora a menudo relataba sus aventuras mar afuera o en el alto, como decía él, contando cuentos de encuentros peligrosos con tiburones («Lo peor es salir afuera -contaba-, con el cuerpo medio dentro del mar y medio fuera. Ahí es cuando eres más vulnerable: lo mejor es estar siempre sumergido») y lo contaba con la mayor seriedad, hasta que nadie dudó que el profesor Carvell era un campeón de pesca submarina -aunque nunca, Jess Losada, que era amante de las bromas gráficas como nadie, llegando a retocar, por intermedio de Ozón, las fotografías que salían en el antiguo Carteles (la práctica se terminó con la nueva regencia), y añadía barbas y bigotes a amigos y conocidos que salían en las páginas deportivas (había otra práctica, ésta más privada, en que viriles campeones de lucha libre aparecían succionando un pene imposiblemente enorme a su contrincante de pancracio: había otras bromas pero no puedo recordarlas todas), publicó una foto del profesor Carvell como cazador subacuático tal vez fuera porque no convenía a la imagen de hermético astrólogo que cultivaba en público el profesor.
Hubo un tercer encuentro entre Silvio y el profesor, pero esta vez yo fui el único testigo. Sucedió poco antes de la boda de la unigénita del profesor (aunque estaba divorciado de la madre de Bárbara y se veían poco, el padre afectaba una gran preocupación por el destino de su hija), cuando me vino a ver y me dijo:
—Quiero hablar contigo privadamente -y, al yo reírme, añadió grave-: Es un asunto serio.
Era una tarde en que yo me había quedado solo en la redacción escribiendo mis páginas, pero así y todo insistió en que nos reuniéramos al fondo, en el cuarto de corrección: ya todos los correctores se habían ido y no quedaba nadie en la biblioteca, el silencio sólo era interrumpido por el ruido de gran relojería de los linotipos funcionando abajo. Cuando llegamos, sin todavía sentarme, me dijo:
—Yo sé que este muchacho, Rigor, es muy amigo tuyo y que es buen muchacho.
—Sí lo es -intervine yo, en favor de mi amigo.
—Ya lo sé. Ahora yo quiero hacerte una pregunta un poco delicada. ¿Es verdad que él...? -y no continuó la pregunta verbalmente sino que haciendo un gesto muy cubano se rascó la piel del dorso de la mano izquierda con el índice derecho, queriendo decir que era negro, o, más eufemísticamente, tiene de color.
Yo estuve a punto de repetir la respuesta de Branly a su madre, cuando le hizo la misma pregunta y él respondió: «¿Qué, urticaria?». Pero la cara del profesor era toda gravedad.
—Ah, profesor -le dije yo-, ¿no quedamos que en Cuba el que no tiene de congo, tiene de carabalí? O como dice Pío Baroja: «En Cuba se pierde la ñor de la España / por unos mulatos». ¿No ha visto usted cómo en la visa americana donde dice raza ponen cubana?
—Sí, chico -me dijo él, paciente-, ya sé todo eso. Pero yo quiero saber, ¿tiene o no tiene?
—¿Se le ve? -pregunté yo a mi vez.
—Bueno -me dijo él-, no tanto.
—Entonces -dije yo-, por qué no se conforma con eso. -Es que son mis nietos los que están en juego -dijo el profesor medio compungido.
La verdad es que la madre de Silvio era una mulata bastante oscura y que él, las primeras veces que fui a su casa, me hizo creer que era su tía y no su madre, pero esto no se lo iba a decir yo al profesor Carvell: no le daría ese gusto. Por otra parte ya sabía yo que la boda estaba decidida, que Silvio le caía bien a la madre de Bárbara y que no había nada que el profesor Carvell pudiera hacer. Pero tampoco le iba a decir eso.
—No -le mentí-, él no tiene de negro y si lo tiene es muy lejos. Como yo. Usted no me iba a rechazar a mí, ¿no?
—No, pero tú no eres quien va a ser mi yerno.
Ahí terminó la conversación y como fin a esta historia tan sórdidamente cubana tengo que decir que mi amigo Silvio Rigor, cuando se casó, no invitó a su madre a la boda, a la que, sin embargo, sí que fue el profesor Carvell, a pesar de ser detestado por su ex mujer y haber pasado a ser, en la fauna particular de Silvio, el epítome del animal canalla.
Pero ahora se trataba del dinero de Silvio, que le permitía vivir más desahogado (no era tanto, después de todo, lo que le pagaban en Carteles), y de su necesidad, como la mía, de tener un lugar donde pasar un rato en privado con su novia Bárbara, sin tener que someterla a la humillación de llevarla a una posada. Ambos, pues, teníamos problemas semejantes. Lo indicado era unir fuerzas, pero todavía nos faltaba una tercera pata a la mesa: él y yo solos no podíamos costear un apartamento amueblado, que por muy barato que saliera no podía costar, en El Vedado, donde lo queríamos y donde más nos convenía, menos de 90 pesos al mes. Nos hacía falta un tercer socio. Fue entonces que pensé en mi cuñado, Juan Blanco, que siempre andaba enredado con chiquitas más o menos bien y que tal vez necesitara un apartamento tanto como nosotros. Cuando lo fui a ver al edificio de la Pan American me recibió con su mezcla de bonhomía y buen humor. (He aquí, entre paréntesis, un yerno ad hoc para el profesor Carvell: rubio y de ojos azules, que debía a su padre italiano. Juan Blanco tenía una madre mulata, de la que había sacado solamente el pelo rizado: no hay arios en Cuba.)
—Hey, buena gente -me dijo-. ¿Qué te trae por aquí, otro caso legal?
Podía referirse tal vez a mi matrimonio, casamiento que hizo él, o tal vez, antes, a mi salida rápida de la cárcel por haber publicado un cuento con malas palabras en inglés, que también lo debía a él. Juan, evidentemente, se extrañaba de que lo viniera a ver a su consulta legal y de que no fuera a su casa como amigos íntimos que éramos, además de concuñados.
—Te vengo a proponer un negocio -le dije y pasé a explicarle mi plan.
Le pareció perfecto. Es más, él mismo estaba pensando en una cosa parecida, pero no podía sacar todo el dinero él solo, una sociedad era lo más recomendable. Él conocía ligeramente a Silvio, pero que yo lo recomendara era suficiente. Así, quedamos de acuerdo. Ahora no faltaba más que encontrar el apartamento (amueblado) adecuado.
Pocos días antes de inaugurar nuestro tumbadoir, como yo lo llamé -sabia mezcla de tumbadero y boudoir- ocurrió un incidente que pudo tener consecuencias graves, pero que terminó felizmente y que al mismo tiempo me hizo cambiar mi opinión de Silvio Rigor con respecto a su valor personal. Como yo, Silvio no era muy dado a pelear, es más, desde que lo conocía del bachillerato no le había conocido más que una pelea confusa, habida con Fausto Masiques, pelea que en realidad debía haber sido entre Fausto y Adriano de Cárdenas y Espinoza o Spinoza, pero Silvio, como el mejor amigo de Adriano en ese momento, se encontró envuelto en ella casi sin quererlo. Yo sé lo que me contó el propio Silvio (o tal vez fuera Adriano), que Fausto lo increpó en la universidad -el incidente, o mejor la trifulca, tenía por eje a Julieta Estévez, nuestra musa: lo había sido mía, cuando apenas a los veinte años me inició en los misterios y placeres del sexo a dos (los del sexo a uno los conocía yo desde hacía muchos años y tengo que decir que esas primeras cópulas no llegaban a procurarme el placer que me dieron las primeras masturbaciones; nunca jamás), y lo había sido de Adriano y de Fausto, pero no de Silvio; de ahí la ironía del encuentro- y luego lo retó y finalmente, cuando Silvio se estaba sacando el reloj para combatir (no sé por qué empleo este verbo homérico y no su equivalente cubano de fajarse, pelear), Fausto se le acercó y le propinó un solo golpe, en la nuca o en la quijada, que lo lanzó al suelo y ahí terminó la pelea. Fue al enterarme de este ataque a traición que yo llamé por teléfono a Fausto para decirle que era un cobarde y un esquinado ladino (no le dije estas últimas palabras, por supuesto, sino sus equivalentes de uso común), pero no llegamos a combatir Fausto y yo, sino que todo quedó en una enemistad que duró años, pero Fausto, ay, conservó por un tiempo todavía el usufructo de los favores de Julieta, que estaba en ese año 1955, vista por mí en una función del cine-club universitario, con su pelo rubio ahora dorado al blanco, casi platinado, y la piel color de yodo, más bella que nunca: así la quiero recordar siempre. Silvio, decía, nunca se jactó de su valor pero por aquellos días me demostró una valentía que solamente la da el amor -o su equivalente, los celos. Vino a verme, tarde en la tarde, y me pidió que lo acompañara. Me explicó que había un mafioso (era la primera vez que yo oía el adjetivo, aunque por supuesto conocía la palabra Mafia) que estaba saliendo con Bárbara y eso lo iba a acabar él hoy mismo. No creo que me pidiera que fuera con él como compañía moral o física (mucho menos), sino tal vez como testigo. O tal vez fuera la costumbre: por aquellos días salíamos mucho juntos. Lo cierto fue que llegamos al restaurant (italiano tenía que ser) Doña Rosina y debía ser muy temprano en la noche o un día particularmente malo para el negocio, porque el salón comedor estaba vacío o casi vacío, y efectivamente, en una mesa al fondo, casi recoletos, estaban Bárbara y un hombre más o menos joven, pero que no tenía aspecto para nada de mafioso (hoy, que sé más, pienso que eso era realmente lo que lo hacía tan peligroso: era un turiferario de la Mafia, sin duda, ya que trabajaba en el casino del hotel Nacional, pero en la parte administrativa del salón de juego), sino que más bien parecía pusilánime, con su talante rubianco, sus espejuelos montados al aire y su ausencia de español, que le dio en la discusión un aspecto como indefenso, inerme. Silvio se dirigió expresamente al fondo, sin esperarme, y cuando llegué ya le decía a Bárbara:
—... tienes que salir de aquí conmigo: es éste -se refería al mafioso, que ni siquiera era italiano-, o yo. Tú escoge.
Bárbara trastabillaba, balbucía, dudaba y se dirigía al mafioso:
—I’m sorry. I must go -creo que le dijo, mientras el mafioso estaba con la mano tendida, dispuesta a dársela a Silvio o tal vez a mí, que ya había llegado a la escena del suceso, y finalmente no se la dio a nadie y se quedó unos minutos con su mano al aire.
Silvio le dio la espalda y Bárbara lo siguió, quedándose el mafioso americano de pie en el salón comedor, a la vista de todos los camareros, que eran cubanos y entendían muy bien lo que pasaba, mientras el mafioso no parecía comprender nada: estaba tan alelado que me dieron ganas de explicarle lo que pasaba, pero creo que finalmente en su cabeza de accountant o contador de la Mafia entró la noción que era mejor para su negocio evitar un incidente con dos cubanos que podía terminar en una pelea si no confusa al menos difusa. Yo salí con Silvio, que seguía a Bárbara, pero decidí no montar en su carro y le dije allí mismo que me iba a pie al cine, y ambos partieron en el Dodge verde oscuro. No sé qué explicaciones siguieron al suceso, pero ya de aquí en adelante el romance entre Silvio y Bárbara fue viento en popa y retrospectivamente pienso que lo mejor que hizo Silvio fue promover aquella confrontación, para ganarla a ella, quiero decir.
Por aquellos días hubo un despliegue de valor con respecto a una mujer de parte de otro amigo, René de la Nuez (René y Silvio fueron por esos días tal vez mis mejores amigos), pero esta vez no hubo confrontación con un mafioso sino un encuentro con Eros, franco y simple. Hacía tiempo que René estaba detrás de Sigrid González (mejor dicho que Sigrid estaba detrás de René, ya que ella estuvo siempre dispuesta a conquistarlo, pese a que él arriesgaba su puesto de profesor de arte dramático al salir con una alumna así: las reuniones fueron siempre secretas) y ese día, casi glorioso para todos (era una tarde radiante de primavera tardía cubana, con el sol saliendo entre gruesas nubes después de haber llovido y limpiado la atmósfera, entibiado el aire la lluvia de media tarde), pero más que glorioso para René, que salió ese día con la determinación de acostarse con Sigrid. No sé si lo consiguió ese mismo día o un poco más tarde, sí recuerdo estar en el portal del cine Radiocentro, despidiendo a René que se iba a encontrar con Sigrid en el restaurant La Palmera, apenas a dos cuadras de allí, dándole yo consejos de última hora de cómo tratar a una virgen (era evidente que Sigrid, a los dieciséis años ya cumplidos, todavía lo era), para no fracasar en ese primer encuentro, ya que René padecía de varios males sexuales producidos evidentemente por la timidez: eyaculación precoz y poca durabilidad de la erección, que había combatido por los días que se acostaba con la horrible Dulce Atós (que yo llamaba Dulce Atroz hasta que llegué a olvidar su verdadero apellido), mediante la Yoinbina Hude (creo que ése es el correcto nombre de la marca) para lograr una erección indudable, durable, y luego recurría al frotamiento con Nupercainal, que era un anestésico tópico, mediante los cuales conseguía satisfacer el desenfrenado apetito sexual de Dulce Atroz (a veces yo llegaba a decir que ella tenía dos hermanas más, llamadas Dulce Aramís y Dulce Portós, las Tres Mosquehetairas, Pomos, Atroz y Amamís, sin olvidar a una posible cuarta hermana, D’Artdemain), pero ahora, hoy, estaba seguro que no iba a necesitar el auxilio de su farmacopea, de la que René había hecho un chiste (nosotros, en Cuba, o al menos mis amigos, hacíamos un chiste de todo: aun de la más dolorosa realidad, así trascendíamos lo terrible del problema por medio de la risa. Al menos yo lo hacía y ésta fue la causa de que no me acercara a los problemas ajenos con la debida distancia, íntimamente, sino que siempre había la distancia del chiste: ya contaré cómo un chiste me alejó de conocer a fondo los problemas sexuales de Silvio y de ayudarlo si era posible, pero esto sucedió más adelante). Ahora debo hablar de Sigrid, a la que no vi ese día pero estaba seguro de que vestiría uno de sus vestidos de saya ancha, con sayuela de paradera, a la moda, por debajo, y por arriba le llegaría a los hombros, dejándolos desnudos, a los lados, mientras al frente bajaría un escote profundo que dejaría ver la media mitad de sus senos, su piel trigueña estirada sobre ellos, mostrando unas medias copas que sugerían la otra mitad con una indudable eficacia erótica. Yo no sé si ese día fue la primera vez que René se acostó con Sigrid, ya que no lo hablamos: por una inexplicable razón de pudor René nunca contó cuándo se acostó con su alumna, quizá por eso, porque era su alumna y él quería mantener su dignidad de profesor aunque fuera profesor de teatro, de historia del teatro. Sí sé, por revelaciones que me hizo la misma Sigrid años después, que ella era virgen cuando se acostó con René la primera vez y esto, además del amor que sentía por ella, fue lo que obligó a René, en último término, a casarse con ella tiempo después. Ahora, ese día, lo dejé feliz sabiendo que no tendría que utilizar su farmacia con una mujer, porque no era atroz sino delectable criatura.
El tumbadoir perfecto apareció en las páginas de anuncios clasificados del Diario de la Marina. Yo había mirado la Marina y el periódico Información (es curioso cómo se forman los masculinos y femeninos aun entre los periódicos: la Marina, el Información, el Carteles, la Bohemia: esta última tal vez influida por la ópera que le dio el nombre) todos los días, pero no encontraba nada que fuera adecuado: o eran muy caros los apartamentos amueblados decentes (lo preferíamos por supuesto en El Vedado) o no parecían cumplir las funciones que nosotros les dábamos. Por fin en la Marina apareció un anuncio de un apartamento amueblado en la calle 8, que costaba 95 pesos. Ése era el nuestro, ya estaba decidido. Yo estaba seguro de que podríamos conseguirlo por 90 pesos y fuimos a verlo Silvio y yo. El dueño se llamaba Boloña, así simplemente, y era un hombre ya mayor, calvo, con un aspecto respetable que él se empeñaba en aumentar en su trato. Enseguida nos trató de muchachos:
—Bueno, muchachos, ¿qué se les ofrece? Vienen por el apartamento, ¿no?
Le dijimos que sí, él nos dijo que estaba en el sótano. Él vivía en los bajos y aparentemente en los altos (toda la casa era suya) también se alquilaban apartamentos.
—Ustedes lo quieren, por supuesto, para vivir ustedes, ¿no?
—Bueno -le dije yo-, no exactamente.
—Lo queremos por una razón social -dijo Silvio, quien se sonrió para hacerme consciente de su calembour, pun o retruécano.
—Ah, por una razón social -reforzó el viejo Boloña (así fue como devino este señor en nuestro folclore) el juego de palabras, sin darse cuenta, por supuesto.
—Sí -intervine yo-, para recibir amigos, dar una fiesta. Cosas así.
—Bueno -dijo el viejo Boloña—, supongo que no serán fiestas escandalosas, ¿no?
—Somos enemigos del escándalo -dijo Silvio-, vulgo barullo, pataleta o jaleo.
—También somos enemigos de las orgías -dije yo, dejándome llevar por la retórica de Silvio.
—Ah, eso me parece bien. Nada de orgías -dijo el viejo Boloña.
—Nada de orgías -repetimos casi a dúo Silvio y yo. (Luego, cuando volvíamos a Carteles en el Dodge verde oscuro de Silvio, casi cantábamos: «Nada de orgías, dijo el viejo Boloña».)
—Ahora -añadió-, si ustedes quieren recibir a una amiguita, discretamente, ¿no?, yo no me opongo.
Cabrón. El viejo bien sabía para qué queríamos nosotros, dos hombres evidentemente solteros (Silvio al menos lo era totalmente, yo actuaba como tal casi desde el mismo mes de casarme), su apartamento que él llamaba «de los bajos».
—Bueno, lo cogemos, ¿no? -le pregunté yo a Silvio y aproveché para hacer una imitación del viejo Boloña.
—Sí, lo cogemos -dijo Silvio.
—Bien. Lo cogemos -le dije yo al viejo Boloña-, lo que lo cogemos a noventa pesos mensuales.
—Bueno, muchachos -dijo el viejo Boloña (yo llegaría a escribirlo Bologna, en una nota dejada a Silvio en el apartamento una noche)-, eso está un poco fuerte, ¿no? Yo quiero noventa y cinco.
—¿Sabe lo que pasa? -le dije yo-. Es que somos tres los que vamos a coger el apartamento y noventa es perfectamente divisible por tres, ¿no le parece? -añadí el «le parece» porque un «¿no?» solo quizás habría sido demasiado.
—Bueno -dijo el viejo Boloña-, no vamos a pelear por cinco pesos, ¿no? Noventa mensuales entonces y todos contentos.
—Tutti contenti -añadió Silvio y el viejo Boloña se rió y casi preguntó: ¿Habla vuesa merced el italiano?
De casa del viejo Boloña (que sería nuestra casa) nos fuimos no a Carteles directamente, como debiéramos (estábamos en horas de trabajo), sino al edificio de la Pan American a ver a Giovanni Bianco, alias Juan, mi concuñado para participarle la buena nueva: éramos dueños de un hermoso apartamento amueblado en medio de El Vedado, porque, casi lo omitía, bajamos a ver el apartamento de «los bajos», vulgo sótano, y lo encontramos muy bien equipado: hasta tenía refrigerador, un refrigerador grande y ya antañón (no tenía los tubos refrigerantes encima, como los modelos de los años treinta, pero casi) en la cocina, cocina de gas, una sala, amueblada con muebles como de playa, de bambú y cretona -sofá, dos sillones, mesa de cristal encima-, y un cuarto bastante grande, con una cama camera y un escaparate. Estaba bien. Esto lo transmitimos a Juan, quien confiando en nuestra palabra dijo:
—Bueno, we're in business -que eran poco más o menos las únicas palabras que sabía en inglés: unas cuantas más que Silvio, cuyo inglés era motivo de risa entre Adriano de Cárdenas y Espinoza o Spinoza y yo.
Descubrimos un día (para regocijo de Mauricio Solaz) que pronunciaba husband diciendo jiusband en vez de josband, pronunciación tan extraordinaria que Mauricio creyó que era adrede: una broma lingüística. Pero nosotros, Adriano y yo, sabíamos mejor. Otra vez, por ejemplo, pronunció la frase decision in Africa como disaision in Eifrica, que era todo un hallazgo de la nueva pronunciación del inglés. Decía pot por put, boll por bull, hirt por heart, es decir; jart -y muchas, muchas malas pronunciaciones más. Lo grave es que Silvio se empeñaba en hablar inglés (oyéndonos a mí y a Adriano y a Mauricio y, más tarde, a José Atila, que habían, los dos últimos, estudiado en Estados Unidos) cada vez que quería y creía que lo hablaba bien. El otro cordón umbilical entre Juan Blanco y Silvio (además del tumbadoir ahora) era la música. Juan componía música seria, como él decía (luego fue música serial), en sus ratos libres y se consideraba más un compositor que un abogado, mientras que Silvio tenía un formidable oído para la música clásica (fue precisamente su manera de tararear El pájaro de fuego lo que me hizo conocerlo en el bachillerato) y de haberlo tomado en serio podría haber hecho una carrera como director de orquesta, ya que las composiciones que se sabía (y eran muchas) se las sabía como se las sabe un conductor -no de tranvías, por favor, sino de orquesta, que ésta era otra palabra inglesa que Silvio empleaba, pronunciándola así y no kondóktor, como debía.
Esa noche llegué a casa de ella para decirle, de alguna manera, la buena noticia del apartamento, pero ella tenía otra noticia para mí.
—Tengo una buena noticia que darte -me dijo.
—¿Sí? ¿Qué es?
—Tiene que ver con el teatro -y yo debí poner alguna cara de decepción, pues tal vez esperaba, ingenuamente, que habláramos de lo mismo.
—¿No te interesa?
—Sí, cómo no -reaccioné a tiempo.
