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Maria Teresa llamó a mi puerta, se asomó y dijo que estaba allí la señora Kawabata.

—¿Quien?

Entró, cerró la puerta y me explicó que la señora Kawabata venía por lo del expediente Paolicelli.

—Pero Kawabata es un apellido japonés.

—Yo diría que sí. Ella también parece japonesa, por otra parte.

—¿Y qué tiene que ver con Paolicelli?

—Tiene bastante que ver, es la mujer. Dice que tiene las copias de todas las actas.

Cuando entró en mi despacho, la reconocí enseguida.

Dijo buenas tardes, me dio la mano, se sentó delante del escritorio sin quitarse el abrigo y sin desabrocharlo tan siquiera. Llevaba un perfume muy ligero, esencia de ámbar, con una nota más áspera que no conseguí descifrar. Vista de cerca, parecía menos joven y todavía más guapa que unos días atrás en el tribunal.

—Soy la mujer de Fabio Paolicelli. Le traigo todas las copias del juicio y de la sentencia.

Hablaba con una extravagante pizca de acento napolitano. Vació el bolso, depositó un fajo de fotocopias encima del escritorio y me preguntó si podíamos hablar unos minutos. Por supuesto que podíamos hablar. Me pagan esencialmente para hablar.

—Necesito saber qué esperanzas, cuántas esperanzas, hay para Fabio en el recurso.

Nada de preámbulos. Apropiado desde su punto de vista. Pero yo los preámbulos los necesitaba, y no sólo para darme un tono profesional.

—Ahora mismo es imposible decirlo. Tengo que leer la sentencia y, sobre todo, tengo que leer las actas.

Y también tengo que decidir si acepto el caso. Pero eso no lo dije.

—Fabio ya le ha explicado de qué se trata.

Experimenté un estremecimiento de impaciencia. ¿Qué quería, que hiciera un diagnóstico sobre la base del relato en la cárcel del acusado?

—Me hizo un resumen, pero tal como le decía...

—Yo creo que hay pocas esperanzas de absolución, incluso con un recurso. En cambio, me han dicho que se podría llegar a la absolución mediante un acuerdo acerca de la pena que aplicar. Fabio podría salir con seis, siete años. En tres o cuatro años podría disfrutar de permisos... podría conseguir la... ¿cómo se llama?

—La libertad vigilada. —Me estaba molestando un poco su tono. Y, más en general, no me gustan demasiado los clientes (o, peor, los familiares de los clientes) que se han aprendido la lección y te vienen a decir lo que puedes o no puedes hacer.

—Mire, señora —me irritó la serenidad de mi voz en el mismo momento en que empezaba a hablar—, como le decía, es necesario examinar las actas para expresar una opinión sensata. Para plantear alternativas, incluso un acuerdo, es indispensable tener también una idea exacta de las cuestiones procesales, técnicas, que se le pueden escapar a un profano.

En resumen, aquí el abogado soy yo. Tú dedícate al ikebana, a la ceremonia del té o a lo que te parezca. Y, además, no está dicho en absoluto que quiera asumir la defensa de este mamporrero fascista —y probablemente también narcotraficante— de tu marido. Que con él y con sus amigos tengo una deuda pendiente de unos treinta años de antigüedad.

Pensé estas palabras al pie de la letra. Sin darme cuenta de la rapidez con la cual había pasado de la certeza de rechazar el encargo a la duda acerca de la posibilidad de aceptarlo.

La mujer hizo una mueca que, sin embargo, la hizo parecer todavía más guapa.

Mi respuesta de abogado no le gustaba. Quería que le aliviara la angustia de alguna manera. Aunque sólo le dijera que no había ninguna otra alternativa al acuerdo. La gente le exige muchas cosas al abogado; entre ellas, que la libre por encima de todo de la angustia de tener que vérselas con los agentes de la policía, los ministerios públicos, los jueces y los juicios. Con la llamada justicia. Quiere que el abogado la libre de la angustia de pensar.

—Por lo que me ha dicho su marido, la situación no es fácil. Si todo es exactamente (¿exactamente? Pero ¿cómo coño estaba hablando?) como él me lo ha expuesto, el recurso no es fácil. Digamos más bien que es francamente difícil y, por consiguiente, el acuerdo es una hipótesis que tomar seriamente en consideración. Por lo demás...

—¿Por lo demás?

—Su marido dice ser inocente. Y, como es natural, si es inocente, la idea de llegar a un acuerdo de siete, ocho años, siempre y cuando se consiga una rebaja tan grande de la pena, es un poco dura, incluso con la perspectiva de los permisos y de la libertad vigilada.

No se esperaba aquella respuesta. Se dio cuenta de que llevaba el abrigo puesto y se lo desabrochó nerviosamente, como si de repente le hubiera entrado calor y le faltara el aire. Le pregunté si se lo quería quitar y dármelo a mí, que yo lo colgaría. Contestó que no, gracias. Pero inmediatamente después se lo quitó y se lo colocó sobre las rodillas.

—¿Usted cree de veras que puede ser inocente?

Ya está. Me lo había buscado.

