(1)

Las gaviotas pasaban sobre Dover. Volaban como retazos de niebla y viraban hacia la ciudad oculta mientras las sirenas acompañaban su lamento: otros navíos respondían, todo un coro fúnebre que alzaba sus voces —¿por la muerte de quién?—. El barco avanzaba a media velocidad a través de la agria tarde otoñal. A D. le recordó una carroza fúnebre rodando lenta y discretamente hacia «el jardín de la paz» mientras el cochero procura que el ataúd no se mueva, como si el cadáver fuera a preocuparse por una sacudida o dos. Mujeres histéricas gemían entre sudarios.

El bar de tercera clase estaba abarrotado: un equipo de rugby volvía a casa y sus componentes se abrían paso alborotando y pidiendo sus copas, luciendo corbatas a rayas. D. no comprendía muy bien lo que gritaban: tal vez fuera slang o dialecto. Tardaría algún tiempo en recordar todo su inglés: antes lo sabía muy bien pero ahora sus recuerdos eran más que nada literarios. Intentó quedarse aparte —un hombre de mediana edad con un grueso mostacho, una cicatriz en la barbilla y la frente cargada de preocupaciones—, pero apenas se podía uno mover en aquel bar: sintió un codazo en las costillas y un aliento cargado de cerveza le dio en la cara. Esa gente le asombraba: a la vista de aquella franca camaradería entre humo nunca pensarías que había una guerra —no solamente una guerra en el país de donde venía sino también allí, a media milla del rompeolas de Dover—. Adonde fuera llevaba la guerra consigo. No entendía por qué la gente no se daba cuenta. «Aquí, aquí», gritó uno de los jugadores al barman y otro le arrebató el vaso de cerveza gritando, «Fuera de juego». «Hala, adelante», gritaron todos a la vez.

D. dijo, «Con su permiso. Con su permiso» abriéndose paso hacia afuera. Se alzó el cuello del impermeable y subió a la cubierta fría y neblinosa donde las gaviotas graznaban su lamento, volando sobre su cabeza hacia Dover. Comenzó a caminar —arriba y abajo a lo largo de la borda— para conservar el calor, la cabeza baja, la cubierta como un mapa marcado por trincheras, posiciones imposibles, saledizos y muertes: los bombarderos despegaban entre sus ojos y en su cerebro las montañas se estremecían con el estallido de las granadas.

No tenía ninguna sensación de seguridad mientras paseaba por aquel barco inglés que se deslizaba imperceptiblemente hacia Dover. El peligro formaba parte de él. No era como un gabán que dejas de vez en cuando: era tu propia piel. Morías con ella puesta: sólo la corrupción te la quitaba. La única persona en quien podías confiar era en ti mismo. A un amigo le encontraron una medalla religiosa bajo la camisa, otro pertenecía a una organización con las siglas prohibidas. Paseaba arriba y abajo por la inhóspita cubierta de tercera clase, llegaba hasta la popa y volvía, hasta que su camino era interrumpido por la puertecilla de madera con una placa: «Sólo pasajeros de Primera Clase». Hubo un tiempo en que las diferenciaciones de clase se leían como un insulto, pero ahora las divisiones de clase se subdividían a su vez hasta no significar nada en absoluto. Miró hacia la cubierta de primera clase. Había sólo un hombre, fuera, en el frío como él: con el cuello subido, estaba de pie en la proa mirando hacia Dover.

D. volvió hacía la popa y de nuevo, con la misma regularidad de su paso, los bombarderos levantaron el vuelo. No podías confiar más que en ti mismo y a veces dudabas hasta de eso. Ellos no confiaban en ti, de la misma manera que no confiaron en el amigo de la medalla religiosa; entonces habían tenido razón, ¿y quién podía decir que no la tuvieran ahora? Tú, tú eres un individuo con prejuicios; la ideología era un asunto complicado; las herejías se colaban furtivamente. No estaba seguro de que no le vigilaran en ese momento; no estaba seguro de que no tuvieran razones para vigilarle. A fin de cuentas había algunos aspectos del materialismo económico que en el fondo de su corazón no aceptaba… Y al que vigilaba, ¿lo vigilaban? Por un momento le inquietó la visión de una desconfianza infinita. En un bolsillo interior, un bulto sobre el pecho, llevaba lo que llamaban credenciales, pero credencial ya no significaba confianza.

Volvió sobre sus pasos lentamente —todo lo que daba de sí su cadena—; entre la niebla una voz femenina gritó áspera y claramente, «Voy a tomar una más. Quiero una más»: en algún lugar se rompieron muchos cristales. Alguien lloraba detrás de un bote salvavidas; donde quiera que estuvieras era un mundo extraño. Caminó con precaución, rodeando la proa del bote, y vio a un chiquillo acurrucado en un rincón. Se detuvo y se le quedó mirando. No significaba nada para él: era como una escritura tan ilegible que ni siquiera intentas descifrarla. Se preguntó si alguna vez volvería a compartir una emoción. Preguntó en un tono cortés y comedido, «¿Qué te pasa?».

«Me di un golpe en la cabeza».

Dijo, «¿Estás solo?».

«Papá me ha castigado aquí».

«¿Porque te diste un golpe en la cabeza?».

«Me dijo que no chillara tanto por eso». El chiquillo había dejado de llorar; la niebla en la garganta le hizo comenzar a toser; unos ojos oscuros miraron desde su cueva entre el bote y la borda, a la defensiva. D. se volvió y siguió andando. Se le ocurrió que no tenía por qué haber hablado: probablemente al chiquillo lo estaban vigilando —su padre o su madre—. Llegó hasta la barrera —«Sólo pasajeros de Primera Clase»— y miró. El otro hombre se aproximó entre la niebla, apurando al máximo la longitud de su cadena. D. vio primero los pantalones planchados, luego el cuello de piel, finalmente el rostro. Se miraron por encima del portillo bajo. Cogidos de sorpresa no tenían nada que decirse. Además, nunca se habían hablado; les separaban siglas diferentes y un gran número de muertes —se habían visto en un viaje hacía años, una vez en una estación de ferrocarril y otra en un aeródromo. D. ni siquiera recordaba su nombre.

El otro hombre fue el primero en retirarse; era fino como el apio bajo su grueso gabán, alto, se le notaba ágil y nervioso; caminaba con rapidez con sus piernas que eran como zancos, muy tiesas, pero que veías que podían doblarse. Parecía como si estuviera ya preparado para alguna acción. D. pensó: es probable que trate de robarme, quizá intente matarme. Es seguro que tendrá más ayuda, más dinero y más amigos. Tendrá cartas de presentación para pares y ministros: hacía años, antes de la república, poseía algún título… conde, marqués. D. había olvidado exactamente cuál. Era una mala suerte que ambos viajaran a bordo del mismo barco y que se hubieran visto en la barrera que separaba las clases, dos agentes confidenciales que querían lo mismo.

La sirena aulló de nuevo y de pronto salieron de la niebla, como rostros que se asoman por una ventana, barcos, luces, un pedazo de rompeolas. Eran uno entre muchos. La máquina siguió a media velocidad y luego se detuvo por completo. D. escuchó el chasquido del agua, el chasquido contra el costado. Al parecer derivaban de costado. Alguien invisible gritó, como si viniera del propio mar. Fueron avanzando poco a poco y llegaron: así de fácil. Un tropel de gente con maletas fue empujada hacia atrás por los marineros, que parecían estar desmontando el barco. Un trozo de barandilla se les quedó, por así decirlo, entre las manos.

Después todos salieron con sus maletas, que llevaban etiquetas de hoteles suizos y de pensions de Biarritz. Dejó que pasara el tropel. No llevaba más que un maletín de cuero con un cepillo y un peine, un cepillo de dientes, y unas cuantas cosas más. Había dejado de usar pijama; no valía mucho la pena cuando era tan probable que los bombardeos te obligaran a levantarte dos veces por noche.