—Me han escogido para hacer una obra. El teatro Las Máscaras. Es Algo salvaje en el lugar, de Tennessee Williams.
No la conocía. Se lo dije.
—Es Orfeo descendiendo, pero ése es el nombre que le han puesto aquí.
Orpheus Descending sí la conocía de nombre. Se lo dije.
—Sí -dijo ella-, ha tenido mucho éxito. Tengo uno de los papeles principales, el de Carole Cutrere.
Ésta sí era una noticia, ya que creía que le habían dado un papelito: era una noticia que una alumna de la Academia de Teatro consiguiera un papel principal en un estreno. Le dije que había que hacerle propaganda, pero ella no quería.
—No, no quiero -me dijo.
—Pero ¿por qué?
—No todavía. Es muy temprano. Además, después van a decir que he tenido publicidad porque me la conseguiste tú. No, no quiero.
—No seas boba. Si te doy publicidad es porque creo en tu talento.
—¿Cómo crees en él si no me has visto actuar?
—Eso se ve. Nada más que con verte, cualquiera se da cuenta de que eres una actriz nata. Además de que debes tener muy buena presencia en la escena.
—No, soy muy alta. Ése es mi problema en la academia: soy más alta que casi todos los muchachos.
—Te pondrán actores altos.
—Recuerda que en Cuba no los hay tanto.
—Algunos de los nuevos actores de televisión son altos. Me imagino que los usarán en el teatro. De todas maneras, tienes muy buena figura y eso es una ventaja para una actriz. Además, recuerda tu otra ventaja.
—¿Cuál? ¿Tú?
—No, yo no: tu voz.
—Ah.
Era verdad: su voz se notaba cada día más perfecta, agregados a su timbre natural los ejercicios de impostación y de proyección de la academia: a mí me gustaba cada día más su voz. Se lo dije.
—Eso eres tú porque estás enamorado de mí.
—Eso es lo que tú crees.
—¿Qué, que no estás enamorado de mí? ¿No lo estás? ¿Lo estaba? Debía estarlo, era evidente que lo estaba. Se lo dije.
—Si no, eres un buen actor -me dijo.
Le dije que quería darle la noticia de que teníamos un lugar donde reunimos.
—¿Cómo donde reunimos?
—Sí, donde podemos estar tú y yo solos, un rato. ¿No quieres venir?
—No se te ocurrirá meterme en una posada...
—Dios me libre -dije yo, fingiendo mi inocencia cómicamente. O al menos, yo creía que cómicamente-. Es otro lugar. Mucho mejor. Un apartamento.
Confiaba en su curiosidad, que la había llevado ya a conocer extraños interludios. Al menos, eso es lo que ella me había contado. Me contó cómo tenía una amiga casada que la invitó un día a su casa, con su marido, «a ver unas películas». Las películas, por supuesto, resultaron pornografía. Ella me dijo que las vio de lo más tranquila, sentada, viendo, como ella decía, «todas las cochinerías». Luego la pareja la invitó ai cuarto para que, sentada en una silla (que ella separó de la cama, según me contó), los viera a los dos mientras «hacían cosas» en la cama. Una vez la invitaron a participar y ella declinó la invitación. Cuando terminaron ella dijo: «¿Eso es todo?» y se fue. Luego su amiga temía que ella se hubiera «puesto brava» con ellos, pero no era así y ios siguió tratando. Pero peor (estas palabras, al escribirlas, siempre parecen la misma palabra, repetida y mal escrita) le ocurrió con su amiga Amanda Líster. Ella, Amanda Líster era amante de un hombre muy rico, de un millonario (ella me dijo su nombre pero no lo voy a poner aquí por su notoriedad) que las invitaba al Habana Yacht Club «y todo». Siempre ella andaba de tercera con su amiga (esto ocurrió dos años antes de conocerla yo a Ella, de manera que debía de tener entonces unos quince años) y así iban a todas partes, al cine, al club, a los clubs (que hay que diferenciarlos unos de otros) y un día, una noche, su amiga la invitó a que fuera a la casa de su amante, que estaba en Miramar, según ella. Una vez allí, la invitó a que se bañaran en la piscina interior («bajo techo», como dijo ella, en su cuento), pero ella no había traído trusa. «Eso no importa -dijo su amiga-, nos bañamos desnudas las dos.» Una vez dentro del baño su amiga empezó a jugar con ella, a echarle agua por la cara, a hundirla en el agua, juegos que parecían de lo más inocente, hasta que ella se cansó y salió de la piscina. Amanda fue detrás de ella y hasta insistió en secarla y cuando lo estaba haciendo, de dentro de la casa y completamente desnudo salió el amante de Amanda, que quería otra cosa que bañarse. Parece (esto nunca me lo contó ella muy claro) que a su amiga le gustaban las mujeres y había querido «hacer cosas» con ella, cuando salió su amante dispuesto a convertir en trío el dúo que, de dejar ella a su amiga, sería un acto de tribadismo.
Todo parece indicar que ella debió pelearse con su amiga, pero no ocurrió así porque, según ella, «yo no tengo complejos», lo que era una clase de explicación ambigua, pero al fin y al cabo una explicación. Fue entonces que ocurrió el tercer cuento, cuando fue en otra ocasión de nuevo a la casa del amante de Amanda (linda combinación ésa, ¿verdad?), pero esta vez fue acompañada por Bonita Pérez, que después sería muy famosa gracias a la televisión. Bonita tenía entonces un año menos que ella, es decir; catorce, y era prima de Amanda, por lo que ella no pensó que fuera a ocurrir nada. Era de noche y estaban las tres, los cuatro, tomando bebidas («Yo tomé un daiquirí», dijo ella, que era muy aficionada al daiquirí), cuando ella empezó a sentirse rara, muy mareada nada más que con una copa, y la lengua comenzó a ponérsele grande y no se la sentía, tanto que le molestaba al hablar. Así, cuando Amanda y su amante fueron adentro con no recuerda ella qué pretexto, le dijo a Bonita: «Vámonos de aquí, que me han echado algo en la bebida», pero era demasiado tarde porque ya para entonces Bonita estaba completamente borracha («Y con solamente tomarse una copa», dijo ella), así que ella no esperó más y antes de que regresaran Amanda y su amante, entró en la casa, abrió la puerta de la calle y se fue sola. Luego parece que al amante de Amanda le dio pena o tal vez tuviera miedo de que le pasara algo por la calle, a una muchacha sola, tarde en la noche, por el barrio tan apartado en que vivían, y la alcanzó con su máquina y la montó y la llevó a su casa. Dijo ella que él no dijo nada por todo el camino, pero que ella recuerda que no venía Bonita en la máquina y, al preguntar por ella, él le dijo: «Se va a quedar en la casa. Está muy borracha para regresar a casa de sus padres». Ella no supo qué le pasó a Bonita esa noche ni tampoco ésta se lo dijo al otro día cuando la vio, pero estaba segura de que le habían echado una droga en la bebida.
—Claro -le dije yo-, cocaína.
—Ah -dijo ella-, ¿era eso? Debían habérmelo dicho para por lo menos saber a qué sabía sabiéndolo.
Tantos saberes en una sola oración me marearon, pero no obstante pude entender su razonamiento.
Así, con todos estos cuentos presentes (me los había contado en diferentes noches, esta Sherezade habanera), yo sabía que la curiosidad nada más la iba a atraer a los predios del viejo Boloña, por lo que le conté todo lo contable del apartamento, aunque no le dije que lo había cogido con Silvio Rigor y Juan Blanco. Ella no conocía al último, pero a Silvio lo había traído yo una tarde por su casa.
Cuando llevé a Silvio a conocerla a su casa él se negó a subir y ella entonces bajó las escaleras guarecidas hasta los bajos. Estaba vestida con unos pantalones de hombre azul celeste, heavenly blue jeans, y una camisa también masculina y lucía aún más alta. Por una razón tan oscura como Rigor, o tan oscura como la de Rigor, ella no terminó de bajar la escalera y se quedó en el último peldaño, haciendo hola con su voz más grave, y Rigor por primera vez en su vida se quedó sin nada que decir, pasmado, pausando entre la mirada que tenía que dirigir desde abajo, no sólo desde su propia estatura sino desde la posición de inferioridad en que estaba con respecto a ella, que se veía más alta de lo que era y ya era bien alta no sólo para la mayoría de las habaneras sino para cualquier visitante de la geografía exterior, sus cinco pies ocho pulgadas crecidos por sus piernas largas, por sus miembros finos, por su cuerpo esbelto, por su cara larga y delgada. Ella y Rigor entablaron un diálogo en que mi amigo parecía ser el enemigo de mi trouvaille.
—Así eres actriz -dijo Rigor, que no creía que hubiera en Cuba actores, mucho menos actrices.
—Trato de ser.
—¿Por qué ser y no más bien ser nada? -preguntó Rigor, robando la línea a Spinoza. Ella por supuesto no entendió.
—¿Cómo no ser nada?
—Nada, actriz nata, nata de la crema. Crème de la cremallera -dijo Rigor señalando para la portañuela de ella, que llevaba un zíper ostensible.
—¿Es usted modisto? -dijo ella más que preguntó queriendo ser molesta.
—Modesto más que modisto. Mi nombre es Mussorgsky.
—Pero él -señalándome a mí- me dijo que su nombre era Ego.
—Ego’s the name of my true love’s hairdresser.
Pero Ego había malgastado sus silver balas en salvas: ella no entendía inglés ni le interesaba aprenderlo, mucho menos intercambiar con Rigor un diálogo de sordos.
—Me tengo que ir -me dijo ella, sin dirigirse a Rigor, y dio media vuelta, comenzó a subir la escalera, pero volteó la cabeza para decirle a Rigor:
—Adiós.
—Se dice hasta lu Ego.
—Hasta luego -dijo ella pero me lo dijo a mí. Subió las escaleras más larga y más bella que si estuviera desnuda.
Cuando Silvio la vio irse dijo:
—Manes de Don Juan, ¡qué cosa más tremenda! Y cómo una mujer así le hace caso a un hombre como tú -lo que me causó risa y luego se lo conté a ella, que añadió:
—Pero yo no te hago caso.
—No todavía -dije yo, y lo dejamos ahí. Ahora la instaba a que me acompañara al apartamento.
—No esta noche -me dijo.
—¿Cuándo? -pregunté yo.
—Ah -dijo ella-, cualquier día.
No que ella tuviera preferencia por el día sobre la noche para visitar mi tumbadoir (ahora recuerdo que nunca empleé ese término con ella: ¿para qué? Era demasiado riesgoso, además no lo iba a entender), ya que ella trabajaba de día y no lo íbamos a dejar para un sábado por la tarde o para un domingo, por razones de disposición de emplazamientos. (Ahora tengo que explicar que esas disposiciones eran nada más que la división del tiempo para usar el apartamento por turnos: nos tocaban dos días a la semana a cada uno y el domingo quedaba libre en caso de que alguien lo necesitase de urgencia. A mí me había tocado el lunes y el martes, a Silvio el miércoles y el jueves y a Juan el viernes y el sábado. Había sido echado a la suerte pero también teníamos consideración con Juan, que era el que más trabajaba de los tres, aunque cualquiera de los tres podíamos cogernos una noche libre -yo era el que más problemas tenía con las noches por el cine- y quedaba sobreentendido que el apartamento iba a estar sin utilizar la mayor parte de los días por el día. De manera que no había manera de que ella visitase mi apartamento por el día pues debía olvidarme de los sábados por la tarde y del domingo.)
—¿Por qué no vamos al cine? -propuso ella en cambio.
Después de pensarlo un poco (no quería estropearlo todo con mi insistencia: tenía tiempo para cazarla otro día), dije que estaba bien y al cine nos fuimos. Fuimos al Payret, no recuerdo la película que vimos pero la noche resultó inolvidable. Ella se vistió con su traje azul, ancho, con saya de paradera, y el amplio escote que dejaba hacía ver, con su pecho combado, como si tuviera más senos de los que realmente tenía, y se veía encantadora, con el pelo recogido arriba en un moño, ni antiguo ni moderno, muy suyo, que le despejaba la cara y le hacía el cuello más largo. Tan blanca, estaba radiante bajo las luces de la ciudad: esto fue cuando salíamos del cine. Fue en la misma salida que nos encontramos a Ramón Raudol y su mujer Marissa Ross (ése era su nombre para la televisión aunque se parecía mucho al verdadero), a quienes les presenté a Ella (Ramón sabía que yo estaba casado, y creo que su mujer también, pero ella no conocía a mi mujer y me temo que la tomó a Ella por ella: Ramón sabía más) y Ramón nos invitó a tomar algo. Fuimos hasta el Lucero Bar en su máquina y nos sentamos a beber, los cuatro tomando daiquirís contra la noche calurosa: el Lucero Bar era un lugar agradable pero el aire acondicionado lo habría hecho más grato. Nos sentamos en la terraza, en las sillas de mimbre, oyendo a Celeste Mendoza insistente, incesante desde la victrola automática. Conversamos naderías y la noche habría sido como cualquier otra si no se nos acerca una gitana que quería decirnos la fortuna. Nos reímos: nosotros no creíamos en gitanas, al menos Ramón y yo, pero las mujeres (sobre todo Ella) querían conocer el futuro, saber su fortuna, que sería sin duda la buena fortuna. La gitana, con su amplia falda que barría el piso, su pañuelo en la cabeza y sus dientes de oro, se tomaba muy en serio su papel. Le tomó la mano a Marissa y le predijo una larga vida y mucho dinero. Luego, cuando se dirigió a Ella, sacó unas cartas ennegrecidas y gastadas por los bordes que empezó a barajar y luego las colocó, una a una, sobre la mesa. Ahora habló con una voz más profunda:
—Ustedes dos -se refería a nosotros: era evidente que había visto que estábamos juntos- van a estar juntos un tiempo, se van a querer mucho, pero luego se van a separar, después se van a volver a juntar y ya no se van a separar más, van a viajar mucho y conocer países extraños.
Terminó la gitana y Ramón, que invitaba siempre a todo, le pagó. Nos quedamos riendo de las cosas que había dicho. Luego Ella, que recordaría siempre las predicciones de la gitana, me contó que se había divertido mucho con lo que había dicho. En los años por venir decía que ella se había dicho: «Esta gitana está totalmente equivocada: yo, juntarme con este hombre -se refería a mí, por supuesto-, que ni siquiera me gusta, que no es mi tipo, y decir que vamos a viajar juntos». Ella no lo quiso creer: no creyó nada pero luego, con los años, pensaría mucho en la gitana. Yo también pensé en ella: tanto que todavía recuerdo las manos largas y morenas y sucias, las cartas sobre la mesa, los collares colgando múltiples del cuello, la voz cascada, a pesar de que no era vieja, de la gitana, que tal vez no fuera una gitana, sino una mujer disfrazada de gitana, aunque Ramón, por español, debía conocerlas bien y dijo cuando se fue que era una gitana de verdad, lo que nos extrañó a los cubanos en la mesa: gitanos en Cuba.
—Hay algunos -dijo Ramón, que una vez había hecho un reportaje sobre los gitanos cubanos-. Parece que están de antiguo en Cuba: algunos afirman que llegaron a la isla con Colón, lo que puede ser probable.
El resto de la noche se pasó en una disertación continua de Raudol sobre los gitanos, que eran para nosotros un tema exótico aunque próximo, ya que habíamos sido confrontados por una gitana esa noche. Además era muy próximo para ella: su madre parecía una vieja gitana, aunque, a veces, parecía una vieja india y otras muchas la vieja campesina cubana, la guajira que era. Más tarde Ramón Raudol nos dejó a cada uno en su casa: tuve que darle la dirección de ella, donde me bajé. Antes de entrar en su casa (no había puerta de la calle sino una escalera interior a la que se llegaba por un lado del bloque de apartamentos), me dio un beso.
—¿Me vienes a visitar mañana? -le pregunté. No comprendió ai principio, pero luego cuando se dio cuenta de que yo me refería a mi apartamento, ai tumbadoir, dijo, muy bajo:
—Tal vez.
Lo que para mí significó que iría. Al otro día en Carteles Silvio me preguntó cómo había estado la inauguración del tumbadoir. Tuve que decirle la verdad y pareció decepcionado. Pero pude agregar:
—Todavía me queda otra noche.
—¿Va a ser hoy?
Repetí las palabras de Ella:
—Tal vez.
Silvio estaba muy seguro de Bárbara, de que ella iría con él ai apartamento: debía estarlo después de la confrontación con el mafioso. En cuanto a Juan Blanco no sabíamos nada: el tumbadoir sería para él un pretexto para conseguir a quién llevar. En eso le llevábamos ventaja: para nosotros ya el apartamento del viejo Boloña tenía un propósito y un sentido. Esa noche fui a buscarla a la academia y me encontré con Signa, que me sonrio muy picaramente.
—¿No buscas al profesor De la Nuez? -me preguntó.
—No -le dije-. Vengo en busca de alumnos, no de profesores.
—Alumnas, dirás tú.
—Alumna a secas -dije yo.
—Ella está al salir de su clase.
—Gracias. ¿Y cómo tú no has ido a clase hoy? ¿No es la del profesor De la Nuez? -le pregunté yo siguiendo su forma de tratamiento para René.
—Precisamente -me dijo ella y entró.
Salimos Ella y yo. Debíamos haber ido a comer a alguna parte primero, pero yo estaba ansioso por estar con ella a solas en el apartamento, por lo que nos dirigimos caminando Vedado abajo por la calle Paseo, hasta que doblamos por la calle 9 buscando la calle 8, que era mi, nuestro, objetivo. Pronto estuvimos allí y al introducir la llave sentí una emoción especial: era la primera vez que íbamos a estar solos.
Del apartamento me llegó un olor a humedad que no había sentido antes, tal vez porque había visitado los predios del viejo Boloña siempre de día y el sol tal vez impidiera que saliera la humedad del sótano. Entramos. Ella entró con curiosidad no exenta de cuidado, muy gentilmente, como la visita que era, pero al mismo tiempo inspeccionándolo todo, ladeada, no ciertamente esquinada pero como temiendo (al menos esto es lo que creía yo) un enemigo sutilmente emboscado. Encendí las luces y la sala se veía cómoda, confortable, casi vivida, aunque sabe Dios cuánto tiempo hacía que nadie vivía en ese apartamento. Ella se sentó en una silla (no llevaba cartera esa noche y vestía pantalones y una blusa, no una camisa) y yo me senté en otra.
—¿Quieres tomar algo? -le pregunté al poquito rato.
—¿Qué tienes? -me preguntó ella.
—Hay ron y cocacaca -me trabé, nervioso, en la palabra. -Coca-Cola.
Ella se sonrió, se rió. Qué bueno porque el lapsus disipó el miedo que había entre los dos: el mío también.
—Podemos hacer cubalibres -propuse yo, yendo hacia la cocina.
Ella, sin yo sentirlo, fue detrás de mí, curioseando, pero no tomando posesión de la casa. En la cocina, en el refrigerador enorme, Silvio y yo, previsores, habíamos puesto una botella de ron y varias botellitas de Coca-Cola. También habíamos almacenado algunos huevos, para hacer duros tal vez, y pepinillos encurtidos. No había más nada en el refrigerador, excepto el hielo hecho. Preparé dos cubalibres -cubaivres, como los llamaba Sergio para regalo mío nada más porque no creo que su novia lo entendiera- no sin trabajo con el hielo y abriendo las Coca-Colas bajo su mirada, y volvimos hacia la sala. Bebimos nuestras bebidas en silencio.
—Debí haber tenido vodka -dije yo, tratando de recordarle la noche en el balcón.
—¿Para qué?
—Para beber tú y yo.
—No hace falta. Está bien así. De todas maneras hace mucho calor.
—Sí, hace calor. ¿Quieres que abra las ventanas? Está un poco encerrado esto.
—Como quieras.
Abrí una de las ventanas de la sala, que daba, enrejada, a un pasillo lateral. No sabía si ese pasillo era muy frecuentado o no, pero me arriesgué.
—¿Quieres ver el resto de la casa? -le propuse al rato.
—¿Qué más hay?
—Hay un cuarto, que tiene aire acondicionado. -Esto me sonó a una proposición, pero tal vez nada más que a mis oídos.
—No hay mucho más que ver. Supongo que el cuarto será como todos los cuartos.
—No, no hay mucho. Sí, es un cuarto cualquiera.
Seguimos bebiendo, en silencio ahora.
—¿Quieres más cubalibre?
—No, está bien así.
¿De qué podía hablarle? Lo más indicado era insistir en el cuarto.
—¿Quieres ver el cuarto ahora?
Ella hizo un gesto como de fastidio.
—Bueno, si tú quieres... -dijo por fin.
Caminamos unos pasos, hasta el cuarto. Encendí la luz. La verdad que no había mucho que ver: solamente la cama, grande, casi obscena, en el centro del cuarto, y el armario.
—Tiene aire acondicionado -insistí.
—¿Sí?
—Sí.
Finalmente me decidí a dar el salto.
—¿Por qué no nos quedamos aquí?
—¿Para qué?
—Puedo encender el aire acondicionado.
—Bueno, está bien. Podemos quedarnos.
Era evidente que ella accedía.
—Aunque no hay donde sentarse -opuso ella.
—Podemos sentarnos en la cama -propuse yo, más bien tímidamente aunque sin tartamudeos ni vacilaciones. Me parecía que a ella le divertía, aunque no sé si le divertía la idea de sentarnos en la cama o la idea de mi proposición o le divertía la misma situación, de la que debía tener el control. Al menos yo no lo tenía. Ella caminó por el cuarto y vino a sentarse en la cama. Yo, haciendo como que me demoraba, me senté a su lado pero no sin demorarme mucho en realidad, no fuera a ser que cambiara de idea. De pronto me levanté y cerré la puerta.
—¿Para qué cierras la puerta? -me preguntó ella.
—Para poner el aire acondicionado.
Di la vuelta por detrás de la cama y me arrodillé sobre las almohadas, alcanzando el interruptor del aíre que estaba encima de la cabecera. Pude ponerlo en marcha sin dificultad aunque me temí que me daría trabajo, ya que se veía viejo más que de segunda mano. Echó a andar inmediatamente, pero con un chirrido primero y luego con un sonido ronco, mezcla de zumbido y estertor continuo.
