Tercera parte
Por ese tiempo (dos o tres meses atrás) leí una cita y no la pude olvidar: «Muchas veces en la vida emprendí el estudio de la metafísica, pero siempre lo interrumpió la felicidad». A mí no me impresionan mucho las frases. Quiero decir que por aquel tiempo (y cuánto de aquel tiempo es este tiempo y al revés, nunca podré decirlo) las frases no me hacían gran mella. Siempre he tenido muy mala memoria para las frases, las letras de canciones y los poemas, pero en esta declaración veo ahora retratado por entero ese tiempo y no me asombra que estuviera repitiendo la frase días enteros, soltándola viniera o no a cuento, diciéndola a las muchachas por la calle, machacándola con los amigos y sacando torpes parodias de su nobleza: Muchas veces en la vida emprendí el estudio de la felicidad, pero siempre lo interrumpió la metafísica./ Muchas veces en la metafísica emprendí el estudio de la vida, pero siempre lo interrumpió la vida./ Muchas veces en el estudio viví la interrupción, pero siempre lo emprendieron la metafísica y la felicidad. A pesar de la chacota tampoco pude olvidar el texto que acompañaba a la cita: «La frase (una de las más memorables que el trato de las letras me ha deparado) es típica del hombre y del libro. Pese a la brusca sangre derramada y a las separaciones, es de ios pocos libros felices que hay en la tierra». Entendí poco después que, más que una profecía, se trataba de un reto. ¿O tal vez fuera un diseño?
Leo todo esto y casi olvido por qué lo escribí, cosa que me pasa a menudo. ¿Por qué comencé así esta tercera parte de lo que quiere ser una novela y no pasará de ser una velada autobiografía? ¿Por qué quiero hablar ahora de estos dos -¿fueron dos o fueron tres?- meses perdidos porque han pasado, tumultuosos, llenos de vértigo y de amarguras? Quiero antes que nada hablar del nombre.
Hace mucho escribí un relato en que un bongosero se enamoraba de una niña de sociedad: el bongosero no existió, por supuesto (yo no soy un bongosero, aunque muchas veces quise serlo), pero la niña de sociedad es real. Se llamaba Margarita Saa pero nosotros (mis amigos y yo: Silvio Rigor y José Atila) la llamábamos Margarita Mefisto. Me la presentó, muy joven, Silvio un día en el Focsa, que yo lo había acompañado a buscar a su novia Bárbara. Se veía mucho más niña de lo que era en realidad (ella tenía más o menos la edad de Ella), pero me gustaron sus dientes grandes y parejos en su gran boca de largos labios gordos y sus manos, desnudas, huesudas, crispadas, con largas uñas y sus ojos, sus ojos castaño claro que reían mucho antes de que lo hiciera su boca. Mucho tiempo después me di cuenta de que tenía un cuerpo y no un mal cuerpo sino muy buen cuerpo, pero ese día me pareció lo que era: una niña de sociedad muy joven para amar. Luego la vi dos o tres veces, una de las veces en su apartamento, y le hablé, no sé por qué, de Billie Holiday. En la próxima ocasión que habíamos de vernos traje el disco y a ella le gustó mucho (cosa que me asombró pues Billie Holiday no le gustaba mucho a mis amigos) y se lo regalé.
—Pero ¿cómo? -dijo ella muy asombrada-, ¿y tú?
—Yo me compraré otro: hay más en donde salió éste.
No parecía querer aceptar el regalo (tal vez por buena educación) pero por fin decidió quedarse con él y cuando salía todavía ese día con Silvio y con Bárbara sonaban las tristes, amargas melodías de Billie Holiday haciendo contraste con la felicidad de Margarita.
La vi más veces (una de las veces en la piscina del Focsa, acompañando a unos niños, saliendo de la piscina con el agua chorreando por sobre su cuerpo casi perfecto, de largas piernas, estrechas caderas y larga y estrecha espalda: ya esto lo he contado otras veces, más o menos como sucedió), en compañía de Silvio pero también con José Atila, quien ese día insistió que Margarita era fácil, se acostaba, diciendo: «¡Ésa singa, ésa singa, ésa singa!», cada vez más vehemente, acompañándonos a Silvio y a mí de vuelta a Carteles. No recuerdo qué pudo haber hecho Margarita para hacer ver a Atila que ella se acostaba, pero no puedo olvidar su insistencia, la vehemencia con que el gordo cuerpo de Atila subrayaba la frase obscena: «¡Ésa singa!». Sin embargo no pude menos que tenerla en cuenta en mis otros encuentros con Margarita Mefisto. Esa noche en que nos encontramos viendo Buenos días, Tristeza, se me hizo la frase de Atila muy recordable, sobre todo cuando ella aceptó mi proposición de vernos después de acabada la obra y me dijo que la buscara en su casa, media hora después de terminada la pieza. Lo dijo tan bajito que casi no la entendí: ella estaba cuidándose de las dos muchachas que la acompañaban. Recuerdo que media hora después, puntual, estaba yo en el Focsa, yendo hacia los elevadores, atravesando el oscuro vestíbulo y siendo atajado por el sereno, que me preguntó qué yo quería: yo sabía en qué apartamento ella vivía porque me lo había dicho esa noche, y le pedí al sereno (que me impedía subir al edificio) que me dejara hablar por teléfono. Hablé con ella y me dijo que la esperara en la esquina del Club 21 -y allí estaba yo, esperándola, cuando pasó Ella sentada en la carrocería de un Austin Healey rojo, acompañada por el actor del método (a quien no vi en el estreno) y dejándose conducir por un individuo a quien no conocía y su pareja. Allí parado en la esquina estaba yo todavía cuando Ella salió del Club 21 para decirme, susurrante: «Perdóname». Ella había creído que yo estaba allí esperándola, solo, pero no sabía que yo esperaba a otra mujer, que el encanto de Orpheus Descending había sido roto por el desastre de Buenos días, Tristeza y que Ella casi no me importaba, que podía escribir ella perfectamente y que no pasara nada.
Allí estaba yo cuando Margarita subía la cuesta de la calle N hasta el Club 21 o hasta su esquina, donde la esperaba yo. Se había cambiado de vestido, uno menos de noche que el que llevaba al teatro, con su gran escote negro que dejaba su espalda afuera. Ahora vestía más que simple una blusa y una falda, siempre con el pelo rubio recogido en un moño arriba. Llegó hasta donde estaba yo y me saludó con cierta cortedad.
—Bueno -dije-, ¿adonde vamos?
No podíamos ir al Club 21 porque ahí estaba Ella y yo no quería verla.
—¿Qué te parece el Saint Michel? Debe de estar muy tranquilo a esta hora.
El Saint Michel había cobrado fama como boîte de homosexuales y a menudo estaba lleno.
—Me parece bien.
Caminamos los pocos pasos hasta el Saint Michel y entramos. El local estaba vacío excepto por un par de muchachos sentados a una mesa apartada. (Si alguien siente una sensación de déjá vu, es porque esto lo he contado ya antes.) Nos sentamos en un rincón, bajo una de las luces indirectas, por lo que estábamos en una semioscuridad.
—¿Qué quieren tomar? -preguntó el camarero, obsequioso.
(Estoy a punto de hacer un chiste y llamarlo Obsequioso Pérez, pero me contengo.) ¿Un daiquirí?, pregunto. Ella hace que sí con la cabeza. Dos daiquirís, digo, sin preocuparme si el plural de daiquirí debe ser daiquiríes. Comenzamos a conversar. Ella me cuenta que por entrar y salir con sigilo por poco rompe un búcaro valioso, que cogió en el aire, pero no temía tanto romperlo como despertar a la criada (ella la llamó por su nombre) que dormía en su cuarto. Yo me sonrío. No me parece gran cosa la aventura, pero me sonrío. Vienen los daiquirís y empezamos a beberlos. Tomamos otros dos más y al tercer daiquirí ella está casi borracha: Margarita Mefisto (explosiva combinación) conquistada por Don Fausto (hijo de Don Juan y Fausto). Pero he aquí que cuando la iba a besar, comienza a llorar.
—Tengo que contarte algo -me dice entre sollozos.
—¿Sí? ¿Qué? -le pregunto.
Después de unos cuantos pucheros y de haberse borrado algunas lágrimas con el dorso de la mano, me dice:
—Ya no soy virgen.
¡Tremenda confesión! Por lo menos inesperada. ¿Quién habrá sido el afortunado? Le pregunto.
—Tony -me dice-, tú sabes, el primo de Bárbara.
Yo lo había conocido el día que fui a la piscina, pero omití mencionarlo por lo gris que era, aunque también omití a Silvio, que no es nada gris y es porque solamente tenía ojos para Ella.
—Él es un muchacho muy joven -prosigue-, muy confundido, y todo pasó tan de repente, fue tan brusco, tan inesperado...
¿Por qué me está contando ella esto a mí? Si esto fuera una ficción tendría argumentos que exponer, razones que oponen pero como es la vida diaria, o más bien nocturna, no tengo nada que decir -y ella sigue llorando en silencio. Yo, con mucho cuidado, le beso las lágrimas, que saben, como todas las lágrimas, a salado: un saladito para acompañar la bebida. Ella se calla, yo con mucho cuidado le zafo el moño alto y se desprende, en alud, su larga cabellera rubia -o casi rubia: rubia por partes. Está bellísima, una mezcla de mujer y niña que es muy intoxicante y nueva para mí después de la mujer hecha y derecha que es Ella. Pero en ese momento, ¿quién entra por la puerta? No es un avión, no es un pájaro, es José Atila, que viene acompañado por una muchacha que no puedo describir porque no la anoto y otra pareja igualmente gris. Mira para nuestro rincón y sonríe su sonrisa torcida -casi le oigo pensar: «¡Ésa singa!». No sé si ella conocía o recordaba a Atila, quien por donde pasa no vuelve a crecer la virginidad, pero ya había dejado de llorar y ahora se echaba el pelo para atrás con la mano, ya todo suelto, fluyente, bello más que cabello. El grupo de Atila se instala en el otro extremo de la boîte, que es como decir ahí al lado. Así yo pido la cuenta y nos vamos, después de pagarla. Caminamos calle N abajo, yo llevándola con un brazo alrededor de su cintura, ella recostando su cabeza casi borracha en mi hombro. Me siento bien caminando así y casi me he olvidado de Ella y de otro y su grupo audaz que saltaba del Austin Healey rojo (¿sería el mismo que yo admiraba tras la vidriera?, mañana lo sabré) al interior del Club zi.
Cuando llegamos al Focsa me dice ella:
—¿Quieres subir?
Digo que bueno sin pensarlo mucho, pero después me extiendo en una disquisición sobre el portero y su reputación -y ella replica:
—¿Y a mí qué me importa el portero?
Bueno, si a ella no le importa, a mí tampoco, y subimos los veintiséis pisos en el elevador lento que un beso convierte en veloz: ya estamos arriba. Entramos a su apartamento y ella se llega hasta la cocina y cierra la puerta que comunica con el salón comedor. Yo sé por qué lo ha hecho: ahí detrás de la cocina está el cuarto de criados, de seguro. Regresa a la sala y me invita a sentarme, cosa que no he hecho todavía, y se dirige al tocadiscos, donde tiene el gusto de poner a cantar a Billie Holiday. No voy a hacer una digresión acerca de la propiedad de esta cantante y de lo inolvidable que hará con sus canciones este momento, cantando «I'm a fool to want you», «For Heavens Sake» y otras más que no menciono porque no voy a hacer un catálogo del álbum. Ella viene y se sienta en el sofá. Está claro que es una invitación a que yo me siente a su lado y voy a hacerlo cuando siento el primer rumor: no hay duda, viene de mi interior; me están sonando las tripas. ¿Será el hambre o serán los nervios de encontrarme allí con esa niña de sociedad, ahora tan próxima? No lo sé decir, pero con rumores o sin ellos me levanto y me siento a su lado, comenzamos a besarnos. Ella besa ahora con una pasión que no desmiente su boca de grandes labios: es una criatura apasionada. Yo la abrazo mientras la beso y después le paso una mano por el pecho: no llevaba ajustadores o sostén o soutiengorge o como se llame y me extraña que no me haya dado cuenta hasta ahora. Comienzo a desabotonarle la blusa y ella sigue besándome apasionada. Pero mis tripas se empeñan en sobrepasar aun los ruidos melodiosos de Billie Holiday y yo las podía oír claramente, mientras besaba la boca de Margarita y luego cuando buscaba sus senos pequeños y erectos, mientras ella se debatía debajo de mí, los dos tendidos en el sofá. Yo debía haberla cargado en vilo y llevado hasta su cuarto, pero las tripas insistían y no me dejaban concentrar en la tarea de hacer el amor. Ella debía estarlas oyendo también, por lo que dije:
—Perdóname.
—¿Qué? -preguntó ella.
—Que me perdones por el tripeo.
—¿El qué?
—El rumor de mis tripas, me están sonando y no sé por qué.
Ella dijo:
—No importa -y añadió una frase que nunca olvidaré, más inolvidable que el momento-: No somos cuerpos divinos.
¿De dónde habría sacado ella esta frase memorable? No lo supe nunca, pero fijó el momento para siempre, más que la música de Billie Holiday, más que el sabor de sus senos, más que el rumor de mis tripas, y que sería imposible de olvidar. La frase, además, me sacó de la concentración amorosa y me di cuenta de que ella era, a pesar de las confesiones, una niña todavía -y que acostarme con ella (ahí al lado debía estar su cuarto) me hacía no mucho mejor que el Tony que la había desflorado. Así me levanté de encima de ella y me senté en el sofá.
—¿Qué te pasa? -me preguntó ella-. ¿Todavía te suenan las tripas?
—No, ya no. -Era cierto que habían dejado de sonar y ahora lo que resonaba en mis oídos era su respuesta inesperada, sorprendente, totalmente inaudita:
—No somos cuerpos divinos.
Aproveché para decir que era tarde y que me iba. Ella, Margarita Mefisto, parecía sorprendida, como si sus padres hubieran abierto de pronto la puerta y la hubieran sorprendido allí. Inclusive se abotonó la blusa.
—¿Te vas entonces? -me preguntó.
—Sí -le dije-. Mejor que me vaya.
Ella había estado dispuesta a la entrega, esto era obvio, pero ahora, con Billie Holiday todavía cantando desde el tocadiscos, había recobrado su posesión y se sentó en el sofá al tiempo que yo me levantaba.
—¿Cuándo nos volveremos a ver? -le pregunté.
—Ah, no sé -dijo ella-. Mis padres regresan mañana. De veras que no sé.
No sus padres sino su madre y su marido, su padrastro, eran los que regresaban mañana. Ella me había contado las aventuras de su verdadero padre, el día que ella cumplió quince años, que se vistió de mujer -como estaba vestida temprano en la noche- y fue con él a un night club. Alguien le dijo un piropo o se propasó con ella, lo cierto es que su padre (el verdadero) le entró a puñetazos al individuo en cuestión -y así era como ella recordaba la noche del día de sus quince.
—¿Te puedo llamar por teléfono?
—No sé si pueda hablar contigo -me dijo—. Siempre estoy vigilada.
—Está bien -dije yo-. Nos veremos entonces.
—Claro que nos veremos -me dijo ella mientras yo caminaba hacia la puerta y ella venía, descalza, detrás de mí.
No intenté besarla antes de irme pero me detuve en la puerta.
—Hasta luego -le dije.
—Hasta luego -dijo ella.