La corriente de pasajeros se dividió en dos para el control de pasaportes: extranjeros y súbditos británicos. No había muchos extranjeros; a unos cuantos pies de D. el hombre alto de primera clase tiritaba ligeramente bajo su gabán de piel. Pálido y delicado, parecía fuera de lugar en aquel cobertizo desguarnecido y ventoso del muelle. Pero lo despacharon enseguida: una mirada a sus documentos fue suficiente. Era como un objeto antiguo con garantías de autenticidad. D. pensó sin hostilidad: una pieza de museo. Todos los de aquel bando le parecían piezas de museo: vivían en grandes casas frías como galerías de arte, con viejas pinturas deslustradas y armarios taraceados por los corredores.

D. se detuvo. Un hombre muy cortés, de bigote rubio, le dijo, «¿Quiere usted hacernos creer que esta fotografía es suya?».

D. dijo, «Claro que sí». La miró; no se le había ocurrido echar un vistazo a su pasaporte desde hacía muchos años. Vio el rostro de un desconocido, el de un hombre mucho más joven y, al parecer, mucho más feliz, que sonreía a la cámara. Dijo, «Es una fotografía antigua». Debía de haber sido tomada antes de que fuera a la cárcel, antes de que mataran a su esposa y antes del ataque aéreo del 23 de diciembre, cuando permaneció enterrado durante cincuenta y seis horas en un sótano. Pero era difícil explicarle todo eso al funcionario de los pasaportes.

«¿De hace cuántos años?».

«Me parece que dos».

«Pero es que sus cabellos ahora están totalmente grises».

«¿Sí?».

El policía le dijo, «¿No le importa hacerse a un lado y dejar pasar a los otros?». Era un hombre educado y sin prisa. Lo era porque aquello era una isla. En su país habrían acudido los soldados: inmediatamente se hubiera supuesto que se trataba de un espía, le interrogarían en voz alta y febril durante mucho tiempo. El policía se puso junto a él. Le dijo, «Perdone que le haya hecho esperar. ¿Le importaría pasar aquí un momento?». Abrió la puerta de una habitación. D. entró. Había una mesa, dos sillas y un cuadro del rey Eduardo VII bautizando a un tren expreso con el nombre de «Alexandra»: sorprendentes rostros de la época sonreían sobre sus blancos cuellos altos: un maquinista llevaba un sombrero hongo.

El policía dijo, «Lo lamento. Su pasaporte parece estar completamente en regla, pero esa fotografía, bueno, no tiene usted más que mirarse, señor».

Se miró en el único cristal que había —la chimenea de la locomotora y la barba del rey Eduardo estorbaban bastante la visión— pero tuvo que confesarse que el policía tenía bastante razón. Su aspecto ahora era diferente. Dijo, «Nunca se me hubiera ocurrido que había cambiado tanto». El policía le miró con atención. Allí estaba el antiguo D., lo recordaba: exactamente tres años antes. Tenía cuarenta y dos años, pero cuarenta y dos años muy juveniles. Su esposa le había acompañado al estudio del fotógrafo: iba a pedir un permiso de seis meses en la universidad y dedicarse a viajar, con ella, claro. Justo tres días después estalló la guerra civil. Estuvo seis meses en una prisión militar, su esposa fue fusilada, había sido un error, no una atrocidad, y luego… Dijo, «Lo que pasa es que la guerra cambia a la gente. Esto fue antes de la guerra». Había estado riéndose de un chiste, algo sobre pifias: iban a ser las primeras vacaciones que pasaran juntos desde hacía años. Llevaban quince años casados. Recordó la anticuada máquina y al fotógrafo zambulléndose bajo la capucha: el recuerdo de su esposa era sólo confuso. Había sido una pasión y es difícil recordar una emoción cuando se ha muerto.

«¿No lleva usted otros documentos?», preguntó el policía. «¿No hay nadie en Londres que le conozca? ¿En su embajada?».

«No, no, soy un ciudadano particular, sin ninguna importancia».

«¿No viaja usted por placer?».

«No. Tengo unas cuantas cartas de presentación». Sonrió al policía. «Pero a lo mejor están falsificadas».

No era capaz de sentirse irritado: el bigote gris, las profundas arrugas en torno a la boca —todo era nuevo— y la cicatriz en la barbilla. La tocó. «Ya sabe que hay una guerra». Se preguntó qué haría el otro mientras tanto; no estaría perdiendo el tiempo. Probablemente habría un automóvil esperándole. Llegaría a Londres mucho antes que él, podía haber complicaciones. Probablemente tendría órdenes de que nadie del otro bando se interpusiera en su compra de carbón. Antes de que se descubriera la electricidad al carbón le llamaban diamante negro. En su país, desde luego, era más valioso que los diamantes y pronto iba a escasear tanto como éstos.

El policía le dijo, «Por supuesto que su pasaporte está completamente en regla. Tal vez si usted me dijera dónde se va a alojar en Londres…».

«No tengo ni idea».

De pronto el policía le hizo un guiño. Fue tan rápido que D. casi no se lo pudo creer. «Alguna dirección», dijo el policía.

«Bueno, ¿no hay un hotel que se llama Ritz?».

«Sí, pero yo escogería uno que no fuera tan caro».

«Bristol. Siempre hay uno que se llama Bristol».

«En Inglaterra no».

«Entonces, ¿dónde cree que podría alojarse una persona como yo?».

«En el Strand Palace».

«Muy bien».

El policía le devolvió el pasaporte con una sonrisa. Le dijo, «Tenemos que tener cuidado. Lo siento. Dese prisa para coger el tren». ¡Cuidado!, pensó D. ¿A qué le llamarían tener cuidado en una isla? Cómo les envidiaba su seguridad.

Con aquellos retrasos D. era casi el último en la cola de la aduana; seguramente los ruidosos jovencitos estarían en el andén esperando al tren y en cuanto a su paisano estaba convencido de que no había tenido que esperarlo. Una voz de muchacha dijo, «¡Claro, tengo un montón de cosas que declarar!». Era una voz áspera: la había oído antes exigiendo una copa más en el bar. Miró a la mujer sin mucho interés; había llegado a una edad en que las mujeres o te vuelven loco o te resultan indiferentes y ésta casi podía ser su hija.

La mujer dijo, «Llevo una botella de coñac pero ya está abierta». Esperando su turno pensó vagamente que no debería beber tanto, su voz no le hacía justicia: no era de ese tipo. Se preguntó por qué habría estado bebiendo en el bar de tercera clase; vestía bien, como un figurín. Dijo, «Y llevo una botella de Calvados, pero también está abierta». D. se sentía cansado; quería que acabaran con ella y le dejaran pasar. La mujer era muy joven, rubia e innecesariamente arrogante; parecía como una niña que tiene todo lo que quiere y se empeña en conseguir algo más, le guste o no.

«Bueno, sí», dijo, «hay más coñac. Se lo iba a decir si me hubiera dado tiempo, pero como puede ver también está abierta».

«Me temo que va a tener que pagar», dijo el aduanero, «por alguna de ellas».

«Ustedes no tienen derecho».

«Puede usted leer el reglamento».

La discusión se prolongaba interminablemente. Alguien examinó el maletín de D. y le dejó pasar. «¿El tren de Londres?», preguntó D.

«Ya ha salido. Tendrá que esperar al de las siete y diez». No eran aún las seis menos cuarto.

«Mi padre es uno de los directores de la línea», dijo la muchacha, furiosa.

«Me temo que esto nada tiene que ver con la línea».

«Es Lord Benditch».

«Si quiere llevarse esas botellas los derechos de aduana son de siete con seis».

De manera que era la hija de Lord Benditch. Se quedó en la salida, mirándola. Se preguntó si Lord Benditch se mostraría tan difícil con él como su hija con el aduanero. Muchas cosas dependían de Benditch; si quería venderles el carbón a un precio que pudieran pagar podrían aguantar durante años. Si no, la guerra podría haber terminado antes de primavera.

Parecía haber conseguido lo que quería, si eso valía como augurio: salió con aire triunfante por la puerta que conducía al andén lleno de neblina. Había oscurecido temprano, una lucecita iluminaba un kiosco de libros y había una triste carretilla apoyada en un anuncio de latón de Horlicks. Era imposible ver más allá del andén vecino, de modo que aquel empalme para el gran puerto naval —que era como lo concebía D.— parecía una pequeña estación rural con su andén hecho de tablones en medio de las húmedas praderas atravesadas por trenes rápidos.