—Debe moler el aire antes de enfriarlo -había dicho Silvio al inspeccionar el apartamento, refiriéndose al aparato. Su metáfora propositoria se había vuelto verdad ahora, aunque esperaba que fuera una verdad propiciatoria.
—¿Estás mejor ahora? -le pregunté al volver a sentarme a su lado.
—Yo estaba bien antes, gracias -dijo ella, no sin cierto tonito en su voz, que se hacía más baja ahora. Tal vez fuera efecto del cuarto, ¿o sería mi cercanía?
—Yo creo que aquí estamos mejor que en la sala. Allá parecíamos una visita.
—Pero yo soy una visita -dijo ella.
—Sí, ya lo sé, pero no es eso lo que quería decir. Quiero decir que los dos parecíamos estar visitando a alguien, como esperando.
Ella se sonrió.
—¿Y tú no estás esperando algo?
—¿Yo?
—Sí, tú.
—No sé. ¿Qué cosa?
—No qué cosa sino de quién.
—¿De quién?
—De mí, quiero decir.
—Estoy esperando, como siempre, tu amor.
—Esperas más que eso, ¿no?
Ella quería decir que yo no quería su amor sino su cuerpo y aunque no lo expresó con esa retórica tenía razón, pero yo quería también su amor, ahora quería su amor, sobre todo su amor, a pesar de que hubiera venido aquí por su cuerpo.
—Espero que me des lo que tú me des -le dije-. Con eso me conformo.
—¿Nada más?
—Nada más ni nada menos.
Me acerqué un poco más a ella. La luz del cuarto era baja a propósito, por lo que no estábamos lejos de la atmósfera romántica, erótica o erotizante que creaba un hotelito, pero aunque el apartamento estaba lejos de parecer una posada no otra cosa era su propósito. Así cuando me acerqué a ella era para comenzar el asedio. Afortunadamente ella no se movió de su sitio. Subí una mano hasta su cabeza y le acaricié el pelo.
—Me gusta tu pelo.
—Es muy negro -dijo ella como explicación sin pedir disculpas por su color (el rubio era entonces el color de moda en Cuba), tampoco sin vanidad aunque podía sentirse vanidosa de su pelo, una verdadera cabellera que le caía, ahora, por ambos lados de la cara y la enmarcaba en su palidez.
—Me gusta el pelo negro -dije.
—A mí también, aunque yo cuando niña tenía el pelo rubio. Pero ahora me gusta negro y si no lo tuviera negro me lo teñiría de negro.
Cuando siguió hablando de su pelo hice una leve presión con la mano sobre su cabeza y la acerqué a la mía. Ahora estábamos más juntos y podía besarla si quería. También si ella quería, porque la absoluta soledad de los dos había revelado en ella una voluntad de hacer solamente lo que quisiera, que se veía sin esfuerzo, sin siquiera probarla.
—¿Me das un beso? -le pedí.
Pasó un momento y ella no dijo nada. Pasó tanto tiempo que me temía que no hubiera oído o que no fuera siquiera a responderme. Finalmente dijo:
—Bueno.
Y dispuso su boca no físicamente sino mentalmente para el beso, expresándolo con un leve movimiento de la cabeza no hacia mí sino hacia el lado, buscando el ángulo en que su boca podía encontrarse con la mía. Lo cierto es que la sentí moverse bajo mi mano y yo también me moví hacia ella para darle ese primer beso privado que no puedo olvidar. Fue un beso ligero pero largo. No intenté abrir su boca ni buscar su lengua sino solamente tener un contacto con su cuerpo a través de los labios. Nos quedamos así un rato, luego ella se separó. Pero al momento volvimos a besarnos, esta vez con más pasión. Mis manos buscaron su cuerpo y rodearon su espalda primero, atrayéndola más hacia mí, luego dejé que mi cuerpo hiciera presión sobre el suyo y la incliné sobre la cama, tanto que ella cedió y se reclinó sobre la almohada. Ahora yo estaba casi encima de su cuerpo, al menos mi pecho estaba sobre su busto, y saqué una de las manos para recorrer sus senos, que sentí erectos -erecto, mejor dicho: sólo sentí uno de sus senos- bajo la blusa. Seguí buscando hasta que encontré los botones y desabotoné uno, sin reacción aparente de ella bajo mis labios. Encontré otro y otro botón y los zafé igualmente, hasta que todos estuvieron sueltos. Introduje mi mano por la blusa abierta y pude sentir su teta, casi su tetica, excepto por el gran pezón que la hacía teta, bajo mis dedos, con los que lo acaricié, poniéndolo más duro todavía. Me separé, me senté en la cama y pude contemplar sus senos por primera vez a la luz plena y vi que eran bellos en su originalidad, con la brevedad del seno propiamente y la túrgida desmesura de sus pezones, que eran muy grandes y erguidos y conservaban el color rosado de la leve aureola: eran unos senos parados y redondos a los que los pezones podían dar por un momento el aspecto de puntudos. Yo nunca los había visto iguales ni más bellos. Ella se quedó tumbada en la cama y yo me dirigí a besarle los senos y aunque esperaba que me detuviera, no lo hizo sino que me dejó besarlos, los dos, y de besarlos levemente pasé a succionarlos, chupando primero los pezones, luego teniendo medio seno en la boca, después casi el seno completo dentro de mí y seguía succionando. Ella se revolvía en la cama bajo mi succión y con las manos traté, mientras le mamaba los senos, intenté zafarle el pantalón, cosa que me era difícil por la posición de mi cuerpo y mi propia presión sobre ella. Así cambié de posición y seguí succionando sus tetas casi de lado, al tiempo que buscaba la combinación que abriera sus pantalones. Cuando la encontré y comencé a abrirlos, sentí que una de sus manos detuvo la mía (toda esta operación compleja se había hecho más difícil porque empleaba una mano solamente) y la sostuvo firme. No insistí de momento, pero cuando añojo la presión de su mano, me solté de ella para seguir mi operación de abertura, pero volvió a asirme por la mano, esta vez con más presión, y oí que dijo solamente pero firme:
—No.
—¿Por qué no?
—No quiero.
—Solamente quiero verte desnuda.
—No quiero. No ahora. No esta noche.
—Pero ¿por qué no?
—Porque no quiero y eso basta.
—Ya tú estuviste casi desnuda conmigo una vez.
No era verdad: solamente se había abierto la portañuela de sus pantalones de hombre, en su casa, el día que nos sorprendió su hermano mayor, pero en aquel gesto de dejarme ver su bajo vientre, mucho más abajo del ombligo, hubo una promesa de que no sería difícil verla desnuda. No fue una promesa verbal pero la hubo en su gesto casi desafiante de abrirse los pantalones, cuando llevábamos menos tiempo de conocernos, que yo creí que al aumentar el tiempo haría más fácil tenerla desnuda ante mí y esto era lo que yo quería esta noche.
—No, no lo estuve.
—¿No recuerdas aquella vez en tu casa cuando vino tu hermano?
—Bueno, ¿y qué? -me dijo casi desafiante-. Aquello fue otra vez. Ahora no quiero. Déjame levantarme, por favor.
Había una firme resolución en su voz, por lo que me separé de su lado (ya no estaba arriba de ella pero todavía mantenía la presión sobre su cuerpo) y la dejé que se sentara en la cama. Se abotonó los pantalones primero y luego se abrochó la camisa. Había una finalidad en sus actos que me demostró, sin palabras, que había terminado nuestra cita esa noche.
—Ahora me quiero ir -dijo ella finalmente.
—Está bien -dije yo, sabiendo que no había nada que hacer pero también consciente de que ganaba más sin hacer oposición a sus decisiones-. Cuando tú quieras.
—Ahora mismo.
—Bueno.
Cerré el aire acondicionado y salimos del cuarto. En la sala se me ocurrió una dilación que quizás hiciera menos abrupta la partida.
—¿No te quieres quedar aquí un rato? Podemos tomar otro trago y conversar.
—No, quiero irme.
—Bueno, está bien. Nos iremos.
Apagué las luces, cerré bien la puerta y salimos. Camino de su casa (que hicimos, como casi era costumbre entre nosotros, a pie, nos caminábamos todo el Vedado casi todas las noches) hablamos poco, yo con miedo a que me dijera que no iba a salir otra vez conmigo, con el temor a que reaccionara conmigo como lo había hecho con el amigo de su amiga, el amante de Amanda o cualquiera de las otras personas que habían querido tener relaciones sexuales con ella a destiempo. (Ya entonces yo sabía que había un tiempo con ella, un ritmo, una exacta ocasión de cuándo hacer las cosas: sólo me faltaba encontrar el cuándo.)
Vino a verme Baragaño. Tenía marcas en la cara, sobre todo alrededor de los ojos, de puños, de puñetazos y otros golpes. Me dijo que se los había producido la policía y me dio a entender que fue la policía de Pinar del Río. Ahora estaba en La Habana rumbo a París y me venía a pedir algún dinero para el viaje. Me dio pena verlo todo magullado, sobre todo por razones políticas, como me había dicho, y le di un poco de dinero: no mucho. Baragaño nunca tenía mucha suerte conmigo y el dinero, ya que le di todo lo que tenía pero así y todo no era mucho, aunque se conformó. (Luego, tiempo después, sus amigos, que resultaban sus peores enemigos, me dijeron que los golpes no se los había dado la policía sino su padre, al que había sacado dinero para alejarse de su vista para siempre. Nunca supe qué creer y preferí creer que Baragaño había sido efectivamente asaltado por la policía de Batista por sus opiniones políticas, que eran surrealistas pero resultaban subversivas en Cuba entonces.) Me dijo que se iba inmediatamente y nos despedimos: no sabía yo cuándo había de volver a ver a Baragaño, quien después de todo resultaba uno de los personajes del folclore cultural habanero.
Por aquellos días se convirtió en otro personaje de folclore el nuevo conocido José Atila, que hablaba constantemente de sus experiencias en el MIT (creo que era ahí donde estudió o tal vez fuera otra universidad técnica americana) y le encantaba relatar las aventuras de sus compañeros, sobre todo la de un compañero de cuarto que tenía en su posesión una ametralladora que se había comprado legalmente. Esta compra fascinaba a José Atila y alguna de esa fascinación se me comunicaba. A pesar de que Atila era muy prudente (un día, cruzando Carlos III rumbo a Carteles, me dijo, a propósito de nada, «Thus conscience does make cowards of us all», citando a Shakespeare en su buen inglés con acento americano, y demostrando que para él la cobardía era un estado natural), mostraba fascinación por los actos de agresión, por la acción directa. Era un curioso personaje Atila, con su gordura (pesaba más de doscientas libras en un cuerpo que apenas llegaba a los cinco pies diez pulgadas), su falta de aire constante (fumaba como una chimenea: a toda hora, un cigarrillo tras otro) y sus fobias y pasiones. Atila era hijo de un comerciante español de la calle Muralla, que vendía sobre todo pantalones y camisas baratos, y que había hecho algún dinero, pero al ser hijo bastardo y reconocido más tarde no participaba grandemente de la fortuna del padre y vivía con su madre en un pequeño apartamento cerca del mercado de Carlos III. Tenía el resentimiento de los bastardos y aunque su padre le había pagado una educación costosa en Estados Unidos, no malgastaba mucho amor en él. Creo que a veces trabajaba en el almacén de su padre pero siempre parecía ocioso, un señorito que visitaba a los amigos que trabajaban en su trabajo y los acompañaba a la salida. Pero tenía talento para escribir, Atila. Al menos me dio un cuento para que yo se lo publicara en mi sección de cuentos cubanos de Carteles. En este cuento un hijo permite que su madre lo insulte por pasarse el día leyendo y luego, como venganza, mientras la madre habla por teléfono en la sala, él desde el cuarto va lanzando todas las posesiones familiares por el balcón, hasta que no queda en la casa más que la mesa con el teléfono y la silla adjunta en que habla su madre sentada. Finalmente, al colchón de la cama materna, que había reservado para el final, le pega fuego y lo echa también balcón abajo, ardiendo. El cuento estaba contado de una manera maestra, con sus toques lunáticos precisamente colocados, y se lo publiqué, por lo que pasó de ser un señorito a convertirse en escritor en cierne -o escritor ya establecido, pues una publicación en Carteles casi equivalía a una consagración habanera. Así su fidelidad hacia mí aumentó (él que había venido a mi vida vía Silvio) y no era raro encontrarlo esperándome muchas veces, por las tardes, junto a mi buró. También desarrolló teorías literarias, entre las que estaba la eficacia del cansancio en la creación: según él no podía ponerse a escribir más que cuando estaba muerto de cansancio al finalizar el día, que para él era al finalizar la noche. Así, escribía muy tarde en la madrugada, cuando ya no daba más. No es extraño que así sus cuentos se hicieran raros, vencido el escritor por el cansancio que debía ser su fuente de inspiración. Tenía teorías sexuales no menos extravagantes pero en este campo quedó como canon no él sino su madre. Su madre era una gallega gorda gorda, sucia de aspecto, cuadrada como un armario y con las cejas juntas y una jeta en vez de cara, de pelo greñudo más que ondeado. Fue Adriano de Cárdenas y Espinoza o Spinoza quien la puso como patrón de sexualidad: solía Adriano describir una situación particular en que se encontraba uno cualquiera de nosotros (Silvio o yo) en una isla desierta y aparecían en ella, como por ensalmo, la madre de Atila y, digamos, Jacques Chabassol (un actor juvenil francés, de acentuada belleza efébica, popular en los años cincuenta) o alguien parecido visto en la calle. La pregunta corolario de Adriano era: ¿con quién acostarse en la isla desierta? Por supuesto que el horror sexual que producía la madre de Atila no hacía la selección dudosa y así Adriano siempre triunfaba en su tesis de que nosotros todos éramos homosexuales latentes. ¡Claro que era imposible ser heterosexual si era para serlo con la madre de Atila! Una pregunta que nos asaltó muchas veces es cómo llegó el padre de Atila a tener relaciones sexuales con semejante mujer y llegamos a la conclusión de que la madre de Atila debió ser criada en casa del padre de Atila y éste, una noche de borrachera, no supo distinguir mucho dónde introducía el pene y así produjo a José, a quien siempre su madre llamaba, para su bochorno eterno, Pepillo. Con todos estos chistes, sin embargo, Atila era tomado a veces muy en serio por nosotros al dar muestras de una inteligencia que desmentía su fealdad y sobresalía por entre los sempiternos espejuelos oscuros y semirredondos que superponía a su cara de luna llena.
Por aquellos días ocurrió un cambio en mi vida, cuando pasé de la esfera semipública de periodista que firmaba con un seudónimo (lo que no era tan serio: los cubanos somos dados a los seudónimos y había muchos periodistas usándolos), a la de dominio público de la televisión. La CMQ sacaba un segundo canal. Además de su canal popular, el 6, ahora estrenaban el Canal 7, que se ocuparía de eventos culturales como no se ocupaba el Canal 6. Así, recibí una oferta para hacer un programa de crítica de cine y teatro. En un principio pensé que el socio adecuado para encargarse de la parte de teatro sería René Jordán, pero a éste le pareció muy poco el dinero que ofrecían, aunque yo creo que también le tenía un poco de miedo a las fuertes candilejas de la televisión. La selección recayó entonces en René de la Nuez, que ya hacía la crítica de teatro en un periódico y que podía llevar su «pasión por las tablas», como él decía, al ancho campo de la televisión. Hicimos la prueba en un estudio que más parecía una caja de zapatos y la pasamos tanto René como yo. Recuerdo haber usado el pequeño truco de haberme quitado los espejuelos durante la emisión ficticia y haber conversado con un supuesto público de lo humano y lo divino aplicado al cine. Yo mismo estaba asombrado de que mi timidez pudiera ser vencida con tanta facilidad y la prueba de René no resultó menos brillante. Así fue como los dos devenimos «estrellas» de la televisión. Para el poeta Ángel Lázaro, que colaboraba en Carteles toda la semana con un artículo de costumbres, la televisión sería mi némesis:
—No se deje arrastrar por la popularidad -me decía, mientras yo me reía por dentro pensando en mi «popularidad»-, que ésta es como una riada: primero uno no la ve y cuando la tiene encima ya es demasiado tarde.
Lázaro creía evidentemente en el poeta secreto y me hacía el favor de afiliarme entre los poetas. Para mí la televisión era un medio de ganar más dinero, pero también me ofrecía la oportunidad de poder decir lo que yo quería sobre el cine, llegando a un mayor número de personas que con la página semanal. Por otra parte yo creía que el prestigio que ganaba me permitiría conquistarla a Ella, ya que mis otros dones habían fallado. Así comenzó mi vida de «estrella de la televisión», aunque fuera una estrella menor en una constelación pequeña.
El segundo encuentro de ella con nuestro tumbadoir fue más productivo, aunque la televisión no tuvo que ver nada pues todavía no había yo comenzado a transmitir. Ocurrió al otro día de la primera visita y puedo suprimir los preliminares porque se parecen tanto que podrían haber ocurrido una sola vez. Recuerdo tenerla ya en el cuarto y haberla disuadido de que me dejara ver su cuerpo desnudo en todo su esplendor, cosa que para mi sorpresa hizo sin mayores renuencias. Fue entonces que me deslumbré y me monté sobre ella y traté de separarle las piernas con las mías, pero las mantenía firmemente cerradas. En un momento contestó a mi insistencia con un esfuerzo tremendo de los brazos y de pronto me vi volando literalmente de la cama al suelo. Allí, desnudo pero cubierto de ridículo, ensayé unas cuantas convulsiones para disimular mi caída de la cama y con voz entrecortada le dije: «Es un ataque». «¡Qué ataque ni qué ataque!», dijo ella, pero yo insistí: «Sí, es mi epilepsia que me ataca». Decir yo estas palabras y salir ella disparada por el otro lado de la cama y fuera del cuarto fue la misma cosa. Me levanté rápidamente y la seguí desnudo a la sala donde ya ella se ponía la ropa.
—Pero ¿qué pasa? ¿Por qué te vas?
Pero ella no respondía.
—Dime algo, ¿qué ha pasado?
—Tú eres un epiléptico -me dijo ella finalmente-. Yo me voy de aquí.
(Fue luego, con el tiempo, que aprendí que la última excusa que debí haber dado por mi caída de la cama fue la de la epilepsia. Ella le tenía horror a esta enfermedad: la epilepsia y la lepra eran para ella la representación del horror del universo en el género humano. Pero esto no lo podía saber yo entonces.) Me vestí rápidamente, diciéndole espérate, espérame, espera, mientras lo hacía, pero ella no parecía querer esperar. La alcancé ya en la calle (tuve que volver a cerrar la puerta del apartamento que había dejado abierta en mi afán de alcanzarla) y tenía que caminar rápido para mantenerme a su lado. Yo le hablaba y ella no me respondía, hasta que le dije que no era verdad, que yo no era epiléptico en absoluto, que había sido mi pretexto para cubrir la caída. Ella aminoró el paso pero no la desconfianza:
—¿Por qué me lo dijiste entonces? Podía habérsete ocurrido otra cosa.
—Sí, es verdad. Pero fue eso lo que se me ocurrió. Perdóname.
Fue entonces que me contó de su horror a la epilepsia, tal vez tuviera que ver con los ataques de histeria de su madre (esto no me lo dijo entonces sino que lo deduje yo tiempo más tarde), pero lo cierto es que el horror era verdadero. Todavía llegando a su casa estaba yo protestando de mi sanidad corporal: yo era el antiDostoyevski. Claro que no usé esa palabra pero eso fue lo que le di a entender: no había escritor más sano, un puro periodista. Llegábamos ya a su casa cuando logré hacerla sonreír y pude obtener la promesa de que volveríamos a salir, no tal vez mañana pero sí pasado: ahora se entrometían en nuestras relaciones sus ensayos dramáticos que se llevaban a cabo de noche. Más de una vez me encontré esperándola en los bajos de su casa a que regresara y a veces lo hacía bien tarde en la noche, ya de madrugada. Una de las primeras veces regresó en auto: la traía el actor que hacía de galán que, para colmo de males, no sólo era alto y bien parecido sino nada homosexual.
Afortunadamente le había oído decir a ella que él, el actor, no le gustaba nada físicamente: esto era por lo menos una ayuda. Pero por este tiempo ocurrió nuestra primera pelea seria. Quizá fuera resultado de haber utilizado yo mi influencia con Rafael Casalín para que le publicara en su columna de chismes de la farándula una nota que se convirtió en la columna entera. Yo obtuve, por medios fraudulentos (le dije que era para mí), una foto de Ella (por Ella llegué hasta convertirme en aquello para lo que estaba menos dotado en la vida: en un fotógrafo) y salió adornando la columna, que hablaba además de toda la gente que aparentemente estaba hablando de ella en ese momento como la actriz del futuro (esto era lo que decía Rafael Casalín en su prosa ligera pero untuosa) y la persona a observar entre las tablas habaneras. Ella pensó que era una publicidad inmerecida, que me estaba utilizando a mí sin quererlo, y se puso brava, tanto que me dejó de hablar. Tal vez su silencio se debía a que no veía futuro en nuestra relación (ya era casi una relación) pues yo era un hombre casado y ni una sola vez le había hablado de divorciarme por ella, cosa que por otra parte (según supe más tarde) ella no hubiera permitido: aborrecía a las mujeres que rompían hogares por su propia felicidad. Los días en que no me habló, en que no nos vimos, fueron largos y llenos de sufrimiento para mí. A veces pasaba por debajo de su casa, tarde en la noche, para ver si la veía, para concertar un encuentro que pareciera fortuito-inocentemente porque ¿cómo iba a parecer fortuito un encuentro a medianoche debajo de su casa? Pero de esas vanas pretensiones están hechos los planes de los enamorados. Así pasaron varios días.
