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El lunes por la mañana le dije a Maria Teresa que llamara a la señora Kawabata para decirle que aceptaba el encargo. Antes del fin de semana iría a la cárcel a ver a su marido. Ella —Maria Teresa— tendría que pasar por la secretaría del Tribunal Superior de Justicia para comprobar si ya se había fijado la fecha del juicio.

Al llegar a aquel punto, dudé, como si hubiera alguna otra cosa que, sin embargo, no conseguía recordar. Maria Teresa me preguntó si tenía que decirle a la señora Kawabata que pasara por el despacho para dejar un anticipo a cuenta y yo contesté que sí, eso era precisamente la otra cosa que olvidaba. Tenía que decirle que pasara por el despacho. Para dejar un anticipo a cuenta.

Pues claro.

Después recogí los papeles que necesitaba para las vistas de aquella mañana y me fui.

En la calle hacía un frío del carajo y me dije que no era indispensable coger cada vez la bicicleta y que también podía ir un poquito a pie. Entré en el bar de abajo del despacho, tomé un capuchino y, mientras salía para dirigirme a los juzgados, llamé a Carmelo Tancredi.

—¡Guido! No me digas que alguna de las sabandijas que hemos detenido esta noche es cliente tuyo. No me lo digas, por favor.

—No, no te lo digo. ¿A quién habéis detenido esta noche?

—A un buen grupito de pedófilos que organizaban vacaciones en Tailandia. Cerdos de exportación. Llevamos seis meses trabajando en ello, incluso con agentes encubiertos. Dos de los nuestros se infiltraron, hicieron un viaje con estos animales, reunieron toneladas de pruebas. Aunque parezca increíble, la policía tailandesa ha colaborado.

—¿Y esta noche los habéis detenido?

—Pues sí. No te imaginas lo que les hemos encontrado en casa.

—No me lo imagino y no lo quiero saber.

Era verdad sólo a medias. No lo quería saber, pero imaginaba perfectamente lo que podían haber encontrado en el transcurso de los registros. Algunas veces —siempre en defensa de las víctimas— me había encargado de casos de pedofilia y había visto el material decomisado a aquella gente. En comparación con él, las fotografías de las autopsias constituyen un espectáculo relajante.

—Puesto que afortunadamente no eres el abogado de ninguna de estas sabandijas, ¿por qué me llamas?

—Quería invitarte a un café y charlar un poco contigo, pero si esta noche te la has pasado trabajando y ahora te vas a dormir, no importa. Comprendo que a la edad que tienes...

Pronunció una frase en siciliano cerrado. No comprendí muy bien las palabras, pero intuí que se trataba de unas valoraciones amablemente críticas acerca de mi sentido del humor.

Después pasó de nuevo al italiano. Me dijo que tenía que esperar a que estuvieran listos los informes de las detenciones, de los decomisos y todas las demás cosas relacionadas con la operación. Dijo que tenía que controlarlos uno por uno porque los chicos de su sección lo hacían todo muy bien cuando se trataba del trabajo de campo —vigilar, seguir, permanecer al acecho, derribar puertas, atrapar a los malos e incluso vapulearlos un poco, cosa que no está de más de vez en cuando—, pero que había que mantenerlos bajo estrecha vigilancia cuando metían mano al ordenador o a las claves. Terminaría hacia el mediodía y, por consiguiente, si yo quería, podría pasar a recogerlo a la comisaría e invitarlo a tomar un aperitivo.

Le dije que me parecía muy bien y que pasaría por allí a las doce y media.

Después me fui a los juzgados y actué en mis vistas. Siguiendo un ritmo ya consolidado, en una especie de suspensión de la conciencia.

En los primeros años de la profesión —cuando hacía prácticas e incluso cuando ya actuaba como fiscal—, el momento de la llegada a los juzgados por la mañana era el que más me gustaba. Te presentabas allí unos veinte minutos antes del comienzo de las vistas, encontrabas a algún amigo, te ibas a tomar el café y te fumabas un cigarrillo, que entonces en los pasillos te dejaban fumar. A veces ocurría también que encontrabas a alguna chica que te gustaba y quedabas con ella para la noche.