«¡Dios!», dijo la muchacha, «ya ha salido».

«Hay otro», dijo D., «dentro de una hora y media». Sentía que recuperaba su inglés a medida que hablaba; le iba penetrando como la niebla y el olor del humo.

«Eso le han dicho a usted», dijo ella. «Puede tardar horas con tanta niebla».

«Tengo que llegar esta noche a la ciudad».

«¿Y quién no?».

«Quizá esté más claro tierra adentro».

Pero ella se apartó y empezó a pasear impacientemente por el helado andén: desapareció detrás del kiosco y luego reapareció, un momento después, comiendo un bollo. Le ofreció uno, como si estuviera detrás de unas rejas, «¿Quiere uno?».

«Gracias». Lo cogió con rostro solemne y comenzó a comerlo: ésa era la hospitalidad inglesa.

La muchacha dijo, «Voy a alquilar un automóvil. No puedo quedarme esperando en este triste agujero durante una hora. Quizá esté más claro tierra adentro» (así que le había oído). Tiró los restos del bollo a los raíles: fue como un juego de manos —el bollo, visto y no visto—. «¿Quiere que le lleve?», dijo. Al verle vacilar dijo, «Estoy completamente sobria».

«Gracias. No estaba pensando en eso. Sólo en que sería más rápido».

«Oh, yo seré la más rápida», dijo ella.

«Entonces iré».

De pronto un rostro emergió por sorpresa al nivel de sus pies; estaban en el borde mismo del andén: era un rostro ofendido. Una voz dijo, «Señora, no estoy en un zoo».

Ella miró hacia abajo sin inmutarse. «¿He dicho yo que lo estuviera?».

«No puede andar por ahí tirando bollos».

«Bueno», dijo la muchacha con impaciencia, «no sea usted tonto».

«Agresión», dijo la voz. «Puedo demandarla, señora. Era un proyectil».

«No. Era un bollo».

Aparecieron una mano y una rodilla junto a sus pies; el rostro se acercó. «Quiero que sepa usted…», dijo.

D. dijo, «No fue esta dama quien tiró el bollo. Fui yo. Puede demandarme usted, en el Strand Palace. Mi nombre es D.». Tomó a Quien Quiera Que Fuera por el brazo y la llevó hacia la salida. Una voz chilló con repugnancia a través de la niebla, como un animal marino herido, «Un extranjero».

«Oiga», dijo la chica, «de verdad que no hay ninguna necesidad de que me proteja».

«Ahora ya sabe mi nombre», dijo él.

«Por si le interesa me llamo Cullen, Rose Cullen. Es un nombre odioso pero resulta que a mi padre le chiflan las rosas. Inventó —se dice así, ¿no?— la Marquise Pompadour. También le gustan las putas. Las putas reales. Tenemos una casa que se llama Gwyn Cottage[1]».

Tuvieron suerte con el automóvil. El garaje cercano a la estación estaba bien iluminado: su luz se adentraba en la niebla casi cincuenta yardas y había un automóvil disponible, un viejo Packard. D. le dijo, «Tengo unos negocios que resolver con Lord Benditch. Es una coincidencia curiosa».

«No sé por qué. Todas las personas que conozco tienen negocios con él».

Condujo lentamente en la que suponía era la dirección a Londres, traqueteando sobre los rieles del tranvía. «No nos perderemos si seguimos la línea del tranvía».

D. le dijo, «¿Viaja usted siempre en tercera?».

«Bueno», dijo ella. «Me gusta escoger mi compañía. Ahí no puedo encontrarme con amigos de negocios de mi padre».

«Yo estaba allí».

La muchacha dijo, «¡Mierda!, el puerto» y viró bruscamente por la carretera: la niebla se llenó de frenos chirriantes e irritación humana. Volvieron, inseguros, por el mismo camino y comenzaron a subir por una colina.

«Por supuesto», dijo ella, «sí fuéramos boy-scouts lo habríamos sabido. Siempre bajas la colina para encontrar agua».

En la cima de la colina había un poco menos de niebla; se veían manchones del cielo frío y gris de la tarde, hileras de arbustos como agujas de acero y todo estaba tranquilo. Un cordero pacía y triscaba por el borde cubierto de hierba de la carretera y doscientas yardas más allá apareció de repente una luz. Eso era paz. D. dijo, «Supongo que se sienten muy felices aquí».

«¿Felices?», dijo ella, «¿Por qué?».

D. dijo, «Por toda esta seguridad». Recordó al policía guiñándole amistosamente un ojo y diciéndole, «Tenemos que tener cuidado».

«No es para tanto», dijo ella con su inmadura voz de muchacha mal criada.

«Claro que sí», dijo él. Le explicó trabajosamente. «Mire, vengo de dos años de guerra. Tendría que ir por una carretera como ésta muy lentamente, dispuesto a detenerme y arrojarme a una cuneta si oyera un avión».

«Bueno, pero supongo que combaten ustedes por algo», dijo ella. «¿No es así?».

«No lo recuerdo. Una de las cosas que produce el peligro al cabo de cierto tiempo es que mata las emociones. No creo que pueda sentir nunca más que miedo. No podemos sentir ni odio ni amor. Las estadísticas demuestran que nacen muy pocos niños en nuestro país».

«Pero la guerra sigue. Habrá alguna razón».

«Hay que sentir algo para parar una guerra. A veces pienso que nos aferramos a ella porque tenemos miedo. Si no tuviéramos miedo ya no tendríamos ningún sentimiento en absoluto. Ninguno de nosotros disfrutará de la paz».

Delante de ellos apareció un pequeño pueblo, como una isla: una vieja iglesia, unas cuantas sepulturas, un hostal. «En su caso yo no nos envidiaría, con todo esto». Se refería a la despreocupación y a la tranquilidad… a la extraña irrealidad de una carretera que podías seguir hacia cualquier horizonte.

«No hace falta una guerra para que las cosas se echen a perder. Lo hacen también el dinero, los padres, muchas cosas».

D. le dijo, «Después de todo es usted joven… muy guapa».

«¡Vaya!», dijo ella, «¿Va usted a empezar a ligar conmigo?».

«No. Desde luego que no. Ya se lo he dicho… no puedo sentir nada. Además, soy viejo».

Se produjo un brusco estampido, el automóvil se desvió y D. se cubrió el rostro con los brazos. El automóvil se detuvo. La muchacha dijo, «Nos han dado un neumático hecho polvo». Él bajó los brazos. «Lo siento», dijo. «Sigo sintiendo eso». Sus manos temblaban. «El miedo».

«Aquí no hay nada que temer», dijo ella.

«No estoy seguro». Llevaba la guerra dentro de su corazón: si me dais tiempo, pensó, lo infectaré todo, hasta esto. Debería llevar una campanilla, como los antiguos leprosos.

«No sea melodramático», dijo la muchacha. «No soporto los melodramas». Apretó el arranque y siguieron traqueteando. «Encontraremos un parador, un garaje o algo por el estilo enseguida», dijo, «hace demasiado frío para cambiar esa porquería aquí». Y poco después, «Otra vez la niebla».

«¿Cree que puede seguir conduciendo así? ¿Sin el neumático?».

«No tenga usted miedo».

Dijo para disculparse, «Es que tengo que hacer una cosa muy importante».

Ella volvió su rostro hacia él —una carita delgada, preocupada, absurdamente joven: le recordó a un niño en una fiesta aburrida. No podía tener más de veinte años. Era tan joven que podía ser su hija. «Se las está usted dando de misterioso. ¿Quiere impresionarme?».

«No».

«Es un truco tan gastado».

«¿Lo ha probado mucha gente con usted?».

«Tantos que ni me acuerdo» dijo ella. Le pareció inconmensurablemente triste que alguien tan joven conociera tanto engaño. Tal vez porque era un hombre maduro le parecía que la juventud debía ser una época, digamos, de esperanza. Dijo cortésmente, «No tengo nada de misterioso. Soy un hombre de negocios».

«¿También apesta a dinero?».

«Qué va. Soy representante de una firma bastante pobre».

De repente ella le sonrió y él pensó, sin ninguna emoción, que podía decirse que era guapa. «¿Está casado?».