Mientras, el tumbadoir no estaba desocupado. Una no che, viniendo del cine, me encontré en el ómnibus a una mulata muy adelantada que parecía judía (hasta su perfil de larga nariz ganchuda era semita) y bien pudiera haber sido una húngara, pero en esa variada mezcla que hay en Cuba (solamente superada tal vez por Brasil) ella era una mulata. Se sentó delante y yo me cambié de mi asiento trasero para el lado de ella cuando se quedó vacío unas cuadras más allá de 23 y L. Le hablé y me contestó. Hablaba con muchas eses, evidentemente haciéndose la fina. Se bajaba en 23 y 12 y allí me bajé yo. Ella hacía una combinación para bajar por Línea y, conversando mientras venía su ómnibus (creo que usó esa palabra en vez de decir guagua: así era de «cultivada»), quedamos en reunimos a la noche siguiente en El Carmelo de Calzada. A la otra noche estaba yo allí cuando me topé con Barbarito Pérez que siempre me daba conversación sobre cine. Él era un habitué de El Carmelo al que yo evitaba, entre otras cosas porque se decía que era batistiano (había quien llegaba a decir que era agente del SIM o del BRAC pero esto yo no lo creí nunca: simplemente tenía un puesto en el gobierno, tal vez una botella, una de esas sinecuras que resultaban entonces peligrosas para la oposición) y mientras yo esperaba por la entrada de la calle D, me daba conversación sobre las últimas películas, buscando mi comentario. Casi lo mandé a que leyera mi columna pero como mi cita no venía todavía, esta Paula Romero (así me dijo que se llamaba ella), hablé con él y hablando estaba cuando llegó ella con el inevitable vestido con saya de paradera y la parte de arriba descotada hasta dejar los hombros fuera. No la presenté a Barbarito sino que solamente me despedí de él sin invitar a Paula a tomar algo en El Carmelo. Al salir le dije que iríamos a tomarlo en mi apartamento y ella dijo que encantada. Enseguida se veía que era fácil, lo vi desde la noche anterior, pero me gustaba, sobre todo como festín de intermedio ahora que yo estaba prácticamente soltero, y había cierta elegancia en su delgadez y era grata su piel quemada por el sol o por la raza. Caminamos por la calle Calzada, conversando boberías -¿qué otra cosa se podía conversar con Paula? Finalmente llegamos a los predios de Boloña y entramos al apartamento.
—Ah, qué bien está esto -dijo ella-, parece un apartamento de película.
Enseguida se retrataba la cursi en sus declaraciones, pero yo no había venido allí a descubrir el artículo genuino y no me importaba lo falsa que ella fuera: con tal de que no llevara rellenos y su cuerpo delgado, esbelto, no delataba ninguno. Le serví su cubalibre, que aceptó con gracias melifluas: había, evidentemente, una gran distancia entre Paula y Ella pero como Ella no estaba allí había que apechar con lo pescado. No tuvimos que hablar mucho, ya que usando su mismo lenguaje la invité al cuarto, de pasada de invitarla a ver la cocina y el resto de la casa, y pronto estuvimos en la cama. No recuerdo que hiciera falta mucha persuasión para hacerla desnudarse, lo que le agradecí, y cuando vi su cuerpo sobre la cama que yo había destinado en un principio para Ella, sentí un leve escrúpulo, pero fue solamente leve y creo que no llegó a ser escrúpulo: solamente la sombra de una duda de amor. Pronto estuve encima de ella pero era lo que se conocía en Cuba como un mal palo: apenas se movía y dejaba escapar gemidos que eran tan falsos como su conversación. Ni siquiera apelar al cunnilingus cambió su frigidez por algo que fuera levemente u cálido y me dije que me merecía aquel premio: así pagaban los dioses del amor (griegos, romanos, yorubas) mi infidelidad a Ella. Afortunadamente la media hora de tedio y movimiento (de mi parte) terminó pronto y me quedé dormido. Cuando me desperté, Paula estaba vestida, impecable, sosteniendo la estola innecesaria por el calor sobre sus ¹ hombros desnudos.
—¿Nos vamos ya? -le pregunté hipócrita.
—Sí, cariño -me dijo ella-. Se hace tardísimo.
Así hablaba ella, toda en superlativos, y así habló por última vez; no quedamos en volver a vernos más: tal vez yo había resultado una desilusión también para ella, quién sabe. Aunque todavía puedo anotar su esbeltez tan poco cubana y su sonrisa de dientes parejos y fuertes y sus ojos levemente semitas, tal vez asirios. Nunca la volví a ver en la larga noche habanera, pero quiere la casualidad que Adriano de Cárdenas y Espinoza o Spinoza y yo entremos en los mismos círculos del infierno cubano: un año o dos después, él se acostó con ella. Lo supe por el nombre (no hay muchas Paula Romero en La Habana) y por la descripción de su cuerpo y sus hábitos: Adriano la había encontrado no en un ómnibus sino en una esquina, cuando pasaba en su automóvil, y la invitó a subir y ella subió y fueron a tomar unos tragos a un club (preliminares que yo me salté) y terminaron en una posada. Todavía hacía el amor torpemente o, como dijo Adriano, «singaba mal»: es evidente que se aprende poco en el arte del amor y que había nacido con ella una frigidez que de cierta manera acompañaba a su figura esbelta, a sus maneras cursis y a su refinamiento de pacotilla. ¡Pobre Paula Romero, ni siquiera en estas memorias en que quiero celebrar a todas las mujeres que se cruzaron en mi vida por este tiempo, tiene ella un lugar cálido!
Llevé a Silvio al director del Canal 7 (que estaba encantado con el programa de René y mío) para que hiciera la prueba para un programa de historia, lo compartiría con Sara Hernández Catá, a quien conocía bien de la revista y con quien se llevaba bastante bien. Serían charlas informales sobre la historia y la política mundial (la política local estaba vetada a la emisora y, por otra parte, no le interesaba para nada a Silvio) y lo tendrían una vez por semana. No ganaba mucho, pero lo que cobraba ayudaba a su presupuesto -y además se divertía. Solíamos encontrarnos el día de emisión en la cafetería de Radiocentro. Allí tuvo lugar un encuentro con Julieta Estévez que fue un modelo de las relaciones entre Silvio y el bello sexo (al que Julieta representaba tan bien, ya que había sido la musa de más de uno de nosotros, excepto de Silvio, claro está), aunque Julieta rechazaría esta calificación por demasiado antifemenina.
—Te has pelado corto -comenzó Silvio, notando que yo me había cortado el pelo bastante-, ahora tendrás las ideas más largas, according to Schopenhauer.
Silvio miró a Julieta significativamente. Aunque su pronunciación era más que desastrosa la intención se comunicó en su manera de decir la frase y Julieta entendió claramente la alusión a Schopenhauer. El odio -más bien desprecio- que Silvio sentía por Julieta venía tal vez por que Silvio se sintiera despreciado por Julieta: era uno de los pocos compañeros de bachillerato (aunque él era un año menor que Julieta, la había conocido por el tiempo que me conoció a mí y sabía la facilidad para el amor que profesaba Julieta para quien había más de un Romeo posible) que no habían tenido nada que ver con ella, aunque Silvio lo hacía parecer como si fuera él quien no quisiera tener que ver con Julieta.
—Ya tú sabes que las ideas van de acuerdo con el pelo -prosiguió en la misma.
—Anjá -dije yo por decir algo.
—¿Alguien tiene algo más que decir? -preguntó Silvio a quien el alcohol (había estado bebiendo, «preparándose para el programa», mucho antes de que llegara Julieta, a quien yo invité a que se sentara a nuestra mesa) hacía más atrevido que de costumbre y mucho más misógino-. ¿No? Cero hits, cero carreras.
—¿Cuándo viene tu compañera de programa? -le pregunté yo por variar la conversación por otra ruta más segura.
—No lo sé. ¿Quién sabe cuándo hace algo una mujer?
Julieta seguía en silencio bebiendo su trago (aunque ella no era muy aficionada a la bebida había aceptado mi ofrecimiento de un cubalibre: ése era mi trago favorito para las mujeres: me gustaba pronunciar más su nombre que daiquirí o cualquier otro cóctel conocido) y mirándonos.
—Hay mujeres que saben lo que hacen -dije yo, arrastrado por el argumento de Silvio.
—Nómbrame una y te descubriré un transvestista -dijo Silvio.
—Catalina de Rusia -dije yo.
—El príncipe Potemkin era su álter ego.
Silvio estaba disparado por el alcohol y la presencia de Julieta: era un doble motivo, además del nerviosismo de la espera del programa y de Sara Hernández Catá que no llegaba.
—La reina Cristina.
—¿De Suecia?
—La misma que viste y calza.
—Esa mujer descartó a Descartes. Nómbrame otra.
—Jeanne Moreau.
Era mi estrella de cine favorita después de Ascensor para el cadalso y la publicidad preventiva de Los amantes.
—Las actrices no son verdaderas mujeres: son exhibicionistas de cuerpo y alma.
Sucede que Julieta era una actriz. Había tenido un éxito bastante merecido en La lección, de Ionesco, y hace poco había protagonizado La boda, de Virgilio Piñera, en la que interpretaba el papel de una mujer que temía casarse porque tenía las tetas caídas, lo que era un contrasentido para quien conociera las espléndidas tetas de Julieta. Esta actuación había sido un comentario entre conocidos, ya que Julieta tenía bastantes conocidos, y Silvio había participado regocijado en algunas de sus bromas.
—Además, tiene tetas a la francesa. Quiero decir, que apenas tiene.
—¿Y eso no te gusta?
Me extrañaba que no le gustaran pues Bárbara tenía muy poco seno.
—Me encanta. Las mujeres de poco seno son las más sesudas. De ahí que sean las que menos se exhiben.
Aquí Julieta no pudo aguantar más y exclamó:
—¡Eres un comemierda!
Se hizo el silencio en nuestra mesa y a mí me pareció que también ocurrió en toda la cafetería. Por fin Silvio pudo.
—¿Tú has visto? -dijo dirigiéndose a mí.
Julieta se levantaba, por lo que dejaba a Silvio con el insulto encima y sin poder replicar. Se fue sin decir más nada, ni siquiera darme las gracias por el trago: creo que también estaba disgustada conmigo.
—Pero ¿tú has visto? -repetía Silvio-. ¿Qué le he hecho yo a esa mujer?
—Nada. Tal vez fue el trago.
—¿Un cubalibre es suficiente para el insulto?
—Aparentemente para ella sí.
Todavía estaba sacudido por el apelativo cuando llegó Sara (que, como de costumbre, traía unos tragos encima) y se dirigieron escaleras arriba hacia el estudio y su programa.
Por aquellos días hice un descubrimiento importante: acababa de llegar un disco de Billie Holiday, de quien yo había oído hablar pero a quien no había oído nunca. Se llamaba (se llama todavía) Lady in Satin y al principio la voz rayada por el tiempo y la mala vida me sonó un poco rara, rascante a los oídos, aunque los arreglos me parecieron muy bien y además estaba J. J. Johnson tocando el trombón, que siempre lo hacía con verdadera maestría. Pero poco a poco la voz un tanto ronca de Billie Holiday me fue penetrando y el disco se hizo imperecedero, además de marcar aquellos días con su música y sus palabras. Yo llegué a oírlo todo el tiempo, todas las noches, y acentuaba mi tristeza por la pérdida de Ella, que yo me creía eterna aunque actuaba como si fuera momentánea. Así, una noche, más bien tarde en la tarde, me llegué por su casa, para ver si la veía por casualidad y cuando ya me iba la vi venir calle 22 arriba, por el camino de Las Viejitas, como ella llamaba a dos viejecitas que eran sus amigas. Tanto las visitaba que yo llegué a sentir celos y creerme que había algo de otro interés en casa de ellas. Pero ahora venía caminando sola por la acera, cruzando la calle, y me vio cuando ya estaba bajo los falsos laureles de la esquina. Se acercó a mí y en silencio nos juntamos, puse mis labios sobre los de ella (ella se inclinó un poco para besarme) y le di el beso más dulce (ésa es la palabra) que he dado nunca y también lo recibí: lo recuerdo, lo recordaré siempre, ese beso bajo los laureles, ocultando el bombillo de la esquina y su luz y el aire suave que soplaba entre ellos en la noche de principios del verano. Fue una reconciliación, la primera, y pasamos después días juntos. No volvimos al tumbadoir: aunque yo quería una unión completa con ella, dudaba invitarla a visitar de nuevo el apartamento. Pero salimos mucho, fuimos al cine juntos, al cine La Rampa, lo recuerdo aunque no recuerdo la película que vimos, sí recuerdo que ella se pasó toda la función hecha un ovillo en su luneta, pegada a mí, y no recuerdo haberme sentido tan bien físicamente en el cine nunca antes. También fuimos a un club de jazz que acababan de inaugurar en el cabaret Mil Novecientos, los domingos por la tarde, animado por Mongo Santa Cruz, un mulato alto y bien parecido, vestido a menudo de dril cien blanco, a quien había conocido en la CMOX, buscando, como yo, discos de jazz. En el club tocaban cool, más que nada, que es lo que estaba entonces de moda, por músicos cubanos amateurs, que no eran la maravilla porque no podían depender del ritmo, como en la música cubana, sino que tenían que organizar las complicadas armonías del cool y para eso no eran tan buenos, pero estaba bien la atmósfera de club de amigos del jazz allí en el sótano del Mil Novecientos los domingos por la tarde. En esa reconciliación ocurrió también otra fiesta, otro domingo, que vino a llamarse en mi mitología particular el Día del Gran Ecbó (así lo escribo yo aunque los expertos en folclore afrocubano escriben ekbó y algunos ebó), que comenzó como una aventura estética para Titón, que me había invitado, y un fotógrafo de Cine-Revista, que él llevaba para ver si lograban captar el ecbó en cine. Comenzamos por almorzar en la bodeguita de la calle Baños y Calzada, muy cerca de Cine-Revista. Llovía a cántaros ese mediodía de domingo y mientras fumábamos nuestros puros, esperábamos que escampara para llegarnos hasta el pisicorre de Cine-Revista que aunque estaba parqueado ahí en la acera estaba a kilómetros de distancia por el agua que caía a torrentes. Por fin hubo una breve escampada y corrimos hasta el carro. Atravesamos todo El Vedado, La Habana y parte de Luyanó buscando la carretera de Guanabacoa, donde se celebraba el ecbó. Esta reunión de grupos de santeros en invocación a los dioses se celebraba con toque de santos y sacrificios, que se hacían en el mar, cerca de Regla, y en el monte, en Guanabacoa. Decían que el ecbó, que era una fiesta de santería cara, lo pagaba Batista, que era él quien había dado el dinero a los santeros, a los que animaba un espíritu de concordia: la fiesta se celebraba para aplacar a los santos y rogar por la paz entre todos los cubanos en guerra. Cuando llegamos a Guanabacoa nos costó algún trabajo encontrar el stadium, que era donde se celebraba el ecbó. Como había llovido mucho éste se celebraba bajo techo, en los stands del stadium. Entramos como si asistiéramos a un evento cualquiera, pero al penetrar yo el recinto (el stadium quedaba santificado por la presencia de los tambores y los atributos de la santería) sentí que entraba en otro mundo: el mundo prohibido pero sugerente a la vez de la santería cubana. Resonaban los tambores y se oían los cantos litúrgicos, mientras los congregados bailaban unos junto a otros, pero dejándose presidir por el santero mayor, que llevaba su bastón de mayoría. Enseguida sentí que Ella tenía que ver aquel espectáculo (porque era un espectáculo como lo es toda misa) y le propuse a Titón ir a buscar una amiga mía (así le dije), de vuelta a El Vedado. Para mi sorpresa aceptó encantado y volvimos a desandar todo el camino hasta llegarnos a su casa. Yo temía no encontrarla pero ella estaba allí (ya había escampado), pasando el domingo viendo televisión con su madre y con su hermano. Dejé a Titón en el carro, subí a buscarla y bajé con ella. Vi cómo Titón reaccionaba ante su belleza inusitada (él, como director de cine que era, tenía buen ojo) y a ella le cayó muy bien Titón (muy bien, demasiado bien para mí que sentí celos cuando ella me dijo que encontraba a Titón extraordinariamente bello, lo que no esperaba en un amigo mío, así dijo, la muy) y enseguida fuimos un trío de amigos (el fotógrafo se había quedado en Guanabacoa) que hacía la travesía de La Habana en una tarde de domingo después de la lluvia. Ella se encantó con la fiesta: no sabía dónde ponerse para mejor admirar el espectáculo y lucía inusitada, tan blanca entre tantos negros, aunque no la miraban a ella, atentos como estaban a la ceremonia. Durante el toque le dio el santo a más de una oficiante y ella lo absorbía todo con sus hermosos ojos amarillos y creo que llegó a amarme un poco ese domingo, agradecida por haberla traído a este espectáculo inusitado (nunca había estado en un toque de santo, no en uno verdadero, y su centro religioso se movía entre el espiritismo practicado por su madre), pegada a mí, a veces poniéndome un brazo amado sobre el hombro, otras muy junta a mí admirando a los bailarines, invadida por el ritmo incesante de los tambores, inundada por el color y el sonido de la fiesta a los dioses negros de Cuba. Recuerdo que había un bailarín (éste era blanco y era evidentemente una loca: al revés del ñañiguismo, que pone pruebas de hombría a sus sectarios, la santería admite a las mujeres y a los maricones sin problemas), un oficiante, mejor dicho, que tenía una camisa blanca (todos los concurrentes estaban vestidos de blanco, como corresponde a los hijos de Obatalá, la diosa que reclama el blanco como su color favorito) toda llena de botoncitos blancos que le daban un aire como de guayabera cubierta de nácar -y aquel detalle acabó de encantarla, de cautivarla, casi de convertirla a la religión de la santería. (Su conversión verdadera ocurriría años después, pero siempre he creído que en realidad comenzó aquella tarde de domingo en Guanabacoa.) Después que terminó el ecbó se pasó a la casa del santero mayor, donde se comerían parte de los animales y alimentos ofrendados a ios dioses. Era una casona amplia, con un gran patio y una mesa larga en su comedor con sillas por doquier. En el patio, central, había una ceiba donde se hacían los sacrificios habituales pero no ahora, durante el ecbó, que fueron hechos al mar y ai monte. Ella lo miraba todo con su amable curiosidad y las mujeres de la casa (eran evidentemente mujeres que vivían en la casa o visitas constantes, habitués de la santería) la miraban a ella a su vez. Por fin nos fuimos, después de haberlo visto todo ella, dejando la postrera parte de las festividades del ecbó todavía celebrándose entre iniciados. De vuelta nos llegamos al Mil Novecientos (Titón era como yo un amante del jazz y ya yo le había hablado de las tardes de domingo en el club) y fue un salto del África cubana a los Estados Unidos cubanizados -o si se quiere a una Cuba americanizada, aunque el jazz tenía raíces negras y su máximo fanático en La Habana, en Cuba, Mongo Santa Cruz, era un mulato, se hacía evidente que habíamos pasado de los misterios de la religión, de una africanidad casi pura, a pesar de que los santos en la santería son blancos o cuando más mulatos, habíamos saltado de lo sagrado a lo profano aunque siguiéramos el camino de la música: allá tambores, aquí saxofones, trombones y piano y unos tambores civilizados (a pesar de Tobita, de espejuelos y con aire de estudiante, modelo que siempre traía una tumbadora y se insertaba en las jam sessions a acompañar un número cool con su ritmo casi de bebop), pero ella se sintió igualmente dominada por la curiosidad que la llevaba a conocerlo todo, aunque en realidad no le gustaba el jazz: ella decía que no tenía oído para la música y esto era en parte cierto. Terminamos la tarde del domingo en el Mil Novecientos, con Titón ya ido para su casa, a unirse a Olga, y yo la convidé a ella a comer un arroz frito especial en el restaurant Celeste, que le encantó. Después le propuse que estuviéramos un rato solos y para mi sorpresa aceptó ir al apartamento. Yo me arriesgaba con esa visita pues podía encontrarme con Silvio o con Juan ya que era domingo. Afortunadamente cuando el taxi nos dejó frente a ios predios de Boloña el apartamento estaba a oscuras y aunque así y todo podía estar uno de ellos, acompañado, en el cuarto, cuando entramos lo encontramos vacío, propio para nosotros dos. Nos sentamos en la sala (ella no quiso tomar nada y yo la acompañé en su abstención) a conversar. Había sido un día de múltiples sensaciones: ella recordaba vivamente todas sus sensaciones pero, curiosamente, reservaba un recuerdo para el callado, limpio y pequeño cementerio visto en el camino: le había gustado tanto que Titón había parado el carro para que ella lo admirara pero no nos bajamos porque los caminos entre las tumbas eran de tierra y estaban enfangados con tanta lluvia. Ella recordaba que el cementerio se veía blanco, lavado, y añadió que daba gusto morirse para ser enterrado allí. Yo me temí que ella volviera a hablar de la muerte como el día que la conocí, en que demostró una obsesión con morir, pero ahora no estaba borracha y sólo estaba transmitiendo una experiencia estética, si se puede decir. Luego pasó al ecbó (yo, pedante como siempre, le presté la palabra y ella la aceptó), que le había parecido la otra cara de Cuba. No lo dijo con esas palabras pero esto fue lo que quiso decir, añadiendo con una frase de moda entonces: «Es un tiro». La frase era muy nueva y me asombré de que ella la usara: seguramente la había recogido en el teatro, pero de todas formas la anoté mentalmente, ya que le quedaba muy bien y aunque yo la detestara antes (a la frase) se me hizo querida en su voz acariciante. Ella había estado antes en otros toques, pero ninguno tan emocionante como éste, tan salvajemente sincero (de nuevo estoy transmitiendo una paráfrasis de lo que ella dijo no citándola verbatim pues empleó otras palabras para comunicar esta frase), tan verdadero y precioso. Estuvimos conversando mucho tiempo en la sala y aunque yo pensé en el cuarto más de una vez no le dije nada que tuviera la más remota connotación sexual. Fue al final de la noche que me animé a llegarme hasta ella sentada y, bajando la cabeza, le di un beso, que ella me devolvió. Me senté a su lado y estuvimos besándonos un rato. Me asaltaron visiones en que yo la levantaba en mis brazos y la llevaba al cuarto y la depositaba en la cama, visiones que eran rotas por la realidad: yo no podía cargar una mujer tan grande, mejor dicho, tan larga, y, aunque pudiera, resultaría ridículo verme (o al menos saberme) cargándola a ella. Además estaba de por medio su resistencia, que quizá produjera un incidente como mi caída de la cama, desnudo, con su secuela de una falsedad (entonces mi «epilepsia») para cubrir el ridículo. Dejé que las visiones se anularan unas a otras (en otra imaginación ella me pedía ir al cuarto ¡juntos!), mientras ella hablaba de las experiencias del día y yo ponía cara de beberme sus palabras (soy muy bueno en simular atención mientras pienso en otra cosa: esto lo aprendí en los días del bachillerato cuando parecía ser todo oídos para el profesor y en realidad estaba a kilómetros de distancia del aula, luego esta habilidad se hizo perfecta en la escuela de periodismo, con sus aulas más pequeñas y sus profesores más mediocres), de prestarle toda la atención del mundo. Finalmente ella dijo que se tenía que ir: debía levantarse temprano mañana lunes. Nos fuimos, pero al menos había logrado que volviera al apartamento -a mi, de nuevo, tumbadoir.