—Mire, señora Paolicelli, es difícil contestar a esta pregunta. En la inmensa mayoría de los casos, nosotros los abogados no sabemos la verdad. No sabemos si nuestro cliente es culpable o inocente. En determinados aspectos, es mejor que sea así porque una defensa profesional puede ser incluso más eficaz...

—Usted no se cree su historia, ¿verdad?

Respiré hondo, rechazando el impulso de decir más chorradas.

—Una idea auténticamente exacta me la podré hacer tan sólo tras haber leído los papeles. Pero, sí, la de su marido es una historia muy difícil de creer.

—Yo tampoco sé si su historia es verdad. No sé si me ha dicho la verdad, aunque él me jure que la droga no era suya. Me lo ha jurado de mil maneras. A veces le creo y otras veces pienso que lo niega todo porque se avergüenza y jamás sería capaz de reconocer que llevó todo eso en el coche conmigo y la niña.

Es precisamente lo que yo pienso. Es la hipótesis más verosímil y probablemente es la verdad.

Me dije estas cosas mientras la miraba en silencio con cara de palo. Y, mientras la miraba, pensé otra cosa.

No era cierto que tuviera dudas. Estaba convencida de que su marido era culpable y eso, más que ninguna otra cosa, era su maldición desde el comienzo de aquella historia.

—Fabio me ha dicho que usted decidirá si acepta o no el encargo sólo tras haber leído el expediente. ¿Le puedo preguntar por qué? ¿Eso quiere decir que, si se convence sin más de que es culpable, no lo defenderá?

Pues bueno, ésa era precisamente la pregunta que necesitaba. No, me importa un carajo que sea o no culpable. Defiendo a culpables a diario. Lo que ocurre es que tu marido —no sé si te lo ha contado— tiene un pasado de delincuente y puede que de asesino o, por lo menos, de cómplice de asesinos. Y lo digo por una cuestión de carácter personal, no sé si me explico. No sé si, con estos antecedentes, podré defenderlo honradamente.

Eso no lo dije. Dije que una de mis costumbres profesionales era aceptar los encargos sólo tras haber examinado los papeles.

Dije que era mi manera habitual de proceder, que no me gustaba aceptar encargos con los ojos cerrados. Era una mentira, pero no podía evitar decirla.

—¿Cuándo me comunicará si acepta el encargo?

—El expediente no es muy voluminoso y, por consiguiente, lo podré estudiar durante el fin de semana. El lunes o, como mucho, el martes le podré dar una respuesta.

Se sacó del bolso un billetero de gran tamaño de estilo masculino.

—Fabio dijo que usted no quería un anticipo antes de decidir si acepta o no. Pero tendrá que leer el expediente y eso es un trabajo. O sea, que...

Levanté las manos abiertas hacia ella, meneando la cabeza. No quería dinero, de momento. Gracias, pero ésta era mi manera de actuar. Ella no insistió. En lugar de sacar dinero o talonarios de cheques, sacó del billetero una tarjeta de visita y me la entregó.

Natsu Kawabata, Cocina Japonesa, decía en el centro de la tarjeta. Debajo, dos números de teléfono, uno de fijo y otro de móvil. Tras haberla examinado, levanté de nuevo la vista hacia ella con una leve expresión inquisitiva.

Me dijo que era cocinera. Tres noches a la semana trabajaba en un restaurante —me dio el nombre de un local de moda— y después preparaba sushi, sashimi y tempura para las fiestas particulares de personas que se podían permitir este lujo. La comida japonesa jamás ha sido barata.

El comentario me salió sin que yo lo pudiera reprimir.

—Yo hubiera dicho que trabajaba como modelo o algo parecido. No como cocinera.

Me arrepentí antes incluso de haber terminado la frase, sintiéndome un perfecto idiota.

Pero ella, en cambio, esbozó una sonrisa. Sólo un atisbo de sonrisa, pero precioso.

—También he trabajado como modelo —La sonrisa se apagó—. Fue entonces cuando conocí a Fabio en Milán. Parece que haya pasado mucho tiempo, han cambiado tantas cosas.

Dejó la frase en suspenso y, durante los siguientes segundos de silencio, intenté imaginarme de qué manera había empezado la historia entre ambos, por qué razón se habían trasladado de Milán a Bari. Y otras cosas. Fue ella la que interrumpió el silencio y mis pensamientos.

—Pero trabajar como cocinera me gusta más. ¿Conoce la cocina japonesa?

Contesté que sí, la conocía bien y me gustaba mucho.

Pues entonces, dijo, alguna vez tendría que probar su manera de interpretarla.

Lo había dicho por decir, para ser amable, pensé.

Pero experimenté un estremecimiento como los que te ocurrían a los dieciséis años cuando la más guapa de la clase, en un momento de inesperada y grandiosa benevolencia, se detenía para hablar contigo en los pasillos del colegio.

Natsu me rogó que la llamara en cuanto hubiera leído las actas y hubiera tomado una decisión.

Después se fue y yo pensé que no había dicho ni una sola palabra acerca del hecho de haber estado en el tribunal para verme trabajar. Me pregunté por qué y no encontré una respuesta.

Quedó en el aire un suave perfume de ámbar. Con aquella nota un poco más áspera que yo no conseguía identificar.