«En cierto modo, sí».

«¿Separado?».

«Sí. Quiero decir, ella murió».

La niebla que había delante de ellos se tornó amarilla rojiza: aminoraron la marcha y entraron traqueteando en una región de voces y luces traseras de automóviles. Una voz aguda decía «Le dije a Sally que llegaríamos aquí». Vieron un largo ventanal acristalado; sonaba una música suave: una voz, muy hueca y profunda, cantaba, «Sé que te conocí cuando estabas solo».

«Otra vez en la civilización», dijo la muchacha con aire sombrío.

«¿Podrán cambiar aquí el neumático?».

«Supongo que sí». Abrió la puerta, salió y se sumergió a la vez en la niebla, la luz y la otra gente. Él se quedó sentado a solas en el automóvil; ahora que el motor estaba parado hacía mucho frío. Intentó pensar en cuáles deberían ser sus próximos movimientos. En primer lugar tenía instrucciones de alojarse en un número de la calle Bloomsbury. Suponía que habían escogido el lugar para que los suyos pudieran vigilarle. Después tenía una cita para pasado mañana con Lord Benditch. No eran unos mendigos; podían pagar un precio justo por el carbón y una prima usuraria cuando terminara la guerra. Muchas de las minas de carbón de Benditch estaban cerradas: era una oportunidad para las dos partes. Le habían advertido que no era aconsejable que mezclara a la embajada: el embajador y el Primer Secretario no eran de confianza, aunque se creía que el Segundo Secretario era leal. La situación era desesperadamente embrollada: era muy posible que el Segundo Secretario fuera el que trabajaba para los rebeldes. De cualquier manera el asunto había que tratarlo con discreción; nadie esperaba la complicación que le había surgido en el barco del canal. Podía significar cualquier cosa: desde un precio competitivo para el cargamento de carbón hasta el robo e incluso el asesinato. Bueno, él estaba en algún lugar allí delante, entre la niebla.

D. sintió de pronto deseos de apagar las luces del automóvil. Sentado en la oscuridad sacó sus credenciales del bolsillo superior; con ellas en la mano dudó un momento y luego las metió en sus calcetines. Se abrió la portezuela y la muchacha dijo, «¿Por qué demonios apagó usted las luces? He tardado un montón de tiempo en encontrarle». Las encendió de nuevo y dijo, «No hay nadie que pueda ahora pero mandarán a un hombre…».

«¿Tendremos que esperar?».

«Tengo hambre».

Salió cautelosamente del automóvil, preguntándose si debería invitarla a cenar; escatimaba cualquier penique cuyo gasto no fuera indispensable. Dijo, «¿Podremos cenar?».

«Claro que sí. ¿Lleva dinero suficiente? Me he gastado hasta el último céntimo en el automóvil».

«Sí. Sí. ¿Quiere cenar conmigo?».

«Es lo que pensaba».

La siguió hasta la casa… hotel… lo que fuera. Ese tipo de establecimientos no existía en Inglaterra cuando vino a estudiar de joven al Museo Británico. Una antigua casa Tudor —se notaba que era Tudor auténtico— llena de butacas y de sofás, con un bar en el lugar donde debería estar la biblioteca. Un hombre con monóculo tomó una de las manos de la muchacha, la izquierda, y se la estrujó, «Rose. Pero si es la mismísima Rose», dijo, «Perdóname. Me parece que veo a Monty Crookham», y se escurrió rápidamente por un lado.

«¿Le conoce?», dijo D.

«Es el gerente. No sabía que estuviera aquí. Antes tenía un negocio en Western Avenue». Dijo con desprecio, «Es bonito, ¿no? ¿Por qué no vuelve a su guerra?».

Pero no era necesario. Llevaba la guerra con él: la infección ya había comenzado. Más allá del vestíbulo —sentado de espaldas en la primera mesa del restaurante— vio al otro agente. Su mano comenzó a temblar, como le pasaba antes de un ataque aéreo. No puedes vivir seis meses en prisión a la espera de ser fusilado cada día y al final salir sin haberte convertido en un cobarde. Dijo, «¿No podríamos cenar en otra parte? Aquí hay mucha gente». Por supuesto que era absurdo sentir miedo, pero al mirar la estrecha espalda encorvada en el restaurante se sintió tan expuesto como si estuviera a campo abierto, ante un paredón y un pelotón de ejecución.

«No hay otro sitio. ¿No le gusta?». Le miró con recelo. «¿Qué pasa con que hay mucha gente? ¿Es que va a empezar a cortejarme otra vez?».

D. dijo, «No. Claro que no… Sólo que me parecía…».

«Voy a lavarme un poco y nos encontramos aquí».

«Sí».

«No tardaré ni un minuto».

Tan pronto como la muchacha se fue, él se puso a buscar un lavabo: quería agua fría, tiempo para pensar. Sus nervios estaban menos templados que en el barco: le preocupaban cosas pequeñas, como el reventón del neumático. Fue detrás del gerente del monóculo por el vestíbulo; el establecimiento estaba lleno a pesar de —o quizá debido a— la niebla. Llegaban automóviles armando alboroto de Dover y de Londres. Se encontró al gerente hablando con una anciana dama de cabellos blancos. Le decía, «Así de alto. Tengo una fotografía de él aquí, por si quiere verla. Pensé enseguida en su marido… Todo el tiempo se le veía pendiente de otras caras; sus palabras carecían de convicción; su rostro, enjuto y moreno, tallado por unos cuantos años de servicio, de auténtico estilo militar, era tan inexpresivo como el de un animal en el escaparate de una tienda». D. dijo, «Perdóneme un momento».

«Desde luego que no se lo vendería a nadie». Se volvió y su rostro se iluminó con una sonrisa tan automáticamente como se prende un encendedor. «Déjeme pensar. ¿Dónde nos hemos visto antes?». Tenía en la mano la fotografía de un terrier de pelo rizado. Dijo, «Buena estampa. Patas firmes. Dentadura…».

«Lo que quería saber…».

«Perdóneme, amigo, veo a Tony», y se marchó sin más. La anciana dijo repentina y bruscamente, «No se le puede preguntar nada. Si lo que busca es el W.C. está abajo».

Ciertamente el servicio no era Tudor: era todo de cristal y mármol negro. Se quitó la chaqueta y la colgó de un perchero —no había nadie más que él— y llenó un lavabo de agua fría. Aquello era lo que necesitaban sus nervios: el agua fría en la base de su nuca fue como una descarga eléctrica. Estaba tan nervioso que se volvió rápidamente cuando entró alguien: era simplemente el chófer de alguno de los automóviles. D. metió la cabeza en el agua fría y la levantó chorreando. Palpó buscando una toalla y se limpió el agua de los ojos. Ahora sus nervios estaban mejor. Su mano no temblaba en absoluto cuando se volvió y dijo, «¿Qué está usted haciendo con mi chaqueta?».

«¿Qué quiere decir?», respondió el chófer. «Estaba colgando mi chaqueta. ¿Me está acusando?».

«Me pareció», dijo D., «que intentaba quitarme algo».

«Pues entonces llame a la policía», dijo el chófer.

«Bueno, no hay testigos…».

«Llame a la policía o discúlpese». El chófer era un tipo grande… de unos seis pies. Se acercó amenazadoramente, caminando sobre el suelo brillante.

«Me parece que te voy a romper la cara. Un puerco extranjero que viene aquí, se come nuestro pan pensando qué puede hacer…».

«Tal vez», dijo D. cortésmente, «me haya equivocado». Se sentía confuso: después de todo aquel hombre podía ser un vulgar carterista… no había pasado nada.

«Tal vez se haya equivocado. Tal vez te rompa la sucia cara. ¿A eso le llamas disculparte?».

«Le pido perdón», dijo, «de la forma que usted quiera». La guerra te quita hasta el sentido de la vergüenza.

«Ni siquiera tiene pelotas para pelear», dijo el chófer.

«¿Por qué iba a hacerlo? Usted es más grande. Y más joven…».

«Yo solo me basto para quitarme de en medio a todos vosotros, cerdos latinos…».

«Estoy seguro de que podría».