Yo bajé muy satisfecho en el elevador, estaba contento conmigo mismo porque había triunfado sobre la carne, tontamente orondo por mi faena, en vez de sentirme apesadumbrado por no haberla llevado a la cama; pero ella era Margarita Saa, no Margarita Mefisto, un ser de ficción, sino una criatura de carne y hueso: una niña de sociedad. Pudieron más, creo, las diferencias de clase que el apetito de la carne, de su carne joven, inexperta. Esto me enorgullecía un poco y pude pasar frente al sereno, al portero nocturno, con la cabeza (creía yo) muy alta, pura acción de comemierda, como lo bautizaría Silvio Rigor si se enterara: pruritos sociales. Al otro día vino a Carteles José Atila: era evidente que venía a buscar información.
—“¿Qué tal anoche? -me preguntó, ya en el café, con Silvio a mi lado.
—Bien -dije yo.
—Vamos -dijo Atila-, que la levantaste. No te dé pena confesarlo.
—¿Qué pasó, caballeros? -dijo Silvio-. Infórmenme.
—Nada -dije yo-. Que Atila me vio con Margarita.
—¿Margarita Mefisto?
—La misma que viste y calza -dijo Atila-. La tenía arrinconada.
—“Estábamos en un rincón del Saint Michel -dije yo, a guisa de explicación.
Atila quería mi confesión, de la misma naturaleza que había obtenido de mí, una noche en el Polinesio, en que estaba yo con Ella y llegó él, y yo, medio borracho, di un espectáculo lamentable, penoso, al desnudarla psíquicamente y mentalmente. Empezó todo como una conversación muy normal, según yo iba pidiendo un daiquirí tras otro (ella tomaba ponche de piña y no recuerdo lo que tomó Atila), y de ser normal la conversación pasó a hacerse íntima: ahí fue donde dije que me había acostado el primero con Ella, sin tener derecho a hacerlo. Bueno, teniendo el derecho de primacía aunque yo debía habérmelo guardado para mí mismo. Luego Atila dijo que parecía un cuento de Hemingway donde se comenzaba a pescar, con toda inocencia, y se pasaba a pecar (así lo dijo) de impropiedad, un miembro de la pareja haciendo de hijo de puta mientras el otro, pasivo, esperaba a que escamparan los insultos. No relato este incidente cronológicamente (no lo conté antes por las mismas razones) porque no quiero que nada en este libro se parezca a Hemingway, pero fue una función digna de lamentarse, yo insultándola y Ella atrapada entre mis tragos buscapleitos y las buenas maneras (también estaba físicamente atrapada, entre mi cuerpo y la pared, con Atila al frente, sonriendo tras sus espejuelos oscuros con su cara de sapo), bajo el aguacero de mis palabras, duras como granizo, golpeándola, confesando unos celos salvajes y al mismo tiempo declarando un derecho de posesión que de ninguna manera yo tenía -y Atila gozaba con el espectáculo de mi deyección y con la turbación de Ella, que recibía los insultos con su sonrisa mejor, dando a entender que era la más fuerte, como en realidad lo era: fue poco después que se peleó conmigo definitivamente. Ahora Atila esperaba que yo le confesara que me había acostado con Margarita Saa («¡Esa singa!», casi decía su cara mofletuda), pero yo no estaba borracho, eran las once de la mañana y no había confesión que hacer.
—¿Qué hiciste anoche? -me preguntó directamente-. Después que se fueron del Saint Michel, por supuesto.
—Nada. La dejé a ella en su casa y me fui a dormir.
—¿De veras? -dijo Atila.
—¡No me digas! -dijo Silvio.
Era obvio que ninguno de los dos quería creerme: tendría que haberles dicho lo que pasó en realidad, pero no tenía ninguna gana de dar cuenta detallada de mis pasos (algunos en falso, es verdad) anoche, para que Silvio me dijera:
—Hay que soliviantar al burgués, mientras es joven -queriendo decir que yo debía haberme acostado con Margarita por los mismos motivos (pero opuestos) por los que no lo hice.
Nunca me creyeron y yo los dejé con la convicción de que mentía.
Volví a ver a Margarita (ya era Margarita a secas, la única, no Margarita Mefisto ni Margarita Saa, sino Margarita) y salimos otra noche, aunque fue temprano. Yo la llevé en el caprichoso carro de mi padre hasta la playa de Marianao y de vuelta, pero al regreso la máquina se paró en la calle Línea (era dada a estas súbitas negativas a marchar) y pasé un mal rato mientras trataba de hacerla andar de nuevo y viendo que se le hacía tarde a Margarita. Finalmente accedió a caminar abruptamente y llegamos al Focsa sanos y salvos. La vi después otras veces: yo iba al Focsa, unas veces con Silvio, otras veces solo, pero ya no fue lo mismo. Era evidente que mi momento había pasado y aunque yo trataba de reencontrarlo, no lo conseguía. Estaba además dolido con la partida de Ella. Apareció en forma de noticia en la columna de Rafael Casalín, diciendo primero que una joven actriz y un famoso actor de televisión se habían encontrado en el lobby del Habana Hilton y habían caído fulminados (o palabra parecida) por el amor. Luego, a los dos días, aparecía por fin su nombre ligado al actor de televisión y anunciando su próxima boda. Yo di vueltas por su casa pero su madre no sólo se había mudado de casa sino también del barrio y no supe dónde encontrarla. Pasó entonces que Ferruccio Cerio logró hacer realidad su proyecto de hacer una película cubana que hablaría de La Habana desde los días del descubrimiento hasta la fecha. Yo fui a verlo a su apartamento (ya había ido antes con Ella, una noche, a presentársela), acompañado esta vez de Nora, con la que había salido una o dos veces, ahora que ella sabía que no había nada entre Ella y yo. Nora salía conmigo, a comer, a pasear por El Vedado y esta vez a ver a Cerio, a quien no le gustó Nora, por lo que dejamos de hablar de negocios hasta el día siguiente.
Al otro día, me palmeó la cabeza a manera de saludo y me dijo:
—Tú siempre con le putane -queriendo decir que yo andaba con putas, lo que no era cierto, pero ¿cómo tratar de explicarle que Nora no era una puta?-. No te dejan trabajar. Si las dejaras un poco serías un gran escritor.
Lo que quería Cerio era que yo le escribiera uno de los seis relatos que iban a formar el film: me tocó iniciarlo. Le dije que sí y comencé a pensar en una idea posible y se me ocurrió que se podía trasladar una leyenda japonesa a los indios de Cuba -y así lo hice. Le gustó a Cerio la trama y me puse a escribirlo. No me tomó mucho tiempo y sus productores me lo pagaron bien. Con eso y lo que yo ganaba (más algún dinero que mi mujer tenía ahorrado) me podría comprar el Austin Healey -pero cuando fui a buscarlo ya no estaba en venta: había sido vendido y yo tal vez lo había visto en la noche habanera. Vi un anuncio que propalaba las ventajas de un nuevo automóvil en Cuba: el Metropolitan, también fabricado por Austin, y fui a verlo. Me gustó a pesar de que tenía cierto aspecto de bañera: era un convertible en que se podían sentar cuatro y era a la vez pequeño y compacto y no gastaba mucha gasolina, cosa a que tienden los carros deportivos. Di la primera entrada y llevé a mi tía para que lo sacara de la agencia y lo llevara al Nuevo Vedado, donde aprendería yo a conducir con cam bios ya que hasta ahora había manejado solamente el carro de mi padre que era automático. Me costó bastante coordinar los pies y las manos en los cambios, pero después de una tarde por las calles vacías del Nuevo Vedado pude regresar manejando yo solo hasta la casa, donde parqueé mi carrito, que parecía un juguete con sus colores rojo y blanco y su flamante capota negra. Pronto pude ir con él a Carteles y a la televisión. Pero ocurrió un hecho singular que relato tal como fue. Me fui a hacerle una visita a Lydia Cabrera (una de las pocas mujeres realmente brillantes en Cuba: una experta en el folclore afrocubano, a la que había conocido hacía dos años cuando vino un documentalista italiano a La Habana buscando asuntos folclóricos que se prestaran para un documental que planeaban sobre las Antillas), a quien hacía tiempo que no visitaba. Me fui hasta su casa en Marianao, a la hermosa finca que tenían ella y su amiga Titina, una millonaria dueña de ingenios y dueña también de la bella casa en que vivían, una quinta del siglo xviii a la que habían decorado con techos sacados de casas derrumbadas en La Habana Vieja y hasta le habían adosado un pequeño patio morisco, sacado también de una casa derruida de La Habana Vieja, y mantenían como una especie de museo cubano. Fui a visitarla sin propósito otro que el de charlar con esa gran mujer. Ella, al verme guiando un auto que parecía un carro deportivo y peligroso, me dijo que me lo iba a proteger y fue a su cuarto y de allí trajo una pequeña concha, que me dio.
—Toma esta concha de cauri -me dijo-, que te protegerá ese carrito tuyo, que me parece peligroso.
Yo cogí la concha y la guardé, respetando las convicciones de Lydia Cabrera pero sin compartir mucho sus creencias. Fue mi madre la que me dio una cadenita de oro para ponerla y colgar de allí también la llave del carro. No hacía tres días que tenía el cauri mágico en mi poder, cuando iba a ochenta kilómetros por hora calle 23 abajo y llegué al parqueo de la funeraria Caballero, donde lo dejé como venía haciendo desde hacía dos semanas. Fui a hacer mi programa y todo salió como siempre: normal. Me dirigí al parqueo y cuando se ofrecieron a buscarme el carro, dije:
—No, yo lo voy a buscar -y fui a hacerlo.
No me había montado en él y conducido unos pocos metros, cuando hubo un ruido brusco en su interior y el carro se paró. No había manera de hacerlo andar de nuevo y pedí auxilio a uno de los parqueadores, que vino a ver qué pasaba. Le dio vueltas al timón y algo no marchaba. Finalmente se tiró al suelo y con su linterna miró debajo del carro y soltó un silbido:
—Se te ha roto la barra de trasmisión.
—¿Eso qué quiere decir? -pregunté yo.
—Eso quiere decir -me dijo el parqueador- que si te hubiera pasado manejando el carro no estarías aquí para contarlo.
Era verdad, conduciendo a la velocidad que yo lo hacía, era evidente que si se hubiera roto la barra de trasmisión en la calle, antes, viniendo o luego regresando, me habría estrellado con el carro, tal vez contra otro carro que viniera en dirección contraria: desde ese día respeté mi cauri amuleto como si fuera mágico y comencé a creer que la religión que Lydia Cabrera investigaba y tal vez practicaba era poderosa y digna de tomarse en consideración.
La política volvió a irrumpir en mi vida por los caminos más inesperados. Junior Doce me encontró una noche y me dijo que Adriano de Cárdenas y Espinoza o Spinoza había regresado de su luna de miel con Adita Silva por Sudamérica y que yo debía hacer las paces con él: Adriano estaba de lo más dispuesto a reanudar nuestra amistad. Le dije que sí: después de todo, el episodio con la falsa Bettina Brentano estaba más que olvidado y Adriano y yo siempre fuimos buenos amigos. La reunión de reconciliación se celebró en el aire libre de 12 y 23. Adriano vino solo y después de un breve momento de extrañeza, como ocurre en todas las reconciliaciones, pasó a contar las alegres aventuras de su luna de miel, entremezclado con algunos detalles escalofriantes como ese de la mosca que en Bahía (o tal vez en Minas Gerais, no sé) si te pica no te puedes rascar porque al rascarte haces que un microbio penetre en el cuerpo y a los meses de haber sido picado sufres un absceso (así dijo) en el cerebro o en el hígado o tal vez te coma una de las paredes del corazón. Luego contó cómo estando en Bahía (o tal vez fue en Río) había caminado por un barrio donde había residencias del siglo pasado, espléndidas casas, y habiendo visto una particularmente interesante detrás de una cerca de hierro, abrieron la cancela y él y Adita se acercaron a la casa. De pronto, del fondo, salió un perro enorme que venía hacia ellos con muy mala cara. Adriano se echó a correr y no sólo dejó a Adita detrás, sino que cerró la verja y la dejó encerrada con el perro -afortunadamente a Adita le dio tiempo a abrir y pudo salvarse de las fauces caninas (así dijo). Nos reímos mucho con sus cuentos, Junior y yo: celebrando no sólo el buen humor de Adriano sino su clase de autocrítica humorística que le hacía reconocer su cobardía como un elemento más de su carácter. Pero no era tan cobarde Adriano ya que esa noche él y Junior repartieron proclamas del 26 de Julio en todo el Focsa (donde vivía Adriano), metiéndolas por debajo de las puertas, tarde en la noche, de madrugada ya. Pasaron uno o dos sustos, con gente que venía por los pasillos y con una puerta que se abrió, pero repartieron todas las proclamas sin contratiempo: de haberlo tenido lo habrían pagado caro, aunque a Adriano lo salvaría el hecho de que nada menos que el ministro de Relaciones Exteriores de Batista había sido uno de los testigos de su boda, por la parte del padre de Adita, que era un viejo diplomático. Dos días después me llamó Junior a Carteles: tenía que verme urgentemente, pero no podía ser en un sitio público.
—Nada mejor que Carteles -le dije-, después de las seis de la tarde.
A esa hora yo siempre me quedaba solo y a menudo me quedaba después de las seis. Junior vino a verme y vio que yo no estaba solo (no sé por qué razón Silvio se había quedado ese día hasta tarde en la revista), pero así y todo me dijo lo que le pasaba. Habían cogido a su contacto en el 26 de Julio (luego, con el tiempo, supe que era Mike, un hermano de Adita) y lo habían acabado a golpes: parece que él lo vio cuando lo sacaban de una estación de policía y lo metían en un carro. No sabía si Mike había hablado o no (después se supo que se había portado de lo más valiente y no le habían sacado nada y la influencia de su padre sólo sirvió para que lo metieran en la cárcel directamente), pero tenía que irse de Cuba. Ya había comprado el boleto del avión y tenía el pasaporte listo (no me explicó cómo pudo hacerlo todo en tan poco tiempo), lo que quería era que lo acompañara yo al aeropuerto y si veía que lo detenían allí le avisara a Adriano para poner en movimiento los mecanismos del amiguismo que, a pesar de la dictadura batistiana, seguían existiendo. Acordamos llevarlo Silvio y yo (no sé cómo Silvio, tan apolítico como era, se ofreció a llevarlo en su carro, que era mucho menos conspicuo que el mío) hasta el aeropuerto esa misma tarde: había un avión que salía para Miami a las ocho de la noche: en ése tenía reservado puesto. Fuimos Silvio, Junior y yo al aeropuerto, mirando yo en cada parada que hacía el carro por los semáforos si se nos aparejaba una perseguidora o tal vez otra máquina de la policía secreta. Pero no ocurrió nada en el camino. El peligro mayor estaba en el mismo aeropuerto y, aunque Junior había conseguido un permiso de salida junto con su pasaporte, no se sabía lo que podía ocurrir. Nos despedimos ante el salón de espera y nos quedamos para verlo entrar al mismo. Pasó por la puerta sin inconvenientes y después, desde la terraza, vimos a Junior dirigirse al avión sin que nadie interfiriera en su salida. Nos quedamos Silvio y yo hasta que arrancó el avión, maniobra de despegue que vimos con sumo placer. Luego, de regreso a Carteles, Silvio decía que no había visto revolucionario más asustado por nada que Junior, y yo le dije que ahí precisamente estaba su valor: había cumplido con su deber a pesar del miedo. Pero Silvio no quedó convencido y tuvo la última palabra.
—Para oponerme así a Batista -dijo-, mejor me quedo en casa leyendo a Heidegger.
Lo que no era, en su caso, una boutade sino la pura verdad.
