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Aquella mañana Tancredi tenía que declarar como testigo. El habitual juicio por la violación de una niña.
Lo de siempre. Un bonito adjetivo para ciertas cosas.
A veces me había preguntado cómo se las arreglaba Carmelo para encargarse todos los días de aquella basura desde hacía tanto tiempo. Cuando algunas veces tenía que constituirme en parte civil en casos de niños sometidos a abusos sexuales, tenía la sensación de caminar en la oscuridad, por unos pasillos llenos de insectos y de otros bichos repugnantes. No se ven, pero están, y en cualquier momento puedes percibir sus movimientos muy cerca de tus pies, el olor, un contacto viscoso en tu cara.
Una vez se lo quise preguntar a él, cómo demonios se las arreglaba.
Cuando le hice la pregunta, se encendió en su rostro un destello oscuro y metálico. Fue algo fulminante, casi terrorífico y apenas perceptible.
Después, cuando regresó a la normalidad, fingió pensarlo y me dio una respuesta obvia y trivial. Diciendo que alguien tenía que hacer aquel trabajo, que a pocos policías les apetecía trabajar en aquella sección, etc.
Entré en la sala de la audiencia. Tancredi ya estaba sentado en el asiento de los testigos y un joven abogado entrado en carnes a quien yo no conocía lo estaba sometiendo al turno de repregunta.
Me senté a esperarlo y —dicho sea de paso— a disfrutar del espectáculo.
—Respondiendo a las preguntas del ministerio público, usted ha dicho que mi cliente permanecía al acecho en las inmediaciones de la escuela primaria, etc. ¿Nos puede explicar cómo puede decir que permanecía al acecho? Usted ha utilizado una expresión muy concreta y me gustaría que la justificara. ¿Qué hacía el acusado? ¿Se escondía detrás de los automóviles, utilizaba unos prismáticos o qué?
El gordinflón terminó la pregunta con una sonrisita en los labios. Estoy seguro de que tuvo que hacer un esfuerzo para no dirigir una mirada de complicidad a su cliente, sentado cerca de él.
Tancredi lo miró unos instantes. Parecía dudar, parecía que estuviera buscando las palabras para contestar. En realidad, yo sabía muy bien que estaba haciendo teatro y que aquella cara aparentemente inofensiva era la del gato que está a punto de zamparse a un ratón. Un ratón muy gordo, para ser más exactos.
—Sí, bueno. El sospechoso, es decir, el actual acusado, se presentaba delante de la escuela alrededor de las doce horas veinte minutos y se situaba en la esquina de enfrente. Los niños salían unos cuantos minutos después. Él observaba la salida de los niños y se quedaba allí hasta que se iban todos.
—Siempre en la acera de enfrente.
—Sí, ya lo he dicho antes.
—¿Jamás cruzó la calle o se acercó a algún niño?
—No durante la semana en que lo estuvimos vigilando. Posteriormente, obtuvimos otros elementos...
—Disculpe, pero ahora nos interesa lo que ustedes vieron y lo que no vieron en el transcurso de aquella semana. ¿Hay un bar cerca de aquella escuela?
—Sí, el bar Stella di Mare.
—Durante sus sesiones de vigilancia, ¿mi cliente entró alguna vez en aquel bar?
—Aunque aclaro que no participé que yo recuerde en todos los servicios de vigilancia, creo que entró un par de veces en aquel bar. Se quedaba unos cuantos minutos y volvía a salir cuando los niños salían de la escuela.
—Usted sabe, señor inspector, que mi cliente es representante de géneros alimenticios y de productos de hostelería.
—Sí.
—¿Sabe si el encargado del bar Stella di Mare es cliente del acusado?
—No.
—¿Puede descartar que mi cliente pasara casualmente por las inmediaciones de aquella escuela y aquel bar por motivos de trabajo y, por consiguiente, muy distintos de los que usted ha planteado como hipótesis en su informe y posteriormente en su declaración?
El hombre estaba seguro de haber descargado un golpe mortal.
—Sí —se limitó a responder Tancredi.
El otro lo miró estupefacto, parecía casi físicamente perplejo.
—¿Sí qué?
—Sí, lo puedo descartar.
—Ah, ¿sí? ¿Y cómo se las arregla para descartarlo?