«¿Te estás burlando de mí?», dijo el chófer. Tenía un ojo desviado; parecía que siempre estuviera hablando con un ojo en el público… y quizá, pensó D., había un público…

«Si le parece le pido perdón de nuevo».

«Puedo hacerte lamer mis zapatos…».

«No me sorprendería en absoluto». ¿Es que aquel hombre estaba bebido o le habían dicho que buscara pelea? D. permaneció de espaldas al lavabo. Se sentía ligeramente mareado de aprensión. Odiaba la violencia personal: matar a un hombre de un balazo, o que a uno le mataran, era un proceso mecánico al que se enfrentaba sólo con la voluntad de vivir o el miedo al dolor. Pero el puño era otra cosa: el puño humillaba: ser golpeado crea una relación abyecta con el agresor. Detestaba aquella idea como detestaba la idea de la copulación indiscriminada. No podía evitarlo: tenía miedo.

«Burlándose otra vez de mí».

«No es eso lo que pretendo». Su inglés pedante parecía enfurecer al otro. Le dijo, «Habla inglés o te aplasto tu sucia jeta».

«Soy extranjero».

«No quedará mucho cuando acabe contigo». El hombre se acercó con los puños colgando y preparados como bolas de carne seca; parecía querer provocarse una rabia irracional. «Vamos», le dijo, «levanta los puños. No eres un cobarde, ¿verdad?».

«¿Por qué no?», dijo D. «No voy a pelear con usted. Le agradecería mucho que me dejara… Me está esperando una señora arriba».

«Tendrá que conformarse», dijo el hombre «con lo que quede cuando haya terminado. Te voy a enseñar que no puedes andar por ahí llamando ladrones a las personas honradas». Parecía zurdo porque comenzó a mover primero el puño izquierdo.

D. se aplastó contra el lavabo. Ahora vendría lo peor: por un momento regresó al patio de la prisión cuando el guardián se le acercaba blandiendo una porra. Si hubiera tenido una pistola la habría utilizado; hubiera estado dispuesto a hacer frente a cualquier acusación con tal de evitar el contacto físico. Cerró los ojos y se apoyó contra el espejo: estaba indefenso. No tenía ni idea de cómo usar los puños.

La voz del gerente dijo: «¿Qué pasa, amigo? ¿Se encuentra mal?». D. se irguió. El chófer se hizo a un lado de mala gana, con expresión de dignidad ofendida. D. dijo cortésmente, sin quitar los ojos del hombre, «A veces me ocurre que me dan —¿cómo les llaman ustedes?— mareos».

«La señorita Cullen me ha enviado a buscarle. ¿Quiere que vea si hay algún médico por aquí?».

«No. No es nada en absoluto».

D. detuvo al gerente al salir de los servicios. «¿Conoce usted a ese chófer?».

«No le he visto nunca, pero es que no podemos conocer a todos los empleados que vienen, amigo. ¿Porqué?».

«Me parece que andaba en mis bolsillos».

La mirada se heló detrás del monóculo. «Es muy improbable, amigo. Aquí, ¿sabe?, bueno, no quiero ser snob, pero sólo viene lo mejor. Debe ser una equivocación. La señorita Cullen se lo confirmará». Dijo con falsa indiferencia, «¿Conoce hace mucho a la señorita Cullen?».

«No. No puedo decir eso. Ha sido muy amable al traerme desde Dover».

«Ah, ya», dijo fríamente el gerente. Se separó de él enseguida al llegar arriba. «La señorita Cullen está en el restaurante».

Entró: alguien que llevaba un jersey de cuello de cisne tocaba el piano y una mujer cantaba con voz profunda y melancólica. Pasó muy tieso junto a la mesa en la que estaba el otro sentado. «¿Qué ocurre?», dijo la muchacha. «Creí que me había dado plantón. Parece como si hubiera visto a un fantasma».

Donde estaba no podía ver a L.: ahora recordó su nombre.

«Me atacaron, mejor dicho, iban a atacarme en el servicio».

«¿Por qué cuenta historias así?», dijo ella. «Se las da de misterioso. Prefiero los Tres Ositos».

«Ah, bueno», dijo D. «Tenía que encontrar alguna excusa, ¿no?».

«¿No se lo creerá usted realmente, verdad?», preguntó ella con ansiedad. «¿No será que tiene alucinaciones por lo de los bombardeos?».

«No. No lo creo. Lo que pasa es que no soy el más indicado como amigo».

«Si dejara de dárselas de gracioso. Se dedica a decir cosas melodramáticas. Ya le he dicho que no me gustan los melodramas».

«A veces las cosas salen así. Hay un hombre sentado en la primera mesa junto a la puerta. No mire aún. Le hago una apuesta. Está mirándonos. Ahora».

«Está mirando, ¿y qué?».

«Me vigila».

«Hay otra explicación, ¿sabe? Que me mire a mí».

«¿Por qué a usted?».

«Querido, la gente lo hace con frecuencia».

«Ah, sí, sí», dijo D. apresuradamente. «Desde luego. Es comprensible».

Se volvió a sentar y la miró: la boca desganada, la piel transparente. Sintió una repugnancia irracional hacia Lord Benditch: si él hubiera sido su padre no la dejaría andar así. La mujer de voz profunda se puso a cantar una absurda canción sobre un amor contrariado.

«Fue sólo una manera de hablar, que no conocía.

Fue sólo un día de ensueño, pero mi corazón ardió.

Me dijiste "Te amo”, y creí que era verdad.

Me dijiste "Mi corazón es tuyo", pero sólo me lo prestaste».

La gente había dejado sus copas y escuchaba como si eso fuera poesía. Hasta la muchacha dejó de comer durante un momento. Le irritaba la autocompasión: era un vicio que nadie en su país, estuviera en el bando que estuviera, podía permitirse.

«No digo que mintieras: es el estilo moderno.

No estoy dispuesta a morir al viejo estilo Victoriano».

Supuso que aquello representaba el «espíritu de la época», significara lo que significara; prefería casi la celda de la prisión, la ley de fugas, la casa bombardeada, el enemigo a la puerta. Miró de malhumor a la muchacha; hubo una época de su vida en que hubiera intentado escribirle un poema, habría sido mejor que aquello.

«Fue sólo un día de ensueño —empiezo a comprenderlo:

Fue sólo una manera de hablar —empiezo a entenderlo».

Ella dijo, «Es una porquería, ¿no? Pero tiene cierto encanto».

Un camarero se acercó a la mesa. Le dijo, «El caballero que está junto a la puerta me ha dicho que le de esto, señor».

«Para ser alguien que acaba de desembarcar», dijo ella, «hace usted amigos enseguida».

Lo leyó. Era una nota corta e iba al grano, aunque no especificaba exactamente lo que quería. «Supongo», le dijo, «que no me creerá si le digo que acaban de ofrecerme dos mil libras».

«Si así fuera, ¿por qué me lo iba a decir?».

«Es verdad». Llamó al camarero. «¿Puede decirme si ese caballero tiene un chófer, un hombre fuerte con un ojo desviado?».

«Lo averiguaré, señor».

«Actúa usted muy bien», dijo ella, «muy bien. El hombre misterioso». Empezó a pensar que la muchacha había vuelto a beber demasiado. Le dijo, «No llegaremos a Londres si no tiene usted cuidado».

El camarero volvió y dijo, «Es su chófer, señor».

«¿Un hombre zurdo?».

«Oh, déjelo», dijo ella, «déjelo».

Él dijo cortésmente, «No estoy alardeando. No tiene que ver con usted. Las cosas van muy rápido, tenía que asegurarme». Le dio una propina al camarero. «Devuélvale al caballero la nota».

«¿Ninguna respuesta, señor?».

«Ninguna».

«¿Por qué no es usted un caballero», dijo ella, «y le escribe: "Gracias por su oferta”?».

«No quiero darles una muestra de mi escritura. Pueden falsificarla».

«Renuncio», dijo la muchacha. «Usted gana».

«Es mejor que no beba más». La voz de la cantante se apagó, como en un aparato de radio el último sonido fue un lamento y una vibración; unas cuantas parejas comenzaron a bailar. Dijo, «Tenemos un largo camino que hacer».