Al mismo tiempo reapareció por La Habana Alberto Mora. Me llamó desde un teléfono público a Carteles. Dijo «es Alberto» y enseguida reconocí su voz. Quería verme y quedamos en que podíamos almorzar juntos. No lo íbamos a hacer en un restaurant, claro está, ni tampoco en casa, con el coronel viviendo ahí al lado y la criada nuestra, siempre novia de un soldado -aunque a veces parecía que cambiaba de soldado. Quedamos en que nos veríamos en casa de Silvina, que ahora vivía sola en la calle C número 69: René le había dejado el apartamentico a ella y se había vuelto a mudar con sus padres. Allí nos vimos, al otro día, a la hora del almuerzo. Alberto venía vistiendo un traje de dril cien y más parecía un hacendado que un revolucionario.
—El disfraz perfecto -me dijo-, con tabaco en la boca y todo.
Lo último no lo creí, pues Alberto no fumaba. Vino con su guardaespaldas, que era a la vez su chofer, que se quedó abajo en la máquina. Los dos estaban armados y me dijo que esta vez sí que no se dejaba coger por la policía vivo -y lo creí. Comimos nuestro arroz con pollo con mucho placer, viendo a Alberto vivo después de sus aventuras que relató brevemente: el exilio en Estados Unidos, una lancha rápida para hacer el desembarco con el grupo dirigente del Directorio, la Sierra del Escambray después y más tarde, ahora, organizando la resistencia en La Habana. Después del almuerzo, cuando Alberto se hubo ido para su escondite de entonces y ya yo en Carteles, se me ocurrió que no sería mala idea política reunir al Directorio con los comunistas, los dos únicos grupos que estaban actuando con eficacia en La Habana, ya que el 26 de Julio no era visible (al menos para mí) desde el fracaso de la huelga de abril. Consulté con Adriano y él estuvo de acuerdo que era una buena idea. Quedamos que él se encargaría de contactar a los comunistas (él tenía buena relación con la «gente del partido» que operaba en La Habana), mientras yo me ponía en contacto de nuevo con Alberto. Para esto tuve que esperar su nueva llamada, que la hizo a ios pocos días, y una nueva reunión en casa de Silvina. Ya Adriano había hecho sus contactos y el partido había dado el visto bueno a la reunión. Se acordó que nos reuniríamos en casa de los suegros de Adriano (que andaban de vacaciones por Europa), en el Biltmore, sitio improbable para una reunión clandestina si se piensa con los criterios que lo hacía la policía de Batista. Llegó el día y la reunión coincidió con el cierre de mi página en Carteles y fue ya casi a las tres de la tarde (la reunión estaba citada para las dos) que atravesé toda La Habana, El Vedado y todo Miramar hasta llegar raudo a la casa en el Biltmore. (Ya había estado antes allí, pues Adriano visitaba mucho la casa de sus suegros ahora que no estaban, y me asombré de encontrar en la biblioteca la edición completa de El Capital. Recuerdo que lo abrí al azar y me tropecé precisamente con la página en que Karl Marx encuentra a los hermanos Marx: ¡es allí donde Marx habla de que dado que las mercancías no pueden ir solas al mercado tienen que existir los intermediarios!) Vi la máquina de Adriano, el Karmann-Ghia que había sustituido a su Chevrolet, y el carro de Alberto, con su chofer esperando dentro, a pesar del calor; con el sol que le daba al auto de lleno sobre la capota. Me bajé y toqué el timbre. Me vino a abrir Adriano, que me saludó con su sonrisa amable. Dentro estaba Alberto, que me saludó con una de sus frases:
—El manual del perfecto conspirador: llegar tarde y luego irse temprano. A ése es muy difícil que lo coja la policía.
—Vengo dispuesto a irme el último -le respondí y él siguió sonriendo su sonrisa torcida.
Había otro hombre en el cuarto: era el enviado del partido. Fuimos presentados y por supuesto que dio su nombre falso, pero luego supe, por Adriano, que era Ramón Nicolau, del comité central y un nombre que yo le oí mucho a mis padres en mi niñez: había sido fundador del partido en Holguín en los años treinta. Ahora era un viejo in conspicuo, gris, apagado: la perfecta imagen para un hombre del partido. Aparentemente la discusión todavía no había empezado y me asombró que estuvieran esperando por mí cuando yo no era más que un intermediario. Habló Alberto y dijo que ellos estaban más fuertes que nunca en La Habana (que era donde el Directorio casi había acabado con su dirigencia comprometiéndola a ella toda en el asalto a Palacio, año y medio antes) y que habían comenzado de nuevo las operaciones.
—Ese asalto a la estación de policía -dijo Alberto, refiriéndose a un ataque a una estación de policía en Marianao, donde un auto que pasaba roció a balazos la entrada de la estación, hiriendo a varios policías y matando a dos- lo hicimos nosotros.
Noté la mirada que Nicolau cambió con Adriano, parecía decir lo que yo pensaba: si con asaltos como éste creía la gente del Directorio que iba a acabar con Batista, estaban más que equivocados. Nicolau dijo que sería interesante una reunión entre el Directorio y el partido para coordinar operaciones.
—Bueno -dijo Alberto, sonriéndose de lado otra vez-, yo no sé qué operaciones pueda hacer el partido.
Por supuesto que hablaba irónicamente y me temí que la reunión terminaría mal, pensando que todo era una equivocación, que nunca se iba a disipar el anticomunismo que siempre había caracterizado a la gente del Directorio.
—Modestamente, compañero -dijo Nicolau, hablando cada vez más bajo-, nosotros tenemos nuestra organización intacta. Hemos tenido suerte con la policía.
—Yo lo llamaría más que suerte -dijo Alberto, sonriendo de nuevo, pero no dijo cómo lo llamaría.
Era obvio que Nicolau no estaba interesado en un intercambio de frases porque siguió hablando con su voz monótona:
—En el aspecto de la propaganda podemos hacer mucho juntos. Nuestras Cartas semanales salen todas las semanas sin falta y también sacamos panfletos y hojas sueltas.
El Directorio no hacía nada de esto, si se exceptúa el panfleto que sacaron poco antes del asalto a Palacio, escrito por Joe Westbrook y en el que había una nota decididamente suicida. Alberto terció:
—Estamos más interesados en la acción directa que en la propaganda.
—Lo comprendo -dijo Nicolau-, pero para movilizar a las masas hace falta la propaganda, no sólo la acción directa en que participan unos pocos.
¿Le recordaba a Alberto cuán poca gente le quedaba al Directorio para actuar y cómo habían fallado ellos en levantar al pueblo cuando asaltaron el Palacio Presidencial, en que ni siquiera todos los comprometidos a participar participaron? Tal vez, pero Alberto no cogió la alusión sino que siguió con su obsesión por la acción, que caracterizaba tanto al Directorio:
—Pues nosotros estamos por la acción primero y la acción después.
—Bueno -dijo Nicolau-, en ese terreno también podríamos llegar a un acuerdo.
Me asombró que Nicolau hablara con palabras que podían comprometer al partido en el tipo de movimiento que éste había condenado siempre: el terrorismo.
—Lo importante es actuar coordinadamente.
Había dicho la última palabra muy lentamente, casi como haciendo que entrara en la cabeza de Alberto la idea de coordinación.
—Bueno -dijo Alberto-, yo tengo que consultar a la dirigencia.
—Sin duda, sin duda -dijo Nicolau, tal vez alegrándose de que hubieran llegado a cualquier tipo de arreglo-. Nosotros estamos ansiosos por la cooperación entre todas las fuerzas que combaten a la dictadura.
—¿También con el 26 de Julio? -preguntó Alberto un poco sardónicamente, pues era sabido cómo había repudiado el 26 de Julio la unión con los comunistas durante la fracasada huelga de abril.
—También con el 26 de Julio -respondió Nicolau-. Ya hemos enviado emisarios a la Sierra a contactar a Fidel Castro directamente.
Alberto hizo una mueca como si no creyera lo que Nicolau decía.
—Lo importante -dijo Nicolau-, lo esencial, es una unión de todas las fuerzas que combaten a la dictadura.
—Bueno -dijo Alberto como concluyendo-, yo voy a pasar su mensaje -hasta ese momento no me di cuenta que no se tuteaban él y Nicolau- a la dirigencia. ¿Cómo podemos volver a encontrarnos?
—A través de Adriano aquí -dijo Nicolau.
—Sí -dijo Adriano-, tú me puedes llamar por teléfono.
—Hay que tener cuidado con los teléfonos en estos días -dijo Alberto y luego, dirigiéndose a Nicolau, tendiéndole la mano-: Bueno, hasta más ver.
—Hasta luego -dijo Nicolau que como casi todos los cubanos rechazaba el adiós por definitivo y más en esta ocasión.
Alberto se despidió de mí con un chiste que machacaba sobre mi llegada:
—Bueno, ahora soy yo el que se va primero.
—Privilegios -le dije, también en broma.
Se despidió de Adriano y salió de la casa. Por la ventana pude ver cómo se sentaba en la máquina, al lado de su chofer-guardaespaldas, y partían.
—Yo me voy también -dije-. Voy en dirección a Carteles -dije dirigiéndome a Nicolau-, ¿puedo dejarlo por el camino?
—Te lo voy a agradecer -dijo Adriano-, y así me quedo, que estoy esperando a Adita.
Nicolau hizo un gesto como que me seguiría y le dio la mano a Adriano:
—Yo te llamo -le dijo.
—Está muy bien. Hasta luego.
—Nos llamamos por la noche -le dije a Adriano.
—Muy bien -dijo éste.
—Hasta luego.
—Hasta luego.
—Hasta luego.
Salimos caminando normalmente de la casa del suegro de Adriano, como si yo hubiera vivido en ella toda la vida. Nicolau (fue entonces que me di cuenta que no se había pronunciado su nombre en toda la reunión) iba a mi lado. Montó en la máquina, a mi lado, y arranqué. De nuevo atravesé todo Miramar, El Vedado y casi media Habana hasta Zanja y Belascoaín, donde él me dijo que se bajaría. Lo dejé en la esquina y lo vi alejarse y perderse entre la gente con su figura gris, casi anónima, y me pregunté quién de los dos era un héroe de verdad: Ramón Nicolau o Alberto Mora. Alberto siempre había tenido para mí la aureola del héroe juvenil y lo que hizo para evitar que su padre Menelao cayera preso lo confirmó. Pero ahora al ver alejarse a Nicolau, modesto, casi haciéndose invisible entre la multitud de viernes por la tarde en Zanja y Belascoaín, no pude menos que pensar que él era el héroe verdadero, que Alberto con su aparato de traje de dril cien (otro disfraz, como el de hombre común y corriente lo era para Nicolau), su automóvil y su chofer armado (Alberto mismo llevaba encima una pistola del 45), todo ese aparato de la clandestinidad, lo hacía menos un héroe a mis ojos que este hombre cualquiera que había traído en mi máquina. No lo volví a ver más: las siguientes reuniones entre el Directorio y el partido comunista se realizaron sin mi intervención y creo que llegaron a algún entendimiento, como lo demuestra la historia posterior. Extraños camaradas los «hombres de acción» del Directorio y los comunistas, tan adversos a otra acción que no fuera la de masas. La historia, irónicamente, no les iba a dar la razón ni a unos (los arriesgados, los que perdieron casi toda su dirigencia en un ataque suicida al Palacio Presidencial) ni a otros (los conservadores, que habían mantenido su dirigencia intacta a través de todos los años de clandestinaje).
Ahora estaba de lleno en la política (o pensando en ella todo el tiempo), pero no podía olvidarla a Ella. Pasé un día por el cafetín de su hermana y me detuve a saludarla. Ella, muy campechana, me saludó con mucha alegría y entre otras cosas me dijo: «Esta hermana mía está loca. Con todo lo que yo he hecho por ella, lo que he trabajado para que estudiara y mira lo que viene a hacer». Aparenté no darle mucha importancia a sus palabras y al poco rato seguí mi camino raudo. También visité a Margarita, una tarde que me llegué al Focsa y la vi entrando en la confitería vistiendo todavía el uniforme del colegio Lafayette (exclusivo para niñas ricas), hecha una colegiala, apenas aparentando quince años: mi Lolita. Me saludó con una gran sonrisa de muchos dientes mientras comía un dulce.
—¿Gustas? -me dijo.
No le iba a decir que gustaba de sus labios golosos y le dije:
—No. Gracias.
—Sube conmigo a casa -me dijo-. Mis padres no están.
Subí con gran curiosidad, pero era una curiosidad política más que sexual: Adriano me había dicho que su padrastro tenía relaciones con el coronel Ventura (yo sabía que él había sido ministro de Batista aunque ahora estaba retirado, tal vez por motivos de salud) y quise saberlo. Se lo pregunté a Margarita:
—¿Es verdad que Ventura viene a cada rato a tu casa?
La información tal vez pudiera ser útil a Alberto o a otra gente.
—Oye -dijo Margarita en alta voz, llamando a la cocina-, oye, Eulalia. Él quiere saber si Ventura viene a cada rato por aquí.
La llamada Eulalia apareció en la puerta de la cocina y volvió a desaparecer, dejando la puerta balanceándose, sin decir nada.
—¿Tú buscas información política? -me preguntó Margarita-. Yo te hacía apolítico a ti.
—Mera curiosidad -dije yo-, mera curiosidad.
—Bueno, pues no -dijo ella, como haciendo un puchero-, no te lo voy a decir. Averigúalo en otra parte. Mira, hombre, y yo que te creía tan ajeno a la política, interesado nada más que en el cine.
—Y otras cosas -interrumpí yo.
Ella se sonrió:
—Y otras cosas.
Estaba bella en su disfraz de niña bien y la hubiera besado ahí mismo, con la criada en la cocina y todo, pero ella no lo hubiera aprobado. ¿O sí? De todas maneras no me atreví a averiguarlo.
Mientras yo andaba por la calle, la buscaba siempre a Ella. Una vez creí verla, al atardecer, en un grupo de mujeres que se bajaban en la gasolinera de la rotonda frente al hotel Riviera. Pero Ella no estaba entre ellas. Otra la vi sentada junto al chofer de un VW (me habían dicho que el actor de televisión manejaba un VW), pero no pude aparejarme al carro para verla bien. Debía ser Ella. Otra vez (ya de noche, con mi mujer sentada a mi lado) la vi entrando al cine Radiocentro. ¿Cómo encontrarla en aquella oscuridad? Así, la veía por todas partes: Ella alcanzable con un golpe de acelerador y al mismo tiempo inalcanzable siempre, o bien no daba caza al auto que la llevaba o no era Ella o no estaba entre el grupo de muchachas donde estaba yo seguro de encontrarla. Yo creía que, con la ayuda de Margarita Mefisto, me había librado de una vez de ese fantasma, pero venía a rondar mis tardes, a media luz en el crepúsculo, mis noches, entre la luz artificial y la oscuridad, mis madrugadas, cuando venía de Carteles, rondando las cercanías de 12 y 23, y llegué a caminar desde casa hasta su antiguo barrio, recorriéndolo, tarde en la noche, caminando alrededor de El Hoyo, bajando por 22 hasta 15 y luego subiendo por esta calle hasta la plaza y de ahí de vuelta a casa y este periplo lo recorrí varias veces, tratando de encontrar sus huellas -fue mucho tiempo después que supe que vivía en la playa de Guanabo.
Un día, estando en la cafetería de Radiocentro, antes o después de mi programa (sin duda después, porque yo siempre llegaba tarde al programa y una o dos veces tuvieron que empezar sin mí, en un close up de René comentando teatro, y yo tuve que escurrirme hasta mi asiento y ponerme a improvisar una charla sobre el último estreno o la película de moda), estaba sentado tomándome un batido (no debía ser un trago, ya que después de romper con Ella dejé de beber) y oí un rumor sordo que recorría la cafetería y rondaba por los pasillos y casi salía a la calle donde caía la lluvia aciclonada de septiembre. De pronto el rumor llegó a mi mesa y pude preguntar qué pasaba y alguien me contó que la máquina de Raudol había acabado con una familia y que habían encontrado en el carro una jeringuilla, que de seguro él y su acompañante estaban drogados. Desmentí esta última noticia (porque yo sabía que Ramón no tenía nada que ver con drogas, que a lo máximo se emborracharía con cerveza y tomaría un trago o dos pero de ahí no pasaba) cuando me precisaron lo que había ocurrido: Ramón no iba manejando sino una mujer que iba con él. El rumor se hizo más preciso y supe quién era la pasajera que había tomado el timón: Mimí de la Selva. Algo me había dicho que esa mujer era peligrosa y yo ahora me culpaba por habérsela presentado a Ramón: sin mi intervención no la hubiera conocido y esta tragedia (porque era una tragedia) no habría tenido lugar.