En esos días la política vino a interrumpir mi nueva felicidad. Tuvo la forma de una carta de Franqui, en la que me decía que estaba en la Sierra (esto lo sabía yo ya por Alfredo Villas, que me dijo que Franqui dirigía la Radio Rebelde), de nuevo en la lucha revolucionaria dentro de Cuba, y me anunciaba que el portador (en realidad una portadora que dijo que su nombre era Ángela, a secas) tendría otros mensajes para mí con una petición de ayuda. Extrañamente el portador, la portadora, no volvió a aparecer por Carteles y deduje que o bien había sido detenida o los mensajes de Franqui para mí no encontraron su camino apropiado. El otro incidente político fue la visita inusitada de Batista a la casa de al lado, la del coronel. Luego me enteré que había venido a ver al padre del coronel, un general retirado del ejército, que estaba enfermo y viejo. Fue un sábado por la tarde y yo estaba leyendo en el cuarto cuando mi madre entró y me dijo:
—Algo pasa. Han reforzado la guardia en casa del coronel y hay perseguidoras por todas partes.
Me levanté enseguida y fui a ver. Efectivamente la casa de al lado estaba llena de policías en la puerta del garaje y en la acera. Me quedé a ver. Al poco rato apareció un Cadillac negro, llevando una chapa muy baja (no recuerdo si el uno o el dos) y custodiado por varias perseguidoras. Del auto bajó una figura rechoncha, conocida, vestida impecablemente de blanco: era Batista. Recorrió rápido el trayecto entre la acera y la puerta de la casa, subiendo la breve escalera de la entrada y entrando en la casa en menos tiempo del que me toma contarlo. Era increíble tener a este hombre, a este tirano, tan cerca. Imaginé las posibilidades de tener acceso a las oficinas de al lado (que por el frente se interponían entre nuestra casa y la casa del coronel) y montar una ametralladora allí y esperar a la salida de Batista.
Era tan simple... pero claro había que tener el conocimiento de que Batista vendría a casa del coronel ese día, cosa que probablemente muy poca gente sabía, y los contactos necesarios con los movimientos clandestinos para alertarlos ante su presencia. Pero yo estaba pensando en serio en esta posibilidad, cuando advertí que la acera se colmaba de gente, entre la que reconocí a muchos de los vecinos del fondo, donde había una cuartería o apartamentos mucho más baratos. Ellos se congregaron allí con curiosidad, cambiando palabras con la escolta del coronel (que no era conocida, al menos de vista) y esperando pacientemente. Era evidente que esperaban la salida de Batista y cuando ésta se produjo empezaron a gritar: ¡Viva Batista! ¡Viva el presidente! ¡Era increíble! Esta gente del fondo ahora resultaba batistiana. Casi no pude contener mi rabia al ver que el tirano no sólo no era enfrentado por las balas de una ametralladora sino que era resueltamente saludado con júbilo por partidarios en grupo. Eso me amargó la tarde y la noche del sábado, en que iba a salir con ella. No íbamos al tumbadoir (era la noche o el día de Juan) sino al cine. Fuimos a ver Un condenado a muerte se escapa que a mí me maravilló y que a ella no le gustó nada. A mí me parecía que era bueno que se pusiera esta película porque acentuaba la atmósfera nazi, con la represión que había en Cuba: aunque no se sintiera con la intensidad con que se sentía en el film, era evidente que había entre nosotros condenados a muerte que no se escapaban, sino que aparecían muertos en una calle apartada de la ciudad o en un camino en el campo. Esta salida fue la última que tuvimos, ya que otra vez ella insistió en que no podíamos vernos más y comprendí (aunque no acepté) su insistencia. Fue así que decidí liquidar el tumbadoir, ya que Juan no había tenido mucha suerte pescando candidatas a encamar y Silvio, el único que aparentemente hizo buen uso de él, no opuso mucha resistencia -y si digo aparentemente lo digo porque no opuso resistencia. Él me había hecho pocas confidencias sexuales: siempre había sido así de reticente. Pero un día me dijo que tenía que contarme algo confidencial. «No tengo eyaculación -me dijo después de un rodeo-. Puedo estar horas singando que no consigo venirme.» Yo, en vez de oírlo y aconsejarlo o al menos mostrar un poco de empatia por su problema, fui una vez más indiscreto y le dije:
—¡Perfecto! Es la situación ideal. No sabes cuánto daría René de la Nuez por estar en tus zapatos.
Eso lo cortó enseguida y no me contó más nada y yo perdí la oportunidad de acercarme más a quien era verdaderamente un amigo: mas nunca recibí otra confidencia suya.
Reynaldo Ballinas, a quien conocí en El Jardín, en el grupo que discutía poesía y pintura y tal vez religión pero nunca política, había abierto una librería en El Vedado, en la calle 27, muy cerca de la universidad y de mis antiguos predios de la avenida de los Presidentes. Fui a la inauguración de la librería (que tenía el exótico nombre de La Exótica, insistiendo tautológicamente en que todos los libros que vendía eran extranjeros) y allí, sentada en un rincón, me encontré con un bibelot -o mejor dicho, con una tanagra. Era una muchacha -luego supe que no era una muchacha sino una mujer, ya divorciada- de cara muy mona, con todo perfecto, incluyendo los dientes pero en escala reducida: ella era muy pequeña y esto en Cuba quiere decir que era realmente pequeña, pero todo encajaba en su figura a la perfección: la pequeña nariz, la pequeña boca, la barbillita -sólo sobresalían los grandes ojos inusitadamente azules. Reynaldo nos presentó. Se llamaba Mimí de la Selva, nombre que me sonó enseguida a seudónimo pero que luego se mostró como el suyo verdadero. Hablamos entre el ruido de la congregación, cambiamos muchas bromas inconsecuentes, ese día yo me sentía brillantemente entretenido, los tragos salvando la depresión que me causaba la lejanía de Ella, y esa brillantez la recibió Mimí con intercambios apropiados. Entre otras cosas, me contó que era rica y tenía cuadras de caballos. Yo no había conocido a nadie que tuviera cuadras de caballos en Cuba y eso la hizo exótica en La Exótica. Salimos casi los últimos, ya tarde en la tarde de verano, y yo la invité a comer y luego a asistir a una prueba privada de una película americana en La Corea. Comiendo, ella se asombró (fingidamente) de verme comer bien, al extremar yo mis maneras en la mesa, y me dijo:
—Ay, si come igualito que mi abuela -usando para referirse a mí la tercera persona familiar que usa en Cuba mucha gente, sobre todo muchas mujeres.
Ésa fue la primera nota falsa que sonó en el intercambio con Mimí, pero tal vez fuera el tono irónico el que me molestó y ella fuera muy genuina. Lo cierto es que aplaudió al verme cambiar el tenedor, después de cortar, para la mano derecha:
—Ah, no, pero mi abuela no hace eso.
Ella se veía muy divertida comentando mis maneras en la mesa, tanto que no disfrutó mucho la comida. Luego salimos y nos fuimos caminando a La Corea (el restaurant era La Antigua Chiquita y estaba cerca), a ver la película que proyectaban. A la salida, solos en la calle Ayestarán, ella bailó unos pasos de danza (ya me había dicho que había estudiado ballet) y me reventó un poco verla actuando como una heroína de comedia musical, pero no dije nada, ya que presumía que Mimí era una conquista fácil (ya había salido el tema de su divorcio: había estado casada con un director de televisión que yo conocía de nombre, quien a su vez me era conocido por ser el marido, o el amante ahora, de una maravilla mulata de la televisión) y ahora me invitaba a su casa, con esas mismas palabras. Ya era tarde y me extrañó la invitación tan repentina, pero acepté encantado. Cogimos un taxi en la esquina Ayestarán y Carlos III y nos llegamos hasta su casa, que era un amplio apartamento en la calle 17 casi esquina a K: tenía amplios ventanales que se abrían a la calle por todos lados de la sala y aunque de día debía ser muy ruidoso era ahora moderno y acogedor. Ya me veía yo yendo hacia el cuarto, hacia la cama, con Mimí, quien me dijo sin embargo:
—¿Quieres que te toque algo? ¿Falla, por ejemplo? -y antes de que yo pudiera decirle que sí (o que no) ya estaba sentada al piano que dominaba el salón, tocando La danza del fuego, con mucho brío de parte de sus brazos pero muy poca puntería de parte de sus dedos, por lo que salían muchas notas equivocadas: era atroz, y no comprendí de inmediato la comicidad de estar yo allí, a la una de la madrugada, oyendo La danza del fuego mal tocada por la mujer que se suponía debía estar debajo de mí en la cama (esto sin preocuparme por los vecinos que debían estar acostumbrados al concierto) pero que, en cambio, estaba sentada al piano con un fervor español.
Cuando terminó no me quedó más remedio que decir que estaba muy bien, que me había gustado (malditas sean las convenciones sociales -y casi iba a poner sexuales), a lo que ella respondió:
—¿Quieres que te toque otra cosa? ¿Liszt, por ejemplo?
Más ruido, coño, pensé pero dije:
—No, prefiero que hablemos de ti, sentados allí en el sofá.
Ella me miró, se sonrió y dijo:
—Bueno, como quieras.
Nos sentamos en el sofá, aunque no tan cerca como yo hubiera querido.
—Cuéntame de ti -le dije, como si ella no me hubiera contado pocas cosas ese día, desde la tarde hasta la medianoche: pero ésa era mi técnica.
—¿Qué quieres saber?
—Todo -le dije yo, casi con el mismo fervor con que ella fallaba a tocar a Falla.
—Bueno -dijo ella-, tengo una noticia para ti y aunque eres periodista no quiero que la publiques, ¿entendido?
—Comprendido -dije yo muy serio.
—Bueno, aquí va: yo soy miembro del 26 de Julio.
Ahora sí que me asombraba, pero me asombró todavía más cuando dijo:
—No simpatizante, como mucha gente, sino miembro de la organización aquí en La Habana.
Me demoré en decirle algo.
—Que esa noticia no debes dársela a todo el mundo.
—Te la doy solamente a ti.
—Sí pero me la has dado tan fácilmente... Además ni en mí debías confiar.
Era verdad que había sido una mujer fácil no en cuanto al sexo pero sí en cuanto a la política, por otra parte no tenía ganas de guardar esa clase de confidencias: desde ese momento Mimí me pareció una mujer peligrosa, pero no peligrosa para la aventura sino peligrosa para el conocimiento.
—Sé que puedo confiar en ti -añadió-. Te puedo decir también que aquí hemos tenido muchas reuniones de mi célula y te puedo decir además que mañana tendremos otra. Estamos reconstruyendo la organización en toda la provincia. ¿Y sabes por qué te digo esto? -me preguntó. -No -le dije.
—Porque necesitamos gente como tú: tú bien puedes pertenecer a mi célula.
Me quedé callado un momento, pensando cómo decirle que ya había estado envuelto con el 26 de Julio y que ahora los comunistas, con todos sus defectos, me producían más confianza, que consideraba a la organización, al menos en La Habana, y a partir de la huelga de abril, como gente en quien no se podía confiar totalmente. No podía decirle todo esto, por lo que le dije:
—No, muchas gracias. Gracias por la confianza y la confesión y por el ofrecimiento, pero no, gracias.
Ella se sonrió en su rincón del sofá, allí en la media luz (olvidé decir que el concierto ocurrió en la media luz que venía de la calle, que ella no había encendido las luces de la casa) que producía el farol de la esquina, luego se rió.
—Lo sabía -dijo riéndose-, sabía que no ibas a aceptar. Tienes miedo, confiésalo. Confiesa que tienes miedo a estar en la organización.
La dejé que se riera un poco más.
—Bueno -le dije-, si tú crees que es miedo, es miedo.
—Y qué otra cosa iba a ser. Eso se llama miedo. -También se puede llamar precaución -le dije yo.
—Tú llámalo como tú quieras, que yo voy a seguir llamándolo miedo.
Me encontraba en una situación embarazosa, enfrentado a una mujer que el mismo día de conocerme me llamaba cobarde, sin tener base realmente, basada solamente en que yo no quería aceptar su ofrecimiento loco (sí, me parecía completamente loco tanto el ofrecimiento como la idea de que alguien pudiera confiar a Mimí misiones subversivas) y he aquí que yo no podía hacer ni decir nada: no iba a hacerle ahora mi biografía política. Le dije lo primero que se me ocurrió:
—Prefiero que hablemos de caballos.
Cuando niño yo había sido un apasionado por los caballos, lo recuerdo desde que tenía tres o cuatro años en que un amigo de mi padre, llamado por el improbable pero inolvidable nombre de Cutuco, me había ofrecido regalarme un potrico. Después, al crecer, fue decreciendo mi amor por los caballos, pero todavía sentía curiosidad por los caballos de montar y un respeto por todos los caballos en general y una lástima infinita por los caballos que tiraban carretones y más aún por aquellos que tenían que figurar en las corridas. Fue por esto que le pedí que habláramos de caballos, aunque también para cambiar de conversación. Pero ella me respondió enseguida:
—No existen.
—¿Cómo que no existen? ¿Era mentira entonces que tuvieras caballos?
—No, no es mentira. Los caballos existieron, pero ya no existen más: eran de mi padre y cuando él murió tuvimos que venderlos. Todavía corren en Oriental Park, pero ya no son más mis caballos.
Se quedó callada y yo pensé que así debía ser su historia de que pertenecía a una célula clandestina: inventada para hacerse la interesante.
—Ya sé que estás pensando -me dijo ella-, que yo inventé lo del 26 de Julio como inventé lo de los caballos.
—No, no estoy pensando eso -le dije, aunque era verdad que lo estaba pensando.
—Bueno, quiero decirte que los caballos existieron como mi célula existe. No tienes más que decírmelo y la conocerás mañana. Ahora bien, tendrás que someterte a unas cuantas pruebas.
—No quiero conocer tu célula -le dije-. Prefiero conocerte a ti.
—Ah, muchas gracias. Eso es muy halagador. Pero ¿no es mejor un poco de misterio?
¿Qué misterio podía reservarme Mimí, que me había contado tantas cosas ese día, esa noche, mejor dicho? Pero tenía que responder algo.
—A veces.
—Bueno -dijo ella-, ahora viene el misterio de mi desaparición. Es tarde y mañana tengo muchas cosas que hacer; algunas con gente que tú tal vez conozcas.
—¿Sí? ¿Como quién?
—Misterios políticos -dijo ella.
—Ah, entonces no los quiero saber.
Ella se rió como si pensara que yo tenía miedo a sus conexiones políticas: en realidad yo temía a su indiscreción, a las revelaciones de esta esfinge súbita.
—¿Cuándo volvemos a vernos?
—Ah, ¿cuándo? ¿Mañana por la noche te parece bien?
—Perfecto. ¿Puedo traer a un amigo? Él tiene carro y eso facilita las cosas. Podemos ir a algún sitio apartado, fuera de La Habana.
—Oh, no hace falta ir tan lejos.
—¿Qué tal si fuéramos al Sierra? Dicen que el nuevo show está muy bien.
—Está bien. El Sierra me parece bien. Entonces hasta mañana.
Ella se ponía de pie, yo la imité. Esperaba una señal cualquiera, un beso aunque fuera, ya que no habíamos estado juntos en el cuarto, sobre la cama, como yo presumí que pasaría. Pero ella me tendió la mano, gesto muy poco común en Cuba: era evidente que se hacía la exótica. No en balde la conocí en La Exótica. Yo le di la mano, que apretó un poco y quise retener, pero ella escurrió su manita y se dirigió a la puerta. Pensé pedirle un beso de despedida, pero después lo pensé mejor y me fui sin decir nada.
Al otro día tuve que convencer a Silvio de que había hecho un descubrimiento importante: una mina femenina, una mujer excepcional, un bicho raro digno de conocer. Todo para aprovechar su automóvil y salir con Mimí, quien me parecía hoy más difícil que ayer. Silvio no estaba seguro de poder ir: tenía que salir con Bárbara.
—Convéncela de que es un trabajo que tienes que hacer -le propuse.
—¿Qué trabajo? -me preguntó él-. Ella sabe que todo lo que yo soy aquí es el archivero.
—Pero puede haberse prestado la ocasión de hacer un re* portaje, cualquier cosa. Tú tienes suficiente inventiva.
—Se va a poner brava -dijo.
—Tú tienes suficiente labia como para que no se ponga brava.
Silvio dudó un instante y supe que lo tenía ganado: iríamos todos al Sierra.
Fuimos todos (los tres) al Sierra. Allí comencé a beber, no sólo yo sino Silvio también. Mimí no bebía o apenas si bebió. Empecé a recordarla a Ella y me sentí mal sabiendo que estaba tan lejos de mí y comencé a ver a Mimí como un pobre sustituto -sucedáneo, diría Silvio. En el cabaret, sobre el tablado, un grupo de flamencos del patio (gitanos no importados) bailaban su zapateado y la principal bailarina animaba al público para que se le uniera con palmadas a ritmo. Comencé a palmear, sólo yo en nuestra mesa, mientras Silvio me miraba y sonreía su sonrisa de sorna. No le vi los ojos tras sus espejuelos oscuros (yo también llevaba espejuelos oscuros, como un jazzista verdadero), pero comprendí que su mirada era de desaprobación. Pero al siguiente instante me vi sobre el tablado, pateando sobre el piso de madera, bailando flamenco con la gitana tropical, en un acto que era más que ridículo: era patético. Así demostraba yo mi malestar, haciéndome el bufón ya que no estaba tan borracho como para no saber lo que estaba haciendo. Mimí gritaba ¡Bravo! desde su asiento y yo seguí haciendo contorsiones absurdas sobre el tablado, hasta que tan súbitamente como había comenzado volví a mi mesa.
—Muy buena faena -dijo Silvio.
—Muy bien -dijo Mimí.
—Good show -dijo Silvio.
Yo no dije nada, sino que me bebí mi vaso de un tirón. -¿Por qué no nos vamos a otra parte? -propuse. -¿Adonde? -preguntó Mimí.
—A La Rampa, por ejemplo. Al Pigal.
—Yo me voy a casa -dijo Silvio-. Estoy verdaderamente cansado, pero los dejo por el camino.
—Está bien -dije yo, que quería quedarme solo con Mimí, tal vez para proponerle, ayudado por el alcohol, que nos fuéramos a su cama-. ¿Te parece bien, ricura? -le pregunté a Mimí.
—A mí sí -dijo ella.
Salimos del Sierra, no sin haber pagado antes, cuando pude comprobar que me quedaba suficiente dinero para ir a otro club cualquiera y todavía me sobraría para coger un taxi rumbo a casa. Silvio conducía mejor ahora, que estaba medio borracho, que cuando estaba sobrio. Regresó a buscar Infanta por La Esquina de Tejas y enfiló hacia El Vedado, luego subió por L y en la esquina del Hilton paró un momento.
—Aquí los dejo -dijo-, si no les parece mal.
—De ninguna manera -dijo Mimí.
—Ah, no -dije yo-, aquí está muy bien. Una caminadita no nos hará daño, ¿verdad que no, ricura? -dije mientras le cogía la barbilla pequeña y perfecta a Mimí que se sacudió enseguida la cara de entre mis dedos, en un gesto que me pareció demasiado brusco, pero al que no di importancia, tal vez por los tragos, tal vez porque no quería darle importancia.
Nos bajamos y comenzamos a descender La Rampa por la acera derecha. Había todavía mucha gente en la calle, por lo que no debía ser demasiado tarde. No se me ocurrió mirar el reloj, que era nuevo (lo había comprado hace poco, después de ver un anuncio que salió en Carteles y en todas las demás revistas, de un barbudo que llevaba el mismo reloj. El anuncio, por supuesto, no duró mucho en las publicaciones, aparentemente influidos los anunciantes por la censura: el barbudo se parecía demasiado a los pocos retratos publicados de Fidel Castro en la Sierra), sino que quise saber la hora por el número de personas que había en la calle todavía: debían de ser cerca de las diez. Seguimos bajando La Rampa y un poco más allá de La Zorra y el Cuervo y antes de llegar al £den Rock nos tropezamos con una pareja: ella era de tipo judío, con su perfil semita y sus grandes ojos de párpados pesados. £ra una belleza, lo que se llama una real hembra, y el hombre que la acompañaba iba muy orgulloso de ella: se veía. Mimí lo conocía a él y nos presentó, luego él nos presentó a su acompañante como su esposa. El hombre tenía acento extranjero y al ver mi pelo despeinado por el reciente flamenco y mis espejuelos negros, le dijo a Mimí:
—Un tipo interesante, ¿no?
—Más de lo que usted se cree: es un escritor.
—Ah, un escritor. Muy interesante.
Yo mientras tanto concentraba mi interés en la judía que se veía que le gustaba gustar y miraba francamente con sus grandes ojos semitas. Pero pronto nos despedimos. Al irse, el marido de la judía sabrosa dijo:
—Espero que nos volvamos a ver.
—Sí, cómo no-dije yo.