«¿Por qué tanta prisa? Podemos quedarnos aquí toda la noche».

«Desde luego», dijo él. «Usted puede, pero yo tengo que ir a Londres como sea».

«¿Por qué?».

«Mis jefes», dijo, «no entenderían el retraso». Estaba seguro de que debían tener previstos sus movimientos, pensando exactamente que se podía producir ese tipo de situación: el encuentro con L. y la oferta de dinero. Fueran cuales fueran sus servicios nunca podría convencerles de que, en cierto momento, no tuviera un precio. Después de todo, reconoció con tristeza, ellos sí tienen un precio: el pueblo ha sido vendido una y otra vez por sus dirigentes. Pero aunque la única filosofía que te quedara fuera un sentimiento del deber, ser consciente de ello no te impediría seguir adelante…

El gerente columpió su monóculo hacia Rose Cullen invitándola a bailar: eso, pensó sombríamente D., podía continuar durante toda la noche, no conseguiría sacarla nunca de allí. Se movieron lentamente por el salón al compás de una canción triste y aburrida; el gerente la agarró con firmeza con una larga mano extendida por su espalda, la otra metida, con un descuido casi insultante, pensó D., en el bolsillo. Le hablaba con gesto serio y miraba de vez en cuando en dirección a D. En una ocasión se pusieron al alcance de su oído y captó la palabra «cuidado». La muchacha escuchaba con atención pero sus pies se mostraban torpes. Debía de haber bebido más de lo que él se imaginaba.

D. se preguntó si habrían cambiado el neumático. Si el coche estuviera dispuesto a lo mejor después de aquel baile la podría convencer… Se levantó y salió del restaurante; L., sentado frente a un pedazo de ternera, no levantó la vista; cortaba la carne en pedacitos; su aparato digestivo debía de estar hecho un asco. D. se sintió menos nervioso: era como si el rechazo del dinero le hubiera puesto en una posición mejor que la de su oponente. En cuanto al chófer era poco probable que intentara algo ahora.

La niebla se había levantado un poco; podía ver los automóviles en el patio —había media docena—, un Daimler, un Mercedes, un par de Morris, su viejo Packard y una camioneta roja. Habían puesto el neumático. Pensó que podrían marcharse ya de una vez mientras L. estaba cenando y luego escuchó una voz, que sólo podía ser la de él, hablándole en su lengua. «Discúlpeme. Si pudiéramos hablar unas palabras…». D. sintió cierta envidia al verlo en el patio, entre los automóviles, tan lleno de aplomo. Era el producto de quinientos años de endogamia, que le habían situado en un exacto trasfondo, haciéndole sentirse a gusto y al mismo tiempo acosado por los vicios de sus antepasados y el sabor del pasado. D. dijo, «Me parece que no tenemos mucho de que hablar». Pero reconocía el encanto de aquel hombre: era como si un personaje importante te escogiera de entre un grupo para hablar contigo. «Me parece increíble», dijo L., «que no comprenda usted la situación». Sonrió disculpándose de sus propias palabras, que podían sonar impertinentes después de dos años de guerra. «Lo que quiero decir es que usted realmente es de los nuestros».

«No pensaba eso en la cárcel».

El hombre poseía una cierta integridad: daba la impresión de ser sincero. Dijo, «Probablemente pasó usted momentos terribles. He visto algunas de nuestras cárceles. Pero puedo asegurarle que están mejorando. El comienzo de una guerra es siempre lo peor. Después de todo no vale la pena que hablemos de atrocidades mutuas. Usted conoce sus propias cárceles. Todos somos culpables. Y seguiremos siéndolo, aquí y allá, hasta que uno de nosotros gane».

«Es un razonamiento muy antiguo. Si no nos rendimos lo único que estamos haciendo es prolongar la guerra. Eso dicen. No es un razonamiento muy adecuado para utilizarlo con un hombre que ha perdido a su esposa…».

«Fue un horrible accidente. Tal vez sepa que fusilamos al comandante. Lo que quiero decirle» —tenía una de esas largas narices que se ven en las galerías de arte en los antiguos y lúgubres retratos: enjuto y gastado, debería de haber llevado una espada tan manejable como él mismo— «es esto. Si los suyos triunfan, ¿qué clase de mundo habrá para personas como usted? De usted no se fían —es un burgués—, ni siquiera creo que ahora confíen. Y usted tampoco se fía de ellos. ¿Cree que va a encontrar en esa gente —los que han sido capaces de destruir el Museo Nacional y las pinturas de Z— interés por su obra?». Lo dijo gentilmente —sonó como si fuera el reconocimiento por parte de una Academia estatal— «Me refiero al Manuscrito de Berna».

«No lucho por mí», dijo D. Se le ocurrió que si no hubiera una guerra podría haber sido amigo de aquel hombre. A veces la aristocracia producía seres como esa enjuta y atormentada criatura, interesada en la erudición o en las artes, un mecenas.

«Ya me lo suponía», dijo. «Es usted más idealista que yo. Desde luego mis motivos son sospechosos. Han confiscado mis propiedades. Creo» —formó una dolorosa sonrisa que sugería que se encontraba con quien podía comprenderle— «que han quemado mis pinturas y mi colección de manuscritos. Por supuesto no tenía nada de su especialidad, pero había un manuscrito primitivo de La ciudad de Dios, de Agustín…». Era como ser tentado por un demonio de una personalidad y un gusto admirables. No encontró respuesta. L. prosiguió. «En realidad no me quejo. En las guerras pasan cosas así de horribles con lo que uno ama. Mi colección y su esposa».

Parecía asombroso que no se hubiera dado cuenta de su error. Estaba a la espera del asentimiento de D., la nariz larga y la boca excesivamente sensitiva, el alto y delgado cuerpo de dilettante. No tenía ni la más leve idea de lo que significaba amar a otro ser humano. Su casa —que ellos habían quemado— probablemente sería como un museo, con muebles antiguos y cordones tendidos ante los cuadros de la galería de pinturas los días en que se abre al público. Sin duda era capaz de apreciar el Manuscrito de Berna, pero no tenía la menor idea de que éste no significaba nada al lado de la mujer que amaba. Siguió falazmente, «Los dos hemos sufrido». Era difícil recordar por qué durante un momento había podido parecerle un amigo. Valía la pena matar una civilización para impedir que el gobierno de los seres humanos cayera en manos de los que se supone deben llamarse civilizados. ¿Qué clase de mundo sería ése? Un mundo repleto de objetos conservados con el cartel de «No tocar»; nada de fe religiosa pero sí mucho canto gregoriano y ceremonias pintorescas. Se preservarían imágenes milagrosas que sangraban y meneaban la cabeza en determinados días, en virtud de sus rarezas: la superstición resultaba interesante. Habría excelentes bibliotecas pero no libros nuevos. Prefería la desconfianza, la barbarie, las traiciones… el caos, incluso. Después de todo su «período» era la Edad Oscura.

Le dijo, «No vale la pena que sigamos hablando. No tenemos nada en común, ni siquiera el manuscrito». Tal vez de eso lo había salvado dolorosamente la muerte y la guerra. El buen gusto y la erudición eran peligrosos: podían matar el corazón humano.

L. le dijo, «Me gustaría que me escuchara».

«Perderíamos el tiempo».

L. le sonrió. «Por lo menos», dijo, «me siento encantado de que haya terminado su trabajo con el Manuscrito de Berna antes de esta desgraciada guerra».

«No me parece muy importante».

«Ah», dijo L., «eso sí que es traición». Sonrió con cierta añoranza; no se trataba de que la guerra hubiera matado en él las emociones: era que nunca había tenido más que un fino barniz por razones culturales. Su lugar estaba entre las cosas muertas. «No hay nada que hacer» —dijo inesperadamente—. «No me culpe, por favor».

«¿Por qué?».

«Por lo que vaya a ocurrir». Se fue, alto y frágil, cortés y poco convincente, como un mecenas que abandona la exposición de pinturas de alguien de quien piensa que no era tan bueno como había creído: un poco triste, disimulando su irritación.

D. esperó un momento y luego volvió al vestíbulo. A través de las dobles puertas acristaladas vio de nuevo los estrechos hombros inclinados sobre la ternera.