Sucedió que Ramón estaba dando lecciones de conducir a Mimí y fueron por La Habana Vieja y en una esquina estaba una familia (una mujer negra con sus tres hijos) esperando para cruzar la calle, cuando el enorme carro de Ramón patinó y se encimó (parece que Mimí pisó el acelerador en vez del freno o tal vez al revés) sobre la acera, comprimiendo a la familia contra las columnas del portal, embistiendo a la mujer y arrastrando a una de las niñas, mientras arrollaba a ios otros niños: todos murieron en el acto. Ramón tuvo que ver con la justicia (era la segunda vez después de haberle sacado el revólver a un presunto amante de su mujer y fue a dar a la cárcel, preventivamente y por unos días, pero en la cárcel estuvo), ahora no fue a la cárcel, porque él no iba al timón. Pero por motivos que nunca se aclararon Mimí también salió absuelta y creo que la vi, fugaz, en una esquina de El Vedado no mucho; tiempo después: así que andaba por la calle. Ramón, después del susto y la impresión de ver todos aquellos niños muertos y de haberlos tenido que recoger para llevarlos al hospital, aunque estaban indudablemente muertos todos, aplastados por el leviatán automovilístico que él tenía, Ramón me contó cómo sucedió el accidente y durante unos días estuvo apocado en Carteles y no pasaba por CMQ ni por la cafetería, pero después, al poco tiempo, volvió a ser el mismo Ramón de siempre, que me contaba cómo había llevado a una corista a las afueras de La Habana, había parado el carro en una carretera oscura y allí sobre el asfalto, el carro a oscuras pero su radio sonando alto, había hecho el amor con la corista, quien juró nunca haberlo hecho mejor: un cuento típico de Ramón Raudol y lo más probable es que fuera verdad.
Yo volví a ver Orfeo descendiendo, Algo salvaje en el lugar o como se llame esa obra de Tennessee Williams, para recorrer otra de las estaciones donde se había detenido mi amor por Ella. Su sustituta era Yolanda Llerena, a quien yo conocía más o menos de vista. No estaba mal pero evidentemente no era Ella: era para Ella que se había escrito el papel. Después que acabó la obra pasé a tras escena a saludar a Yolanda y a decirle que estaba muy bien (estaba nada más que bien como actriz, pero muy bien físicamente: me gustaba, con sus oíos verdes que bizqueaban, su pelo rubianco y su figura tal vez un poco trabada pero apetecible por su juventud, debía tener apenas veinte años) y nos quedamos solos mientras ella se quitaba el maquillaje. Aproveché para invitarla a salir y para mi sorpresa dijo que sí. Le propuse que fuéramos a comer algo a Guanabo, que era un lugar bastante lejos como para ir a comer algo y a esa hora, pero ella aceptó: era mi noche de suerte con ella, nunca había pasado antes de un saludo más o menos frío de su parte. Manejé hasta Guanabo y al llegar allí ella dijo que no tenía ganas de comer nada, que lo que quería era pasear por la playa. La complací y conduje mi carro casi hasta el mar y ella al llegar a la arena se quitó los zapatos (era una de ésas) y corrió por la playa. Yo la alcancé y traté de pasarle una mano por la espalda, pero ella se escurrió de mi casi abrazo y volvió a correr por la playa, sin decir una palabra. La dejé que corriera (después de todo eso estaba permitido, correr por la playa: lo único que estaba prohibido en Guanabo eran los caballos por la arena) y me regresé al carro. Al poco rato (o bastante después) regresó en silencio, se puso los zapatos y entró en la máquina. No volvió a decir una palabra en toda la noche: sin duda era una original, no se hacía. Fue poco después que supe que su madre estaba recluida en un manicomio (no Mazorra, sino uno particular; tal vez Galigarcía) y que Yolanda estaba amenazada (o eso creía ella) de volverse loca también, porque muchos aseguraban que la locura de su madre era hereditaria. No volví a salir con ella (me di cuenta esa misma noche que todo avance era inútil), pero no pude olvidar sus piernas (que era lo más bello, exceptuando sus ojos, en su cuerpo) descalzas corriendo por la arena, en la madrugada. Después, tiempo después, cuando ya ella se había casado, se negó a reconocerme y nunca supe por qué: después de todo, todo lo que hice fue pasarle un brazo por la cintura, pero ella actuaba (y su marido creo que lo creyó) como si yo la hubiera tratado de violar en la playa.
Me llamó Héctor Pedreira para ver si podíamos (mis amigos y yo) hacer algo por Alfredo René Guillermo, el misterioso comunista de los bonos y los muchos nombres, que resultó llamarse Pedro Pérez o algo así tan anónimo, que no sólo la lucha revolucionaria lo había empujado a buscar seudónimos. Sucedía que Pedro Pérez o Alfredo René Guillermo había caído preso y le habían encontrado encima bonos del partido comunista y Cartas semanales. No había caído (para su suerte) con Ventura o con Carratalá (otro de los verdugos del régimen), sino en el Buró de Investigaciones. Llamé enseguida a Adriano, quien se puso en contacto con su suegro, que ya había regresado de Europa, y a través del ministro de Relaciones Exteriores (llamado entonces de Estado), pusieron en libertad a Alfredo René Guillermo, Pedro Pérez o como se llamase en realidad. Vino por casa a darme las gracias y le ofrecí mi casa como suya, pero declinó la invitación diciéndome que «aquí han tenido refugio demasiados terroristas» (sic). Me quedé de piedra picada pero respeté su opinión que no era otra que la del partido comunista, con o sin alianza con el Directorio; siempre desconfiados de los hombres de acción (no podían referirse más que a Alberto y a Franqui y, más brevemente, a Joe Westbrook y su primo Carlos Figueredo), lo habían adoctrinado a darme esta respuesta. Vino, me dijo, simplemente a darme las gracias y a decirme que se iba a la Sierra, iba a unirse a las guerrillas de Las Villas. Supuse que su unión sería con el pequeño grupo comunista de Camilo Torres que operaba en Las Villas. ¡Cuál no sería mi sorpresa cuando un mes después supe que Alfredo René Guillermo o Pedro Pérez se había unido a las guerrillas del Che Guevara y ya tenía grado de teniente! Mientras, yo sentía la futilidad de mi vida, ahora que Ella había creado una gran ausencia, y comencé a preguntarme si no sería mejor dejarlo todo y también irme yo a la Sierra, como había hecho Alfredo René Guillermo. A mí no me perseguía la policía, pero tenía mis fantasmas. Por otra parte, ya Adriano me había confiado su intención (hasta ahora nunca llevada a cabo) de unirse a las fuerzas de Raúl Castro en la Sierra Cristal. Yo veía esta señal de un sitio tan preciso como una directiva del partido comunista, con el que Adriano parecía cada vez más identificado. Por otra parte ocurrió un hecho curioso: se llevaron preso a René de la Nuez, vinieron a buscarlo a su casa policías de paisano y eran agentes del BRAC. Lo soltaron a las pocas horas, pero esta señal caída tan cerca de mí me hizo prestarle mayor atención a las palabras del Gordo Arozamena. Éste era ahora crítico de cine del periódico de Masferrer, pero antes había sido miembro de la Juventud Socialista (comunista) y luego se había convertido en delator de sus compañeros. Héctor Pedreira le tenía terror, porque lo había visto en una ocasión señalando para alguien que salía del cine Lira (que pasó a ser el Capri aunque siempre para mí será el cine Lira de mi niñez), donde exhibían una película rusa o un acontecimiento parecido, y esa persona señalada por el dedo del Gordo Arozamena había caído presa. El Gordo coincidió conmigo en una exhibición privada en La Corea y se empeñó después en acompañarme hasta Carteles: lo que era caminar tres cuadras. En la esquina de la revista me habló del capitán Castaño (jefe del BRAC, con quien yo me había tenido que entrevistar para obtener el visto bueno a mi pasaporte cuando fui a México a principios de 1957)» casi sin venir a cuento.
—Yo le dije -me dijo- a Castaño, que me preguntaba por ti, que tú no eras comunista. -¡Yo no sabía si tenía que darle las gracias o no al Gordo Arozamena!-. Le dije -siguió- que los comunistas estaban en otra parte de la revista, aunque él se refirió a tus críticas como casi panfletos de izquierda. Yo le dije que estaba equivocado, que tú no eras comunista ni simpatizante siquiera y que tus críticas eran liberales (sic).
El Gordo seguía hablando en la esquina de Carteles y parecía que no se iba a ir nunca.
—Yo le dije -prosiguió- que buscara en otra parte, pero te advierto que debes tener cuidado con las críticas. No te pases de rosca. Es un consejo.
Se lo agradecí ahora. Poco después el Gordo Arozamena se marchaba, bamboleante, calle Infanta arriba -pero a mí siempre me pareció que él tuvo algo que ver con la detención de René y que en realidad apuntaban a mí. ¡Pura paranoia!, dirá alguno, además de que podría añadir que la policía de Batista, ya fuera el BRAC, el SIM, el Buró de Investigaciones o la Policía Nacional no eran tan sutiles. Comenté con Adriano las palabras del Gordo Arozamena (ya él sabía quién era) y la detención de René y él estuvo de acuerdo conmigo que en esos días se estaba más seguro en la Sierra que en las ciudades, especialmente en La Habana, tan estrechamente vigilada, pero una vez más vino la felicidad erótica a interrumpirme mi metafísica de la historia: Nora estaba dispuesta, a pesar de sus juegos, a acostarse conmigo. Esto fue algo que adiviné, al mismo tiempo que supe de sus actividades con Lydia. Todo sucedió una noche en que fui a visitarla a la casa de huéspedes y ella se empeñó en ir a comer un sándwich (sángüise, decía ella) gigante al bar OK. Yo la conduje hasta Zanja y Belascoaín, llevando ahora un cargamento más precioso que el otro día cuando dejé aquí a Ramón Nicolau. Ella se comió el sándwich como si fuera un bocadito, no en el bar sino sentada en mi carro. Después volvimos a la casa de huéspedes. Subió un momento, según me dijo, para avisar a Lydia que ya había regresado, pero bajó enseguida para decirme que no estaba en la casa, que había salido a buscarla. Decidí que mejor la esperaba conmigo, sentada en la máquina, pero ella daba señales de una extraña agitación.
—Mejor salimos a buscarla -me dijo-. Hazme ese favor.
Cómo no iba a hacerle un favor tan fácil a esta monada. Manejé hasta el bar OK y Lydia no estaba. Regresamos a la casa de huéspedes, Nora dejó la máquina para subir a su cuarto y bajó al instante: Lydia había regresado y había vuelto a salir a buscarla al bar OK, según el recado que ella había dejado.
—Por favor -me dijo-, por favor; vamos a buscarla.
Una vez más me dejé convencer de que Lydia estaba en el bar OK esperándonos y una vez más conduje hasta Zanja y Belascoaín, esta vez a mayor velocidad que las veces anteriores, con la noche haciéndose medianoche no en el bar sino en la calle. No había nadie en el OK. Regresamos al parque Victor Hugo y llegando ya a la casa de huéspedes, con ella a la vista, saltó Nora en mi carro: había visto a Lydia, que la esperaba en la puerta de la casa de huéspedes. Mejor dicho, abajo, en la acera, sin subir los pocos escalones hasta la entrada. Ambas se besaron y se abrazaron, como si hiciera tiempo que no se vieran o como si se hubieran encontrado después de perderse la una para la otra.
—¡Mi hermana!
—¡Mi amiga!
Volvieron a besarse. Fue entonces que vi que Lydia estaba acompañada por un hombre que yo no conocía. Yo me bajaba lentamente de mi carro, convencido de que Nora y Lydia tenían una extraña relación: otra cosa no se podía pensar después de ver lo que yo había visto. Las dos se reían a carcajadas ahora en mi dirección.
—Mira esa cara -dijo Lydia señalando para mí.
—Muchacho -dijo Nora-. ¿Qué te has creído?
—Todo fue un teatro que montamos para ti -dijo Lydia, todavía riéndose.
Yo moví la cabeza como diciendo a mí me van a hacer ese cuento, pero sin decir nada. Luego Lydia me presentó a su pareja cuyo nombre, como siempre, no pude retener.
—Bueno, Nora -dijo Lydia-, ya es tarde y mañana tenemos que modelar temprano.
—Bueno, está bien -dijo Nora-. Bueno -dijo Nora hacia mí y me di cuenta de que todo el mundo en Cuba comienza hablando con un bueno que es usualmente seguido con un entonces si te estás haciendo un cuento o con la proposición seguida si es un mensaje que dan-. Bueno, yo me voy a acostar.
Ella se iba a acostar, así tan tranquilamente, sin decirme siquiera buenas noches. Debía haber dejado uno de los besos que le dio a Lydia para mí: aunque no, yo no hubiera querido ninguno de esos besos.
—¿Cuándo te vuelvo a ver? -le pregunté.
—Cuando tú quieras-me dijo.
—¿Qué tal mañana? Para ir a un night club o cosa así.
—Anjá -dijo ella-, mañana por la noche me parece bien.
—Muchacha -le dijo Lydia, que evidentemente estaba oyendo lo que hablábamos y quien yo creía que iba a decir de seguida «Con eso no vas a sacar nada de él», pero lo que dijo fue-: A dormir se ha dicho.
Era característica de Lydia que por muy vulgar que fuera la frase que decía, no sonaba vulgar en sus bien pintados labios; sin embargo, alrededor de Nora había como un aura de vulgaridad que su belleza no lograba disipar.
Pero con todo y su vulgaridad visible para el ojo entrenado, a la noche siguiente salimos. La llevé al Pigal, donde no había vuelto desde mi excursión con Mimí de la Selva, con su nombre improbable y sus más improbables establos llenos de caballos y su evidente peligrosidad. Nora, por el contrario, infundía confianza, ella sabía cómo estar con el hombre que estuviera con ella. Estuvimos en el Pigal como hasta cerca de la medianoche. Fue entonces que le dije:
—¿Y si fuéramos a otro lugar más íntimo? Ella me miró y sonrió.
—¿Cuánto más íntimo? -me preguntó.
—Lo suficiente para ti y para mí -le dije.
—Eres tremendo -me dijo ella-. Tenía razón Lydia.
—¿En qué tenía razón?
—Ella me dijo que tú me ibas a hacer proposiciones de seguro.
—Pero yo no te propongo nada imposible ni que sea malo para ti. ¿Qué hay de malo en la intimidad?
—Se puede conseguir en una multitud -me dijo ella y me sorprendió la inteligencia de su respuesta: de la pareja Nora y Lydia era Lydia la que era inteligente o al menos la que daba respuestas inteligentes.
—Ya lo sé -dije yo-. Pero no la clase de intimidad que yo quiero.
—¿Por qué no me hablas claro? -me preguntó.
—Más claro no puedo ser -le dije.
—No, dime que te quieres acostar conmigo y yo te diré que sí o que no.
Me quedé callado un momento, decidiendo, pero enseguida dije:
—Me quiero acostar contigo.
Yo esperaba que ella se negara o se hiciera la difícil, en cambio dijo:
—Está bien.
