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D. dijo, «¿Puede darme un cigarrillo?».

«Sí, sí, por supuesto», dijo el capitán Currie. «Tome el paquete entero». Le dijo al camarero, «Telefonee a la comisaría de Southcrawl y dígales que lo hemos cogido».

«Bueno», dijo uno de sus acompañantes, «me parece que podríamos sentarnos».

Todos tenían un aire de embarazo, allí puestos, entre D. y la puerta; se notaba que no sabían si maniatarlo, atarlo o algo por el estilo, pero por otro lado les horrorizaba llamar la atención: había demasiada gente en aquel sitio. Se sintieron aliviados cuando D. se sentó; arrastraron sus sillones para rodearle. «Me parece, Currie», dijo uno de ellos, «que no habría inconveniente en darle una copa a este tipo». Añadió, bastante innecesariamente según D, «Es posible que no vuelvan a darle otra».

«¿Qué quiere?».

«Me parece que un whisky con soda».

«¿Scotch?».

«Por favor».

Cuando volvió el camarero, Currie le dijo, «Un Scotch. ¿Ha avisado?».

«Sí, señor. Dijeron que llegarían en cinco minutos y que le retengan».

«Claro que le retendremos. No somos tontos. ¿Qué se habrán creído?».

D. dijo, «Creo que en Inglaterra a la gente se la supone inocente mientras no se demuestre su culpabilidad».

«Ah, sí», dijo Currie, «eso es cierto. Pero desde luego la policía no detiene a nadie al menos que no esté segura».

«Ya veo».

«Por supuesto», dijo el capitán Currie, echando sifón en el whisky, «ése es un error que suelen cometer ustedes, los extranjeros. En su país la gente se mata y nadie hace preguntas, pero si haces lo mismo en Inglaterra hay que atenerse a las consecuencias».

«¿Recuerdas a Blue?», preguntó uno de los hombres a Currie.

«¿Tony Blue?».

«Ése. Uno que jugó muy mal en el partido Lancing-Brighton en el veintiuno. Falló cinco golpes».

«¿Qué le pasó a Blue?».

«Una vez fue a Rumanía. Vio cómo un hombre le disparaba a un policía en la calle. Eso dijo».

«Por supuesto, Blue era un cochino mentiroso».

D. dijo, «¿Les importaría que fuera a mi habitación a buscar mis cosas? Puede venir conmigo uno de ustedes». Se le ocurrió que una vez en la habitación sería posible… cuando llegara el emisario… Nunca le encontrarían allí.

«Es mejor esperar a la policía», dijo el amigo de Blue, «no debemos correr riesgos».

«Podría golpear y fugarse».

«No iría muy lejos, ¿no creen?», dijo D., «esto es una isla».

«No pienso correr ningún riesgo», dijo Currie.

D. se preguntó si no habría venido alguien a recogerlo, encontrando vacía la habitación 105 c.

Currie dijo, «¿No os importaría a vosotros vigilar la puerta mientras yo hablo con él a solas unas palabras?».

«Claro que no, viejo».

Currie se inclinó sobre el brazo de su sillón y en voz baja le dijo, «Oiga, usted es un caballero, ¿verdad?».

«No estoy seguro… lo que eso quiere decir en inglés».

«Lo que quiero decirle es que no tiene por qué hablar más de la cuenta. No mezcle a una muchacha decente en ese tipo de cosas».

«No le entiendo muy bien…».

«Bueno, se trata de ese cuento de una mujer que estaba con usted en el piso cuando aquel sujeto, Forrester…».

«He leído Fortescue en los periódicos».

«Sí, eso es».

«Ah, me imagino que aquella mujer —desde luego no sé nada de eso— era una prostituta o algo por el estilo».

«Eso es», dijo Currie. «Es usted un buen tipo».

Llamó a los otros, «Muy bien, compañeros. ¿Otra ronda de Scotch?».

El amigo de Blue dijo, «Esta es mía».

«No. A ti te tocó la última».

«Ni hablar», dijo el tercero, «es mía».

«No, tú pagaste la penúltima».

«Vamos a jugarlo a cara o cruz».

Mientras discutían D. miraba por encima de la barrera de sus hombros a las grandes puertas de cristal. Estaban encendidos los reflectores, de modo que no se podían ver más que unos pocos pies de hierba. El mundo podía ver al hotel, pero el mundo era invisible. Por algún lugar de aquella invisibilidad pasaba el barco mercante rumbo a su país. Casi le pesó haber dejado el revólver a la banda de chicos en Benditch aunque, en cierto modo, lo hubieran conseguido. Un disparo pondría fin a ese proceso aburrido y agotador.