—Mire, señor abogado, nosotros seguimos durante varios días a Armenise. Lo seguimos también mientras trabajaba, mientras visitaba bares y restaurantes por motivos de trabajo. Siempre llevaba una cartera de documentos de piel y una carpeta de hojas sueltas. De esas que se utilizan para mostrar las imágenes y las características del muestrario. En nuestras vigilancias delante de la escuela nunca llevaba ni la cartera ni el muestrario.
—Disculpe, cuando Armenise entraba en el bar Stella di Mare, ¿usted o alguno de sus subalternos se encontraba en el interior del local, en condiciones de oír las conversaciones con el encargado?
—No. Nuestro punto de vigilancia estaba al otro lado de la calle.
—Por consiguiente, sólo sobre la base de una trivial conjetura...
Intervino el ministerio público.
—Protesto, señor presidente. El defensor no debe hacer afirmaciones ofensivas para el testigo.
El gordinflón estaba a punto de replicar, pero el presidente fue más rápido.
—Abogado, absténgase de hacer comentarios, si es tan amable. De momento, formule las preguntas. Las consideraciones las podrá hacer a la hora de su alegato.
—De acuerdo, señor presidente. En cualquier caso, ¿es correcto decir que durante la semana de vigilancia de Armenise no consiguieron ustedes descubrir ningún elemento que coincidiera con las denuncias?
—No, diría que no es correcto. Si unos padres denuncian un acoso a sus hijos por parte de alguien en las inmediaciones de una escuela primaria y yo compruebo que este alguien tiene por costumbre situarse delante de otra escuela primaria a la hora de la salida de los niños, pues bueno, esto para mí es un elemento de coincidencia. Después, naturalmente, si, en el transcurso de unas investigaciones encaminadas a encontrar elementos coincidentes con una denuncia, resulta que nos tropezamos, tal como ocurre algunas veces, con la comisión de un abuso sexual, procedemos a la detención in fraganti. Pero son dos cosas distintas.
El gordito todavía trató de discutir el hecho de que fueran opiniones personales, pero esta vez ni siquiera fue necesaria la intervención del ministerio público. El presidente, en un tono en modo alguno cordial, le preguntó si tenía otras preguntas acerca de los hechos, pues, en caso contrario, la repregunta se podía dar por finalizada. El otro farfulló todavía unas cuantas palabras inaudibles y se sentó. El ministerio público no tenía más preguntas para Tancredi y, por consiguiente, el presidente le dio las gracias y le dijo que se podía retirar.
—Vamos a tomar el café fuera de aquí —dijo Tancredi.
Así pues, abandonamos los juzgados y echamos a andar en dirección a las calles del barrio de la Libertà. Por el camino, le comenté los últimos acontecimientos y, en particular, la conversación telefónica con mi simpático compañero. Tancredi me escuchaba sin hacer comentarios, pero, cuando le dije que el otro me había amenazado, hizo una rápida mueca.
—¿Qué piensas hacer? —me preguntó mientras nos tomábamos el café en un bar de contrabandistas, putas, abogados y policías.
No me gustó que me hiciera aquella pregunta. Me pareció una manera de preguntarme si pensaba dejarlo correr.
Contesté que no tenía mucho que pensar. Si el otro acudía a la audiencia el día para el cual había sido citado, lo interrogaría y trataría de arrancarle algún elemento útil para mi cliente. Si no se presentaba, pediría que lo acompañaran los carabineros y, sí, sabía muy bien que se cabrearía muchísimo, pero no podría evitarlo.
—Pero tú todavía me puedes echar una pequeña mano.
—¿Puedo servirte de escolta cuando lleguen los sicarios de la n'drangheta3?
—Muy gracioso. Necesito más información acerca de este Macrì.
—¿Qué clase de información?
—Material que pueda utilizar cuando lo interrogue. Algo que me pueda sacar de la manga por sorpresa para intentar ponerlo en apuros. Ten en cuenta que voy a tientas y si ése viene y contesta de manera convincente, mi juicio lo puedo dar por perdido.
Tancredi se detuvo, se encendió un cigarro y me miró a la cara.
—Desde luego, tienes un morro que te lo pisas.
No dije nada. No se lo podía negar.