Enseguida organicé la salida, pagando la cuenta rápido y más rápido cogiendo mi carrito y enfilando rumbo a 2 y 31 que era la posada más cercana: si había otra más cerca yo no la conocía.
Cuando Nora se quitó la ropa (afortunadamente no hizo ninguna historia del desnudarse, como me había ocurrido tantas veces con otras mujeres, que se quitaban la ropa por episodios, cada uno de ellos prologado por un ruego o una persuasión) mostró uno de los cuerpos más perfectos que yo había visto. Era delgada pero tenía los senos mejor colocados de todas las mujeres que había conocido: eran más grandes que lo que permitía adivinar su ropa (o al menos la luz roja encendida en el espaldar de la cama hacía ver más grandes sus senos), eran blancos como todo su cuerpo, que lucía de leche a la luz roja, pero tenían un leve pezón muy bien hecho y eran redondos sin ser de bola. Lamento no poder describir exactamente cómo eran sus senos, pero puedo confesar que yo no los había visto más lindos. Yo me quité la ropa después que ella porque me entretuve admirando su stripping privado. Aunque ella no estaba teasing, era demorado: se quitó primero la saya, sacando primero una pierna y después la otra para mostrarlas las dos desnudas. Sus piernas no eran lo mejor de su cuerpo pues, aunque tenía muslos modelados, había cierta falta de gracia alrededor de su rodilla, el muslo tal vez se continuaba demasiado o la pantorrilla subía un poco hacia los muslos, no era culpa de su rótula (a menudo tan fea en las mujeres) que no era protuberante ni virada sino que estaba en el sitio en que debía estar. La falla, si era una falla, era de la pierna porque el tobillo reproducía el mismo diseño: era tal vez demasiado gordo o no lo suficientemente esbelto para la delgadez de la pierna. Pero pronto me olvidé de sus piernas para ver cómo se quitaba la blusa, la doblaba y la colocaba sobre la saya ya colocada sobre una silla: ahora estaba en pantalón y ajustadores nada más y era un encanto verla. Se quitó primero el ajustador o sostén o como se llame esa prenda, que casi saltó al liberar los senos (que ya he descrito pero que yo veía por primera vez y al contemplarlos me quedé extático), y finalmente sus piernas emergieron del pantaloncito que se quitaba de pie, primero una y después la otra: ahora estaba completamente desnuda y supe que Nora me gustaba mucho, que desnuda revelaba un cuerpo que no se podía adivinar cuando estaba vestida, que la vulgaridad desaparecía en cuanto su cuerpo emergía de entre la ropa, tal vez porque yo miraba su cuerpo y no su cara. De dónde salía su vulgaridad: de la boca botada, a lo Brigitte Bardot, de lo que ella decía, de la manera como decía las cosas, pero ahora estaba desnuda y yo no tenía orejas ni oído: era todo ojos para contemplar su desnudez, enaltecida por la aureola rojiza que le prestaba la luz. La vi caminar (sus nalgas quedaban paradas porque su cuerpo se quebraba un poco en la cintura, por detrás, y le daba un poco cuerpo de negra, hermosa incongruencia en una mujer tan blanca), la vi caminar hasta la cama y tumbarse boca arriba. Luego pude desnudarme yo y no supe si me miraba hacerlo o no, porque lo próximo que supe era que la estaba penetrando y ella me acogía ni con pasividad ni con resistencia sino con una suave aquiescencia y se movía luego con sabiduría (de algo le había servido la promiscuidad a que se había entregado esos primeros meses en La Habana, tanta que sentado un día en la cafetería de Radiocentro con mi amigo Silvano Suárez, nacido Antonio, alguien de una agencia de publicidad le advirtió que si algún día tenía algo con Nora que no se le ocurriera sodomizarla -por supuesto que no utilizó esta palabra sino una expresión obscena- porque ella tenía un microbio malo). Ahora ya no me preocupaba de sus posibles microbios ni de su viudez, que antes me había prevenido de poseerla, sino que la estaba gozando al tiempo que ella gozaba. Para más gozar me pidió ir arriba y allí era un espectáculo, con sus senos redondos que subían y bajaban con su cuerpo, con su cintura quebrada que yo sostenía entre mis manos y que me cabía dentro de ellas, con su boca protuberante ahora entreabierta en el goce, con sus ojos de largas pestañas (no me pregunté entonces si eran postizas o reales) cerrados y su máxima concentración en el coito -que repetimos y fue solamente dos veces porque ella se quiso ir pero sentí que, como con Margarita del Campo, hubiera podido llegar a siete veces o al menos cinco en la noche de hacerla larga, tanto como lo era su cuerpo lechoso encima de mí, estremecido por el orgasmo conseguido al máximo con la posición, que era para mí nueva y tal vez un tanto irritante de haber reflexionado sobre ella, pero que entonces me limité sólo a gozarla. Ella decidió que era hora de vestirse y de irse a casa. Creo que no nos despedimos, al menos no lo hicimos con un beso, pero cuando le dije de salir al día siguiente, obviamente a volver a acostarnos, me dijo que no.
—Es más -dijo-, creo que he cometido un error acostándome contigo.
—¿Un error? ¿Por qué?
—Estábamos mejor de amigos. Quiero decir, solamente de amigos. Ahora esto lo complica todo.
—Yo no veo por qué se va a complicar todo.
—Porque tú estás enamorado de Ella -dijo, claro que no dijo de Ella sino de ella-. Estás muy enamorado todavía y yo puedo enamorarme de ti. Ya ves por qué.
No pude decirle que no a lo que decía con respecto a Ella: era verdad que todavía la amaba, que la amaría siempre, pero también era verdad que habíamos roto para siempre -o al menos eso creía yo entonces. Se lo dije. Me dijo:
—Pero estás enamorado de Ella. No hay nada que hacer. Tenía razón Lydia pero es solamente ahora que me he dado de cuenta.
Me gustó su «dado de cuenta», con su error gramatical y todo, pero por apreciarlo no atendí mucho a lo que dije después. Luego la oí diciendo:
—Mejor que no nos veamos más.
A lo que, por supuesto, no hice caso.
—Sí -le dije-, nos vamos a ver. Nos vamos a estar encontrando dondequiera. Es más, Korda me ha dicho que te llevara por su estudio: quiere hacerte unas fotos.
No se lo dije antes para tener el gusto de que se hubiera acostado conmigo por mí y no por lo que yo hacía por ella.
—Eso es diferente -dijo ella-. Son asuntos profesionales. Yo voy contigo cuando tú quieras.
—¿Está bien mañana?
—Está bien.
—¿Ves como nos íbamos a ver de nuevo?
Se sonrió, tenía una linda sonrisa y mejor era su risa con sus dientes blancos, perfectos. Ai otro día la llevé al estudio de Korda y la dejé allí haciéndose fotografías. También llevé a otras muchachas, modelitos y cuasi estrellas, a que Korda les hiciese fotografías para el número de Navidad de Carteles, donde iba a presentar a varias mujeres más o menos desvestidas: a unas las había conocido en la cafetería, a otras las había visto por la calle y hablado para que se dejaran fotografiar. Tuve suerte con algunas de ellas, que accedieron, pero a la más linda de todas, vista en la esquina de Infanta y Carlos III esperando el ómnibus con su madre, por poco la convenzo y me dijo que fuera por su casa para hablar de las fotografías, pero luego, en su casa, lo pensó mejor y no se dejó fotografiar: lo que es una lástima porque era una de las mujeres más bellas que he visto, de cara y de cuerpo, y su belleza se perdió para siempre. Allí, en la sección de Carteles, había aparecido Ella, fotografiada por Korda (recuerdo el día que se hizo las fotos, que yo la llevé allí, casi a regañadientes de ella que no quería dejarse fotografiar, por pruritos que tenían que ver conmigo y la propaganda, y allí la dejé a que Korda captara su belleza, lo que casi hizo), bajo el nombre de «Nace una actriz». También apareció, en el número de Navidad (en Navidades no en Vanidades, como decía Silvio), Teresa Paz, que luego, como se verá, se presentó a mis ojos como todo lo contrario de una estrellita, de una modelito o de aspirante a actriz; cosas que parecía el día que la conocí en la cafetería de Radiocentro y que todavía parecía más cuando la deposité en el estudio de Korda: nunca supe si éste se acostó con ella, aunque puedo decir que a pesar de su belleza (era rubianca y tenía los ojos verdes muy claros y un cuerpo espléndido: eso que en Cuba se llama buena) nunca me gustó para la cama y, siguiendo mi política de neutralidad sexual con las fotografiadas por Korda (y luego por Raoul, que quiso hacerle la competencia a Korda y me trajo una colección de fotos, modelos hechas ya por él, para publicarlas: a éstas ni siquiera las vi personalmente), nunca se me ocurrió pensar en acostarme con ella. Si alguna vez me pasó la idea por la cabeza de que una de las fotografiadas era acostable para mí, si me cruzó un rayo por el plexo solar, si conseguía esa aura de erección que en Cuba se llama zarazidad o sarasidá, no llegué a manifestarlo a ninguna de estas mujeres y con las que me había acostado (como por ejemplo Julieta Estévez) había ocurrido mucho antes de que pensara hacerlas fotografiar: así ocurrió también con Nora. Las fotos no eran ni buenas ni malas: les faltaba esa calidad erótica que ella presentaba en la cama y, aunque en algunas salió medio desnuda, ninguna cobró la intensidad que tuvo allí arriba de mí esa noche de nuestro doble encuentro. Claro que se publicaron, pero mi texto no tenía la sarasidá de otras ocasiones (como ocurrió con la B.B. cubana, por ejemplo) y no sirvió mucho para adelantar la carrera de Nora como modelo, aspirante a estrella o a actriz, como demostró luego. Lo que sí fue cierto es que más nunca nos volvimos a acostar; aunque salimos juntos muchas veces y recorrí toda la isla con ella en mi carrito, nunca pasó de un beso fugaz, de un estrechón de senos que no significaban nada para ella -aunque para mí tuvieron la intención de recobrar aquella intensidad que yo había conocido una noche.
Alberto me llamó y me citó con urgencia para casa de Silvina. Llegué antes que él y hablé con Silvina, preguntándome qué pasaría. Cuando Alberto llegó, Silvina se fue discretamente al cuarto y Alberto y yo salimos a la azotea que una noche había sido salón de fiesta, mientras yo estaba acuciado por los celos y Ella bailaba y conversaba con todos menos conmigo. Alberto me propuso, abiertamente, trabajar para el Directorio. Consistía ese trabajo en ir a Miami a llevar un mensaje verbal a la gente del Directorio que tenía su cuartel en esa ciudad y traer algo de vuelta, que Alberto no especificó. Yo estaba dispuesto a ir pero le recordé la detención de René (que él no conocía) y las palabras del Gordo Arozamena (que tampoco conocía, por supuesto). Se quedó pensando un momento y después dijo: -No, tú no puedes ir en esas condiciones: necesitamos alguien que pase por la aduana sin problemas.
Él conocía las dificultades que se me presentarían para obtener la vigencia de mi pasaporte y cabía la duda de un registro minucioso a mi regreso. De pronto se me ocurrió que Silvina podía ir en mi lugar y se lo dije a Alberto. Él me dijo, después de pensarlo unos momentos:
—Vamos a proponérselo, a ver qué dice.
Silvina salió del cuarto a mi llamada y le explicamos, entre Alberto y yo, lo que pasaba. Como el 13 de marzo de 1957, no vaciló en prestarse a servir a la causa antibatistiana; aunque ella no tenía ninguna conciencia política definida sí estaba, como todos nosotros, resueltamente en contra del régimen de Batista. Alberto le dio las instrucciones, le dijo dónde ir en Miami y qué decir (en este momento yo me alejé un poco de ellos: era mejor no saber demasiado) y le dio dinero suficiente para el pasaje en avión, que la estancia le sería procurada por la gente de Miami. Yo acompañé a Silvina hasta el Ministerio de Estado para que sacara su pasaporte y, cuando llegó la hora de la partida, la llevé en mi carro hasta el aeropuerto. Me dijo que regresaría en dos días y cuando volvió me encontró esperándola en el aeropuerto. Traía un enorme oso de peluche, que casi no podía con él en sus brazos, y unos pocos paquetes. Pasó por la aduana sin dificultades y cuando estuvo en mi carro, viajando de regreso a La Habana, me dijo:
—Este oso está premiado.
No entendí lo que quería decir y después me dijo:
—Está relleno con balas y pistolas.
Silvina era realmente una mujer valiente que no sabía que lo era, como los verdaderos valientes. Ese cargamento, de descubrirse, bien podía costarle un gran mal rato y tal vez la vida. Llegamos a su casa y yo la dejé subiendo las escaleras. Ahora tenía, según las instrucciones de Alberto, que ir a buscar a su madre en su casa de la calle 19 y traerla a casa de Silvina. Así lo hice. Cuando llego al apartamentico, la madre de Alberto le preguntó si había algún recado de Miami y Silvina dijo que ninguno.
—Solamente el oso.
—¿Tuviste alguna dificultad? -preguntó la madre de Alberto.
—Ninguna -dijo Silvina-, fue de lo más fácil aunque pasé un mal rato con la madre de Joe Westbrook, que sigue inconsolable.
—Sí, me lo imagino -dijo la madre de Alberto-. Bueno, mi hija -agregó-, ahora yo me llevo el oso.
Bajamos los dos las escaleras, cogimos mi carrito con su capota baja y enfilamos otra vez rumbo a la calle 19. Por el camino venía pensando yo en la facilidad con que me había convertido en contrabandista de armas para un grupo de acción con el que yo no estaba totalmente de acuerdo: más fácil me veía en el papel de vendedor de bonos del partido comunista, cosa que había hecho. Como en la entrevista de Alberto y Ramón Nicolau, me pregunté todo el tiempo cómo reaccionaría yo si fuera cogido por la policía: de seguro que diría todo lo que sabía y más, le tenía verdadero terror a la tortura. Pero me calmé viendo a la madre de Alberto, ya entrada en años por no decir envejecida, cargando el oso armado como si de verdad fuera solamente un juguete. Así pensando llegamos a la casa y dejé allí a la madre de Alberto, que me dio unas gracias calurosas: «¡Tú no sabes el valor que esto -y apretaba el oso de peluche- tiene para la causa». Me pregunté sobre la verdadera fuerza del Directorio que apreciaba así el contenido del oso, porque ¿cuántas pistolas y municiones cabrían en él? ¿Cinco pistolas? ¿Diez y quinientas balas? Seguramente no mucho más que eso y, como cuando Alberto me (nos) contaba orgulloso la reivindicación para el Directorio del ataque a la estación de policía, sentí una cierta pena por aquellos afanes revolucionarios que no pasaban de meros actos gratuitos, sin significación ulterior posible. Pero le dije a Lala (la madre de Alberto):
—No hay de qué. Lo que siento es no poder hacer más por ustedes.
—Ya has hecho bastante -me dijo-. Alberto te está muy agradecido.
Yo no sabía si era por mi labor de hoy, de transportador de armas, que no era nada comparado con lo que había hecho Silvina, o si por el trabajo unificador del otro día, cuyos resultados no conocía, al dejarlo todo en manos de Adriano y no haberle preguntado cómo iban las reuniones o siquiera si se estaban celebrando ya. De seguro que sí pues los comunistas no iban a echar en saco roto la posibilidad de influir en un grupo que, a pesar de lo exiguo de sus tropas, mantenía un frente guerrillero en las lomas del Escambray y tenía una red de miembros en La Habana. Esta red, como yo sabía, era mediocre, después de haber sido diezmados en el asalto a Palacio, pero yo no sabía si los comunistas sabían cuán pocos eran los miembros del Directorio (de seguro que lo sabrían, como sabían mantener su dirigencia intacta), pero en todo caso era una unión simbólica entre el grupo más apartado del campo de acción comunista y el partido, que nunca había logrado, en La Habana, pasar por encima de los prejuicios anticomunistas de los miembros urbanos del 26 de Julio. Ahora me iba para Carteles como cuando dejé a Ramón Nicolau en Zanja y Belascoaín: con la conciencia de haber cumplido con un deber, de haber podido dejar por un momento mi vida hedonista y de haber formado fila con los sacrificados -o al menos con los sacrificantes.