Entró un grupo de chicas que traían un poco de aire fresco a la habitación sobrecalentada. Eran ruidosas e iban excesivamente maquilladas; no eran muy convincentes, intentaban imitar las maneras de una clase social con más privilegios que la suya. Gritaron, «Hola, aquí está el capitán Curly[7]».

Currie se ruborizó hasta la raíz de los cabellos. Dijo, «Mirad, chicas. Tomad unas copas por ahí. Esto es una celebración privada».

«¿Por qué, Curly?».

«Estamos hablando de asuntos importantes».

«Supongo que serán chistes verdes. Cuenta».

«No, de verdad, chicas. Lo digo en serio».

«¿Por qué le llaman Curly?», le preguntó D.

«Preséntanos a este fascinante forastero», dijo una chica gorda.

«No, no. Imposible. De ninguna manera».

Aparecieron dos hombres con impermeables que abrieron la puerta y echaron un vistazo a la sala de recreo. Uno de ellos dijo, «¿Hay alguien por aquí que se llama…?».

El capitán Currie dijo, «Gracias a Dios, ¿son ustedes de la policía?».

Le miraron desde la puerta. Uno de ellos dijo, «Eso es».

«Aquí está su hombre».

«¿Es usted D.?», le preguntó uno de ellos.

«Sí». D. se incorporó.

«Tenemos una orden de detención contra usted, se le acusa…».

«No se preocupe», dijo D., «ya lo sé todo».

«Cualquier cosa que diga…».

«Sí. Sí. Vamos». Les dijo a las chicas, que les miraban con las bocas abiertas de par en par, «Curly es suyo ahora».

«Por aquí», dijo el policía. «Tenemos un automóvil en la puerta».

«¿Sin esposas?».

«No creo que hagan falta», dijo el hombre con una triste sonrisa. «Vamos. Andando».

Uno de ellos le tomó disimuladamente por el brazo. Podía ser un grupo de amigos que salía después de tomar unas copas. La ley inglesa, pensó, está llena de tacto: en este país todo el mundo odia las escenas. La noche les abrazó. Los reflectores ocultaban las estrellas en favor del fantástico hobby del señor Forbes. Había una luz en alta mar. Tal vez fuera el barco en que se suponía que debía marcharse: marcharse dejando a aquel país libre de su infección y a sus amigos de molestias, de revelaciones peligrosas y de inoportunas reticencias. Se preguntó qué diría el señor Forbes cuando leyera en los periódicos de la mañana que no se había ido.

«Vamos», dijo el policía. «No tenemos toda la noche».

Pasaron junto a las luces de neón, saludando con la mano al empleado. Después de todo no podrían añadir a la lista de sus delitos el que no hubiera pagado la cuenta. El automóvil estaba estacionado junto al césped, con las luces discretamente apagadas. Supuso que al hotel no le vendría bien un automóvil de la policía demasiado a la vista. En este país el contribuyente siembre está protegido. Había un tercer hombre al volante. Puso el motor en marcha tan pronto aparecieron y encendió las luces. D. pasó atrás, en medio de los otros dos. Doblaron hacia la carretera y fueron hacia Southcrawl.

Uno de los hombres que iba detrás se limpió la frente con la mano, «¡Maldición!», dijo.

Tomaron un camino por la izquierda, alejándose de Southcrawl.

«Cuando me dijeron que ellos se habían hecho cargo de usted casi me caigo de espaldas».

«¿No son ustedes policías?». No sentía el menor entusiasmo: todo iba a comenzar de nuevo.

«Claro que no somos policías. Me puso en un apuro. Creí que me iba a pedir la orden de detención. ¿Es que no tiene sentido común?».

«Es que iba a llegar la policía».

«Acelera, Joe».

Traquetearon sobre el áspero sendero en dirección al ruido del mar. Llegaba hasta ellos con una fuerza cada vez mayor: el ruido de las olas que batían las rocas. «¿Es usted un buen marino?», preguntó uno de los hombres.

«Sí. Creo que sí».

«Lo va a necesitar. Es una mala noche y será aún peor en la bahía».

El automóvil se detuvo. Los faros iluminaron unos cuantos pies de camino de pizarra rojiza y escabrosa y luego se zambulleron en la nada. Estaban al borde de un acantilado. «Vamos», dijo el hombre, «hay que apresurarse. Pronto se darán cuenta».

«Seguramente pueden detener el barco de algún modo».