Poco a poco estos rituales se habían ido resquebrajando hasta desaparecer del todo. Un proceso fisiológico. Tal como ocurre inevitablemente cuando ya no tienes treinta años. Sea como fuere, cada vez me había ido gustando menos el momento de la entrada en los juzgados, el ritual del café, etc. A veces miraba a mi alrededor al pasar por el bar. Miraba a los jóvenes abogados, a menudo excesivamente elegantes, miraba a las chicas, secretarias, pasantes y también alguna joven magistrada en período de prácticas.

Todos me parecían un poco tontos y pensaba de manera trivial que nosotros de jóvenes éramos distintos y mejores.

Concebir ciertas estupideces es un automatismo implacable. Si ellos son tan tontos, no hay razón para envidiarlos; no hay razón para envidiar su juventud; sus articulaciones flexibles, sus infinitas posibilidades. Son unos gilipollas, se ve por su manera de comportarse en el bar y en todas partes. Nosotros éramos mejores y somos mejores, pues entonces, ¿por qué envidiarlos?

Ya, ¿por qué? A tomar por culo.

En fin, hice las vistas conteniendo metafóricamente la respiración y a las doce del mediodía ya estaba fuera.

A las doce y veinte me planté delante de la comisaría y llamé a Tancredi para decirle que bajara a reunirse conmigo. Cuando lo vi acercarse, pensé que tenía la pinta de alguien que ha dormido en un sofá con el abrigo y los zapatos puestos. Probablemente justo lo que había ocurrido aquella noche.

Hacía un montón de tiempo que no nos veíamos y por eso lo primero que hizo fue preguntarme por Margherita. Le dije que estaba fuera desde hacía unos cuantos meses por motivos de trabajo y procuré decirlo con una expresión natural, neutra. Naturalmente, no me salió, tal como deduje de su cara. Para cambiar de tema, le pregunté por su tesis. Tancredi hacía tiempo que había terminado los exámenes de psicología y le faltaba solo la tesis para la licenciatura. Dijo que hacía bastante tiempo que no trabajaba en aquella tesis y, por la cara que puso al decirlo, comprendí que yo había metido la pata a mi vez.

Estábamos empatados y ya podíamos irnos a tomar aquel aperitivo. Elegimos una bodega situada a unos cuantos centenares de metros de la comisaría y regentada por un amigo de Tancredi. Era un lugar con una clientela generalmente nocturna. A la hora del aperitivo estaba desierto y era por tanto ideal para charlar en paz.

Pedimos un vino blanco siciliano y unas ostras. Nos comimos una primera bandeja y llegamos a la conclusión de que no era suficiente. O sea, que pedimos más y nos bebimos varias copas.

Tras haber vaciado la última ostra, se colocó entre los labios la última colilla de cigarro toscano que siempre llevaba consigo sin encenderla casi nunca, empujó su silla hacia atrás y me preguntó qué quería de él. Le conté toda la historia de Paolicelli, procurando no pasar por alto ningún detalle y, al final, le dije que necesitaba su asesoramiento.

Él me indicó por señas que siguiera adelante, utilizando la mano en la que sostenía la colilla de cigarro.

—Lo primero, el preliminar diría yo. ¿Te consta que alguna vez se haya transportado droga a Italia colocándola a escondidas en automóviles de personas que no sabían nada al respecto? ¿Se ha comprobado alguna vez algo semejante en alguna investigación?