No sé cuándo ni cómo volví a encontrarme con Cecilia Valdés, sólo sé que el encuentro con esa mulata eterna valía una celebración. La había conocido un día en la Barra Bacardí y me gustó su sensualidad evidente. Un pequeño incidente con un zíper que no quería cerrarse nos hizo más o menos amigos y después la vi otras veces, siempre con sus caderas cubanas y sus carnes color yodo, más bien canela que yodo ya que parecían comestibles de tan sensuales, café con leche prieto eran, y su cara, donde relucían sus grandes ojos redondos que ella abría más en señal de admiración, muy bien maquillados, y sus grandes labios gordos y protuberantes le daban el aire de una belleza cubana mítica, de ahí el nombre de Cecilia Valdés, que debió ser el suyo aunque no lo era. Ahora que Ella había desaparecido de mi vida y que Margarita llamada a veces Mefisto se había alejado un tanto en su vida de clase alta, volví a encontrarme con Cecilia. Una vez salimos ella y su amiga Nisia Aguirre, una mulata más negra, más bien una negra que sorprendía por su inteligencia aparejada a su belleza (que no podía compararse a la de Cecilia pero que invitaba a la comparación porque siempre andaban juntas), más apagada pero no por ello inexistente, Nisia y Cecilia y Jean-Loup Bourget y yo. Jean-Loup iba con Nisia y yo con Cecilia a mi lado y fuimos al apartamento de Jean-Loup que ahora estaba Infanta arriba, más allá de Marqués González, y allí bebimos Bacardí y conversamos, yo teniendo un breve interludio con Cecilia en el balcón donde el frío del invierno incipiente nos juntaba o yo lo tomaba como pretexto para juntarme a ella. Fue allí que decidimos salir otra vez (ya yo antes había salido con ella y recordaba sus besos salvajes, que me dejaban los labios sangrantes, y su gran sexualidad, aunque nunca llegamos a la cama, entre otras cosas porque ella decía que nunca se acostaría con un hombre casado y daba a entender que se mantenía virgen, cosa que a veces yo dudaba y otras podía apostar que era cierto), ahora salimos y fuimos juntos al cine, después la dejé en su casa y no pasamos de unos besos nada tiernos en mi carrito y en el cine. Otro día la vine a buscar y me recibió en la escalera, llevando nada más que un pullóver y una saya, quiero decir que se veía que no llevaba ajustadores y tal vez tampoco pantaloncitos: esto último no pude saberlo pero sí pude ver sus senos grandes y redondos, con un pezón casi morado, del mismo color que sus labios cuando no estaban pintados, y los besé y los succioné y los acaricié allí en la escalera, hasta que oímos que la llamaban de su casa, de su apartamento, y me alegré porque aquellos senos grandes y hermosos eran una tortura que Cecilia me infligía, a sabiendas de que yo estaba loco por acostarme con ella y hubiera llegado hasta a comprometerme con ella (era esto lo que ella buscaba siempre: alguien con quien casarse para entregársele totalmente. Es curioso lo burguesa que suele ser alguna gente de pueblo en Cuba: Cecilia era una de ésas) con tal de tenerla desnuda en una cama, y yo fantaseaba acerca de esta posibilidad, aún ahora ahí en su escalera de la calle Neptuno, casi llegando a Infanta, lugar donde yo mamaba de sus tetas que se veían de tan cerca enormes, prometedoras, frutales, y hundía mi cara entre ellas mientras la oía suspirar, como si ella también quisiera entregarse allí mismo y sólo las voces de su madre posiblemente impidieron que yo cometiera una locura en la escalera y tuve que irme finalmente.
Salimos otras veces, ahora ella vistiendo sus sweaters que modelaban sus senos turgentes (me doy cuenta de la banalidad, de la trivialidad, del lugar común de mi adjetivación, pero es que Cecilia no en balde pero en broma apellidada Valdés era uno de los lugares comunes de la belleza cubana: la mulata mítica), y fuimos a almorzar (era fácil para ella escaparse al mediodía) a algún restaurant poco frecuentado (que no le gustaban a ella, que quería ir a los restaurants de moda: allí donde va la gente) donde era posible encontrar sus labios golosos para los mariscos y para los besos más apasionados que nunca me habían dado: a menudo salía con los labios sangrando y me encantaba este dulce vampirismo de Cecilia, mientras pensaba que se me hacía tarde, que debía regresar ya a Carteles a trabajar pero siempre encontrando tiempo para un beso más: mi relación con ella estaba hecha de besos y a no ser por aquella noche en la escalera de su casa, en que pude besar sus senos (ocasión que no se repitió más), tenía que contentarme con los besos o con apretarle los senos por encima del pullóver o sweater que llevaba. Salimos otras veces de pareja con Nisia y Jean-Loup y yo no sé adonde llegaron ellos, pero siempre que yo podía encontrarme con ella en el balcón frío nos besábamos, ella haciéndolo a regañadientes, siempre díscola, siempre propensa a la disputa, siempre regañándome con su cuerpo evasivo, ya que ella quería una relación más formal o por lo menos una donde ella pudiera llegar un día al matrimonio, cosa que sabía que conmigo era virtualmente imposible, y al mismo tiempo su sensualidad la llevaba a aceptarme, aunque fuera momentáneamente, y besarse conmigo de la manera apasionada que ella conocía, tal vez prometiendo en sus besos las posibilidades que habría con ella en la cama, a la que no se llegaría, por supuesto, sino mediante matrimonio. A mí a veces me desesperaba su control, que cuando más parecía dispuesta a llegar a la cama más pronto rompía el hechizo con una frase o con un movimiento del cuerpo que era un esquive, un desdén temporal, hasta que de nuevo vencía en ella su naturaleza, propensa al amor, dada al amor, hecha para el amor. Cecilia era de veras un problema sin solución y, aunque estaba bien para un rato, llegaban a fatigar todas esas erecciones que ella provocaba resueltas en nada, en una flaccidez también conseguida por ella, por su afán burgués de tener un marido seguro, y aunque ella frecuentaba algunos medios intelectuales, donde parecía querer encontrar su posible marido, era tan popular en su cuerpo y en sus actitudes que no podía menos que admirar su vulgaridad plena, acompañada siempre por su belleza en flor, ella tendría unos veinte años, no más, y era ahora cuando estaba más linda, más sabrosa, más comestible (siempre me recuerda esta palabra la vieja sabiduría de nación que en mi pueblo hacía decir, cuando un hombre «perjudicaba» a una mujer; que se la comió) y más rabia daba tenerla tan cerca y a la vez tan lejos. Fue esto lo que me hizo separarme una vez más de Cecilia aunque sabía que la habría de encontrar de nuevo alguna vez en el futuro.
Fuimos mi mujer y yo a casa de Adriano y Adita, a su apartamento del Focsa, que íbamos a salir juntos a casa de Adelita López Dueña, donde seguramente estaría su amiga Mirta Cuza, con quien yo había salido una vez y nunca llegamos a nada porque la previno su psiquiatra -además, ella no era una ninfa, sino una mujer (no se podía decir que fuera una muchacha, ni siquiera cuando fue muchacha), más atractiva por su inteligencia que por su físico, y como yo casi siempre actuaba como el Mefistófeles habanero («Yo no quiero tu alma, lo que quiero es tu culo»), dejé de verla como una posible encamable y la traté como a una amable mujer amiga, una de mis pocas amigas intelectuales. (Cosa curiosa, antes las había tenido, siendo adolescente, pero luego dejé de ser amigo de las mujeres para convertirme en su posible amante.) Fuimos después de la comida y fue Adita quien abrió la puerta. -Hola -dijo-. Entren.
Sin avisarlo, entré de un salto y con un movimiento rápido cerré la puerta a mi espalda, dejando a mi mujer en el pasillo tras la puerta cerrada. Puse cara de terror y Adita fue mi espejo súbito:
—¿Qué, qué pasa?
—Hay un perro rabioso en el pasillo.
Adita lo creyó por un momento pero luego la o del asombro en sus labios dio salida a una carcajada que apagó el ruido del puño de mi mujer golpeando la puerta -al menos debía estarla golpeando con el puño, a juzgar por el sonido. Riéndose, acordándose de su aventura bahiana con Adriano y su perro, Adita se apresuró a abrir.
—¡Qué lindo!
Mi mujer entró hecha un maelstrom de estolas. Pero Adita se reía. Señalando a mi mujer le dije:
—¿Qué te dije?
Se rió más todavía, a pesar de la cara de pocos amigos de mi mujer. Se reía Adita, pero no se rió aquel día brasileño en que Adriano la dejó encerrada con un perro en una quinta cuya arquitectura era exquisita como un bordado belga, hecha para admirar de más cerca que la acera protectora (al menos así dijo Adriano). Después de dejar de reírse nos propuso:
—¿Quieren tomar algo? Adriano se está vistiendo ahora, así que saldremos de aquí alrededor de la medianoche. Entonces, detrás de ella, apareció Adriano.
—Eso es lo que yo llamo una amante y fiel esposa -dijo-. No me insulta más que cuando le doy la espalda.
Hizo su entrada no del todo listo para salir pero bastante avanzado en su empresa -la camisa abotonada, la corbata en su sitio, el nudo perfecto. Aparte de los pantalones con que cubrir sus piernas lechosas y los largos calcetines negros sostenidos por ligas, no le faltaba más que ponerse el saco y a la calle.
—Mis ausencias -continuó- son su catarsis ante mi presencia.
—¿Viste lo que pasó? -le preguntó Adita.
—Mi amor -dijo Adriano, sobándole un brazo-, ¿cuántas veces te voy a decir que no quiero que reveles que debajo de mi aspecto tímido se esconde en realidad Clark Kent? Claro que lo vi. Después de todo estas paredes no tienen más que dos pulgadas de espesor.
Adriano estaba en su mejor forma y mi mujer se sonrió por primera vez en la noche. Para ella debía ser un gran espectáculo ver un marido ajeno hacer añicos verbalmente a otra mujer, por variar -aunque en verdad yo no era abusivo verbalmente con mi mujer: solamente la ayudaba a aumentar su cornamenta. Pero Adriano, a pesar de estar muy enamorado de Adita, no podía pasarse sin sus pullas y quodlibets. Ahora entró de nuevo al cuarto mientras Adita nos preparaba unos tragos. Estábamos con los tragos en la mano, bebiendo, cuando Adriano salió impecablemente vestido. Había algo en él, en sus maneras perfectas, en su modo de comer tan delicado, que justificaba que su padre se hubiera puesto un de delante del Cárdenas nativo -aunque Adriano podía reclamar en su segundo apellido aquel Espinoza que él quería escribir Spinoza para recobrar su judería, un abolengo verdadero, venido de su abuelo, un educador y cuasi filósofo (la calificación es del mismo Adriano), de fines del siglo pasado y principios de este siglo, además de estar emparentado, por matrimonio, con una de las familias más ricas y más antiguas de Cuba. Ahora se dirigió a Adita:
—Amorcito, ¿por qué no me haces un traguito?
Él usaba los diminutivos cariñosos con su mujer; aun en los momentos más tensos, llamándola amorcito, vidita, cielito y otros apelativos parecidos. A pesar de que Adriano había significado en mi pasado muchas noches saliendo los dos solos, con lo que dejaba a mi mujer detrás en la casa, ella sentía simpatía por él, quizá sí debido a la deferencia con que él la trataba. Ahora mismo le decía:
—Estás muy elegante -refiriéndose a la estola que llevaba mi mujer para protegerse del frío imaginario del fin del otoño caribe-. ¿Por qué no usas ahora el teléfono? -me pidió, aludiendo a las bromas que yo solía dar por teléfono, no tan sangrientas como las que solía hacer Javier de Varona, las mías más bien dirigidas al psiquiatra de Adriano o a figuras políticas, como el fiscal de la República, quien se había hecho objeto de mis llamadas, siempre prometiéndole un futuro negro cuando cayera el gobierno.
—Mejor lo dejamos para más tarde. No me siento inspirado todavía.
—Lo que quieres es tener más público -dijo Adita, trayendo un trago para Adriano-, Mirta, la otra Mirta -se corrigió en dirección a mi mujer-, Mirta Cuzá y Adelita, ¿no es verdad?
—Es posible. Todo es posible en la noche habanera.
Ésa era una frase que yo solía usar a menudo y a Adita le gustaba: se sonrió ahora.
—Bueno, entonces, amorcito -dijo Adriano-, lo que debemos hacer es salir cuanto antes.
—Eso te lo tienes que decir tú mismo -dijo Adita-. Yo hace horas que estoy lista.
Adriano apuró su trago sin decir nada más y yo lo imité; no era la primera vez que lo imitaba -ni sería la última.
—Ya es hora de irnos -dijo-, rumbo a la noche, como diría Julieta Estévez. ¿Ya te contó cómo una vez iba conmigo en mi máquina y exclamó: ¡Mira aquel pájaro amarillo! y yo frené de golpe por miedo a arrollarlo y le pregunté: ¿Dónde está? y me dijo: No, es un verso de Lorca.
Sí, ya me lo había contado, lo que era nuevo era la alusión a Julieta, que había sido un viejo y grande amor de Adriano, delante de Adita ahora, aunque ella debía de estar al corriente a juzgar por la indiscreción notoria de Adriano.
—Artold frame -dijo Adita. Sí, lo estaba—. And neverput out.
—Oh yes -dijo Adriano-. She’s definitely out.
Algo había en la conversación que no le gustaba a mi mujer: quizá la referencia a Julieta, a quien odiaba desde que supo (por mí: yo también imitaba a Adriano en lo de la discreción) que yo la había consultado antes de casarme con ella.
—¿Nos vamos? -pregunté yo.
—¿Y si fueran siendo federales? -dijo Adriano-. ¿Por qué no imitas al Indio Bedoya? ¿Cómo es?
—Es muy temprano para las imitaciones -dije.
—Y muy tarde para el original -dijo Adriano-. Nos vamos yendo ahoritita mismo -añadió con el peor acento mexicano del mundo. Salimos. Habíamos decidido, no sé por qué, hacer el viaje en el carro de Adriano y que yo dejara el mío parqueado junto al Focsa. Tal vez esta decisión era una continuación de cuando Adriano y yo viajábamos constantemente en su máquina, cuando aún yo no soñaba con tener auto. Manejó por todo El Vedado, hasta la Quinta Avenida y calle 22, donde vivía Adelita López Dueña, donde tenían sus padres el amplio casón, que era una quinta que era casi un castillo: los padres de Adelita eran muy ricos, dueños de centrales azucareras y otras propiedades.
Antes de bajarnos dijo Adriano:
—Que descienda el Ada madrina -refiriéndose a Adita, a la que nadie conocía por Ada y todos por Adita.
—¿No puedes hacer otro tipo de chiste? -le preguntó Adita, un tanto picada, tal vez porque la llamaba Ada.
—Cielito -dijo Adriano-, yo soy como Borges: una vez conseguido mi estilo es muy difícil librarse de él.
—I understand -dijo Adita.
—Of course you do -dijo Adriano.
De nuevo, mientras se bajaba, apareció el rictus de desagrado en la boca de mi mujer. Tocamos y vino a abrirnos nada menos que un mayordomo: yo no me asombraba porque ya había estado antes en casa de Adelita, con Adriano justamente.