«Bueno, nos enviarán uno o dos cables. Les diremos por radio que no le hemos visto. No supondrá que van a movilizar a toda la flota, ¿verdad? No es usted tan importante».

Le guiaron por los escalones excavados en el acantilado. En la caleta había una motora que se balanceaba al final de una cadena. «¿Qué pasará con el automóvil?», preguntó D.

«No se preocupe por el automóvil».

«¿No seguirán su pista?».

«Probablemente: hasta la tienda donde lo compramos esta mañana por veinte libras. Por mí que se lo lleve cualquiera. No volvería a conducir un coche como éste ni por una fortuna». Pero lo que parecía es que el señor Forbes ya se había gastado una pequeña fortuna. Con el motor petardeando salieron de la caleta e inmediatamente se enfrentaron con la fuerza del mar. Se les echaba encima deliberadamente, como si fuera un enemigo. No era una fuerza impersonal que les acometiera en choques largos y regulares; era como un loco con un hacha, que golpeaba ahora por un lado, ahora por el otro. Les atraía hacia un lugar en calma y luego los golpeaba en rápida sucesión, una y otra vez; después volvía la calma. No tenía mucho tiempo ni oportunidad de mirar hacia atrás: sólo una vez, cuando se balanceaba en lo que parecía la cumbre del mundo, D. vio al hotel iluminado por los reflectores en la distancia, mientras la luna navegaba por el cielo.

Les llevó más de una hora llegar hasta el barco, una deslucida embarcación de cabotaje de unas tres mil toneladas, que navegaba bajo pabellón holandés. Izaron a D. como una mercancía e inmediatamente le mandaron abajo. Un oficial, que llevaba un viejo jersey y unos sucios pantalones de franela gris, le dijo, «Quédese abajo una o dos horas. Es mejor así». La cabina era estrecha y pequeña y estaba al lado de la sala de máquinas. Alguien había tenido la precaución de dejar allí un viejo par de pantalones y un impermeable: estaba totalmente empapado. Las portillas estaban cerradas y una cucaracha avanzaba rápidamente por la pared metálica, junto a la litera. Bueno, pensó, casi estoy en casa. Estoy a salvo… si es que se podía hablar en esos términos. Estaba a salvo de un peligro e iba hacia otro. Se sentó en el borde de su litera: se sentía mareado. Después de todo, pensó, ya soy un poco viejo para esta clase de vida. Sintió cierta piedad por el señor K., que soñó en vano con una vida tranquila en una universidad, lejos de las trincheras: al menos no había muerto en su cubículo de entrenationo delante de algún antipático oriental como el doctor Li, que se hubiera dolido de la interrupción de una lección pagada por anticipado. Y estaba Else: el terror había pasado; ya estaba a salvo de las peores cosas que le podían haber ocurrido. Envidiaba a los muertos. Los vivos eran los que sufrían la soledad y la desconfianza. Se levantó; necesitaba aire.

En la cubierta el viento soplaba lanzándole espuma salada a la boca. Se inclinó sobre la borda y vio las crestas cremosas levantadas contra las luces de la botavara y hundiéndose de nuevo en algún invisible abismo. A lo lejos se apagaba y encendía una luz: ¿Land’s End? No, no podían estar ya tan lejos de Londres y del señor Forbes conduciendo en la oscuridad y de Rose —o de Sally— esperando.

Una voz conocida dijo, «Eso es Plymouth».

No se volvió; no sabía qué decirle. Su corazón dejó de latir, como el de un muchacho; tenía miedo. Le dijo, «El señor Forbes…».

«Ah, Furt», dijo, «Furt me rechazó». Recordó las lágrimas en Western Avenue, la mirada de odio en la colina sobre Southcrawl. «Es un sentimental», dijo Rose, «ha preferido tener un buen gesto. Mi pobrecito Furt». Lo despachó con una frase; volvió atrás en la oscuridad salina y ruidosa a diez nudos por hora.

D. dijo, «Soy un viejo».

«Si a mí no me preocupa», dijo ella, «¿qué importa lo que seas? Oh, ya sé que eres fiel; pero ya te dije una vez que no amaría a un muerto». La miró un momento; la espuma le había puesto el cabello lacio. Parecía mayor que antes, una chica corriente. Era como si le garantizara que el atractivo no contaba en aquel asunto. Le dijo, «Cuando hayas muerto ella podrá tenerte. Entonces no podré competir y todos estaremos muertos mucho mucho tiempo».

La luz quedó a popa: delante sólo había el chapaleo, la larga retirada y la oscuridad. Rose le dijo, «Vas a morir muy pronto; no tienes por qué decírmelo, pero ahora…».