—Mimí añadió:
—De seguro: él siempre anda por estos lugares. Llegamos al Pigal y entramos, subiendo la corta escalera que conducía a ese antro musical: allí había tocado Fellove, entre otros, y todavía su orquesta o combo tenía fama. La música nos dio de golpe, como la oscuridad, pero pronto nos acostumbramos. Pudimos sentarnos en un rincón, ya que el local estaba lleno.
—De bote en bote -dijo Mimí sorprendiéndome con esa expresión popular: ¿dónde habían quedado las cuadras y los caballos?
Pedimos dos daiquirís (la noche afuera era cálida y todavía traíamos el calor del camino) y nos sirvieron con alguna lentitud, pero finalmente nos sirvieron. Yo estaba muy pegado a Mimí y con cierto disimulo le eché un brazo por encima, pero cuando dejé descansar una mano sobre su hombro descotado, ella me quitó la mano y yo quité el brazo: era evidente que no iba a llegar a nada con ella -o que me tomaría un tiempo demasiado largo. Me resigné pues a tomarme mi daiquirí mientras veía las parejas bailar sabrosamente al compás de la música. En un momento mi vecino (era un hombre, ay, lo que tenía al lado y no alguna de las hembras que se veían bailando) se dirigió a mí:
—¿Qué pasa, socio? -me dijo, con bastante confianza, quizá con demasiada: era evidente que estaba borracho o muy cerca de estarlo.
—Quiay -le dije yo.
—¿Sabes una cosa? -me preguntaba pero no me dejó decirle si la sabía o no-. Yo soy batistiano. Estoy con el Yéneral cien por cien.
—¿Ah, sí? -dije yo, ya que tenía que decir algo.
—Sí, compadre. Batistiano cien por cien.
—Pues yo no lo soy -dijo Mimí-. Soy antibatistiana cien por cien.
—¿Cómo dice? -preguntó el borracho y volvió a preguntar-: ¿Cómo dice?
—Que yo soy antibatistiana -dijo Mimí, sonriendo-. Y a mucha honra.
Entonces el borracho dijo:
—Tenga cuidado con lo que dice, señora, que yo soy del SIM -y se metió la mano por entre el saco.
Yo creía que iba a sacar un carnet que justificara su declaración, pero sacó un revólver: era un Smith & Wesson de cañón corto y me pareció curioso lo bien que se veía en la oscuridad del club.
—Mucho cuidado -dijo el borracho agente o presunto agente del SIM-, mucho cuidado con lo que dice -y volvió a guardar el revólver.
Pero Mimí no lo iba a dejar con la última palabra.
—Usted es el que tiene que tener cuidado con lo que dice y debía darle vergüenza sacar un revólver en un centro de diversión pacífica.
El borracho se quedó callado y pareció meditar lo que Mimí le había dicho. Yo aproveché ese momento para sacar a bailar a Mimí: ni siquiera reparó que no era un bolero lo que tocaban, que era fácil de bailar; sino una suerte de rumba-guaracha bastante difícil. Mimí bailaba muy bien (ella había tenido entrenamiento de ballerina, me dijo, cuando le interesaba ser actriz, antes de casarse) y yo trataba de seguirla, sin conseguir coordinar mis pasos y convertirlos en pasillos. De pronto el borracho estaba a nuestro lado, en el medio del salón, llamándome la atención con un toque en el hombro. Ahora, entre los bailarines, se veía que estaba bien borracho y que apenas podía caminar.
—Óigame, óigame -decía-, yo soy batistiano de verdad verdad -y volvía a insistir-: ¡Batistiano de los que no hay! -mientras yo trataba de seguir bailando con Mimí.
En ese momento vi que entraba nada menos que Raudol, solo, al salón y lo llamé por su nombre:
—Ramón -le dije-, te quiero presentar a Mimí de la Selva. Yo me había apresurado a hacer las presentaciones en medio de la pista de baile:
—Mimí, Ramón Raudol, un viejo amigo y compañero de Carteles.
—Ah, mucho gusto -dijo Mimí.
Ramón hizo su viejo chiste y dijo:
—El busto es mío -que era un chiste terrible pero que parecía tener ascendencia sobre el humor femenino: Mimí también se rió. Quien no se rió, sino que miraba curiosamente la ceremonia de presentación, fue el borracho.
—Vamos a sentarnos -propuse yo, pero el borracho intervino:
—No nos sentamos. Vamos a hablar aquí.
En ese momento me sentí harto de todo: del borracho, del Pigal, de Mimí y dije:
—Bueno, yo los dejo a ustedes dos -refiriéndome a Mimí y a Raudol-, que me tengo que ir a dormir.
—La noche recién empieza -dijo Ramón.
—Sí, no está más que empezando -dijo el borracho.
—¿Y éste quién es? -preguntó Raudol-. ¿Un amigo tuyo?
—No, qué va -dije yo-, nada más que estaba sentado junto a nosotros allí, en aquel rincón.
Ramón lo miró con mala cara y yo aproveché para irme: era evidente que Ramón le había caído bien a Mimí y que éste no sería un trío como el que habíamos compuesto con Silvio, por lo que lo reduje a un dúo con mi salida. Me fui caminando La Rampa arriba y en la esquina de 23 y L cogí mi ómnibus para casa.
Al otro día Silvio me preguntó:
—Bueno, ¿y qué?
—¿Qué de qué? -le pregunté yo a mi vez.
—¿La levantaste en vilo o no?
Muchas veces Silvio adoptaba ese tono popular, como ahora con su pregunta. Le hice el cuento de cómo Ramón Raudol había heredado a Mimí y Silvio se rió con mi fracaso:
—Y yo que creía que la habías encamado enseguida o desde ya, como quien dice.
—Pues te equivocaste, mon vieux -le dije-. La dama se mostró difícil, mucho más difícil de lo que creía. Además tiene mal aliento.
—Es una kamikaze entonces -dijo Silvio.
—¿Cómo? -pregunté yo.
—Sí -explicó él-, kamikaze quiere decir aliento divino.
Desde entonces cuando alguien que conocíamos, como Elias Constante, tenía mal aliento decíamos que «mandaba tremendo kamikaze» o (ésta era una expresión de Silvio más que mía) que «fatigaba el kamikaze». Silvio dejó de verme como un Don Juan a quien no se le resistía ninguna Doña Inés o Doña Ana y vi que se regocijaba con mi fracaso -que para mí no lo era tanto ya que mi interés por Mimí era más cosmético que cósmico. Quien tomó mis relaciones con Mimí (o más bien el haberlo puesto en relación con ella) a pecho fue Ramón. Al día siguiente me dijo:
—Tremenda faena la que me hiciste anoche -usando uno de esos españolismos.
—¿Qué faena?
—La de anoche. Me embarcaste -también usaba cubanismos de moda.
—¿Yo?
—Sí, tú, me dejaste la papa caliente en las manos.
—¿Te refieres a Mimí?
—No me refiero a ella precisamente sino a la situación en que me pusiste. Tú me conoces bien a mí y sabes que a veces yo reacciono violento y me dejaste con aquel borracho entre las manos. Mimí reaccionó violentamente y el borracho se fue poniendo cada vez más pesado y hasta sacó un revólver -olvidé decirle que también me lo había sacado a mí-, para amenazarnos. Creo que es un agente del SIM o algo así. Menos mal que la gente del Pigal me conoce y enseguida uno de los camareros intervino y lo sacaron del club entre dos, dándole coba. Si no es así pudo acabar la cosa en tragedia.
—Pero eso no fue culpa mía. Yo no hice más que presentarte a Mimí.
—Sí, pero debiste advertirme que había habido problemas con ese borracho. Mimí me dijo que ya se había puesto pesado antes.
—Yo creí que se le había pasado.
En realidad me sentía culpable pues Ramón tenía razón: debí advertirle que el borracho podía ser peligroso y no lo hice. Fui egoísta al tratar de escabullirme y dejarle el problema a Ramón.
—Pues no se le pasó y por poco hay tragedia.
Lo que no sabía Ramón entonces (ni lo sabía yo tampoco) es que iba a haber tragedia de veras en su relación con Mimí. Entonces traté de apaciguarlo.
—Bueno, viejo, perdóname si te metí en un lío. No fue mi intención.
—No, si ya lo sé -dijo él-, si no no estaría hablando aquí conmigo.
Para mostrarme que no estaba molesto, añadió:
—De todas maneras, muchas gracias por presentarme a Mimí. Es de veras un bomboncito. Ya yo había oído hablar de ella pero nunca tuve oportunidad de conocerla.
—Sí, ella no está mal -dije-, aunque a mí particularmente no me gusta mucho.
—¿Me la traspasas entonces?
—¿No lo hice anoche?
Ramón se rió y se fue al despacho del director.
En la esquina de Infanta y Carlos III, mejor dicho, llegando a la esquina, a mano izquierda bajando por Infanta hacia el Malecón, había una venta-exposición de automóviles. Allí tenían, tras la vidriera, un carro del que yo me había enamorado. Era un Austin-Healey rojo, de uso, pero en excelentes condiciones, por el que pedían dos mil pesos, que no era una cantidad a la que yo podía acceder fácilmente, aun contando con el programa de televisión. Yo miraba el carro cada vez que pasaba por frente a la venta-exposición y muchas veces pasaba nada más que por verlo: para mí representaba toda la elegancia, la sofisticación, lo exótico y la aventura en un solo objeto. Ya había entrado a preguntar el precio y había vuelto buscando una rebaja (que no me dieron y aunque me la dieran seguramente que tampoco habría podido comprarlo) y llegué hasta sentarme en él, al timón, soñando con el momento en que fuera mío. De alguna manera el carro y Ella estaban conectados: ambos representaban una adquisición valiosa, única -y ahora que estaba peleado con ella el carro se me hizo más distante. Varias veces había ido por su casa, sin llegar a subir, a ver si la veía, pero no lo logré. Hasta que un día, una tarde de sábado en que escribía en mi buró que quedaba junto a la ventana, mirando para la calle, la vi pasar con una niña. Ella haciendo como que no pasaba frente a casa intencionadamente si no por casualidad -y allí vi la señal de que podíamos volver a estar juntos. Así, una tarde, sin pensarlo mucho, me llegué a su casa, tocando a la puerta. Me recibió su madre, que me dijo: «Muchacho, dichosos los ojos que te ven», en su manera guajira y afectuosa. Al poco rato ella salió del cuarto con una toalla en forma de turbante: se había estado lavando la cabeza. La madre nos dejó solos con el pretexto de que tenía que hacer la comida y su hermano no estaba en la casa, por lo que nos quedamos los dos solos en la sala.
—¿Cómo estás? -le pregunté.
—Yo, bien. ¿Y tú?
—Como siempre, trabajando, yendo al cine, cosas así.
—Y a la televisión. Te he visto varias veces.
—Ah, eso. Es una forma de ganarme la vida divirtiéndome.
—A mí me cae bien el programa. Sobre todo cuando hablas tú, no tanto cuando lo hace René. El profesor René de la Nuez.
—Como dice Sigrid.
—Sí, como dice Sigrid.
—¿Qué tal va la obra?
—Ahí, ensayando muchísimo. Horita tengo que salir para el ensayo.
—¿Cómo te sientes en tu papel?
—Bastante incómoda. El personaje no es nada como yo, pero trato de parecerme lo más posible a ella. Es una mujer condenada.
—Como todas las de Tennessee Williams.
—Sí, pero ésta es joven.
—Como tú entonces.
—Yo no soy una mujer condenada.
—Es cierto, no lo eres en absoluto.
—Sin embargo me identifico muy bien con ella.
—Eso quiere decir que te saldrá bien la interpretación.
—Vamos a ver. Todavía estamos en los ensayos con libreto en la mano.
La invité a comer y ella aceptó pero tuve que esperar a que se le secara el pelo. Comimos en el restaurant italiano de 2 y 19 y luego la acompañé hasta el teatro. Al dejarla le dije que la esperaba en El Jardín a su salida: ella estuvo de acuerdo. En El Jardín no me senté en la tertulia, que ya se estaba formando, sino que me puse aparte, bebiendo un whiskey con agua y luego otro y otro. Yo tenía poco hábito de beber solo y al estar bebiendo a solas en El Jardín, mientras leía una revista comprada en el puesto de El Carmelo o un libro traído de casa, me sentía como un personaje de novela, sabiendo que no lo era pero sin saber que lo sería un día. En mis noches de espera en El Jardín veía a la vieja Lala Torrante (a la que sus enemigos escritores, preferiblemente escritoras, llamaban La Atorrante) sentada en un extremo de la terraza con una muchacha que a veces se vestía con leotard negro y un pullóver del mismo color para destacar su blancura, su rostro una verdadera máscara con los ojos muy pintados de rímel negro. Me preguntaba si sería hija de Lala o quizás una discípula, pero allí estaban todas las noches las dos solas y a veces acompañadas momentáneamente por un miembro de la tertulia que no temía ser condenado al infierno por acercarse a la carne. A la salida del teatro, £lla venía a buscarme y no bebía nada sino que me pedía que le comprara una manzana y así, comiendo su manzana, la acompañaba hasta su casa, yendo por Línea hasta Paseo y luego subiendo las terrazas del paseo hasta llegar a la calle 15, por donde enfilábamos rumbo a su casa. A veces nos sentábamos en el parque de Paseo a conversar o conversábamos en la escalera de su casa, sentados en los escalones. Ésas fueron noches tranquilas que no presagiaban el futuro borrascoso ni reflejaban el pasado intranquilo, la conversación llevada por caminos llanos, sin dificultades pero tampoco hecha de naderías: estuvimos muy juntos ese tiempo. Luego, de pronto, ella me dijo que no me podía ver más, sin más explicaciones, que lo nuestro, fuera lo que fuera, tenía que acabar y yo me desesperaba por comprender sus motivos, aunque sospechaba que tenían que ver con el hecho de que yo estaba casado, pero ella no lo decía claramente, sino que insistía en que no debíamos vernos más -y dejábamos de vernos por días que me parecieron años, por semanas que semejaban siglos. Fue en uno de estos intervalos amargos cuando conocí a Nora Jiménez.
Yo estaba en la cafetería de CMQ y me disponía a subir para hacer mi programa -y ahora tengo que hablar brevemente del programa, que comenzaba a tener su público. Lo llevamos muy bien René y yo, hablando de teatro y de cine, después de que se identificara el programa con lo que se llamaba entonces «La marcha del río Kwai», que era en realidad la marca inglesa Colonel Bogey, aunque yo no lo sabía entonces. Habíamos sacado la tonada de identificación del disco de la película, pero luego cambiamos para una versión jazzeada por Roy Eldridge, que convenía más a la informalidad del programa. Estaba, como dije, listo para subir a hacer mi programa, un día raro ya que estaba yo adelantado y no atrasado y corriendo como siempre, cuando tropecé con Lydia Ruiz: ella estaba conversando con una muchacha alta y delgada y de pelo casi color arena y cuando me vio dejó de hablar con ella para venir a saludarme. Lydia era una muchacha, mejor dicho una mujer; muy civilizada, muy poco cubana con su pelo rubio y sus ojos claros y su tez pálida, me la había presentado Titón un día ahí mismo en la acera de CMQ y ella, interesada en su publicidad personal (era modelo con pretensiones de ser actriz), se había mostrado muy amable y deferente y aunque no me gustaba mucho como mujer (no soy particularmente aficionado a las rubias, teñidas o naturales, y además había una cierta falsedad en Lydia, una artificiosidad que me molestaba) era agradable tenerla cerca -cosa que ocurría cada vez que nos veíamos que casi se me abalanzaba para besarme, aunque no lo hacía, por supuesto. Esa noche de que hablo me interesó su compañía y le pregunté quién era.
—Una amiga -me dijo-. ¿Quieres conocerla?
—Sí, claro que sí -le dije yo y ella llamó a su amiga por su nombre.
Se llamaba Nora, Nora Jiménez en la presentación, y venía de Santiago de Cuba, lo que se notaba por su acento aunque su blancura de tez y sus ojos verdes desmintieran su origen: uno siempre asociaba a Santiago con mulatas espectaculares o con trigueñas bellas, pero nunca con esta muchacha esbelta y pálida. No tuve tiempo de hablar mucho con Nora esa vez, pero quedamos en que la llamaría a la casa de huéspedes donde vivía: allí vivía también Lydia. Seguro que la iba a llamar; ya que había visto que yo le había caído bien y ella me gustó a primera vista.
Por ese tiempo se le ocurrió a Korda traerme un proyecto de publicación. Yo publicaba en mis páginas pin-ups, fotos de estrellas conocidas y de starlets desconocidas, pero siempre con poca ropa. Ahora Korda me proponía eliminar la ropa del todo y hacer las páginas gráficas con bellezas cubanas. Las primeras fotos que me trajo mostraban a una muchachita rubia completamente desnuda, su desnudez evidente oculta por una guitarra a la que abrazaba. Había otras fotos también atrevidas, poniendo a la modelo (que se parecía bastante a Brigitte Bardot de cara y que pronunciaba la imitación haciendo pucheros con sus labios botados) entre boas de plumas o sentada de espaldas -siempre desnuda y al mismo tiempo nada objetable para la dirección de Carteles. Las fotos causaron sensación, ya que no había costumbre de publicar desnudos en Cuba entonces y la B.B. Cubana (así la bautizó Korda y así fue llamada en mis páginas) hizo una breve carrera como cantante antes de irse de gira por Sudamérica. Cosa curiosa, yo nunca tuve que ver nada con las modelos que salieron en Carteles casi todas las semanas a partir del número con la B.B. Cubana, pero nadie me creía, era Korda en realidad quien se aprovechaba, si podía, de levantar a estas modelos o estrellitas nacientes, mientras yo recibía los facsímiles de aquellos cuerpos y caras que Carteles inmortalizaba por una semana, contentándome muchas veces, como un lector más, con la contemplación de las reproducciones -y muchas veces no llegué a conocer nunca el original.
Llamé a Nora un día a la casa de huéspedes y la encontré allí, me dijo, de casualidad pues debía haber salido con Lydia y se había demorado sin quererlo. Me alegré de que la casualidad (más mi voluntad) me deparara ese encuentro. Hicimos una cita para almorzar y yo vine a buscarla a la casa de huéspedes. Me llevé una gran sorpresa cuando la vi: no sólo estaba elegantemente vestida (en contraste con la simpleza de su atuendo anterior) sino que se había teñido el pelo de negro noche.
—Idea de Lydia -me explicó ella-. ¿No te gusta?
—Sí -le dije pero cómo explicarle que me gustaba más su belleza simple de antes, su lozanía provinciana, su pelo color arena, y mentí más-. Mucho -le dije, reparando en las nuevas cejas, en el rímel de las pestañas, en la boca muy pintada.
Salimos a caminar rumbo al restaurant, que estaba cerca, y hablando con ella, mirándola, por poco me pego contra una roca, no una roca sino un pedazo de tapia, un trozo de muro que salía de un edificio que derrumbaban: otra vieja casona de El Vedado echada abajo para construir un cajón de apartamentos.
—¿Eres muy distraído? -me preguntó Nora.
—Solamente cuando estoy absorto contemplando la belleza -le dije y a ella le gustó el cumplido. No me dio las gracias, pero supe que le gustó por la manera de sonreírse.
Otra tarde, ya casi de noche, vine a buscar a Nora, de improviso (no la había avisado por teléfono mi visita, sino que hice como si pasara por allí por casualidad y entrara casualmente). Ella tenía una cita.
—Ahora mismo me tengo que ir -me dijo-. Perdóname. Vuelve otro día.
Fue entonces que noté que había cambiado con respecto no sólo a la primera vez que la vi sino a la segunda ocasión. Ella bajaba las cortas escaleras de la casa de huéspedes y salía a la calle. Salí tras de ella, a tiempo para verla entrar en un convertible blanco, cuyo chofer pude conocer: Karel von Dobronyi, un escultor que se había hecho famoso haciendo un facsímil de Anita Ekberg desnuda. Yo lo había conocido porque vino a Carteles a proponer los sketches para publicar y el director me lo había pasado para que hablara conmigo. Nunca llegamos a nada en concreto y no se publicaron los esbozos, pero supe, preguntando, quién era Von Dobronyi -que se decía, según su tarjeta de visita, «Servidor de las casas reales de Europa». Era nada más ni nada menos que un aventurero internacional que se había instalado en La Habana y había puesto una joyería moderna, donde varios jóvenes escultores cubanos esculpían (o soldaban) joyas en forma de esculturas, tanagras, bibelots, etc. Se decía que Von Dobronyi no era siquiera el autor de la estatuica de Anita Ekberg, sino que solamente había cogido unas fotos de desnudos de la estrella sueca y un escultor desconocido había reproducido en bronce las conocidas por exageradas dimensiones de la Ekberg. Ahora Von Dobronyi se alejaba con Nora, envuelta en una capa negra con el forro rojo, y subían calle 19 arriba, raudos, veloces.
—Van a casa del escultor Serra -dijo una voz a mi espalda y era Lydia.
—¿Sí? -dije yo, como si no me importara.
El escultor Serra era famoso porque organizaba orgías en su casa, donde todo estaba tocado por el sexo: hasta el timbre de la puerta era una teta con su pezón por botón. También se decía que muchas de las orgías se organizaban no sólo para amigos, sino para turistas.
—Yo le dije que no fuera, que no saliera con Karel, a quien conozco muy bien -dijo Lydia-. Pero no me hizo caso: ella tiene la cabeza muy dura. No sé qué cree que va a sacar de él. También le dije, querido -me dijo-, que no saliera contigo, que no iba a sacar nada regalándose como se regala. Una tiene que darse su lugar.
Esto era cierto de Lydia: ella no me gustaba como mujer pero de haberme gustado nunca habría tenido una fácil relación con ella. Yo la respetaba por esto y además porque era novia o prometida de Octaviano Cortés, que era conocido mío, primero, de la cafetería de CMQ y luego como futuro productor de mi programa de televisión. Ellos tenían unas relaciones muy irregulares pero se veía que Octaviano estaba enamorado de ella y sufría con los altibajos de su cortejo.