—Vaya si se ha comprobado. Era un sistema que utilizaban muchísimo los traficantes turcos de heroína. Elegían a turistas italianos que viajaban en coche hasta allí los fines de semana. Les robaban el coche, lo llenaban hasta el tope de heroína y después se encargaban de que lo volvieran a encontrar antes de dirigirse a la policía para presentar una denuncia. Y, encima, el tío que los ayudaba a encontrarlo se embolsaba una considerable recompensa por su buena acción. Después los turistas se iban para regresar a casa y los bondadosos turcos los seguían a cierta distancia para vigilar el cargamento. Tras haber cruzado la frontera, entraban en acción los amigos italianos. A la primera ocasión, el automóvil volvía a ser objeto de robo, con la sola diferencia de que esta vez ya no era devuelto. Final de la historia.

—¿A cuándo se remonta esta historia?

—Era el modus operandi que se observó que yo sepa en dos ocasiones. Una vez en el transcurso de una importante investigación de la Fiscalía y de la brigada móvil de Trieste y otra vez en Bari por parte de nuestra brigada antidroga. Te hablo de hace tres o cuatro años.

Me pasé la mano por la cara a contrapelo de la barba. En abstracto, Paolicelli podía haber dicho la verdad, aunque no hubiera hablado de robos del coche. La historia del portero del hotel tenía sentido.

—¿Y te consta de alguna operación parecida pero sin el robo del coche?

—¿En qué sentido? ¿Que tras haber cargado la droga se la dejan como regalo?

—Qué ocurrencia. Quería decir: sin robar el coche la primera vez para colocar la droga.

Mientras me contestaba, tuve la clarísima impresión de que no me estaba diciendo todo lo que sabía.

—No me consta, pero no es imposible. Si sabes dónde está el coche y dispones de un poco de tiempo, puedes llevar a cabo la operación sin robar el vehículo y llevándotelo y devolviéndolo sin que el propietario se dé cuenta de nada.

—Es un decir: si tú fueras un investigador privado y te encargaran una investigación para tratar de exculpar a Paolicelli, ¿qué harías?

—O sea, que es un decir, ¿verdad? En primer lugar, no soy un investigador privado. Y después, me parece que no hemos establecido la inocencia de tu cliente. Es posible que alguien se encuentre el coche lleno de una droga que no es suya, bien. Pero el hecho de que sea posible no significa que haya ocurrido en este caso. La hipótesis más realista...

—Aborrezco a los policías que hacen conjeturas lógicas. Lo sé muy bien, la hipótesis más realista es que la droga fuera suya. Si alguien tiene un coche lleno de cocaína, la primera hipótesis que hay que tomar en consideración es la de que esta droga sea suya. Una vez dicho esto, si tú fueras un investigador privado...

—Si fuera un investigador privado, antes de decir una sola palabra o de mover un dedo, exigiría la entrega de una buena cantidad en concepto de anticipo. Y después, lo primero de todo, hablaría con el amigo Paolicelli y señora. La cual me parece adivinar que no es un monstruo.

Tancredi era capaz de leer un montón de cosas en la cara de una persona. El hecho de constatarlo no me hizo ninguna gracia especial en aquel momento.

—Intentaría comprobar si hay alguna manera de sospechar seriamente de este portero del hotel. Aunque no sé adónde nos podría llevar la cosa.

—¿En qué sentido?

—Para averiguar algo en concreto acerca del portero, del personal del hotel, se necesitaría una investigación especial. Habría que pedir la colaboración de la policía de Montenegro. No sé si tienes en cuenta de quiénes estamos hablando. Algunos de sus jefes, junto a algún ministro, han dirigido durante muchos años el contrabando internacional de cigarrillos.

Lo tenía en cuenta.

—En todo caso, les pediría a Paolicelli y a su mujer que me dijeran si habían observado algo extraño durante sus vacaciones y, sobre todo, en los últimos días. Incluso detalles insignificantes. Si conocieron a alguien, tal vez muy simpático y deseoso de trabar amistad con ellos. Si hablaron con alguien y si este alguien les hizo un montón de preguntas. De dónde venís, cuándo habéis llegado y, sobre todo, cuándo regresáis a casa. Y les pediría que me dijeran todo lo que consiguieran recordar del portero o de los propietarios del hotel, de algún empleado (qué sé yo, de algún camarero) que por alguna razón les llamó la atención.