La mujer no estaba en la mesa. Se había unido a otro grupo: un monóculo relampagueó junto a su oreja: el gerente le hacía confidencias. Escuchó su risa y la voz áspera e infantil que oyera en el bar de tercera clase, «Quiero otra, quiero otra más». Tenía para unas cuantas horas. Su amabilidad no significada nada en absoluto; te daba un bollo en un andén helado, te ofrecía llevarte y luego te abandonaba en la mitad del camino; tenía la mentalidad absurda de su clase, que le da una libra a un mendigo y se olvida de la miseria que no ve. A quien ella pertenecía en realidad, pensó, era a la gente de L. y recordó a los suyos que en aquellos momentos estarían haciendo cola para conseguir pan o intentando conservar el calor en una habitación sin calefacción.

Giró bruscamente sobre sus talones. No era cierto que la guerra matara todas las emociones salvo el miedo: podía sentir cierta ira y desilusión. Volvió hacia el patio, abrió la puerta del automóvil; un sirviente salió de detrás del capó y dijo, «¿La señora no…?».

«La señorita Cullen se va a quedar aquí toda la noche», dijo D. «Dígale que mañana dejaré el automóvil en casa de Lord Benditch». Arrancó y se fue.

Condujo con cuidado, no muy rápido; no había nada que hacer si le paraba la policía y le detenía por conducir sin permiso. En un cartel indicador leyó: «Londres, 45 millas». Con un poco de suerte podría llegar bastante antes de medianoche. Comenzó a preguntarse cuál sería la misión de L. La nota no delataba nada: decía simplemente: «¿Aceptaría dos mil libras?»; por otra parte el chófer había buscado en su chaqueta. Si lo que buscaban eran sus credenciales quería decir que sabían lo que había venido a buscar a Inglaterra: sin esos papeles nada le respaldaba ante los propietarios de minas ingleses. Había sólo cinco personas en su país que conocieran aquel asunto y todas eran ministros del gobierno. Sí, los dirigentes vendían al pueblo. Se preguntó si sería aquel viejo liberal que había protestado por las ejecuciones; ¿o tal vez el joven y ambicioso ministro del Interior que pensaría en sus mayores posibilidades bajo una dictadura? Pero podía ser cualquiera de ellos. No había confianza en ningún sitio. En todo el mundo había gente como él, que creía que no podía corromperse: sencillamente porque eso le haría la vida imposible, como cuando un hombre o una mujer no pueden decir la verdad sobre nada. No era tanto una cuestión de moralidad como de mera existencia.

Un cartel indicador decía 40 millas.

¿Pero estaba L. allí para impedir la compra del carbón o porque los del otro bando también lo necesitaban angustiosamente? Tenían las minas de las montañas, ¿pero y si era cierto el rumor de que los mineros se habían negado a bajar a los pozos? Se dio cuenta de que tenía la luz de unos faros detrás: sacó la mano e indicó al otro coche que pasara. Se puso a su nivel, era un Daimler; luego miró al chófer. Era el que había intentado robarle en los servicios.

D. pisó el acelerador; el otro automóvil no le dejó pasar: corrieron alocadamente el uno junto al otro a través de la fina niebla. No sabía lo que estaba ocurriendo: ¿estaban intentando matarlo? En Inglaterra le parecía improbable, pero aquellos dos años de guerra le habían acostumbrado a lo improbable; no puedes permanecer enterrado durante cincuenta y seis horas dentro de una casa bombardeada y salir de allí sin creer en la violencia.

La carrera sólo duró dos minutos. Su aguja llegó hasta sesenta; forzó el motor hasta sesenta y dos, sesenta y tres, durante un momento alcanzó los sesenta y cinco, pero el viejo Packard no podía competir con el Daimler, el otro automóvil vaciló por espacio de un minuto permitiéndole que le rebasara un poco; luego, por así decirlo, bajó las orejas y corrió a ochenta millas por hora. Le adelantó; siguió adelante por el borde neblinoso y se deslizó cruzándose en la carretera, cortándole el camino. Frenó. No era probable pero parecía ser verdad: le iban a matar. Pensó cuidadosamente sentado en su asiento, mientras los esperaba, de qué forma podría cargarles la responsabilidad: sería una publicidad espantosa para el otro bando; su muerte resultaría mucho más valiosa de lo que había sido su vida. Una vez había preparado una edición erudita de un poema antiguo en lengua romance: esto sería, de verdad, más valioso.

Sonó una voz, «Aquí está ese canalla». Para su sorpresa no era ni L. ni su chófer quien estaba junto a la portezuela, era el gerente. Pero L. estaba allí: entrevió su delgada figura de apio ondulado en el borde neblinoso. ¿Estaría el gerente conchabado con ellos?… La situación era absurda. Le preguntó, «¿Qué quiere?».

«¿Qué es lo que quiero? Este automóvil es el de la señorita Cullen». No, después de todo estaban en Inglaterra, no habría violencia: estaba a salvo. Tan sólo una desagradable explicación. ¿Qué esperaba sacar L. de aquello? ¿O le llevarían a la policía? Seguramente ella no le acusaría. En el peor de los casos significaba unas cuantas horas de retraso. Dijo cortésmente, «Dejé un recado para la señorita Cullen, diciéndole que dejaría el automóvil en casa de su padre».

«Tú, puerco latino», dijo el gerente. «¿Te crees que ibas a largarte con las maletas de la chica así como así? Una muchacha tan buena como la señorita Cullen. Y con sus joyas».

«Me olvidé del equipaje».

«Apuesto a que no te olvidaste de las joyas. Vamos. Sal de ahí».

No había nada que hacer. Salió. Dos o tres automóviles tocaban la bocina furiosamente detrás, en alguna parte. El gerente gritó, «Oiga, amigo, ¿le molestaría despejar la carretera? Ya tengo al canalla». Tomó a D. por las solapas de la chaqueta.

«No es necesario», dijo D. «Estoy dispuesto a darle explicaciones a la señorita Cullen o a la policía».

Los otros automóviles prosiguieron su marcha. El chófer emergió unas yardas más allá, L. estaba de pie junto al Daimler hablando con alguien a través de la ventanilla.

«Te crees muy listo», dijo el gerente. «Sabes que la señorita Cullen es una buena chica, que no te acusará».

Su monóculo osciló furiosamente; acercó su rostro al de D. «No te creas que vas a poder aprovecharte de ella». Uno de sus ojos era de un curioso color azul muerto; como el ojo de un pez: no reflejaba emoción alguna. Dijo, «Conozco tu calaña. Te colaste a bordo. Me fijé enseguida en ti».

D. dijo, «Tengo prisa. ¿Quiere llevarme ante la señorita Cullen o a la policía?».

«Vosotros, extranjeros», dijo el gerente, «venís aquí, ligáis con nuestras chicas… te voy a dar una lección…».

«Ese amigo suyo, ¿no es extranjero también?».

«Es un caballero».

«No entiendo», dijo D., «¿qué se propone usted?».

«Si lo hiciera a mi manera irías a parar a la cárcel, pero Rose —la señorita Cullen— no quiere denunciarte». Había bebido mucho whisky; su aliento apestaba. «Vamos a tratarte mejor de lo que mereces, te vamos a dar una paliza, de hombre a hombre».

«¿Quiere decir que van a pegarme?», preguntó con incredulidad. «Ustedes son tres».

«Bueno, te dejaremos pelear. Quítate la chaqueta. Has llamado a este amigo ladrón —¡tú, maldito ladrón!—. Quiere pegarte».

D. dijo con horror, «Si quieren una pelea, ¿por qué no nos dan pistolas a los dos?».

«Aquí no nos gustan esa clase de asesinatos».

«Y tampoco pelear por sus propios asuntos».

«Sabes muy bien», dijo él, «que tengo una mano inútil». Sacó la mano del bolsillo y la movió en el aire: era un objeto enguantado con dedos moldeados, como los de un sofisticado muñeco.

«No quiero pelear», dijo D.

«Como quieras». El chófer se acercó lentamente, no llevaba la gorra. Se quitó el gabán pero no se preocupó por la chaqueta ceñida y azul. «Tiene veinte años menos que yo», dijo D.