—Ése no es muy buen consejo -le dije-. Ella no tiene que salir conmigo para sacar lo que quiera de mí: mi amistad es más bien desinteresada.
—Lo dudo -dijo Lydia.
—Pues no lo dudes: yo quiero que Nora se lleve la mejor impresión mía posible.
—¿Para qué tú quieres crear esa buena impresión? ¿Como una obra de caridad?
Lydia era una mujer inteligente además de bella, y había dado en la diana: yo no quería una amistad desinteresada con Nora: yo estaba interesado en su cuerpo, que imaginaba perfecto debajo de sus ropas: delgado, alto, esbelto, de carnes blancas y casi impolutas ahora. Se imponía el casi después de haberla visto salir con Yon Dobronyi: ése no era un hombre que perdiera el tiempo con una mujer que no se le diera, al revés de mí que había salido a almorzar con Nora y ni siquiera le había insinuado que me gustaba, oyéndole simplemente los cuentos de su vida, de cómo había quedado viuda en Santiago, con dos hijas, a los diecinueve años, de por qué había decidido venir a La Habana, de sus penurias en la capital, de sus proyectos, sus sueños, sus ambiciones: quería ahora ser una modelo, una actriz, alguien famoso y querido por un público mayor que el de la compañía ocasional. De esto hablamos mientras comíamos y recuerdo que de la conversación saqué la conclusión de que me sería difícil acostarme con Nora, descontando que ella quisiera hacerlo, no porque hubiera algo físico que lo impidiera, sino una interposición supersticiosa mía: ella era viuda y yo veía a las viudas como representaciones humanas de la viuda negra, la araña que mata a su pareja después de consumado el acto sexual. Poco después Nora regresó a Santiago a ver a sus hijos y no la volví a ver hasta su regreso. En el entretiempo volví a verla a Ella. La esperé a la salida de un ensayo y la acompañé hasta su casa. Hablamos mucho esa noche, sobre todo de nuestra relación. Ella no quería que se hiciera más seria de lo que era: yo era i un hombre casado y ella no tenía intenciones de casarse ¡con nadie por ahora, quería dedicarse al teatro y no tener a nadie de por medio. En esos días yo me había comprado unas sandalias suizas y con ellas andaba por todas partes, aunque sabía que en Cuba usar sandalias un hombre es señal de afeminamiento. Pero a mí no me importaba: me gustaba el frescor de las sandalias y los prejuicios nacionales me tenían sin cuidado. Esa noche, subiendo por la calle 13, rumbo a su casa, cayó de un árbol, de una ceiba que había allí, que tenía una oquedad en su tronco donde los creyentes dejaban sus ofrendas y la convertían en nicho, de arriba cayó una gran araña peluda, una tarántula cubana, enorme, y yo di un paso decisivo y la aplasté de un pisotón de mi sandalia. Después me di cuenta del peligro que había corrido: al tener el pie casi descalzo la araña podía haberme picado. Ella reaccionó con emoción: no me dijo que yo era valiente sino que me lo dio a entender, después dijo: -Tienes que tener más cuidado: eres muy impulsivo.
—Sí -le dije-, a veces lo soy.
Llegamos a su casa y no habíamos acordado nada nuevo: seguiríamos sin salir juntos, sin vernos. Ella lo quería así y a mí, a quien le gusta más el recuerdo del aroma que la ñor presente, que tengo nostalgia de cualquier pasado y un alma si se quiere romántica, a pesar de mi cinismo (o por el mismo), veía con cierto agrado morboso, con un dolor placentero, aquella ruptura y decidí que era mejor no verla más -y traté de hacerlo, todo lo que pude.
En mi casa todo seguía igual: la misma familia con los mismos problemas. Mi hija ya tenía casi cuatro años y mi mujer estaba nuevamente en estado, con casi nueve meses de preñez. Ella sabía que mi mujer estaba en estado y fue una de las cosas que sacó a relucir cuando precisó por qué no quería verme más y yo comprendí su punto de vista: yo no estaba dispuesto a divorciarme y ella lo supo sin que yo se lo dijera: lo había adivinado desde el principio, desde el mismo momento en que supo que yo era casado -y ahora con mi mujer preñada, casi a punto de dar a luz, era más difícil que nunca la realización de un divorcio, aun suponiendo que yo estuviera dispuesto a desearlo de veras.
Siempre que iba al trabajo en ómnibus yo llevaba un libro para leer en el camino y yo iba a menudo al trabajo en ómnibus, antes más que ahora, quiero decir a principio de los años cincuenta o mediados los cincuenta más que ahora que casi finalizaban. No puedo recordar todos los títulos que leí viajando en ómnibus del trabajo a la casa y de la casa al trabajo, pero sí recuerdo un libro en particular -los ensayos de Victoria Ocampo- porque me senté al lado de una jovencita, de una niña casi (¿cuántos años tendría?, ¿doce?, ¿trece?, no lo sé, no lo supe nunca), de grandes dientes en una sonrisa perenne cuando respondió a mi pregunta:
—¿Te interesa la lectura? -porque la había sentido, primero, y luego visto cómo miraba el libro que yo trataba de leer.
—Sí -me dijo ella-, mucho.
Tenía grandes ojos castaño claro y un aire de inocencia j tan grande que irradiaba alrededor suyo como un halo.
—Bueno -le dije-, el libro es tuyo. Te lo regalo.
—¿Éste? ¿De veras?
—Sí -le dije-, tal vez te guste: está escrito por una mujer.
—Ah -dijo ella-, pero yo no debía aceptarlo: nosotros no nos conocemos.
Me hizo gracia su presunción y le dije:
—Eso se arregla ahora mismo -y le dije mi nombre dónde yo trabajaba.
Ella me dijo su nombre, que olvidé, y me dijo además que iba para la escuela -lo que era obvio al ver los libros de texto que llevaba entre los brazos. Finalmente aceptó el regalo y se llevó el libro, que, como todos los míos, tiene mi nombre escrito en la página titular. Aquel incidente con la niña más bien fea y el libro de la Ocampo se me hizo inolvidable y cada vez que yo cogía el ómnibus por las mañanas, trataba de ver si volvía a verla y preguntarle si le había gustado el libro. Pero nunca la vi, ya que ahora casi siempre iba en taxi al trabajo, sobre todo desde que empecé a trabajar en televisión. Por esos días, además, mi padre se compró un automóvil, de segunda mano, un Pontiac enorme, en el que él se veía más chiquito de lo que era. Decidimos mi hermano y yo aprender a conducir y sacábamos el carro por las noches, ya tarde, para recorrer en nuestro aprendizaje las calles de El Vedado. Una noche en que iba yo solo, cerca de las doce de la noche, bajando por Calzada y casi llegando a la avenida de los Presidentes, vi caminando por la acera derecha a una mulata impresionante. £n ese mismo momento me sacaba el cigarrillo de la boca y tenía que doblar la esquina, cuando el cigarrillo se me cayó de entre los dedos. Por miedo a quemarme traté de cogerlo en el aire, abandonando el timón, y el carro se fue de lado, pegando en el contén, subiendo al jardín y siendo detenido finalmente por un banco. Me llevé tremendo susto: de haber alguien sentado en el banco lo habría matado de seguro. Ahora el carro tenía una llanta reventada y tuve que cambiarle la goma, aprendiendo a hacerlo mientras lo hacía. Me alegré de que no apareciera un policía en todo el tiempo que me llevó cambiar el neumático y luego sacar el carro de entre los jardines, para finalmente llevarlo al garaje de Línea y calle F, donde dejé la goma para que la reparasen. El accidente fue memorable (el único que me ocurrió en mi vida de chofer), pero más lo fue la mulata que iba por la acera, a la que perdí para siempre, aunque la llevo en la memoria, con su cuerpo cimbreante, sus caderas moldeadas y sus senos opulentos: ésa no me la quitará nadie.
Lo que sí me quitaron fue el uso de la máquina, pues aunque no conté a mi padre lo del accidente tuve que decirle que había dejado el neumático reparándose en Línea y fue él quien fue a buscarlo. Al parecer se enteró de que era un reventón y se negó en absoluto a prestarnos la máquina a mi hermano o a mí, por lo que se hizo cada vez más necesario comprarme un automóvil y el Austin Healey rojo seguía impertérrito, sin venderse, en la esquina de Infanta y Carlos III, resistiendo mis miradas: fue entonces que decidí ahorrar para comprármelo; con el doble sueldo de Carteles y de la televisión podía permitirme ahorrar lo suficiente como para dar la entrada y pagarlo mensualmente.
Por esos días había conocido al director de cine italiano Ferruccio Cerio, quien había tenido años antes éxito en Cuba con una película boicoteada por la Legión de la Decencia, católicos que hicieron más propaganda al mediocre film que la que se merecía. Yo escribí un largo artículo (el segundo escrito con mi seudónimo) sobre el estreno y aparentemente no hablé lo suficientemente mal de la película en cuestión, porque cuando Cerio vino a La Habana, casi cinco años más tarde, lo primero que hizo fue buscarme. Cerio era un hombre alto, moreno, calvo, con lentes levemente ahumados, que solía meterse la mano por entre la camisa abierta para golpearse el pecho mientras hablaba. Mis amigos y yo, los que lo conocimos, estuvimos seguros de que era (o había sido) fascista, más que nada por sus actitudes pseudomilitares y la manera en que se comportaba. Pero de alguna manera nos hicimos amigos y yo lo veía a cada rato, él cada vez más impresionado con la riqueza de Cuba, aparente en La Habana con su nueva arquitectura y sus grandes hoteles. Tenía él una amiga (o amante) que era dueña de una boutique (era la primera vez que el nombre se usaba en Cuba) en el edificio Focsa, por la calle 19. Era una francesa que había vivido en Santo Domingo y que ahora se había radicado en La Habana, una mujer muy atractiva en su medianía de edad, que me gustaba mucho y a quien podía haber hecho la corte si no fuera porque de cierta manera le tomé aprecio a Cerio y a sus veladas revelaciones: había sido médico una vez en su vida, fue corredor de autos para la casa Alfa Romeo, estaba en Cuba porque le había dado un ataque cardíaco, etcétera, etcétera. ¡Pobre Cerio, no supe lo que fue de él después de la confusión de los primeros días de la Revolución y nunca me enteré de su destino! Recuerdo su gran momento, cuando Silvana Pampanini visitó Cuba y, al yo ir a entrevistarla, le hablé de Cerio, quien la había dirigido en una ocasión, y dijo maravillas de él, insistiendo en hablarle por teléfono. Su otro apogeo ocurrió poco después, pero hablaré de él más tarde. Ahora sólo quiero mencionar la meliflua canzone entonada por la Pampanini (ya en decadencia pero todavía una mujer hermosa) al teléfono, hablando con Cerio y yo tratando de imaginarme la cara suya, con sus pequeños ojos miopes, tan juntos, y su larga nariz romana, que le daban un leve aspecto de elefante amable, irradiando orgullo de ser reconocido por la ilustre visitante.
Llegó el día de la puesta en escena de Orfeo descendiendo, que ocurrió el 4 de julio (para hacer esa fecha doblemente memorable) y fue en efecto una revelación. Yo no había asistido a ninguno de los ensayos y por tanto no estaba preparado para lo que vi en aquella pequeña sala: el debut de una actriz verdadera: Ella, solamente con entrar a escena llevando un impermeable viejo, y hablar por teléfono en la tienda del pueblo, mostró qué cosa era actuar y (excepto en un momento débil en el segundo acto, cuando tenía que decir la frase, la palabra repetida: «¡Vive, vive!», donde no fue muy convincente) se ganó el premio de la actriz novel del año. Yo estaba completamente trastornado por aquella revelación, por su epifanía, y fue René Jordán quien me hizo el mejor diagnóstico, cuando se acercó a mí en un entreacto y me dijo:
—Pobre Mirta -se refería a mi mujer-, te acaba de perder esta noche.
Lo que era verdad. Yo no quise ir a los camerinos después de terminada la obra y, aunque no hablaba con ella hacía días, le había enviado un ramo de rosas rojas, carísimo, con una tarjeta en la que puse: «A la actriz larga y febril» y sin saberlo estaba dando prueba de presciencia: eso fue lo que ella demostró esa noche. Me fui para casa caminando, recorriendo el camino que había hecho con ella tantas veces, lentamente, llegando a casa cerca de la medianoche. Pero no pude dormir: me puse a escribir con una extraña lucidez y escribí tres cuentos esa noche que no tenían nada que ver con la pieza pero que estaban dictados por la excitación que me produjo su presencia en la escena. Escribí febrilmente, fumando un cigarrillo tras otro, oyendo el tabletear de la máquina haciendo eco en la calle silenciosa, escribí hasta el amanecer: cuando dejé de escribir tenía tres cuentos completos. Decidí que era hora de comer algo y salí a desayunar en la calle. Mis pasos me llevaron hasta la calle Línea, a casa de Silvio, a quien desperté. Me recibió azorado, como esperando una mala noticia y me respondió solamente «¡Ah, carajo!» cuando le dije que venía a invitarlo a desayunan Se vistió enseguida y en su máquina nos fuimos hasta el Habana Hilton a comer un desayuno americano de huevos fritos (huevos revueltos para Silvio), pan y café con leche. Por el camino le conté lo sucedido la noche antes y como respuesta dijo:
—Coño, qué metido estás -queriendo decir que yo estaba feliz y desgraciadamente enamorado, lo que era verdad.
Después del desayuno dimos una vuelta en su carro y ya era hora de irse al trabajo, por lo menos para Silvio, ya que yo entraba a trabajar cuando me daba la gana. Nos fuimos los dos a Carteles y a media mañana salimos a comer algo junto con René de la Nuez. No quise preguntarle a René qué le había parecido la obra ni Ella en la obra, sino qué había hecho cuando se terminó la obra, que lo vi irse hacia los camerinos.
—Ah, salimos -dijo y se detuvo, titubeante.
—¿Qué pasa? -le pregunté yo-. ¿Pasa algo?
Él no se atrevía a hablar, finalmente me dijo que me iba a contar lo que sucedió si yo le prometía no hacer nada. Se lo prometí y me contó que Ella había salido con ellos en el carro de Pepe Escarpia. Ella había bromeado con todos, feliz por su triunfo, pero también se había estado besando con un actor maricón que venía con ellos. Sentí el ataque de celos más violento que he sentido en mi vida y debí ponerme lívido porque René dijo:
—No debía habértelo contado.
—No importa -le dije yo-. Está bien que me lo hayas contado: ya no hay nada entre Ella y yo.
Pero no pude trabajar más esa mañana. A las once me fui para su casa y le pedí que saliera conmigo al pasillo, a las escaleras, que quería hablar con ella. Ella debió haber visto señales en mi cara, porque sonriendo dijo:
—¿Pasa algo?
No le contesté inmediatamente y ella agregó:
—Muchas gracias por las rosas.
Yo no dije nada hasta que ella cerró la puerta de su casa y estuvimos en el descanso de la escalera donde hablábamos a menudo.
—¿Qué hiciste anoche? -le pregunté.
—Ah, salí con unos amigos después de la obra, a celebrar -dijo ella, agregando-: ¿Por qué no viniste al camerino? Te estaba esperando.
—Yo quiero saber qué hiciste exactamente anoche -le dije con la voz dura, cortante.
—Ya te dije: salí con unos amigos.
—Sí -le dije yo-, y te estuviste besando toda la noche con uno de ellos.
Ella se demudó pero se repuso enseguida:
—Eso seguro que te lo contó René, ¿no?
—No importa quién lo haya contado -dije yo-. Lo importante es que pasó. ¿O no pasó?
Ella se quedó callada un momento, luego dijo:
—Sí pasó, pero no pasó como tú lo dices. Sólo me di un beso y el muchacho a quien besé es una loca perdida. Lo hice por amistad.
—¿Y eso es todo?
—Eso fue todo -dijo ella.
—¿Me estás diciendo verdad?
—Te lo juro -dijo ella-. Por mi madre que es verdad.
Yo estaba fumando y en vez de apagar el cigarrillo en el suelo lo apliqué a su brazo: ella no lloró ni protestó sino que aguantó la quemadura en silencio, pero luego vi que le corrían dos lágrimas por la cara. Casi me fui de su lado corriendo.
Pero por la noche estaba en su casa, temprano, antes de que ella se fuera a hacer la obra. Nos saludamos con bastante frialdad, excepto por su madre que estuvo encantada con mi visita y me preguntó:
—¿Qué tal estuvo mi niña anoche? -su cara radiante de orgullo.
Fue entonces que reparé que nadie de su familia había ido al estreno: ignoraba por qué. Tal vez una superstición familiar, tal vez ella no quiso que fueran, tal vez irían más tarde y no mezclados con la gente del estreno. Le respondí con el entusiasmo que pude obtener:
—De lo mejor: se robó la obra.
—¡Oh! -protestó ella desde el cuarto.
Cuando salimos me dijo:
—Ada dice -Ada era una de sus amigas- que tú eres un sadista -me dijo mostrando el brazo—, que esto es un acto 1 de sadismo, pero yo le dije que es un acto de amor.
—Perdóname -le pedí-, no sabía lo que hacía, estaba muy alterado. Tú no sabes los celos que tenía, que tengo todavía.
—No tienes por qué tener celos: no hay más nadie, no amo a nadie -yo esperaba que dijera excepto a ti, pero no lo dijo-. No hay nadie -fue lo que dijo, repitiéndose.
Llegamos al teatro y sin bajarme del taxi le dije:
—Te espero en El Jardín.
—Está bien -dijo ella.
En El Jardín lo que hice fue beber; bebí más de la cuenta esa noche pero no me emborrachaba: todavía no podía olvidar lo que me había contado René esa mañana pero también mantenía la excitación que me había producido su presencia en la escena. Veía a los contertulios, llegando y formando la tertulia en la esquina de siempre, veía a los comensales tardíos cenando en la terraza, veía a los parroquianos sentados a la barra: los veía a todos pero no estaba allí: aquello sólo era una estación de espera y yo estaba solo en el mundo, con mi amor, con mi dolor, con mi esperanza de conquistar el dolor y el amor como tantas cabezas de hidra y llevarme el vellocino de oro, que era Ella, que era Ella.
Subíamos, como de costumbre, las terrazas naturales hechas parque de la calle Paseo, ella comiéndose una manzana, cuando de pronto me dijo:
—Detesto esas sandalias apuntando a mis pies.
—¿Por qué? -pregunté yo-, ¿No te gustan?
—Las detesto porque sé que te las ha comprado ella.
—¿Quién?
—Ella, tu mujer. De seguro que ella te las compró.
—Te juro que no -le dije-. Me las compré yo.
—No te creo -me dijo.
—Está bien -le dije-, no me creas, pero es la pura verdad.
—¿De veras que te las compraste tú?
—De veras. Te lo juro.
Me halagaron sus celos repentinos, pero más me gustó su cara y el tono de su voz al preguntarme -y de pronto vino la pregunta inesperada, vertiginosa:
—¿Qué hiciste con el apartamento?
—Nada. ¿Por qué?
—Quiero decir -dijo ella-, ¿todavía lo tienes alquilado?
—Ah, no. Hace rato que lo desalquilé.
Ella se quedó callada y de pronto dijo (y ésta debía ser la pregunta, la gran pregunta):
—¿Y no puedes alquilarlo otra vez?
Me quedé como petrificado: yo sabía lo que ella estaba insinuando. Después de un momento le dije:
—Supongo que sí se puede. ¿Por qué?
—Oh -dijo ella-, por nada. Estaba pensando en un lugar donde pudiéramos estar los dos solos y se me ocurrió que todavía tenías alquilado el apartamento y que podíamos ir allí.
No salía de mi asombro -¿era que ella había decidido entregarse, sin más ni más, sin librar una batalla, rindiéndose, después de tantos meses de asedio? Me pidió que nos sentáramos en un banco:
—He estado toda la noche de pie.
—Sí, ya sé: en las tragedias nada más que se sientan los reyes.
Ella se sonrió al sentarse. Estuvimos un rato sin decir nada, contemplando la noche de julio, que era cálida pero allí en las terrazas de los jardines de Paseo se estaba bien, en la oscuridad los dos, alumbrados de vez en cuando por los faros de un auto que bajaba la avenida. Le pasé una mano por detrás y la atraje hacia mí: se dejó besar, primero tiernamente, después duramente, después salvajemente: se me entregaba toda entera. Al día siguiente le propuse a Silvio volver a alquilar un apartamento en el edificio del viejo Boloña, no uno tan grande como el primero, que no podíamos pagar solos los dos, sino algo más pequeño. Silvio estaba de acuerdo: aparentemente Bárbara se negaba a ir a una posada, aunque él no me dijo nada. Fuimos los dos y nos entrevistamos con el viejo Boloña: esta vez no hubo tanto preámbulo: él sabía lo que queríamos y nosotros sabíamos que él lo tenía. Nos enseñó un cuarto grande, sin baño, que estaba al fondo, al que se llegaba por un pasillo aledaño al apartamento grande. Cuando lo vimos y supimos el precio -cincuenta pesos mensuales- decidimos alquilarlo enseguida, le traeríamos el dinero más tarde, el cuarto era nuestro, dijo el viejo Boloña. Quedamos Silvio y yo que lo usaríamos días altemos y a mí me tocó el primer turno: suerte que tiene uno, me dije. Esa noche la esperé en El Jardín, como de costumbre, aunque yo había tomado más que de costumbre: sentía un vago temor o más bien un temor definido, el miedo de la primera vez, como si en realidad fuera mi primera vez. Antes de sentarme a mi mesa a beber whiskey con agua, compré un preservativo -un paquete de tres- en la quincalla de El Jardín: afortunadamente era un hombre quien atendía, si no me hubiera pasado lo que me pasó una vez, cuando yo andaba con Dulce Espina, que ella insistió en que usara condón y fui a una botica, yo solo, y me encontré con una dependienta, una mujer joven y para colmo era la única botica que estaba de turno en el barrio. Traté de pedir lo que quería pero no me salía la voz, finalmente le pregunté a la muchacha:
—¿No hay ningún hombre dependiente aquí?
Y ella me dijo muy calmada:
—No. ¿Qué es lo que usted desea?