—Las señoritas están arriba -dijo el mayordomo y subimos las amplias escaleras hacia el primer piso: allí, en una especie de estudio biblioteca, encontramos a Adelita y a Mirta Cuza, su amiga íntima y eterna compañía, nos saludamos y presentamos (Adelita no conocía a mi mujer, aunque Mirta, su tocaya, sí la conocía: ella era una de las razones por las que su psiquiatra le recomendó que dejara de salir conmigo, aunque esto, a pesar de mi indiscreción adrianática, no lo sabía mi mujer) y nos sentamos.
—Bueno, ¿qué hacemos? -preguntó Mirta Cuza.
—Estábamos pensando usar el teléfono -dijo Adriano.
—Querrás decir que lo use yo -interpuse.
—Exactly -dijo Adriano.
—¿A quién vas a llamar hoy? -preguntó Mirta.
—¿Por qué no llamas al fiscal de la República? -sugirió Adriano.
—No me va a salir al teléfono -dije yo.
—Lo hemos llamado demasiadas veces -dijo Adelita, desde cuya casa se había llamado al fiscal varias veces.
—¿Por qué no le dices que es de parte de mi tío Octavio? -sugirió Adriano.
—Es una buena idea -dijo Mirta.
—Sí, sí -convino Adelita.
—Bueno, me parece bien -dije yo. Mi mujer no había dicho una palabra. Me levanté y fui al teléfono. Marqué el número privado del fiscal de la República, que me había conseguido Adelita, y cuando salió un criado o secretario al teléfono dije que era de parte del doctor Octavio Espinoza. Octavio Espinoza era el tío de Adriano, quien además de médico prestigioso era un batistiano de corazón (por esta razón Adriano casi no lo trataba) y había ocupado cargos oficiales, aunque no últimamente. La voz me dijo que cómo no y a los pocos momentos oí la voz de Elpidio García Tudurí, con su timbre aguado.
—Dígame, doctor -dijo.
—Mira, Elpidio, no es Octavio Espinoza -dije yo-, en realidad te habla Blas Roca.
Al oír este nombre Adelita soltó una risita audible. Otras veces habíamos usado a Carlos Rafael Rodríguez o a otro miembro de la dirigencia comunista. Esta noche le tocaba el turno al secretario general. Cuando García Tudurí oyó el nombre de Blas Roca se hizo el silencio al otro lado del teléfono.
—En realidad -dije yo-, te llamo para decirte que en cuanto ganemos te vamos a empalar en el parque Central, Elpidio.
Al oír esto García Tudurí empezó a gritar:
—¡Maricón! ¡Maricón! ¡Maricón! -y yo separé el teléfono de mi oído para que la concurrencia oyera-: ¡Hijo de puta! ¡Mierda seca!
Éste era el vocabulario total del señor fiscal de la República y, después de repetirlo una vez más, colgó. Yo también colgué. Adriano estaba riéndose a carcajadas y Mirta y Adelita lo imitaban. También se reía Adita y hasta mi mujer consiguió exhibir una sonrisa. Yo me batía a carcajadas: nunca fallaba con el doctor Elpidio García Tudurí. Sobre todo la parte que anunciaba que iba a ser empalado lo ponía frenético. La única dificultad consistía en hacerlo salir al teléfono: esta vez lo conseguí gracias al doctor Octavio Espinoza, pero no sabía cómo iba a lograrlo la próxima vez. Por lo pronto ya habíamos hecho la noche y habíamos contribuido a la insurrección.
—Masterful -dijo Mirta Cuza.
Ella no había sido testigo de otra ocasión en que Silvio, Adriano y yo, a las tres de la mañana, despertamos a Salas Humara, el dueño del magazine Zig-Zag y yo con mi voz más dura le dije:
—Mire, le habla el teniente Martínez Ibarra -que de alguna manera sonaba militar y a la vez secreto, como un agente del SIM-. Vinimos a hacer un registro en el magazine porque nos dijeron que aquí había propaganda subversiva. -Del otro lado Salas Humara sólo sabía decir «Pero..., pero..., pero...». Y yo seguí-: El sereno nos dificultó la entrada y no hubo más remedio que matarlo. -Del otro lado hubo un silencio. Yo proseguí-: Más vale que se llegue hasta aquí, doctor. -Hasta el doctor estaba calculado: el director o dueño de Zig-Zag era todo menos doctor.
—Sí, sí, cómo no. Enseguida -respondió y yo colgué el teléfono porque ya se oían las risas de Silvio y de Adriano que no se podían contener.
El goce mayor era imaginar la llegada de este hombre al magazine -para encontrarse no un muerto sino una broma tan pesada como un muerto.
Pero eso ocurrió otra noche. Esta noche mi blanco había sido, una vez más, Elpidio García Tudurí, con su segundo apellido mozartiano y su nombre campesino y su breve vocabulario de malas palabras.
—Splendid -volvió a decir Mirta que hablaba un excelente inglés. También hablaba muy buen francés y algo de alemán: su espíritu era elevado pero no su cuerpo, un si es no es masculino -aunque no era eso lo menos atractivo en ella: había como un rechazo al hombre que se hacía evidente en su íntima amistad con Adelita. Salimos de la casa tarde en la noche y Mirta vino en la máquina de Adriano con nosotros: algo le había pasado a su carro.
—What is the matter with your car? -le pregunté yo.
—Oh, something or other. It’s always chez le mecanique.
—That’s what happenned whett you buy a foreign car -dije yo, queriendo decir que el carro era inglés.
—Look who’s talking. That little bagnole of yours is also English, isn’t it?
—Yes it is -contesté.
Seguimos conversando en inglés, con alguna intervención del francés de Mirta y, a veces, del de Adriano. Adita por su parte hablaba también muy bien inglés. Mi mujer era la que se quedaba fuera de la conversación y yo la vi coger su cara de descontento máximo. Así no me sorprendió que cuando llegamos a casa se bajara la primera, casi sin esperar a que el carro se detuviera, y al salir dijo:
—¡Tanta mala educación! Se pasan todo el tiempo hablando inglés. -Y salió rumbo a la casa hecha una exhalación. Yo me excusé como pude con Mirta y con Adita y con Adriano, aunque no lo tenía que hacer con el último: él comprendía y fue él que dijo, hacia mi mujer que se iba, una frase que después yo usé en otro contexto, en otro texto-: Tratamos de convertir el español en una lengua muerta.
—I'm sorry -dije yo, todavía hablando inglés.
—Don’t worry about us -dijo Mirta-. The real problem is with your wife -y había como una secreta alegría en ella al decirlo. Me despedí también en inglés y entré a la casa, en cuyo portal me esperaba mi mujer con una trompa por cara: nunca la había visto tan furiosa, aunque la vería aún más furiosa en el futuro.
Las falsas elecciones se acercaban al tiempo que aumentaban las bombas. Una noche llegaron a poner cien bombas en menos de dos horas y aunque la policía -las policías todas- era incapaz de detener la ola de bombas, aparecían muertos que de una manera o de otra se conectaban con el 26 de Julio, la organización responsable de las bombas en La Habana. Ninguna fue tan efectiva como la que habían hecho explotar en uno de los conductos maestros de electricidad en el Prado, que dejó a más de media Habana sin luz, mucho tiempo atrás. Recuerdo que fui a ver ese espectáculo en un ómnibus, que atravesaba la ciudad a oscuras como si fuera una aldea fantasma: había un silencio elocuente en el ómnibus y el recorrido fue de una emoción especial que comunicaba el fin de un mundo -y aunque eso no ocurrió sino tiempo después, se vio que los días del batistato estaban contados.
El día de las elecciones nos lo pasamos Adriano, mi hermano y yo montados en su carro, visitando los barrios de La Habana Vieja y de El Vedado y Miramar y comprobando que casi nadie aparecía en los colegios electorales a votar, unas elecciones cuyo candidato era Andrés Rivero Agüero, el ex ministro de Batista y ahora nombrado para sustituirlo. Pero nadie en el pueblo tragaba el cebo de estas elecciones, que fueron boicoteadas por todos los grupos políticos. Paseamos por La Habana y sus barrios, almorzamos en El Carmelo, cuidándonos de hablar demasiado ya que se decía que algunos de sus camareros eran miembros o por lo menos chivatos de la policía, aunque esto no se pudo comprobar nunca. De todas maneras fue un almuerzo muy silencioso, dedicado a mirar a las muchachas que venían a tomar algo a la barra, procedentes del ballet casi siempre, y a las mujeres que almorzaban con sus maridos o sus amigas en las otras mesas, deleitándonos en ese espectáculo que era para Adriano «contemplar a las ñores de la burguesía, no en El Jardín sino en El Carmelo». Aquí era en otra época más feliz donde veníamos Adriano y yo a escandalizar a los burgueses con Adriano comiendo de mi plato de fresas con crema o de mantecado. También el sitio donde un día le demostré cómo eran los políticos cubanos. Entraba en ese momento a El Carmelo Néstor Carbonell, un político muy conocido entonces. Le dije a Adriano:
—¿Qué te quieres apostar que yo saludo a Néstor Carbonell, que no me conoce de nada, y él me saluda como a un viejo conocido?
—Lo que tú quieras -me dijo Adriano.
—Otro mantecado -dije yo.
—Va -dijo él y me levanté en dirección al senador que entraba al comedor (que es una frase robada a Adriano de cuando él hacía el cuento).
—¿Qué tal, doctor? -le dije a Néstor Carbonell.
—Muy bien, chico -me dijo él, tendiéndome una mano-. ¿Cómo te va?
—Bien, gracias.
—¿Y qué tal está tu padre? -Aquí el senador se había propasado y no desaproveché la ocasión.
—Murió hace seis meses.
—¡Caramba, chico, cuánto lo siento! -dijo Néstor Carbonell, cambiando su cara de alegre recibimiento por una de ocasión apesadumbrada. Me despedí y volví a mi asiento aguantando la risa. Adriano no lo quería creer, pero él lo había oído.
—Increíble -repetía después-. ¡Absolutamente increíble!
Pero eso ocurrió, al parecer, en otra ciudad. Ahora ir a El Carmelo, en estos días, era una ocasión de lamentar y hasta la tertulia nocturna de El Jardín se había extinguido. Sin embargo seguíamos saliendo y una de las noches típicas de esta ocasión ocurrió con Big Benny -pero debo hablar antes de la noche de las elecciones. Ya habíamos recorrido la mayor parte de los colegios electorales reconocibles y enfilamos rumbo a la playa, en Marianao. íbamos por el final de la Quinta Avenida, cuando nos detuvo una perseguidora. Del carro salieron dos policías que avanzaron pistola en mano hacia nosotros. Como es natural, nos dimos por aludidos -es más, estábamos francamente asustados de este despliegue.
—A ver; identifiquese -gritó uno de los policías, más agresivo que el otro.
Adriano metió la mano dentro de un bolsillo del saco y los policías levantaron sus pistolas -pero él todo lo que hizo fue sacar su cartera dactilar; que es como se conocía en Cuba el permiso de conducir. Se lo entregó al policía más cercano, quien lo cogió y estudió atentamente.
—Así que nacido en Berlín -dijo el policía luego de leer en la tarjeta.
—Sí -dijo Adriano y era verdad: había nacido en Berlín, adonde había ido a parar su madre, Consuelo Espinoza, huyendo de los amores tardíos del padre de Adriano.
—¿Y usted es alemán? -preguntó el policía.
—No, cubano. ¿Por qué?
—No, como dice aquí nacido en Berlín...
—Pero de padres cubanos. Yo soy cubano.
—No lo parece -dijo el policía, notando el perfil semítico de Adriano (herencia de los Espinoza o Spinoza) y su cutis lechoso.
—Pues sí lo soy.
—A ver -dijo el policía, mirando al interior del auto-, ¿ustedes tienen con qué identificarse? -refiriéndose a mi hermano y a mí. Mi hermano sacó su permiso de conducir y lo mostró al policía, que movió la cabeza en señal de aprobación. Yo saqué de mi bolsillo mi carnet de periodista. Al verlo el policía hizo una mueca-. Así que usted es periodista -dijo tal vez preguntando.
—Sí, señor -dije yo-. Y trabajo en Carteles.
—¿En la revista?
—Sí, señor. -Yo extremaba mis muestras de respeto.
—¿Y está trabajando ahora?
—No, guardia, nada más que paseando con acá mi amigo.
—Paseando, ¿eh? -dijo el otro policía.
—Sí, señor -dije yo.
—¿No les parece que no está la noche para pasear?
La noche era una noche clara de noviembre, pero el policía no se refería evidentemente al tiempo -luego supimos que habían estallado varias bombas esa noche, pero más tarde.
—Mejor se va cada uno para su casa -sugirió el segundo policía, que era aún más agresivo que el primero.
—Bueno, como usted diga -respondió Adriano. El policía devolvió las identificaciones y los dos regresaron a la perseguidora. Adriano, sin decir nada, arrancó y en la rotonda dio la vuelta para regresar a La Habana. Fue entonces que habló:
—Está muy nerviosa esta gente.
—Eso parece -dije yo.
—Parece que las elecciones han sido tremendo fracaso -dijo mi hermano.
—Eso parece -volví a decir yo, que me repetía: todavía pensaba en los policías.
—¿Qué les parece si regresamos a la casa?
—A mí me dejas en la mía -dije yo.
—A mí también -dijo mi hermano.
—Sí, eso quería decir -dijo Adriano-. No hay mucho más que ver.
Así terminó, con esa noche, el día de las elecciones batistianas en que nadie eligió a nadie o el candidato único del gobierno se eligió a sí mismo. Hubo, contemporáneamente, otras noches desagradables, que pudieron ser agradables, pero por razones personales no lo fueron. Escojo, al azar; una pasada en el Club 21, con Adriano y Adita y Big Benny y su mujer Silvia Gala y yo de quinta pata de la mesa. Big Benny era americano-cubano: había nacido en Cuba de padres americanos y tenía mucho dinero. Es más, era millonario. Su esposa, Silvia Gala, era española y una de las mujeres más bellas que se podían ver en La Habana, de cara y de cuerpo. Tal vez la única competencia posible la tenía en su hermana María José que estaba casada con un conocido más que un amigo. Las dos les pegaban los tarros (o les ponían cuernos, como lo hubieran dicho ellas) a sus maridos de lo lindo. María José había tenido un encuentro amoroso en la cocina con Silvio, mientras en la sala su marido, Charles Espósito, conversaba con Adriano. Esto ocurrió mucho antes de que Silvio conociera a Bárbara (con la que, entre paréntesis, se había casado casi secretamente: por lo menos no nos dijo nada a Adriano y a mí hasta después de haberse casado), en una visita que hicieron a casa de Charles. Por su parte Silvia Gala se había acostado con mucha gente, entre otros con Junior Doce. Ahora, esta noche de que hablo, Big Benny (era realmente grande y casi sin proponérselo alargó el brazo y tocó el cielo raso del Club 21, de donde zafó uno de los rectángulos de corcho que lo componían) estaba realmente borracho.
A menudo podía llevar la bebida muy bien, pero ahora casi se caía, aunque nunca se cayera en realidad. Estábamos comiendo en el Club 21, todos menos él que bebía whiskey en vez de comer. Silvia, después de terminar de comer, se dirigió a Big Benny:
—¿Vas a dejar de beber? -le preguntó con la voz más j dura del mundo. Esto distinguía a Silvia de su hermana § María José, pues las dos se parecían bastante, excepto porque Silvia era la más dura de las dos hermanas Gala y tenía mejor cuerpo: había algo en las nalgas aplastadas de María José y en su escasa cintura que no compaginaba con la belleza de su cara además de que había cierta dulzura en su voz, mientras la voz de Silvia tenía toda la dureza de las zetas y las jotas españolas además de otra dureza intrínseca. Esta noche lo estábamos comprobando Adriano, Adita y yo, y tal vez Big Benny, quien respondió:
—Hay ocasiones que la única respuesta es estar borracho.