«Esto no es el Club Deportivo Nacional», dijo el gerente. «Es un castigo». Soltó las solapas de D. y le dijo, «Vamos. Quítate la chaqueta». El chófer esperaba con los puños caídos. D. comenzó a quitarse poco a poco la chaqueta; le estaba volviendo todo el horror al contacto físico; aquello era degradante. De repente se dio cuenta de que se aproximaba un automóvil; corrió velozmente hacia el centro de la carretera y comenzó a agitar los brazos. Decía, «Por el amor de Dios… esos hombres…».

Era un Morris pequeño. Un hombre delgado y nervioso estaba sentado al volante y tenía a su lado a una mujer sombría y fuerte. Ella se quedó mirando aquel extraño grupo de la carretera con complacida desaprobación. «Ya, ya», dijo el hombre. «¿Qué ocurre?».

«Borrachos», dijo su esposa.

«No pasa nada, amigo», dijo el gerente; se había vuelto a colocar el monóculo ante el ojo de pescado. «Mi nombre es capitán Currie. Ya saben, del Club Tudor. Este hombre robó un automóvil».

«¿Quiere que avisemos a la policía?».

«No. La propietaria, una buena muchacha, de lo mejor, no quiere denunciarle. Vamos a darle una lección».

«Bueno, no nos necesita. No quiero verme mezclado…».

«Uno de esos extranjeros», dijo el gerente. «Uno de ésos con mucha labia, ya sabe».

«Ah, un extranjero», dijo la mujer con los labios apretados. «Vámonos, querido». El automóvil hizo ruido al arrancar y se internó en la niebla.

«Y ahora», dijo el gerente, «¿vas a pelear?». Le dijo con desprecio, «No tienes por qué tener miedo. Jugamos limpio».

«Es mejor que vayamos al campo», dijo el chófer. «Hay muchos coches por aquí».

«No quiero moverme», dijo D.

«Muy bien entonces». El chófer le golpeó ligeramente en la mejilla y las manos de D. se levantaron automáticamente a la defensiva. Enseguida el chófer le golpeó de nuevo en la boca, mirando todo el tiempo a otra parte con un ojo: eso le daba un aspecto de espantosa indiferencia, como si sólo necesitara la mitad de su mente para destruir. Siguió pegando sin método, golpeando de cualquier manera, como si no buscara una victoria rápida, sin dolor y sin sangre. Las manos de D. no le servían para nada; no intentó responder a los golpes (su mente estaba abrumada por el dolor y la indignidad del contacto físico) y no sabía cómo defenderse. El chófer le estaba dando una buena paliza; D. pensaba con desesperación: pronto se pararán, no quieren matarme. Un golpe le hizo caer. El gerente dijo, «Levántate, cerdo, nada de engaños» y cuando se incorporaba creyó ver el maletín en manos de L. Gracias a Dios, pensó, que escondí los papeles. No pueden arrancarme los calcetines pegándome. El chófer esperó a que se incorporara y luego le golpeó contra el seto. D. dio un paso atrás y esperó haciendo una mueca. Podía ver con dificultad y su boca estaba llena de sangre; su corazón palpitaba con violencia y pensó con temerario placer: los muy imbéciles van a matarme. Iba a valer la pena y con sus últimas fuerzas salió del seto y golpeó al chófer en el bajo vientre. «Ah, el muy cerdo», oyó que gritaba el gerente, «golpeando ahí abajo. Vamos. Termina con él». Un puño que parecía una bota reforzada le derribó otra vez. Tuvo la curiosa impresión de que alguien decía, «siete, ocho, nueve».

Uno de ellos le había desabotonado la chaqueta. Por un momento le pareció que estaba en su país, enterrado en el sótano con los escombros y el gato muerto. Luego recordó, y su mente retuvo la vaga sensación de unos dedos que le palpaban la camisa, buscando algo. Recobró la visión y vio la cara del chófer muy grande y muy cercana. Tenía una sensación de triunfo: había ganado aquel asalto. Sonrió sarcásticamente al chófer.

El gerente dijo, «¿Está bien?».

«Sí, está bien, señor», dijo el chófer.

«Bueno», dijo el gerente, «Espero que te haya servido de lección». D. se incorporó con cierta dificultad; comprobó sorprendido que el gerente estaba turbado: como un prefecto que le pega a un chico y luego descubre que las cosas no estaban tan claras. Le dio la espalda a D. y dijo, «Vamos. Nos marchamos. Yo llevaré el coche de la señorita Cullen».

«¿Querría usted llevarme?», dijo D.

«¡Llevarle! Habráse visto. Puede ir andando».

«Entonces quizá su amigo quiera darme la chaqueta».

«Vaya y búsquela», dijo el gerente.

D. caminó hasta la zanja donde estaba su chaqueta; no podía recordar que la hubiera dejado al lado del automóvil de L., lo mismo que el maletín. Se detuvo y cuando se incorporaba con esfuerzo vio a la muchacha: había estado todo el tiempo en el asiento trasero del Daimler de L. De nuevo sus sospechas abarcaron a todo el mundo: ¿sería también ella una agente? Pero, por supuesto, esto era absurdo: seguía borracha; no tenía ni la menor idea de lo que significaba todo aquello, como no la tenía aquel absurdo capitán Currie. La cremallera del maletín estaba abierta; siempre se trababa al abrirla y quienquiera que estuviera buscando dentro no tuvo tiempo de cerrarla. Acercó el maletín a la ventanilla del automóvil y dijo, «Mire usted. Esta gente lo hace todo minuciosamente. Pero no han encontrado lo que querían». Ella le miró a través del cristal con repugnancia; se dio cuenta de que seguía sangrando en abundancia.

El gerente dijo, «Deje en paz a la señorita Cullen».

D. dijo cortésmente, «Tan sólo me han quitado unos cuantos dientes. A mi edad no es raro perderlos. Tal vez nos encontremos en Gwyn Cottage». Le miraba con una expresión de desesperado desconcierto. D. se llevó la mano al sombrero, pero no lo tenía: debía de haber caído en algún lugar de la carretera. Dijo, «Discúlpeme. Tengo que hacer un largo camino. Pero puedo asegurarle —y se lo digo absolutamente en serio— que debe tener cuidado con esa gente». Comenzó a caminar hacia Londres; oyó al capitán Currie exclamando indignado detrás suyo, en la oscuridad, la palabra «infernal». Le pareció que había resultado un día muy largo, pero en su conjunto afortunado.

No había sido un día inesperado: ésa era la atmósfera en que había vivido durante dos años. Si hubiera estado en una isla desierta no le habría extrañado que incluso la soledad se infectara de violencia. No se puede escapar de una guerra cambiando de país; lo único que cambias es la técnica: puños en vez de bombas, el ladronzuelo en vez del bombardeo de artillería. Sólo durmiendo se escapaba de la violencia; casi invariablemente sus sueños estaban llenos de apacibles imágenes del pasado: ¿compensación?, ¿realización de un deseo? Ya no le interesaba su propia psicología. Soñaba con aulas, con su esposa, a veces con vino y comida, otras muchas con flores.

Caminó por la cuneta para evitar a los automóviles; un silencio blanco cubría el mundo. A veces dejaba atrás un oscuro bungalow entre gallineros. La superficie como de tiza de la carretera reflejaba los faros de los coches como si fuera una pantalla. Se preguntaba cuál sería el próximo paso de L.; no disponía de mucho tiempo y aquel día no le había llevado a ninguna parte. Con la excepción de que ya sabía con certeza lo de su cita con Lord Benditch; había sido indiscreto por su parte mencionárselo a la hija de éste; pero no se hubiera podido imaginar entonces que se encontrarían. Los asuntos prácticos comenzaron a absorberle haciéndole olvidar el cansancio y el dolor. Las horas pasaban con rapidez. Avanzaba automáticamente; sólo después de mucho cavilar comenzó a sentir sus pies, la posibilidad de que alguien le llevara. Enseguida oyó a un camión jadeando cuesta arriba y se puso en medio de la carretera haciendo señales: la figura de un sufrido hombre de mediana edad que mostraba un curioso brío renqueante.