Bueno, yo no sabía cómo explicarlo hasta que la mujer, la muchacha, dio media vuelta, abrió un cajón y extrajo algo que puso sobre el mostrador: un paquete de preservativos.
—Era esto, ¿no? -me preguntó ella y yo respondí con la cabeza y por fin pude preguntar el precio y al final ella se explicó-: Los farmacéuticos somos como los médicos.
Esa noche tenía mejor suerte o más experiencia y el hombre me despachó los preservativos enseguida. Cuando ella llegó ni siquiera le pregunté si quería tomar algo, como hacía todas las noches y ella siempre pedía una manzana: era una loca por las manzanas, sino que me puse de pie y salí con ella bajo las miradas de los concurrentes a la tertulia católica, que me miraban como todas las noches que salía con ella de El Jardín. Caminamos directamente a la calle 8, sin hablar: ella estaba sombríamente silenciosa, yo no quería estropear nada con hablar demasiado. Llegamos a la casa del viejo Boloña y ella se iba a dirigir al antiguo apartamento, cuando le dije:
—No, por aquí -y la llevé del brazo por el pasillo lateral, hasta el fondo, donde abrí una puerta y encendí una luz.
Ella miró el cuarto con una mezcla de curiosidad y -yo diría que- desprecio: era evidente que esto no era lo que ella esperaba. De alguna manera el cuarto compartía la sordidez de una posada sin ninguna de sus conveniencias. -Por favor -me pidió-, apaga la luz.
La apagué y todo estuvo a oscuras por un momento, luego por la ventana abierta sobre la cama entró un débil rayo de la luz del pasadizo. Ella, sin decir nada, se quitó la ropa: la camisa masculina y los pantalones azules que se habían convertido casi en su uniforme. No llevaba sostén y se quitó también los pantaloncitos: estaba completamente desnuda ante mí y aunque no era la primera vez que la veía desnuda sentí la misma emoción que la primera vez: siempre iba a ser así en el futuro cada vez que ella se desnudara ante mí. Se tiró en la cama y se quedó tumbada, una pierna casi sobre la otra, un brazo por detrás de la cabeza y el otro tendido a lo largo del cuerpo: no me cansaba de mirarla. Yo no me había quitado la ropa cuando ella dijo: «Ven», iba a ir a ella vestido. Me di cuenta de que ella me estaba pidiendo que yo viniera no sólo arriba de ella sino dentro de ella y me quité la ropa apresuradamente, tirándola por el piso y fui a la cama, de donde salí de nuevo para ir a buscar en mi saco los preservativos y mi erección temprana me ayudó a ponerme uno sin que ella se diera mucha cuenta.
—Cuídame -fue todo lo que dijo.
La penetré -para mi asombro eterno- sin gran esfuerzo. Era evidente que era la primera vez que ella se acostaba con un hombre -es decir, la primera vez que se dejaba penetrar por un hombre y sin embargo resultaba muy fácil, tanto que me temí que otro la hubiera poseído antes y casi salgo de dentro de ella, impulsado por los celos. Mientras, ella no decía nada, solamente se movía, primero muy lentamente, luego rápida aunque sin mucho arte, dada la poca práctica, que era también evidente. Yo, mientras, la clavaba contra la cama, haciendo esfuerzos por penetrar cada vez más hondo -o más adentro ya que era una penetración horizontal. Ella no hizo ningún ruido pero al venirme yo, al sentirme haciendo ruido, casi bufando de placer -a pesar de que estaba consciente de todo lo que pasaba, como si me estudiara mientras singaba y la estudiara a ella al mismo tiempo-, ella se ablandó toda, entregándoseme completamente. No tuvo un orgasmo esa vez pero sí un desfallecimiento, una laxitud que era signo de la entrega. Al mismo tiempo me dijo:
—Sal de arriba de mí -que era el equivalente de un «déjame sola».
La dejé sola unos minutos, y luego, sintiendo ganas de comenzar de nuevo, la besé, pero ella estaba apartada y fría: había perdido lo que más valoraba hasta ahora, su virginidad, entregada a un bruto que no pensaba más que en el placer propio: esto era evidente.
—Vámonos -dijo al rato y en su voz había más dictado que petición.
Me vestí mientras ella lo hacía a su vez y dejamos el cuarto en silencio y en silencio caminamos las pocas cuadras hasta su casa.
—¿Nos vemos mañana? -le pregunté al separarnos.
—Si quieres... -dijo ella con desgana. No nos besamos esta vez.
A la noche siguiente yo la estaba esperando, pero esta vez no fuimos al cuarto, sino que caminamos hasta su casa: ella estaba cansada -era evidente que el actuar la dejaba completamente exhausta, ahora que había pasado la excitación de la primera noche- y quería acostarse temprano. Yo accedí y la oí comerse su manzana en silencio. Al otro día Silvio me saludó riéndose.
—Vas a tener que tener más cuidado -dijo.
—¿Más cuidado? ¿Por qué?
—Donde dejas los condones. Por poco me mato al pisar uno anoche: resbalé como si fuera una cáscara de plátano, cuando en realidad sólo era un pellejo del amor que, evidentemente, omnia vincit -dijo pronunciando el latín a la alemana.
Silvio estaba de buen humor, tal vez porque había vuelto a usar el tumbadoir o porque sabía que yo lo había usado a mayor beneficio propio: él estaba, por supuesto, enterado de las dificultades que había entre Ella y yo (había sido testigo de mi conversación con René y, hablando de René, he aquí que yo había venido a ganar la apuesta, sólo que casi seis meses más tarde de lo que esperaba: no se lo recordé por supuesto, pero él y Silvio sabían, sin yo decirlo, que por fin me había acostado con Ella), además Silvio era demasiado inteligente para no darse cuenta del cambio en mi vida. Afortunadamente, otras gentes (como mi mujer) no lo notaron y ella creo que tampoco me tomó como el vencedor en el combate que habíamos librado por tanto tiempo, aunque ella actuó como vencida.
Volvimos a ocupar el cuarto del viejo Boloña y esta vez ella estuvo menos tensa pero no menos negada al goce: no se dejaba ir, estaba en desacuerdo, más bien en discordia conmigo, y su cuerpo actuaba de acuerdo con su mente, con su voluntad todavía no marchita. Al final, antes de irnos, me dijo:
—Tenemos que dejar de vernos. Esto no puede seguir así.
—Pero ¿por qué? -pregunté yo.
—Porque no voy a ser tu amante -me dijo ella-, y tú no te puedes divorciar. Es más: no quiero que te divorcies, lo que quiero es que terminemos.
Lo dijo rotundamente y yo, como otras veces, acepté su diktat: no nos veríamos más. Pero la volví a ver, queriendo y no queriendo, en una fiesta que dio René en la azotea de su casa, a la que ella vino al acabarse la obra: el apartamentico de René estaba muy cerca de Las Máscaras, la sala teatral. Allí la vi bailar con Ernesto el fotógrafo y conversar con todos, y en un momento se llegó a la parte de la azotea donde estaba yo y me sonrió y saludó en voz baja. Yo quería acompañarla esa noche pero no quería pedírselo, sino dejar que acompañarla fuera un acto natural, salido del encuentro. Pero ella se iba para otra sala de teatro, El Sótano, donde iba a comenzar a ensayar otra obra, una adaptación cubana de Bonjour Tristesse, en la que ella tenía el papel principal. No me consultó a mí nada al tomarlo, sino que actuó de acuerdo con sus ambiciones, pero yo debí tal vez advertirla contra esa elección. Ella iba a dejar Orpheus Descending, en la que estaba tan bien y había sido dirigida con esmero, por una empresa que era una aventura: el director de la otra sala era mediocre, pasado de moda y no la dirigiría tan bien como se merecía, pero ella quería ser una actriz y como todas las actrices tenía necesidad de ser la figura central, cosa que ahora conseguía. Me ofrecí para acompañarla hasta el nuevo teatro y por el camino (ya era casi la una) no encontramos un solo taxi. Me preocupó cómo regresaría a casa y me dijo que el director la dejaría en su máquina: estos ensayos de madrugada eran imprescindibles, pues ella no tenía otro tiempo libre. Al mismo tiempo estaba minando su salud, trabajando todo el día, actuando por la noche y ensayando por la madrugada. Pero yo la dejé en el lugar de ensayo sin decirle más que hasta mañana, que ella aceptó y devolvió con otro hasta mañana. Luego cogí la confronta, una ruta 32 que me dejó en 12 y 23. Decidí ir por su casa y esperarla pero finalmente deseché la idea y me encaminé hasta casa. Allí me esperaba, levantada, mi mujer.
—Quiero hablar contigo -me dijo.
—¿Ahora? Es muy tarde.
—Vamos a hablar ahora. ¿Qué te pasa?
—¿A mí?
—Sí, a ti. Hace tiempo que estás de lo más raro y no me tratas como antes. Es más no me tratas nada bien: me tratas mal.
Era cierto que yo había dejado de acostarme con ella, pero tenía el pretexto de su maternidad cada vez más creciente.
—No es verdad -dije yo.
—Sí, es verdad. Yo que ya no soy nada para ti, que lo más que puedo llegar a ser es una triste secretaria, pero también quiero, necesito, un poco de cariño, más considera...
Y aquí empezó a llorar. A mí me daba verdadera pena pero no había nada que yo pudiera hacer, excepto tratar de calmarla y al tocarla en el hombro se sacudió de mí y corrió hacia su cuarto. Me quedé solo en la salita que era al mismo tiempo mi cuarto de trabajo algunas veces, mirando a la calle solitaria a través de las abiertas persianas -y comencé a llorar yo también: era un llanto ronco, ruidoso, que no podía contener. Mi madre se despertó y vino a ver qué me pasaba pero tuvo el tacto de no hablarme, sólo que se quedó a mi lado, como si quisiera compartir conmigo la contemplación de la calle solitaria. Ésta no fue la única vez que lloré: otras noches de ese verano me encontraron, tarde, ya en la madrugada, incapaz de contener el llanto -que no sabía qué origen tenía, aunque lo relacionaba mentalmente con mi culpa hacia mi mujer, con mi gran carga de culpa.
Al otro día de la fiesta en casa de René vino a verme Silvina a Carteles: ella también estaba en la fiesta y me había visto salir con Ella.
—Esa mujer -me dijo, cuando estuvimos solos en el café de la esquina de Infanta, detrás de Carteles, ella tomando un Cawy, yo un café solo- es por quien dejas a Mirta ahora, ¿no?
—No sé a qué mujer te refieres -yo sabía.
—Tú sí sabes. La que salió contigo anoche.
—Sé a quién te refieres. ¿Qué ocurre?
—Que ella es una tortillera.
Quería decir que ella era una lesbiana: no había acusación más ridicula. Se lo dije así.
—No -dijo ella-, no es ridículo -tartamudeó un poco al hablar-. La vi sentada en la cama conversando con otra mujer y oí la conversación. La mujer, la otra, la estaba enamorando.
Comencé a sentir celos.
—¿Y ella qué hizo?
—Se dejó decir cosas.
—Pero ¿tú la viste tomar parte activa en el acto?
—No, pero se dejaba querer. Al menos eso me pareció.
—Ella es todo lo contrario -le dije, sin estar muy seguro.
—Te lo aseguro.
Yo sabía con quién había estado hablando ella porque la vi desde la terraza sentada en la cama, un momento: era con Cacha Leyva. Cacha había sido objeto de atención de René en el pasado, pero no pasaron de bailar en el Turf. Cacha le declaró a René que a ella lo que le gustaban eran las mujeres. Yo esto lo sabía. Así que esa noche me llegué temprano a casa de ella y le dije:
—Tengo que hablarte.
—¿Ahora?
—Sí, ahora.
—Lo haremos camino al cine, porque ya estamos retrasados.
Caminamos juntos hacia el cine, no quería que lo que yo le iba a decir lo supiera un chofer de taxi o un conductor de ómnibus, así que le propuse caminar.
—Anoche te hicieron avances, ¿no?
—¿Quién? ¿Ese muchacho que bailó conmigo?
—No, ése no. Se trata de una mujer, se trata de Cacha. Yo te vi en el cuarto con ella y Silvina, mi cuñada, oyó lo que ella te decía.
Ella se sonrió.
—Ah, Cacha. Sí, hace tiempo que ella está detrás de mí. Una vez estaba hablando por teléfono desde la academia con su madre y yo estaba con ella y ella le decía a su madre: «Si vieras el muchacho tan lindo con quien estoy». Ese muchacho era yo.
—Tú lo encontrarás divertido, pero yo no. ¿Hay algo entre tú y ella?
—Por favor.
—No, no por favor, sino que quiero que me respondas.
—¿Cómo se te puede ocurrir semejante cosa?
—No se me ocurrió a mí, ocurrió simplemente.
-Pues estás equivocado. Por cierto, que te lo quería preguntar antes. ¿Tú tienes un amigo llamado Silvestre Ruiz?
—Sí, ¿por qué?
—Vino a ver la obra y después vino a visitarme al camerino.
Se me había olvidado por completo que le había hablado a Silvestre de Ella, un día que me vino a ver a Carteles. Tal vez le dije que estaba enamorado, no sé.
—¿Él es buen amigo tuyo?
—Bastante.
—Pues trató de levantarme.
—¿Cómo?
—Así como lo oyes. Me invitó a salir y todo, de una manera de lo más untuosa, insinuante.
—No lo puedo creer.
—Pues créelo.
Silvestre Ruiz, mi amigo, compañero de bachillerato y todo.
—¿Tú le hablaste de mí? -me preguntó ella.
—Sí.
—¿Y qué le dijiste? ¿Que yo era una mujer fácil?
—¡Tú, una mujer fácil! En todo caso le diría lo difícil que eres.
—¿No le dijiste que te habías acostado conmigo?
—Por supuesto que no. Eso no se lo he dicho a nadie. -Bueno, pues de algún lugar sacó él que yo era fácil de levantar porque eso fue lo que trató de hacer. De una manera muy obvia, casi grosera.
—¡No lo puedo creer!
—¿Y cómo crees que yo me dejaba levantar por Cacha? Ella tenía razón, pero no se la iba a conceder.
—Eso es diferente.
—Diferente porque se trata de una amiga mía y no de un amigo tuyo, ¿no?
—No, no es eso. Es que yo te vi hablando con esa Cacha, las dos sentadas en la cama, y sé de lo que ella anda detrás, que es de ti.
—Es posible, pero no ha conseguido nada. Sin embargo, tu amigo creyó que yo era mucho más fácil de lo que lo cree Cacha.
—¡Es increíble!
Era verdad que era increíble: no podía concebir cómo Silvestre podía hacer semejante cosa. Era tan burdo... Tenía que ser una mentira de Ella. Pero ¿a qué mentirme así? Debía ser verdad.
—Deja que yo lo coja -le dije.
—No, por favor. No le digas nada, te lo suplico. Él me pidió, después, que no te dijera nada a ti.
—Silvestre Ruin.
Ella se sonrió. Me gustaba su sonrisa, aunque no me gustaba su risa. Su sonrisa era encantadora, por ella yo le perdonaba todo, aunque ahora no había nada que perdonarle a ella, sino a mí: yo era el culpable de que Silvestre le hubiera hecho avances. Había hablado con demasiado fervor con demasiada vehemencia. Sí, lo había hecho, pero no le dije (a Silvestre) que me hubiera acostado con ella. Tal vez, como todo burgués, él pensaba que una actriz tenía que ser fácil. O tal vez, concediéndole un punto, lo habría hecho para demostrarme a mí que Ella no valía lo que yo decía, no lo suficiente como para poner en peligro mi matrimonio. Tal vez. Pero en todo caso era sorprendente que Silvestre se hubiera atrevido a tanto. Traté de olvidarlo pero no pude y desde entonces la relación entre Silvestre y yo no fue la misma. Terminamos el día yendo por la tarde al cine, ya que ella había dejado de trabajar en la fábrica de tabacos para dedicarle todo su tiempo al teatro. Vimos Bonjour Tristesse, aunque ella no quería verla para no ser influenciada, decía, por la actuación de Jean Seberg. Vimos la película, los dos, bien instalados uno muy cerca del otro en la confortable frescura del Trianón con aire acondicionado y parecía que no había pasado nada, aunque pronto iba a pasar todo.
Por estos días había regresado a La Habana un actor cubano pretendidamente discípulo del Actor’s Studio. Era bastante bien parecido y tenía una personalidad atractiva. René y yo lo entrevistamos para el programa y en el estudio dio muestras de una pedantería agresiva que nos cayó muy mal: el programa estuvo a punto de terminar de mala manera al agredir el actor salvajemente a René y solamente la urbanidad de René evitó que ocurrieran cosas mayores. Desde entonces el individuo me cayó mal, luego tendría razones para que me cayera peor: él había ido a verla actuar y luego fue a conocerla a su camerino. Yo no supe nada de esto hasta que fue demasiado tarde: ocurrió otra de nuestras desavenencias y yo fui a esperar que regresara a su casa, pero pasaron las doce de la noche y no regresaba (ella había comenzado a ensayar la nueva obra de tarde, así que regresaba temprano de noche). Dándome por vencido emprendí en sentido opuesto el camino que habíamos hecho tantas veces juntos y allí en el parque estaba ella sentada con él: me llamó por mi nombre varias veces pero yo pasé de largo, con mi ánimo por el suelo. De manera que andaba con ese tipo, tal vez fuera por eso y no por las razones de siempre que había roto conmigo esta vez. Al día siguiente o a los dos días estaba yo hablando con Vicente Erre en la esquina de L y 23, pegados al teatro Radiocentro, él, Vicente, sentado en el muro que rodea el césped allí, y yo frente a él. Hablábamos de su nuevo proyecto: una academia de actores en La Habana, en un local muy bueno de la calle Neptuno que había encontrado casi por casualidad. Yo le proponía que la aceptara como becada, ya que ella no tenía dinero para pagarse las clases. Vicente no me decía ni que sí ni que no, solamente sonreía, sabiendo que yo no era una parte desinteresada, sino al contrario, que estaba muy interesado en ella, y de pronto sentí que todo se me detenía por dentro: caminando La Rampa abajo, por la acera del frente, venía cogida de la mano del actor. Ella no me había visto y ahora cruzaban la calle rumbo a CMQ o tal vez a la cafetería de Radiocentro. Lo único que hice fue interponerme entre la visión de ella y Vicente y traté de que no la viera justo en el momento en que éste decía:
—Ella es tu protegida.!
No supe qué contestarle y lo dejé casi con la palabra en la boca y me fui en busca del primer ómnibus que pasara por la esquina y pasó. Luego, Vicente me preguntó que qué me había pasado ese día, él quería saber si había dicho algo malo y yo le dije que se olvidara del asunto, que no había pasado nada sino solamente que yo había cambiado de opinión con respecto a mi recomendada.
—Pues yo la vi -me dijo Vicente-, y la encontré muy bien como actriz que empieza. Puede que tenga un lugar para ella.
—Ella -le dije yo- no me interesa como actriz ni como persona.
Pero esto fue tiempo después, cuando ya había dejado Orpheus Descending y actuaba en Bonjour Tristesse, que se llamaba, no por gusto, Buenos días, Tristeza. Pero Vicente me hablaba de su actuación en la primera pieza.
A mediados de agosto nació mi segunda hija y yo no estaba en la clínica cuando sucedió; andaba detrás de Ella, celoso como un guardián, celándola, buscándola, tratando de encontrarla sin hallarla propiamente. Fue de noche cuando me llegué a la clínica, mi hija nació por la tarde, pero antes de llegar al hospital había decidido que llevara el nombre del personaje que me encantó, que me embrujó: el nombre de la encarnación de Ella en escena -y así lo hice.
Ella había dejado su papel primero para pasar a actuar en Buenos días, Tristeza. Ya hacía días, tal vez semanas que no nos veíamos y, aunque yo había pensado en ella mucho, no había intentado verla. Mejor dicho, la vi varias veces, una cuando la llevé en la máquina de mi padre a probarse la ropa para la nueva pieza. Llovía a mares y yo me quedé en el carro mientras ella iba a casa de un modisto, que era quien hacía la ropa para la obra. Me quedé allí envuelto por todos lados en la lluvia que caía sobre el automóvil, pensando en ella, con quien había insistido en salir pero con quien no me había vuelto a acostar, a pesar de que lo deseaba intensamente, pero desde la noche en que la encontré en el parque ella era para mí remota y casi imposible. Hubo una despedida, una tarde, muy cerca de su casa, cuando yo insistía en que se quedara con mi impermeable porque habían empezado las lluvias torrenciales de fines del verano y ella me lo devolvía y yo volvía a entregárselo y la veo cuando me dejaba el impermeable en la mano y me decía adiós al mismo tiempo: ésta fue la imagen de nuestra separación definitiva y la guardé como tal durante mucho tiempo: todavía la veo caminando calle 22 abajo camino de su casa, rápida, rauda, bella con su paso largo y ágil, y me conmueve este último encuentro. Claro que la vi después, inclusive fui al estreno de Buenos días, Tristeza, en que estaba desastrosamente mal: casi estaba mejor Lydia Ruiz, que había pasado de ser modelo a tratar de ser actriz y componía una buena figura en la escena. Pero ella, Ella estaba cambiada: el director había hecho que se cortara el pelo corto, muy corto, en una burda imitación del peinado de Jean Seberg en la película de Preminger y aunque su figura se veía muy bien en biquini en la escena (que pasaba casi toda en la playa), el pelo corto no le sentaba bien a su cabeza grande que se veía casi masculina. Para colmo la habían hecho actuar de una manera que acentuaba sus defectos sin aprovechar ninguna de sus virtudes. Pero allí estaba yo (casi sintiendo una alegría malsana por su desastre escénico), para aplaudir al final y, cosa curiosa, fue allí donde me encontré con Margarita Saa y en uno de los intermedios le pregunté que si podíamos vernos después de la obra y ella me dijo:
—Estoy acompañada ahora, pero puedes irme a buscar a casa. Mis padres están en el campo.
Y ahora tengo que hablar de Margarita Saa, a quien había conocido meses atrás, gracias a Silvio.