No dijo a qué era su única respuesta: si al matrimonio en general o a su particular matrimonio o a la vida.
—Para ti estar borracho es todo -dijo Silvia-, las preguntas como las respuestas.
Detrás de nosotros, al fondo, Numidia Vaillant estaba cantando sus boleros intelectuales, pero nadie en la mesa le hacía caso -tal vez con la excepción mía.
—Yo no nací borracho -dijo Big Benny-, aunque hay veces que desearía haber nacido.
—¿Quieres tú decir que yo te hice borracho? -preguntó Silvia, agarrando como argumento la primera parte de su declaración.
—Entre otras cosas -dijo Big Benny.
—Qué va, mi vida -dijo Silvia y el cubanismo sonaba extraño en su boca, aunque casi se esperaba el subsiguiente «De eso, nada». Pero no lo dijo sino que agregó-: Ya cuando nos casamos tú eras un borracho.
—Pero no era otras cosas.
Big Benny se calló. Pensé en lo que pudiera haber agregado y me pregunté si diría que no era un tarrudo o que no era un cornudo: tal vez diría tarrudo, porque Big Benny era cubano primero que americano y no creo que estuviera tan influido por el español de Silvia -más bien debía reaccionar contra él, como reaccionaba contra todo lo que representaba Silvia. Por lo menos esta noche: era la primera vez que lo oía hablar así. Nosotros tres, Adita, Adriano y yo, no interveníamos y tratábamos de parecer que no interveníamos sin ser descorteses con nuestros anfitriones: estábamos -o estaba yo- aprendiendo a ser genuinos huéspedes. -¿Que no eras qué? -preguntó Silvia, con agresividad. Después de una pausa Big Benny dijo:
—Nada. Mejor que me calle.
—Yo lo creo también -dijo Silvia.
—Mejor que me calle -dijo Big Benny pero como cantando la frase de una guaracha y casi yo esperaba el siguiente «que no diga nada / de lo que yo sé», pero se detuvo ahí, mientras en otra parte del Club (que no era mucho más grande que una habitación grande), en la barra tal vez, sonaban unos aplausos: Numidia Vaillant había dejado de cantan pero se quedó en un rincón de la barra y si hubiera pasado cerca de la mesa tal vez la hubiéramos saludado. Por lo menos Silvia lo habría hecho ya que ella conocía a Numidia, también la conocía Big Benny y solamente cinco años más tarde, en Madrid, Silvia Gala tendría la idea de poner un club nocturno (o como se llamen esas boîtes en España) con dinero de Big Benny, por supuesto, y Numidia Vaillant cantando: la estrella del establecimiento como quien dice. Silvia, en un alarde de humor arriesgado, ideó ponerle al club, en oposición al Opus Dei, Opus Night, pero la boîte no pasó de ser el proyecto de una caja. Ahora nadie en la mesa tenía qué decirle a Numidia, aunque hubiera pasado rozándonos, como era inevitable si pasaba-. Aunque pensándolo bien -dijo Big Benny-, ¿por qué me voy a callar? Éste es un país libre.
—¿Éste? -dijo Silvia con asombro enfático sin pensar que Big Benny traducía del inglés This is a free country-. Es todo menos eso -agregó Silvia, a quien tal vez el bisté y no los tragos hacía arriesgada, por lo menos verbalmente. Nosotros (Adriano y yo) deseábamos que no hubiera un agente secreto perdido entre la clientela -o por lo menos yo deseé tal cosa- ya que de los parroquianos ninguno parecía una figura del régimen.
—Bueno, está bien: éste no es un país libre -me temía que Big Benny hiciera un discurso político en contra del régimen-, pero yo soy un hombre libre: puedo decir lo que quiera.
—Pero yo no voy a estar para oírlo. Dame las llaves del coche.
—¿Qué? -dijo Big Benny.
—Que me des las llaves del coche.
—Carro -dijo Big Benny, corrigiéndola-, no coche. No estamos en España.
—Bueno, está bien; dame las llaves del carro. Yo me voy para casa.
A mí me parecía el colmo de la irresponsabilidad de parte de Silvia dejar a Big Benny borracho como estaba, pero ella insistía en irse. Traté de interceder, pero ¿quién era yo para interceder entre ellos si Adriano y Adita, que eran viejos amigos de ellos, no lo hacían? Big Benny metió la mano en el bolsillo y sacó unas llaves.
—Ésas son las de la casa -dijo Silvia-. Estás tan borracho que no puedes distinguir. Yo quiero las del auto. -Esta vez había usado un término internacional. Big Benny recogió las llaves con un gesto y metió la mano en el bolsillo, luego la sacó para meterla en otro bolsillo y finalmente extrajo las llaves correctas. Silvia las cogió, se levantó, dijo «Buenas noches» a todos y se fue: cuando se levantó reflexioné un momento en lo buena que realmente estaba: no era tan bella de cara como su hermana, pero su cuerpo era lo que se conoce en las revistas de la farándula como escultural: si no estuviera Big Benny por medio valdría la pena hacerle algún avance. Pero en realidad Silvia Gala no me gustaba nada, menos que nada como persona. En cambio sentía simpatía por Big Benny y me parece que era mutua.
—¿Cómo hacemos? -preguntó Adita a Adriano.
—Vidita -dijo Adriano-, nos quedamos otro ratico. -Pero ¿y él? -Se refería a Big Benny que estaba bebiendo el fondo de su vaso y levantaba la mano para llamar al camarero: había empezado a beber antes de que comenzáramos a comer y ya habíamos terminado y todavía seguía bebiendo.
—No se preocupen -dije yo-, yo lo llevo a su casa.
—¿Tú sabes dónde queda? -me preguntó Adita.
—En el Country Club, ¿no?
—Pero exactamente ¿dónde?
—No te preocupes, que yo la encuentro -le dije. Entretanto Big Benny había ordenado otro trago y por entre nuestra conversación preguntó si alguien más quería un trago. Adriano dijo que él. Yo, por espíritu de geometría, me uní a la petición de un whiskey con agua y Adita pidió un Alexander, mientras que Adriano y Big Benny tomaban el whiskey en la roca. Después de acabar este último trago, con Big Benny insistiendo (y finalmente ganando el derecho) en pagar la cuenta, salimos del Club 21, me despedí de Adriano y Adita, que se fueron como un dúo rumbo a su apartamento del Focsa, y caminé con Big Benny hasta mi carro, que él encontró muy cómico en su borrachera.
—Muy cómico tu carrito -dijo en efecto y después añadió una reflexión que hizo que este hombre me cayera mucho mejor que antes, cuando ya me caía bien-. ¿Tú te has dado cuenta -dijo- que en los países que llaman coches a los carros no manejan bien? Eso pasa -añadió- en España y en Francia. Mi mujer es un desastre al timón.
Era típico del hombre que hubiera hecho esta reflexión tan aguda cuando ya nos encontrábamos solos: no había ni pizca de exhibicionismo en este gran borracho que llevaba tan bien la bebida: solamente en algunas eses silbadas se le notaba que hubiera bebido cuando se había tomado una cuba de whiskey esa noche. Cada vez me caía mejor Big Benny, mientras me caía peor su mujer, Silvia Gala, que lo había dejado solo, librado a la merced de los amigos, y se había llevado el auto para colmo. Ahora le abrí la puerta y acomodó su enorme armazón dentro de mi carrito como si toda la vida hubiera montado en él. Pensé que tal vez cuando más joven había usado un MG o un Austin Healey o cualquiera de los carros deportivos ingleses que son pequeños para quien no se sabe sentar en ellos. Yo di la vuelta y subí al carro. Arranqué y fui por toda la calle 21 (lo poco que quedaba de ella) hasta N y bajé una cuadra hasta 23, subiendo La Rampa y recordando los días en que comenzaba a aprender a manejar mi carro, cómo se me paró el motor ante el semáforo de 23 y L, en lo más empinado de la cuesta, y cómo no sabía, no podía, frenar con un pie, meter el clutch con el otro pie y me faltaba un pie más para el acelerador y si lo soltaba este pie derecho del freno el carro se me iba para atrás, calle abajo -y todo este tiempo con autos detrás, el semáforo en verde al frente y a un costado el policía que cambiaba las luces. Hasta que finalmente pude arrancarlo: nunca en mi vida había sudado tanto. Pero ahora subía, Rampa arriba sin el menor tropiezo y bajé por la calle L a coger Línea y de allí entrar por el túnel hasta enfilar por la Quinta Avenida, atravesando todo Miramar, hasta Las Playitas en Marianao, y de ahí coger la avenida del Country Club. A mi lado Big Benny iba amodorrado, tal vez los tragos haciéndole efecto retardado o disfrutando de la brisa fresca que formaba mi convertible con el aire de la noche, de la madrugada. Pero no bien entramos al Country Club, me dijo, bien despierto:
—Dobla a la derecha -y después añadió-: Ahora a la izquierda y ahí estamos. ¡Hey, para! -Frené delante de una mansión, más bien de un palacio, cerca del laguito. Big Benny abrió la puerta y antes de salir me tendió la mano-: Muchas gracias -me dijo.
—No hay de qué -le repliqué.
—Oh, sí hay, sí hay. Hasta luego, mi viejito.
—Hasta luego.
Y me quedé vigilándolo hasta que entrara en la casa, pero no dio el menor tumbo ni el más mínimo tropezón, caminando erguido con sus seis pies de estatura y sus doscientas libras de peso hasta que entró en la casa, que tenía una gran puerta de hierro y cristales. Fue entonces que me di cuenta que en ningún momento en la noche me había hablado en inglés.
La obra -para mí la única obra ese año, aunque Vicente Erre había montado una excelente versión de El largo viaje del día hacia la noche-, Orfeo descendiendo o como se llamara en Cuba, había cambiado una vez más de Carole Cutrere: ahora la interpretaba Sigrid y una noche me llegué hasta allí, a medio andar la pieza, a ver cómo lo hacía esta actricita que se había convertido, por razones oscuras, en rival de Ella en la vida real: al menos Ella no malgastaba su amor en Sigrid -más bien la despreciaba, un tanto cordialmente: esto fue una de las últimas cosas que supe de Ella antes de desaparecer de mi vida. Sigrid no estaba mal, pero tampoco estaba tan bien: había algo en su figura llenita que la hacía definitivamente tropical y nada posible en el Sur de Tennessee Williams. En esos días ocurrió un incidente que hizo a mi amigo y compañero -doble compañero: en el periódico y en la televisión, además de ex concuño- René de la Nuez un pariente cercano de Big Benny: ambos aprendían a llevar la cornamenta con estilo. Lo que me sorprendió que ocurriera tan pronto en la vida de René y Sigrid, cuando apenas empezaban a ser amantes. Digo apenas porque j habían transcurrido tal vez seis meses desde el momento ' en que salieron juntos por primera vez o desde que ella le entregó su virginidad llenita. Pero tal vez me equivocaba y hacía más de seis meses -o no hacía falta que hiciera seis, ni tres meses, ni siquiera tres semanas o tres días para que ocurriera. De todas maneras el cuento es típico de René, de su actitud ante la vida. Sucedió que Sigrid y su galán de entonces (la obra había cambiado también de primer actor) tuvieron algo más que un momento en la escena y cuando acabó la obra se encontraron solos en el escenario, donde se juntaron en un apretado abrazo. Pero una loca -siempre hay en las historias de teatro cubanas una loca malvada que es la villana del cuento: una especie de Mrs. Danvers criolla-, que odiaba a Sigrid tanto como odiaba las críticas de René, corrió la cortina y en el público, figura solitaria, estaba René esperando a que Sigrid acabara su actuación, mientras leía un periódico o tal vez un libro. La cortina se corrió sin un ruido y René pudo ver a Sigrid y a su galán trabados en un clinche amoroso -es decir, besándose- en la escena. Cuando Sigrid y su amorosa compañía se dieron cuenta de que les habían corrido el telón, se corrieron, pero René, muy frío, casi maquiavélico, miró al escenario, vio la visión amorosa -y volvió su vista a lo que leía para seguir leyendo.
Esta historia puede ser verdad o mentira, realidad o mera fabricación, pero es típica del hombre y de su vida: René podía acoger las más penosas situaciones con la mayor impasividad del mundo -y él declaraba que eso le venía de herencia. Recordaba entonces el fin de los días de su abuelo, que siempre se acostaba a dormir cuando había problemas en la casa, tal vez para ahuyentarlos con el sueño, y un día, abrumado por tantísimos problemas, se acostó a dormir en la línea del ferrocarril y un tren lo decapitó. René recordaba todavía cómo lo trajeron a la casa de su abuela, decapitado y con la cabeza en un saco. Así no me extraña que reaccionara de esa forma a la infidelidad de Sigrid -y no sería ésta sola. Pero para contarlas todas hacen falta años todavía.
A pesar de mi visita al teatro Las Máscaras, yo estaba de acuerdo con una orden dada por el 26 de Julio de paralizar todos los espectáculos en La Habana. Me había venido por el conducto de Alfredo Villas, que había reaparecido como enviado de una célula del 26 de Julio y conectado con otro grupo de saboteadores oposicionistas llamado Acción Cívica. Siguiendo los consejos de Villas le dije a René que tanto Las Máscaras como El Sótano (donde Ella había fracasado hacía ya años o al menos eso parecía) y el grupo Prometeo, a cuyos promotores conocíamos bien, además de la sala Hubert de Blanck y otras no tan bien conocidas por mí, debían reunirse todas (habría como diez salas de teatro en La Habana) y clausurar la temporada hasta que cayera el régimen. René intentó disuadirme porque creía inútil tal gesto (ésa era otra característica de René: su abulia escéptica), pero ante mi insistencia trató de reunir a los grupos teatrales, a los que nos dirigíamos, pero por fas o por nefas no lo consiguió y ahí murió el intento mío y de Villas, que como organizadores de huelgas demostrábamos una gran incapacidad. Por ese tiempo estallaban cada vez más bombas en la noche y al otro día aparecían uno o dos desconocidos muertos a tiros, a veces con un petardo al lado: eran desconocidos porque los conocidos casi siempre se salvaban si caían presos, aunque al final ya no se hacían distinciones, como tampoco se hacían en épocas de conmoción terrorista, como el asalto a Palacio, donde murieron tantas gentes conocidas, participantes en el ataque o no. Ahora, además de las bombas estaban las explosiones de fósforo vivo dentro de los cines, que hacían riesgosa mi profesión. Ya yo le había hablado a René de mi intención de irme a la Sierra cuando Ella me dejó definitivamente y René desinfló esas pretensiones con una frase:
—Vas a ingresar en tu legión extranjera -lo que era más o menos la verdad.
Eso había ocurrido hacía algún tiempo pero ahora le hablaba a René de la inutilidad de hacer crítica de cine, escrita o por televisión, con la situación como estaba, y un día anuncié en la emisora que iba a decirles a los televidentes que se quedaran en sus casas y dejaran de ir al cine. Desde entonces me vigilaban muy de cerca los productores en la emisora, atentos a toda intervención mía en el programa, aparentemente dispuestos a cortar el programa tan pronto yo abriera la boca para decir algo que no fuera una crítica de cine. Octaviano era de los productores el que más asustado estaba y me dijo: «Si haces eso tenemos a Ventura aquí enseguida y vamos a pagar el pato nosotros», se refería a los técnicos de cabina de la emisora. Nunca llegué a cumplir mi promesa, pero desde entonces hasta que se acabó el año, y con él la dictadura de Batista, me tuvieron vigilado muy de cerca sobre lo que yo decía o iba a decir.