—¿Y después?

—Depende de lo que contestaran. Si por casualidad resultara que conocieron a algún fisgón allí en Montenegro, convendría comprobar si éste viajó también por casualidad en el mismo ferry.

—¿Y qué tengo que hacer para efectuar estas comprobaciones?

Adoptó una falsa expresión de desagrado.

—Ah, claro. No puedes, en efecto.

—Anda, Carmelo, ayúdame, por favor. Sólo quiero comprobar si me ha dicho un montón de chorradas o si, por el contrario, es realmente inocente. En caso afirmativo, se trata de un asunto muy grave.

No contestó de inmediato. Hizo girar la colilla de cigarro entre el índice y el pulgar, contemplándola como si fuera un objeto muy interesante. Sin prestarme atención durante unos segundos, como si se estuviera preguntando de nuevo cuántas cosas me podía decir. Al final, se encogió de hombros.

—Es posible que tu cliente diga la verdad. Hace unos cuantos meses, uno de mis confidentes me dijo que estaban llegando unos grandes cargamentos de cocaína de Albania, de Montenegro y de Croacia exactamente con este mismo procedimiento. Cargando los coches sin robarlos tan siquiera.

—Coño.

—Llenan el coche uno o dos días antes de la partida del correo, ajeno a los hechos. Después, alguien de la banda sube al ferry para vigilar la mercancía. Cuando ya se han pasado los controles de la aduana, se llega a la fase final: lo cual significa que, a la primera ocasión, los cómplices de tierra roban el automóvil y recuperan la droga.

—¿Hay alguna investigación a este respecto?

—No, o, por lo menos, que yo sepa. Les he pasado la información de mi confidente a los de la lucha antidroga. Y, por toda respuesta, me han dicho que querían saber quién era mi confidente y que eran ellos quienes querían hablar con él.

Puso cara de puro asco. Un auténtico policía nunca le pide a un compañero que le diga el nombre de su confidente. Era cosa de aficionados o de sinvergüenzas.

—Y tú les has dicho que se vayan al carajo.

—Pero muy educadamente.

—Claro. Y, de esta manera, la información ha quedado inutilizada.

—Que yo sepa. En cualquier caso, no es eso lo que nos interesa. Tienes que hablar con tu cliente y con su bella esposa y arrancarles todo lo que consigan recordar. Después, sobre la base de lo que te digan, se podrá plantear la posibilidad de alguna comprobación.

—Carmelo, si yo hablo con ésos, consigo que me lo cuenten todo. Pero después tú me tienes que ayudar. Por ejemplo, podríamos obtener la lista de los pasajeros del ferry. Para ver si hay algún nombre que consta en vuestros archivos. Tú no tienes que arriesgarte, hablas con algún compañero tuyo de la policía de fronteras y...

—¿Quieres que te venga también a limpiar los cristales del coche? Así te presto un servicio completo.

—Pues sí, en efecto, hace mucho tiempo que...

Tancredi volvió a soltar otras cosas en siciliano cerrado. No muy distintas de las que horas antes me había dicho por teléfono, me pareció.

Pero, al final, me dijo que lo llamara tras haber hablado con Paolicelli.

—Si de vuestra charla surge algún elemento útil, veremos si es posible utilizarlo. Tú, de todos modos, deberías procurar averiguar algo más acerca de este compañero tuyo que ha aparecido como por arte de magia de Roma. Si Paolicelli y su mujer dicen la verdad, este señor tiene algo que ver con los propietarios de la droga. El hecho de saber quién es este abogado podría constituir un punto de partida.

Exactamente. La charla había producido algún fruto y yo podía darme casi por satisfecho.

Me levanté y me acerqué a la caja para pagar la cuenta, pero el propietario me dijo que en aquel local nadie pagaba sin el permiso de Tancredi.

Y yo aquel día el permiso no lo tenía.